Capítulo 4

La brisa primaveral que flotaba en el ambiente matutino y aportaba una calidez inusual a Yorkshire Falls llenaba los pulmones de Raina con un aire increíblemente dulce y fresco. Tan fresco como sus hijos cuando eran adolescentes, pensó con ironía.

Salió de Norman's, recorrió la calle principal y se dirigió al montículo cubierto de hierba del centro del pueblo que tenía un mirador en la esquina. Iba a reunirse con Eric en su hora del almuerzo, antes de que tuviera que volver a la consulta para las visitas de la tarde. Aunque era él quien la había invitado, ella había elegido el lugar y comprado la comida. ¿Quién podía resistirse a un picnic al aire libre? Había comprado unos deliciosos sándwiches de pollo asado.

Al llegar, se detuvo de repente, sorprendida de ver allí a Charlotte Bronson y Samson Humphrey, el hombre pato, como lo llamaban los niños del pueblo. Samson vivía en las afueras, en una casa desvencijada de su familia que había pasado de generación en generación. Raina no tenía ni idea de qué vivía o a qué dedicaba el tiempo aparte de sentarse en el parque y dar de comer a los patos, pero era un personaje habitual del pueblo y en concreto de aquel lugar.

Se acercó a ellos.

– Hola, Charlotte. Samson. -Les sonrió a los dos.

– Hola, Raina. -Charlotte inclinó la cabeza-. Me alegro de verte.

– Lo mismo digo. -Como Samson guardaba silencio, Raina insistió-. Qué buen día hace. Perfecto para dar de comer a los patos.

– Ya te he dicho que me llamo Sam -refunfuñó con voz apenas audible-. ¿No eres capaz de recordar una puñetera cosa?

– Está gruñón porque todavía no ha comido, ¿verdad, Sam? -dijo Charlotte.

Raina se rió a sabiendas de que siempre estaba gruñón. Charlotte era experta en templar los ánimos más ariscos.

– ¿Y tú qué sabes? -dijo él.

Raina pensó que probablemente Charlotte tuviera razón. De hecho, había traído un sándwich de más para él por si acaso.

– Bueno, sí sé que perro ladrador, poco mordedor -dijo Charlotte-. Toma esto. -Y le tendió una bolsa de papel marrón, con lo que se adelantó a la buena obra de Raina.

Desde la época en que Roman se había enamorado de Charlotte en el instituto, Raina sabía que la chica tenía un corazón de oro. Recordaba que habían tenido una cita y que su hijo estuvo de un humor de perros al día siguiente. Entre Roman y Charlotte había habido algo más que una cita nefasta. Raina lo supo entonces y lo sabía ahora. Igual que sabía que Charlotte Bronson y su buen corazón eran perfectos para su hijo pequeño.

– Venga, Sam, tómalo -insistió Charlotte.

Él agarró la bolsa y farfulló un «gracias» apenas audible. Quitó el papel de plata rápidamente y dio un primer bocado enorme.

– Lo habría preferido con mostaza.

Raina y Charlotte se echaron a reír.

– Norman se niega a ponerle mostaza al pollo asado, y de nada -dijo Charlotte.

Raina pensó que era obvio que el condimento del sándwich no importaba, porque Sam se zampó la mitad en dos bocados.

– Tengo que volver al trabajo. -Charlotte se despidió de Raina, luego de Sam y se dispuso a regresar a la tienda.

– Buena chica -dijo Raina.

– Tendría que ser más sensata y no perder el tiempo conmigo -musitó él.

Raina negó con la cabeza.

– Eso no hace más que demostrar su buen gusto. Bueno, que aproveche. -Raina siguió caminando y se sentó en el extremo opuesto del banco del mirador.

Sabía que no tenía sentido sentarse con Sam. Llegado el momento, él se levantaría y se marcharía, como hacía siempre. Era un hombre solitario y antisocial. Los niños pequeños le temían y los jóvenes se burlaban de él, mientras que el resto del pueblo en general no le hacía caso. Pero Raina siempre se había compadecido de Sam y le caía bien a pesar del caparazón bronco. Cuando se compraba algo de comer en Norman's, siempre añadía algo para Samson. Era obvio que Charlotte compartía sus sentimientos. Era algo que Raina y la joven tenían en común, aparte de Roman.

– Tendría que haber sabido que llegarías antes que yo -dijo una voz masculina conocida.

– Eric. -Raina se levantó para saludar a su amigo. El doctor Eric Fallón y Raina habían crecido en la misma calle de Yorkshire Falls. Eran amigos mientras ambos estaban casados y siguieron siéndolo una vez fallecidos sus respectivos cónyuges, la esposa de Eric mucho después de que Raina perdió a John.

– Más te vale no haber venido caminando hasta aquí o conducido por el pueblo a más velocidad de la permitida. Con indigestión o sin ella, debes ser precavida. -El cejo se le frunció en una mueca de preocupación.

Raina no quería que se preocupara por ella, pero tenía otra cuestión más apremiante de la que ocuparse antes. Debía recordarle a su querido amigo la ética médica antes de que, sin querer, se le escapara delante de sus hijos que no había sufrido más que un ardor de estómago más intenso de lo normal.

– Chase me ha traído y supongo que has repasado mi historial o te has enterado de mi visita al hospital por los chismorreos.

– Me lo tendrías que haber dicho tú cuando te he llamado esta mañana.

– Si todos tus amigos te molestaran con sus problemas de salud en cuanto vuelves de las vacaciones, regresarías corriendo a México.

Él exhaló un suspiro mientras se pasaba una mano por el pelo entrecano.

– Tú no eres una amiga cualquiera. ¿Cuándo te vas a dar cuenta? -La miró fijamente con sus oscuros ojos.

Raina le dio una palmadita en la mano.

– Eres un buen hombre.

Él le cubrió la mano con la suya, bronceada y curtida, y su tacto le pareció sorprendentemente cálido y tierno.

Estremecida, cambió de tema.

– Supongo que te has enterado de que Roman ha vuelto al pueblo.

Eric asintió.

– Ahora dime por qué también me he enterado de que tus hijos van de puntillas a tu alrededor por temor a que te rompas. Por qué Roman se ha pedido un permiso laboral. Y por qué cuando no estás por el pueblo, estás en casa «haciendo reposo» por prescripción médica. Porque sé perfectamente que Leslie no te dijo nada de que descansases más. Que tomaras Maalox, puede ser.

Raina echó un vistazo a su alrededor para ver si alguien la salvaba del sermón, pero no había ningún caballero blanco a la vista, ni siquiera Samson, que se había levantado del banco y se dedicaba a arrancar la maleza de los parterres.

– Eric, ¿qué edad tienen los chicos? La edad de estar casados -dijo sin esperar a que él respondiera-. Edad suficiente para tener hijos.

– O sea que eso es lo que te preocupa. ¿Quieres nietos?

Raina asintió. Le costaba hablar, reconocer la verdad sin dejar traslucir el vacío creciente que sentía, tanto en su vida como en su corazón.

– Los chicos se casarán cuando estén preparados para ello, Raina.

– ¿Qué tiene de malo acelerar el proceso? Sabe Dios qué Rick necesita darse cuenta de que el hecho de que una mujer le hiciera daño no significa que todas las demás vayan a hacer lo mismo. Y luego está Roman…

– Perdona pero no te entiendo -la interrumpió Eric-. ¿Qué tiene que ver que finjas estar enferma con tu deseo de ver a tus hijos establecidos y con descendencia?

Ella levantó los ojos al cielo. Necesitaba la ayuda de Dios para tratar con hombres obtusos y tenía la impresión de estar rodeada de ellos.

– Mis hijos nunca me negarían mi deseo más profundo, algo que por otra parte también llenaría sus vidas, si no pensaran que… -Arrugó la nariz y se encogió de temor, vacilante.

– ¿Tu vida corre peligro? -Ante el asentimiento de cabeza apenas perceptible de Raina, Eric se puso en pie-. Cielo santo, mujer, ¿cómo se te ocurre hacerles eso a tus hijos?

– Lo hago por ellos. Siéntate, estás montando un numerito. -Raina le tiró de la manga y él obedeció.

– Eso está mal.

Raina hizo caso omiso de la punzada de culpabilidad. Bueno, era más que una punzada, pero si su plan surtía efecto, nadie resultaría dañado y todos saldrían beneficiados.

– No me puedes descubrir.

– Los chicos te quieren mucho. Dame una buena razón para no decírselo.

– Tu juramento hipocrático. -Se cruzó de brazos-. ¿Es necesario que te lo recite? Porque me lo sé. Verso a verso -añadió por si acaso.

– No lo dudo -repuso él con los dientes apretados.

– Siglo quinto antes de Cristo. Juro por Apolo, el médico…

– Tú ganas, Raina, pero esto no me gusta.

– Ya lo sé. -En circunstancias normales le encantaba batallar con él, y al aprenderse el pasaje de memoria había querido impresionarlo con sus conocimientos, pero la victoria no era tan dulce-. Los chicos no saben lo que se están perdiendo en la vida. ¿Qué hay de malo en querer enseñárselo? Tú tienes dos nietas preciosas y ambas viven en Saratoga Springs, a menos de veinte minutos de aquí. Seguro que no te imaginas la vida sin ellas. Estoy convencida de que estarías angustiado si tus hijas no estuvieran todavía establecidas.

– No sé qué decirte porque las dos están casadas y tienen hijos. Pero dudo que les hiciera seguir ese camino en la vida a ciegas. Lo que me desagrada son tus métodos, no tus sentimientos. Y hay otra cosa.

Él empezó a desplazar el pulgar por la mano de ella, y por primera vez Raina se dio cuenta de que seguía cogiéndosela con fuerza. Tragó saliva.

– ¿De qué se trata?

– Hace demasiado tiempo que estás sola. Hay estudios que ponen de manifiesto que las viudas, las mujeres con maridos adictos al trabajo y las que no tienen intereses personales desarrollan más tendencias a entrometerse en la vida de sus hijos.

Había muchas cosas en la vida que Raina odiaba. Una de ellas era que la trataran con condescendencia.

– Yo tengo intereses fuera de casa. Además, hago footing todas las mañanas o corro en la cinta que tengo en el sótano.

El arqueó una ceja.

– ¿Sigues haciendo footing ahora que estás mal del corazón?

Ella se encogió de hombros.

– Cuando estoy segura de que no me pillarán, y no ha sido fácil, créeme. Los chicos son muy listos y, como son tres, da la impresión de que están en todas partes. El sótano es mi único refugio, pero ésa no es la cuestión. También soy voluntaria en el hospital -dijo, intentando convencerle de que tenía intereses saludables fuera de casa.

Él frunció el cejo.

– En la sala de pediatría. Para esos niños eres como un precioso regalo, pero por lo que a ti respecta, es una extensión de la misma obsesión. Entrometerte en la vida de tus hijos no es saludable.

Raina se encogió de hombros, pero el corazón le palpitaba dolorosamente en el pecho y se le formó un nudo en la garganta.

– No estoy obsesionada y no me entrometo. Estoy exagerando la verdad para que mis hijos amplíen sus horizontes. Eso es todo.

– Digamos que en ese tema estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo, pero con respecto a ti, ha llegado la hora de que te hable claro, y no sólo como tu médico.

Raina no estaba segura de por qué, pero la adrenalina le subió como no lo había hecho en años. Notó un cosquilleo en la boca del estómago.

– Podría citarte otros estudios, pero ¿sabes que la relación emocional y física con otro ser humano es una parte esencial de la vida?

– Yo tengo relaciones -le dijo-. Con mis hijos, mis amigos, contigo…, con toda la gente del pueblo.

– No me refiero a las amistades, Raina.

Ella lo miró de hito en hito y por primera vez lo observó con detenimiento. Lo miró de verdad, no sólo como amigo sino como hombre. Un hombre atractivo, atento y apetecible.

Había envejecido bien, el pelo entrecano le otorgaba un aspecto distinguido, no de viejo. Estaba bronceado y curtido, como un desafío a la vejez y las arrugas. Y había mantenido el tipo; si bien carecía de la firmeza de la juventud, seguía conservando la apariencia de un hombre viril.

Se preguntó qué vería él cuando la miraba y se sorprendió al darse cuenta de que eso le importaba. Aquella conversación tenía un trasfondo personal y sensual que nunca había imaginado en boca de Eric. Se preguntó si estaba equivocada. Era demasiado mayor para pensar que los hombres la miraban con algún tipo de interés verdadero. Ya no. No desde John.

Pero ¿acaso no acababa ella de hacer una valoración de Eric de carácter íntimo? Aunque le costaba atreverse a pensarlo… Azorada, cerró las manos en un puño y él por fin la soltó.

– Tengo pacientes a las dos. Creo que deberíamos comer.

Raina asintió agradecida e introdujo la mano en la bolsa de picnic que había comprado en Norman's.

– Bueno, cuéntame qué otros proyectos tienes en mente -dijo Eric en cuanto empezó a comer.

– Has oído hablar de la noche del bridge, ¿verdad? -Una noche al mes, mientras jugaban a cartas, Raina intentaba convencer a las mujeres de que compraran en la tienda de Charlotte. Ella la llamaba «la noche de las señoras».

Él se rió.

– Por supuesto que he oído hablar de ello. Te has propuesto ayudar a que Charlotte tenga éxito. -Señaló hacia el otro lado, donde estaba el Desván de Charlotte.

Raina se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? Esa chica siempre me ha caído bien.

– Ya estás otra vez entrometiéndote -dijo Eric entre dos bocados. Raina frunció el cejo y le habría replicado, pero él suavizó sus palabras con una sonrisa admirable-. Ven conmigo al baile de San Patricio el viernes por la noche.

Nunca antes le había pedido que salieran juntos. Nunca se había ofrecido a acompañarla a ningún sitio a no ser que fueran en grupo. La niñera de la viuda, decía, y a nadie le había parecido mal. Hacía tres años que la mujer de Eric había muerto y él se había volcado en el trabajo, así que su invitación la sorprendió.

– Me gustaría, pero los chicos irían y…

– ¿Podrían pensar que estás sana, Dios no lo quiera?

Se ruborizó.

– Algo así.

– Entonces tendré que recetarte una noche fuera.

A Eric le brillaban los ojos y ella tuvo que reconocer que estaba tentada. No sólo por su oferta, sino por él.

– ¿Quién va a hacer de niñera esta vez? -Necesitaba una aclaración. ¿Iba a salir con él como una cita o su única intención era sacar a una vieja amiga de casa?

Él la miró fijamente y declaró:

– Nadie hará de niñera. Vamos a salir juntos.

– Será un placer. -Volvió a notar un cosquilleo en el estómago, y esta vez, Raina no sólo reconoció la intensa sensación, sino que la recibió con los brazos abiertos.

Tres días después de que Roman visitó la tienda, Charlotte seguía sin poder quitárselo de la cabeza. En sueños sabía que no debía sucumbir, pero durante el día, en cuanto oía las campanillas de la puerta, el estómago se le encogía ante la posibilidad de que fuera él. Si sonaba el teléfono, se le aceleraba el pulso al pensar que quizá oyera su voz al otro lado de la línea.

– Patético -farfulló. Tenía que dejar de pensar en Roman. Aparcó en batería junto a la acera de enfrente de casa de su madre. Visitar a Annie era un ritual semanal. Cuando Charlotte regresó al pueblo, ya llevaba demasiado tiempo emancipada como para volver a vivir con ella y, además, no quería caer en la depresión y la frustración producidas al ver sus esperanzas y sueños irracionales. Pero se negó a dejar que esa vez su madre se deprimiera. Estaba decidida a estar de buen humor para acompañar el buen día que hacía. El sol brillaba en un despejado cielo azul y la alteración propia de la primavera hacía que se sintiera flotando. Y seguiría sintiéndose así si no pensara que esa noche estaría en la sala de baile del ayuntamiento, inhalando el olor de carne en conserva y escuchando los cotilleos del pueblo, en vez de estar disfrutando de una cita con Roman Chandler. Pero las chicas tenían que tomar decisiones sensatas y ella había tomado las suyas.

Charlotte llamó al timbre. No quería usar su llave y asustar a su madre, o hacerle pensar que Russell había vuelto. Annie nunca había cambiado las cerraduras y nunca las cambiaría. Vivía constantemente en el limbo.

Al final, su madre abrió la puerta de la vieja casa de par en par, vestida con una bata.

– ¡Charlotte!

– Buenos días, mamá. -Dio un fuerte abrazo a su madre antes de entrar.

El aire de la casa se notaba viciado, como si no hubiera abierto las ventanas para disfrutar de la llegada temprana del ambiente primaveral, y daba la impresión de que tuviera intenciones de pasar su día de fiesta encerrada en casa. Para variar.

– ¿No tendrías que estar en la tienda? -preguntó Annie.

Charlotte consultó la hora.

– Sí, pero Beth puede abrir por mí. De hecho, Beth puede encargarse de todo hasta más tarde. -A Charlotte se le ocurrió una idea. Hacía tiempo que quería tomarse un día libre y ahora tenía un plan perfecto para las dos-. Vístete -le dijo a su madre-. Vamos a pasar la mañana juntas. -Mientras hablaba, empujó a su madre escaleras arriba hasta su dormitorio-. Seguro que Lu Anne nos puede peinar y hacer la manicura. Compraremos ropa para el baile de San Patricio de esta noche y luego iremos a comer a Norman's. Invito yo.

Su madre echó un vistazo a la habitación ensombrecida.

– Bueno, no pensaba salir esta noche, y lo de salir ahora… -No terminó la frase.

– Nada de excusas. -Charlotte subió las persianas para que entrara la luz-. Vamos a pasarlo bien. -Se cruzó de brazos-. Y no voy a aceptar un no como respuesta, así que vístete.

Mientras Charlotte se preguntaba qué habría hecho si Roman la tomara por asalto de ese modo, su madre parpadeó y, para su sorpresa, obedeció sin rechistar. Media hora más tarde, estaban sentadas en Lu Anne Locks, un salón de belleza propiedad de otro dúo madre-hija. Lu Anne se encargaba de peinar a las señoras mientras que su hija, Pam, se ocupaba de las adolescentes extravagantes y de las jóvenes preocupadas por su estilo.

Después de la peluquería, fueron a Norman's a comer y luego se dedicaron a las compras. Charlotte no recordaba la última vez que había conseguido sacar a su madre de casa, y se alegraba de que hubiera llegado el momento.

Escogió unos cuantos vestidos para ella del colgador y, después de probárselos a regañadientes, se pusieron de acuerdo en escoger uno.

– Te queda fenomenal. Con el peinado nuevo y el maquillaje, este vestido hace que te destaquen los ojos verdes.

– No sé por qué esta noche es tan importante para ti.

– ¿Aparte del hecho de que sea una función para recaudar fondos para la liguilla de béisbol? Porque salir de casa es importante. Oye, a lo mejor te encuentras con Dennis Sterling. Sé de buena tinta que le gustas, mamá. Pasa por la biblioteca mucho más a menudo de lo que le haría falta a un veterinario.

Annie se encogió de hombros.

– No salgo con otros hombres. Estoy casada, Charlotte.

Charlotte tomó aire con expresión frustrada.

– Mamá, ¿no crees que ha llegado el momento de superarlo? ¿Sólo un poquito? Y aunque no estés de acuerdo, ¿qué tiene de malo tantear el terreno? A lo mejor incluso te gusta. -Y cuando Russell se dignara aparecer de nuevo, como hacía siempre, le resultaría beneficioso que su madre no siguiera sentada esperando a que hiciera su aparición estelar.

– Él me quiere. A ti también te quiere. Si le dieras una oportunidad…

– ¿Una oportunidad para qué? ¿Para venir a casa, decir hola y luego adiós al cabo de un momento?

Annie se acercó los vestidos al pecho, como si las capas de tejido pudieran protegerla de las palabras de Charlotte. Ésta se estremeció. No le hacía falta ver la reacción de su madre para darse cuenta de que había sido demasiado dura. En cuanto hubo pronunciado esas palabras, se arrepintió del comentario y el tono despiadado. Tocó el brazo de su madre con actitud conciliadora, sin saber qué más decir.

Annie fue la primera en romper el silencio.

– Las personas tienen formas distintas de mostrar su amor, Charlotte.

Y su padre demostraba su falta de sentimientos cada vez que se marchaba.

– Mamá, no quiero hacerte daño ni quiero discutir.

¿Cuántas veces había mantenido una conversación parecida con su madre? Había perdido la cuenta. Pero siempre que le había parecido que podía darse un paso adelante, su errante padre reaparecía por el pueblo. Charlotte pensó que era como si tuviera un radar. Estaba claro que no quería a Annie, pero tampoco quería que le olvidara. La consecuencia era que su madre vivía en el limbo. Por voluntad propia, se recordó Charlotte. Por eso sus decisiones tenían que ser claramente opuestas a las de su madre.

Annie sostuvo el vestido, contenta con todo menos con las palabras de su hija, lo que dio a Charlotte la oportunidad de mirar a su madre de nuevo. El peinado y el tinte le cubrían las canas, y el maquillaje le iluminaba las facciones. Parecía haber rejuvenecido diez años.

– ¿Por qué me miras con esa cara?

– Estás… preciosa. -Un adjetivo que Charlotte raramente utilizaba para describir a su madre, aunque sólo fuera porque Annie muy pocas veces se preocupaba de su aspecto.

Al verla ahora, Charlotte recordó la foto de boda del tocador de su madre. Russell y Annie no habían celebrado una boda lujosa, pero aun así, su madre había llevado el clásico vestido blanco y, gracias al brillo que otorgan la juventud y el amor, no había estado sólo preciosa sino exquisita. Y, a juzgar por el rubor de sus mejillas y la luz de sus ojos, en ese momento también era delirantemente feliz. Charlotte pensó que podía volver a serlo. Pero sólo si lo decidía, lo cual hacía que la situación fuera mucho más frustrante.

Charlotte culpaba a su madre de negarse a aceptar ayuda, al igual que culpaba a su padre por esfumarse como por arte de magia. Pero Annie era la más vulnerable de los dos, y estaba claro que Charlotte la quería.

– Estás realmente preciosa, mamá -repitió mientras le acariciaba el pelo.

Annie le restó importancia al halago, pero, para sorpresa de Charlotte, su madre le acarició la mejilla.

– Tú en cambio eres preciosa, Charlotte. Tanto por dentro como por fuera.

Era raro que Annie saliera de su nebulosa el tiempo suficiente para ver el mundo que la rodeaba. Y el halago era tan poco propio de ella que a Charlotte se le hizo un nudo en la garganta y por un momento no supo qué contestar.

– Me parezco a ti -dijo en cuanto se hubo recuperado. Annie se limitó a sonreír y toqueteó los suaves volantes del vestido con evidente nostalgia. Su madre estaba empezando a ceder.

– Ven al baile, mamá.

– ¿Sabes qué? Iré al baile si dejas de discutir sobre tu padre.

Charlotte sabía cuándo conformarse con algo. Salir una noche ya era avance suficiente. ¿Qué más daba cuáles fueran los motivos de Annie?

– De acuerdo. -Levantó las manos en señal de rendición-. ¿Qué te parece si pagamos esto y vamos a mi tienda? Elegiremos algunas prendas de ropa interior, daremos por concluida nuestra salida y entonces te llevaré a casa.

Al oír la palabra «casa» a su madre se le iluminó el semblante y Charlotte tomó nota mentalmente de concertar visita con el doctor Fallon. Tenía que haber algo más en esa necesidad de Annie de estar en casa, y tal vez el médico pudiera hablar con ella.

Cuando entraron en la tienda, Charlotte iba decidida a proporcionar a su madre otra media hora más de diversión fuera de casa. A juzgar por la expresión de Beth cuando Charlotte le ordenó que sacara la ropa interior más reducida y atrevida, su ayudante obedeció más que contenta.

Charlotte colgó el cartel de VUELVO EN SEGUIDA en la puerta de entrada y se volvió hacia su madre y su amiga.

– ¿Alguien se ofrece a hacer un pase de modelos? Venga, mamá. Puedes escoger lo que quieras. Libera tu yo interno para que acompañe a tu nuevo yo externo. ¿Qué te parece?

– Soy demasiado mayor para ir por ahí paseándome en paños menores. -De todos modos se rió, y ese sonido regocijó a Charlotte-. Pero os haré de espectadora.

– ¿Prometes llevarte a casa al menos un par?

Su madre asintió.

La tarde transcurrió como una fiesta entre amigas y Charlotte y Beth se probaron los conjuntos de ropa interior más seductores. Incluso Annie pareció disfrutar, no sólo del espectáculo, sino de la idea de cuidarse por una vez.

Los progresos se materializaban de distintas formas, pero Charlotte consideró que ese día había realizado unos cuantos.

– El último -dijo a su madre y a Beth, que esperaban en la zona de exposición privada, justo en el exterior de los probadores individuales.

– Vale. Estoy vestida y tu madre sigue esperando en las sillas, disfrutando del espectáculo, ¿verdad, Annie? -preguntó Beth.

– Así es. Hacéis que eche de menos mi juventud.

Que había desperdiciado con un hombre que no se la merecía, pensó Charlotte, pero sabía que no era el momento de decirlo en voz alta y estropear el que había sido un día perfecto. Así pues, se enfundó las bragas que había reservado para el final, unas de su línea de encaje hechas a mano. Nunca le había contado a su madre que había aplicado lo que le había enseñado en su trabajo, pues nunca había pensado que Annie saldría de su caparazón el tiempo suficiente como para que le importara. Pero ese día había llegado.

Alguien llamó a la puerta con fuerza.

– Ya voy -dijo Beth-. Hemos cerrado el tiempo suficiente como para despertar la curiosidad de la gente del pueblo.

– Sea quien sea, diles que esperen unos minutos, ¿de acuerdo? -A Charlotte no le preocupaba tanto el negocio como los lazos de unión que estaba estableciendo con su madre. Aquella última parte del día podía unirlas todavía más.

– De acuerdo.

Charlotte oyó cómo las dos mujeres iban hacia la puerta delantera para ver quién llamaba. Mientras tanto, se abrochó el sujetador a juego, una nueva adquisición de la línea. Aquellas prendas estaban destinadas a los juegos de seducción más íntimos.

Se miró en el espejo. No había contado con el efecto excitante de llevar esas prendas. Se le erizaron los pezones, que se marcaban a través de la fina tela, mientras notaba una dolorosa sensación de vacío en la boca del estómago.

Una vez excitada, se puso a pensar en Roman. Paseó las manos por las caderas, y giró hacia los lados, recorriendo su perfil, las largas piernas y el vientre plano. Tenía que reconocer que llenaba bien el sujetador. Si tuviera el mismo arrojo que intentaba transmitir a sus cuentas, entonces… ¿qué? Charlotte se lo preguntó a sí misma y se obligó a encontrar respuesta.

Iría a por Roman Chandler. Se permitiría dar rienda suelta a los sentimientos que albergaba por él desde el instituto. Lo que había empezado como un enamoramiento juvenil se había metamorfoseado en curiosidad y anhelo adultos. ¿Cómo era Roman ahora? ¿En qué tipo de hombre se había convertido? Para empezar, sabía que adoraba a su madre, pero había muchas más facetas que le gustaría explorar.

La única forma de saciar su curiosidad era ceder a sus sentimientos. Aceptar lo que él le ofreciera durante el tiempo que lo ofreciera y, cuando se marchara, tener el valor de seguir adelante con su vida. A diferencia de su madre, que nunca había tenido la intención de seguir adelante, Charlotte satisfaría su pasión más profunda y luego se alejaría.

Pero mientras Roman estuviera allí, siguió fantaseando, mientras fuera de ella, iría a por todas. Posaría con sus creaciones hechas a mano delante de él y observaría cómo se le dilatarían los ojos por el anhelo y el deseo. Como si estuviera representando la realidad, su cuerpo se estremeció como reacción a la osadía de sus pensamientos. Centrándose de nuevo en el aquí y el ahora, Charlotte se preguntó si tenía el valor suficiente para poner en práctica sus fantasías. Sin duda podía justificar su deseo. Después de más de diez años, era obvio que no iba a quitarse ahora a Roman de la cabeza fingiendo que no existía o que no la atraía.

Ignorando sus sentimientos no lo había conseguido. Así pues, ¿por qué no intentar superarlo materializándolos? No estaba condenada a repetir los errores de su madre si aprendía de ellos.

El corazón se le aceleró mientras se planteaba la idea de permitirse caer en la tentación. Caer en Roman. Con Roman.

– De acuerdo, estamos preparadas -anunció Beth desde la parte delantera de la tienda. El tintineo de las campanillas de la puerta la devolvió de golpe a la realidad. Por desgracia, la excitación no se esfumó con tanta rapidez.

Charlotte negó con la cabeza. Había llegado el momento de concentrarse en sus motivos para llevar esa ropa interior. Demostrar su habilidad manual y quizá hacer que Annie utilizara esa misma ropa para escapar de su prisión particular. Charlotte pensó que tanto ella como su madre tenían que dar grandes pasos en su vida.

El sonido de unos pasos, de Beth, obviamente, llegó hasta la trastienda.

– Preparadas o no, aquí estoy yo -anunció Charlotte, y saliendo de la pequeña estancia, se plantó en la zona abierta donde estaban los sillones estilo reina Ana. Pero en vez de por su madre y por Beth, el público que encontró allí estaba formado por una sola persona.

Un hombre increíblemente sexy y viril llamado Roman Chandler.

Roman observó el cuerpo prácticamente desnudo de Charlotte completamente anonadado. El sujetador y las bragas más eróticas que había visto en su vida envolvían las cimbreantes curvas de la mujer más bella que había visto jamás. La mujer a la que había deseado siempre.

No estaba preparado para aquello en absoluto. Cuando por fin había decidido guardar las distancias, se encontraba con eso.

– ¿Roman? -Abrió los ojos como platos y, para alivio de él, Charlotte se dispuso a buscar la protección de las puertas batientes. Por desgracia, se detuvo.

¿Estaba esperando? ¿Se lo estaba replanteando? Roman no lo sabía pero disfrutaba de una vista perfecta de su esbelta y blanca espalda, la delgada cintura y los tentadores atisbos de piel de su delicioso trasero.

Y entonces ella se volvió, lentamente, y colocó una mano encima de la puerta. Sus pechos blancos como la nieve se perfilaban bajo el tejido negro, generosos y lozanos, llamándole. Rogándole que olvidara su voto recién hecho de apartarse de ella.

Charlotte se situó delante de él sin correr a vestirse. Roman no sabía que fuera tan valiente. Otra faceta más que descubría de ella. Pero el descaro no era lo único que caracterizaba a aquella increíble mujer. El temblor y su aliento irregular le indicaron que no estaba ni mucho menos serena. Gracias a Dios no era una seductora nata, pensó él. Su lado más tímido e inocente lo mantendrían centrado y contenido. Algo tenía que cumplir ese cometido porque su cuerpo luchaba contra su mente a cada paso.

– ¿Dónde están mi madre y Beth? -preguntó ella.

Sus espectaculares ojos verdes se clavaron en los de él y una cascada de pelo negro le cayó sobre el hombro desnudo, lo cual hizo que se preguntara cómo sería el tacto de aquellos sedosos cabellos contra su piel.

– Beth me ha pedido que te dijera que llevaba a Annie a casa y que volvería más tarde. Mucho más tarde. -Era obvio que Beth, la futura esposa, había visto la oportunidad de hacer de celestina y la había aprovechado.

– Un montaje -musitó Charlotte, dándose cuenta de lo mismo que Roman-. Y tú has venido aquí porque…

– Tienes una cosa que necesito. -Se maldijo en silencio. No había querido sonar tan sugerente.

Ella respiró hondo. ¿Para armarse de valor? Roman no lo sabía, pero desde luego, él sí necesitaba una buena dosis del mismo, porque ella empezó a caminar y no se detuvo hasta llegar muy cerca de él. Tan cerca que él advirtió su aroma fresco y primaveral y quiso más.

– ¿De qué se trata? -preguntó Charlotte.

– Rick me ha dicho que había llamado y te había pedido una lista con nombres de clientes que le dejarías en un sobre a su nombre. -Algo relacionado con el ladrón de bragas, aunque Roman no había preguntado qué cosa en concreto.

Charlotte asintió, pero no hizo ademán alguno de coger el sobre que Rick había mandado a Roman a buscar, ni tampoco parecía tener intención de vestirse. No sabía qué había motivado el cambio de opinión de Charlotte desde la última vez que se habían visto, pero no cabía la menor duda de que ahora lo tenía bien acorralado. Al parecer tenía planes propios que él desconocía por completo.

Roman suspiró bruscamente. Se habían vuelto las tornas. El cazador se había convertido en cazado, lo cual no dejaba de ser irónico.

– ¿Dónde está tu ropa? -preguntó.

– ¿Por qué te interesa?

Una llama de deseo ardió en su interior, potente y devoradora. Tenía que esforzarse sobremanera para fijar la vista en su rostro en vez de en su cuerpo apetitoso.

– ¿Qué pasa aquí, Charlotte? -Maldita sea. Su nombre sonaba como una caricia, y lo embargó una oleada de calidez.

Ella levantó uno de sus delicados hombros.

– ¿Por qué de repente te resistes a lo que dijiste que querías, lo que me retaste a dar?

Charlotte había evitado la pregunta de él formulándole otra, con voz vacilante a pesar de su actitud osada. Pero él no podía responderle sin traicionar a sus hermanos, el sorteo a cara o cruz y su propio plan. Él mismo apenas era capaz de hacerle frente.

Se negó a revelárselo a Charlotte.

– Me rechazaste de plano. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

Iba prácticamente desnuda y le ofrecía lo que su corazón más deseaba. Pero tenía que controlarse o, de lo contrario, se arriesgaba a poner en peligro un trabajo que le encantaba y el futuro que quería.

– No pensaba que te fuera a importar el cómo o el porqué. -Charlotte le sujetó el cuello de la camisa vaquera y deslizó un dedo tembloroso hasta el pico.

Roman empezó a sudar.

– Tengo moral y principios, ¿sabes?

– También honestidad respecto a tus intenciones. No piensas quedarte aquí. Agradezco tu sinceridad.

– Siempre seré sincero contigo, Charlotte.

– Bueno, he decidido que con eso me basta. -Esbozó una sonrisa vacilante-. ¿Quieres que reconozca la atracción? Está bien, la reconozco. -Tragó saliva-. Te…, te deseo, Roman.

– Oh, lo que faltaba -farfulló. ¿Qué hombre podría resistirse a una declaración como ésa? Roman le posó la mano en la nuca, introdujo los dedos en su cabello y le selló los labios con los suyos.

El primer beso empezó suavemente, consintiéndose la necesidad de explorar, pero rápidamente se descontroló gracias al apetito acumulado durante demasiados años de contención. Lo consumía la necesidad acuciante de recuperar el tiempo perdido. Excitado y voraz, Roman le recorrió la comisura de los labios con la lengua, solicitando la entrada, que ella le permitió. Tenía la boca húmeda y acuosa, dulce y pura, y sabía a gloria.

Un gemido gutural escapó de los labios de Charlotte. Roman no estaba seguro de quién se movió primero, pero ella retrocedió y él la siguió, sin que sus bocas se separaran. Llegaron a la pared que tenían detrás. En cuanto estuvieron en el pequeño probador, las puertas batientes se cerraron y ellos quedaron dentro. Las manos de Roman viajaron de la nuca a la cintura de ella, lo cual les llevó a intimar el contacto. La entrepierna de él quedó anidada en la ingle de ella y su erección iba en aumento, hinchiéndose mientras buscaba un hogar cálido y acogedor.

Percibió su femenina y húmeda calidez a través del grueso tejido de los vaqueros.

– Cielo santo -musitó él, con el cuerpo a punto de estallar. La barrera de ropa lo confinaba y un sufrimiento dulce pero doloroso le suplicaba que le pusiera fin. Se desplazó lateralmente para profundizar el acceso al máximo.

Como si ella le hubiera leído el pensamiento, separó las piernas, y Roman tomó aire de forma entrecortada. Estaban mejilla contra mejilla, ella lo sujetaba por los hombros mientras le hundía los dedos debajo de la camisa y respiraba de forma superficial e irregular.

Ella lo rodeó. Físicamente, lo acunó con su cuerpo y, al respirar, Roman quedó embriagado por su esencia. El aroma que despedía lo embargó de tal manera que sobrepasó la mera necesidad sexual, y eso fue lo que le hizo regresar a la realidad.

– ¿Qué demonios estamos haciendo? -alcanzó a preguntar.

Ella emitió una sonrisa temblorosa mientras él notaba la calidez de su aliento en la piel.

– No sé cómo lo llamarías tú, pero yo estoy intentando apartarte de mi mente.

«Como si tal cosa fuera posible», pensó él. Habían pasado más de diez años y aquélla era la única mujer que ponía en jaque sus sentimientos, junto con sus hormonas. Tenía la capacidad de hacerle tirar por la borda sus decisiones.

Con la cabeza apoyada en la pared, Charlotte lo observó con ojos vidriosos.

– Has de reconocer que la idea tiene mérito.

Él retrocedió y se pasó una mano temblorosa por el pelo. La idea tenía mérito, si pudiese estar con Charlotte hasta que se cansara. Suponiendo que alguna vez se cansara de ella. Roman albergaba sus dudas.

Además, él tenía su plan. Un destino que no había buscado pero con el que debía cumplir gracias a una decisión tomada a cara o cruz, y a un fuerte sentido del deber familiar. En esos momentos, no tenía ni idea de cómo iba a cumplir tal objetivo, pero esa mujer suponía un peligro. Ella no quería un compromiso duradero con un hombre que no pensaba quedarse en Yorkshire Falls. Eso era lo único que la dejaba fuera del juego.

No obstante, Roman también temía que Charlotte pudiese atraerlo hacia ella, a su pueblo, y le hiciese olvidar los sueños y objetivos que siempre había deseado para su vida.

Cuanto más satisfacía su apetito, más atraído se sentía por ella.

– Apartarte de mi mente es una idea fantástica. No tengo ni idea de cómo ponerla en práctica, pero ésta… -hizo un gesto para señalar su cuerpo prácticamente desnudo y el de él totalmente excitado-, ésta no es la forma más inteligente de hacerlo.

Antes de que pudiera cambiar de opinión, Roman se volvió y cruzó rápidamente las puertas batientes, cuyas bisagras hizo chirriar a su paso. No se permitió volver la vista atrás.

Sólo cuando se vio a salvo, en la calle se dio cuenta de que había olvidado la lista de posibles sospechosos para Rick. Pero no pensaba volver a la línea de fuego ni por asomo.

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