Capítulo 9

Al llegar a su casa, Roman comprobó que la puerta no estaba cerrada con llave; entró y dejó las llaves en la encimera. Las habitaciones a oscuras y el silencio sepulcral le indicaron que su madre no estaba en casa. Farfulló un improperio. Cabría esperar que su madre tuviera más sentido común, sobre todo con un ladrón suelto. De todos modos, era probable que pensase que lo del ladrón de bragas no iba en serio, como la mitad de las mujeres del pueblo.

– Ridículo. -Mañana por la mañana llamaría a Rick para ver si se habían producido más allanamientos.

De momento, necesitaba descansar. La noche anterior no había dormido nada, y le bastó recordar el porqué para excitarse. Se dirigió hacia la habitación que había sido la suya de niño, dejó caer la bolsa de viaje al suelo y se encaminó al baño.

Abrió el grifo de agua fría de la ducha, pero no le ayudó a calmar la añoranza de Charlotte que sentía. Se había duchado con ella ese mismo día y recordaba perfectamente haber eyaculado en su interior mientras el agua los empapaba. Ahora, ni siquiera la descarga de agua helada bastó para relajarle.

Estaba cansado y excitado a partes iguales, y al llegar a su habitación estaba tan agotado que ni siquiera se molestó en encender la luz. Sólo pensaba en una cosa: tras lo que había compartido con Charlotte, su vida y su futuro habían cambiado, y no sólo por la promesa familiar.

Tenía que tomar decisiones, pero primero debía dormir. Se arrastró hasta la cama. Descansó la cabeza en las sábanas frías, acomodó la espalda en el colchón y su cuerpo sintió una piel cálida y suave.

– ¡Joder! -Roman dio un respingo y se incorporó al instante-. ¿Quién coño está ahí?

Salió de la cama de un salto y se dirigió hacia la puerta con la intención de encender la luz y ver quién era el intruso.

– Esa no era la reacción que esperaba, pero supongo que una chica tiene que empezar de alguna forma. Venga, vuelve a la cama y te enseñaré lo que tengo para ti. -La voz parecía más felina que femenina.

Dado que Roman se sentía como una presa atrapada, la comparación tenía sentido. El sonido de una mano dando palmaditas en el colchón resonó en el dormitorio.

Encendió la luz y vio un espectáculo grotesco: allí estaba Alice Magregor, con el pelo crespo más repeinado de la cuenta y el cuerpo embutido dentro de las famosas bragas de Charlotte. Era un cuerpo que Roman no tocaría ni borracho como una cuba, y en esos momentos estaba sobrio. O sea que aún menos.

– Oh, no duermes desnudo. -Hizo pucheros de un modo que a Roman le revolvió el estómago-. Da igual. Venga, apaga la luz y vuelve a la cama. -Se arqueó y pavoneó mientras colocaba la mano en la almohada de él.

Mierda, tendría que cambiar las sábanas antes de acostarse. Apretó los dientes: aquella invasión de su intimidad no era bienvenida ni deseada.

– Me voy a dar la vuelta para que te vistas. Luego fingiré que no ha pasado nada y tú harás lo mismo.

Ella no se arredró y le replicó antes de que se diese la vuelta.

– No digas que no estás interesado. El otro día te hice una seña y me sonreíste.

– Lo interpretaste al revés. Te sonreí antes de que me enseñaras las bragas.

– Los periodistas y los hechos. Da igual, es lo mismo. Sonreíste, te mostraste interesado. Ahora ven a la cama.

Roman no sabía si se hacía la tonta o era rematadamente estúpida.

– Vivimos en un pueblo pequeño, Alice. Trataba de ser amable. Y ahora vístete. -Se cruzó de brazos y se volvió. Se apoyó en el marco de la puerta sin terminar de creerse que Alice Magregor estuviera desnuda en su cama.

Ser cruel no era su estilo, pero no pensaba seguirle el juego ni darle a entender que quería que aquello se repitiera. No habría pasado si la puerta hubiera estado cerrada con llave. Su madre se llevaría un buen sermón sobre la seguridad. Ya no podía ser tan confiada. Gracias a su falso sentido de la seguridad había dejado la casa abierta, le podrían haber robado las bragas y, de haberse salido Alice con la suya, él podría haber sido víctima de una violación.

No tenía ni idea de cómo era posible que Alice hubiera sabido que su madre no estaría en casa, para entrar así y ponerse cómoda. Tampoco es que le importara mucho, siempre y cuando se largara ya mismo. Miró por encima del hombro, pero Alice ni se había inmutado.

– Me gustan los hombres que se hacen los duros.

En el recibidor se oyó el sonido inconfundible de unas carcajadas. La risa de su madre y la profunda risita ahogada de un hombre. Alice abrió mucho los ojos al oír aquellas risas.

«Lo que me faltaba -pensó Roman-, ahora tenemos público.» Le hizo un gesto a Alice para que se moviera, pero ella estaba paralizada.

– … arriba hay una luz encendida. Roman, ¿eres tú? -La voz de Raina se oyó con más fuerza, y consiguió lo que Roman no había logrado.

Alice salió de la cama a toda prisa.

– Oh, Dios mío. -Corrió a buscar la ropa. Trató de ponerse los pantalones y comenzó a saltar por el dormitorio a la pata coja mientras intentaba introducir una pierna en los vaqueros, que estaban del revés.

– ¿Roman? Si eres tú, di algo.

– Ni te atrevas -farfulló Alice.

– Creía que en la guardería te habían enseñado ciertas cosas básicas -le dijo él-. Si te sientas y metes sólo una pierna a la vez, tal vez te sea más fácil.

Oía más los pasos de Raina que el latido de su propio corazón y, ahora que caía en la cuenta, el sonido de aquellos pasos era lo más agradable que había oído en mucho tiempo. Que te pillaran era el mejor método para quitarte las ganas de repetir, y si la cara roja como un tomate de Alice servía de indicación, seguramente no volvería a la casa ni lo acosaría en un futuro cercano.

Esperó a que Alice se calmara lo suficiente como para ser capaz de introducir la pierna hasta la mitad de los vaqueros antes de responder a su madre.

– Soy yo, mamá. He vuelto hace un rato.

Se oyó una voz masculina, probablemente la de Eric, lo cual explicaba por qué Raina no había subido. Sólo lo hacía por la mañana y por la noche. Roman se había planteado comentarle a Chase la posibilidad de transformar una de las habitaciones de abajo en un dormitorio para Raina.

– Quiero que me cuentes cómo te ha ido el fin de semana -dijo Raina, y Roman oyó sus pasos en la escalera a un ritmo rápido que le sorprendió.

– ¡Ooh, no! -chilló Alice, presa del pánico.

Roman, todavía de pie junto al umbral, se volvió a tiempo para verla apartar los vaqueros de una patada. Acto seguido arrancó la colcha de la cama y se envolvió con ella como si fuera una mortaja.

«Esto ya es surrealista», pensó Roman mientras negaba con la cabeza.

– Por cierto -le dijo a Alice-, también ha venido el doctor Fallón. Pero no te preocupes, estoy seguro de que, gracias a los años de confidencialidad entre médico y paciente, sabrá ser discreto.

Además, pensó Roman, podría ser peor, podría ser Chase, don Sólo-Comunico-Hechos, el que estuviera subiendo la escalera con su madre.

Raina llegó al último escalón y se le acercó. Roman le impidió que viera el interior de su dormitorio.

– Hola, mamá. ¿Estás bien? -La miró por encima del hombro y vio a Eric.

– La escalera me ha dejado sin aliento. Sentémonos en la cama y hablemos. -Lo empujó suavemente para abrirse paso, pero Roman la retuvo por el brazo con delicadeza.

– No puedes entrar.

– ¿Quién está ahí? ¿Charlotte? -preguntó, entusiasmada ante tal perspectiva.

– No, no es Charlotte, y ahora, por favor…, ya estoy metido en un lío como para que encima os preocupéis más.

Raina negó con la cabeza y trató de ver qué había por encima del hombro de su hijo.

A su espalda, el doctor Fallón puso los ojos en blanco, como si dijera: «Cuando se pone en marcha no puedo pararla», algo que Roman conocía de sobra.

– Vale, compruébalo tú misma -le susurró Roman mientras se llevaba un dedo a los labios para indicarle que se mantuviera en silencio. Su misión no era proteger a Alice de su propia estupidez, pero prefería que Raina echase un vistazo rápido y se marchase a humillarla al impedirle el paso.

Entró en el dormitorio, seguido de su madre, a tiempo de ver a Alice tratando de abrir la ventana con manos temblorosas. Roman se dio cuenta de que el pestillo estaba echado y Alice no corría peligro.

– Creo que deberíamos dejar que Eric se ocupase de ella, Roman. Está alterada y turbada -le susurró Raina, y luego le tomó de la mano para sacarlo del dormitorio.

Roman se percató de que su madre lo había visto en ropa interior, por lo que recogió los vaqueros que había dejado en el suelo. Se sobrepondría a ese bochorno mejor que Alice.

– Tienes razón. Vayamos abajo, ¿vale? -Roman salió con Raina.

Roman se dirigió rápidamente al baño para ponerse los vaqueros y luego llegó a la cocina a tiempo de ver a su madre tomándose una cucharada de antiácido.

– ¿Puedes prepararme un té? -preguntó Raina-. Tanta emoción puede más que yo.

Roman la miró, preocupado.

– ¿Seguro que es acidez de estómago? ¿No tiene que ver con el corazón? Eric podría…

– No, estoy bien. Algo me ha sentado mal, eso es todo. -Se dio un golpecito en el pecho-. Ahora mismo, esa chica necesita a Eric más que yo.

– Pero si te encuentras mal de verdad, no le quites importancia, ¿vale? -Comprobó que la tetera tuviera agua y luego encendió el fuego.

– Creo que a Alice le vendría bien un sedante y una buena reprimenda. ¿En qué estaría pensando? -Raina negó con la cabeza y se acomodó en una silla.

– Eso me recuerda algo. ¿En qué estabas pensando al dejar la puerta abierta?

– ¿Debo recordarte que en toda la vida no he tenido que usar cerrojos en Yorkshire Falls?

– ¿Cinco robos en la última semana no te parece motivo suficiente?

– Tienes razón, ya hablaremos de eso después.

Eric entró en la cocina.

– Alice está esperando en el recibidor… completamente vestida -dijo en voz baja-. La voy a llevar a su casa. Le he prometido que no contaremos nada a nadie. -No miró a Roman, a quien le sobraban motivos para no mencionar el incidente, sino a Raina, a quien Roman supuso que le encantaría cotillear por teléfono con sus amigas y contarles hasta el último detalle.

– Soy lo bastante sensata como para saber cuándo debo callar -dijo con expresión dolida.

Roman colocó la mano sobre las de ella.

– Estoy seguro de que no pretendía ofenderte, mamá. Sólo es cauto.

– Exacto, gracias, Roman. Raina, te llamaré. -Suavizó el tono-. Siento que la velada se haya visto interrumpida.

– Te agradezco que me sacases de casa. Sabes que los chicos están más tranquilos respecto a mi salud cuando estoy contigo. -Lo miró con recelo-. Y ahora disfrutaré de un buen té con mi hijo. Tú y yo podemos pasar un rato juntos cuando queramos.

– Mañana por la noche me va bien.

– Mañana nos quedaremos aquí, ¿de acuerdo? -Raina dejó escapar un largo suspiro.

Eric dio un paso hacia ella, pero Raina hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

– Sólo necesito una taza de té. La grasa de Norman's se me ha quedado en el pecho. Alguien debería allanar su establecimiento y robarle la manteca de la despensa.

Eric se rió y luego se volvió hacia Roman.

– No sé si decirte que cuides de tu madre o de ti mismo. -Se rió entre dientes y, antes de que Raina respondiera, Eric salió de la cocina sin darle la oportunidad de tener la última palabra.

La tetera comenzó a silbar y Roman se levantó para preparar el té.

– Creo que el doctor Fallón te conviene.

– ¿No estás enfadado? -preguntó en tono preocupado.

Roman la miró por encima del hombro, sorprendido, y luego hundió la bolsita de té en el agua y le añadió una cucharadita de azúcar antes de volver a la mesa.

– ¿Enfadado? Salta a la vista que ese hombre te hace feliz. Sales con él, sonríes más que nunca y, a pesar de tu salud…

– Tal vez es porque tú estás en casa.

– O tal vez porque un hombre te considera especial y te gusta que te presten atención. -Colocó la taza delante de ella.

– No des rienda suelta a tu imaginación. Es un viudo solo y le hago compañía. Eso es todo.

– Tú llevas más de veinte años siendo una viuda sola. Ya es hora de que comiences a vivir tu vida de nuevo.

Raina clavó la mirada en la taza.

– Nunca he dejado de vivir, Roman.

– Sí lo has hecho. -No le apetecía mantener esa conversación, pero era obvio que había llegado el momento-. En algunos aspectos has dejado de vivir y, como resultado, has cambiado nuestra vida. Roman, Rick y Chase, los hermanos solteros -dijo con ironía.

– ¿Me estás diciendo que tengo la culpa de que estéis solteros? -Raina parecía indignada y dolida.

Colocó los dedos en forma de pirámide mientras pensaba. Quería decirle que no tenía la culpa de nada, pero no podía mentirle.

– Papá y tú nos disteis una buena vida familiar.

– ¿Y eso es malo? ¿Suficientemente malo como para evitar el matrimonio y la familia?

Roman negó con la cabeza.

– Pero te quedaste desconsolada cuando murió. Fue como si la vida se hubiera detenido. Vivías…, vivías en un estado de dolor…

– Pero eso ya pasó -le recordó-. No habría cambiado ni un minuto con tu padre, ni siquiera si a cambio de eso no hubiese conocido el sufrimiento o la pena. No se vive de verdad hasta que se sabe lo que es el dolor -declaró a media voz.

Roman ya se había dado cuenta de que él realmente no había vivido hasta que pasó el fin de semana con Charlotte. Mientras su madre hablaba cayó en la cuenta de por qué. Con tal de evitar repetir el doloroso proceso por el que había visto pasar a su madre, Roman había optado por huir, viajar, mantenerse alejado del pueblo, la familia y Charlotte. Charlotte, la única mujer que sabía que podría retenerle en Yorkshire Falls.

La única mujer capaz de hacerle daño, de hacerle sentir el dolor que temía si ella se moría o lo dejaba. Pero pasar la noche con ella le había demostrado que tampoco podía vivir sin ella. Valía la pena arriesgarse.

– He vivido y he amado. No todo el mundo puede decir lo mismo. He sido afortunada -dijo su madre.

Roman esbozó una sonrisa irónica.

– Podrías haberlo sido más.

Raina adoptó una expresión mezcla de tristeza, felicidad y añoranza.

– No te mentiré. Por supuesto que habría preferido hacernos viejos juntos y haberos criado juntos, pero entonces no habría tenido la oportunidad de conocer a Eric. -Miró a Roman con preocupación-. ¿Estás seguro de que no te molesta?

– Creo que te beneficia. Eso no me molesta en absoluto.

Raina sonrió.

– Te das cuenta de que no podrás huir de la vida eternamente, ¿no?

No le sorprendió que le hubiera leído el pensamiento. Su madre siempre había sido perspicaz. Él había heredado ese rasgo y le había ayudado en el trabajo, pero era un engorro cuando lo usaban en su contra. Y era esa capacidad de percepción la que lo hacía demasiado consciente del dolor de su madre.

– Supongo que puedes seguir huyendo, pero piensa en todo lo que te pierdes. -Le dio una palmadita con un gesto maternal que él conocía de sobra-. Y eres demasiado listo para proseguir con algo que es una huida y no una solución. Y bien, una vez dicho esto, ¿dónde encaja Charlotte? Y no me digas que no encaja.

Raina había retomado su misión.

– Me conoces perfectamente como para pensar que te lo contaría -repuso Roman.

Raina alzó la mirada hacia las alturas.

– Chicas. ¿Por qué Dios no me dio una para así saber qué piensan mis hijos?

– Venga ya, mamá. Te encanta conjeturar, te mantiene joven.

– Preferiría beber de la fuente de la juventud -murmuró-. Hablando de chicas, me dijiste que anoche irías a ver a una vieja amiga que acababa de mudarse a Albany, pero Samson me ha dicho que te vio marcharte en el coche con Charlotte.

– Para ser el recluso del pueblo, sabe demasiado.

Roman se preguntó quién más los habría visto marcharse, aunque tampoco le importaba. No permitiría que empañasen su reputación. Salvo que casarse con un Chandler que se rumoreaba que era un fetichista de bragas fuera un problema.

Por sorprendente que pareciese incluso para él, estaba dispuesto a comprometerse mucho más de lo que había imaginado jamás. Pero antes de abordar a Charlotte, tenía que convencerla de que sería un buen padre y esposo, de que quería algo más que un matrimonio de conveniencia a distancia. Sin embargo, todavía tenía que decidir hasta qué punto estaba dispuesto a sacrificar sus viajes y proyectos. Tenía compromisos, muchas personas confiaban en él, y no quería dejar de disfrutar del trabajo cuando se le acabase el permiso.

Ahora su objetivo era personal. Los nietos de su madre serían el producto de ese objetivo, pero no el motivo del matrimonio de Roman. Estaba un poco mareado, igual que el día del primer encargo de la agencia de noticias.

– Podrías haberme dicho que te irías con Charlotte -le dijo su madre sacándolo de su ensimismamiento.

– ¿Para someterla a un interrogatorio? Pensé que era mejor ahorrárselo.

El semblante se le iluminó de alegría.

– Bueno, todavía estoy a tiempo de hacerlo a pesar de que intentes mantenerme al margen. Pero no lo haré, ya tiene bastante con lo suyo.

A Roman se le disparó la alarma interna. Si Alice había tenido el valor de cometer la locura de meterse en su cama, ¿quién sabe qué más podía estar pasando en el pueblo?

– ¿Y eso? ¿Otro robo de bragas?

Su madre negó con la cabeza.

– No, y Rick está muy enfadado porque nadie te defendió anoche, de eso estoy segura. Tampoco es que la policía te considere sospechoso, pero con Alice y las mujeres alteradas en el pueblo…

– Mamá, ¿qué le pasa a Charlotte? -interrumpió sus divagaciones.

– Lo siento, me he dejado llevar. -Se sonrojó.

A Roman no le gustaba el sonido de su voz ni los labios fruncidos.

– ¿Qué pasa?

Raina suspiró.

– Russell Bronson ha vuelto al pueblo.

Roman farfulló un improperio.

– Cuida tu lenguaje -le recriminó su madre, pero su mirada comprensiva le daba a entender que sabía por qué estaba molesto.

El padre de Charlotte no podría haber regresado en peor momento. El hecho de que Roman hubiera hecho las paces con su pasado y su futuro no significaba que Charlotte hubiera hecho otro tanto. Había estado luchando consigo mismo desde que volvió al pueblo y perdió en el a cara o cruz. A pesar de haber intentado mantenerse alejado de ella, Charlotte era la única mujer que quería en su vida. La única mujer con la que deseaba acostarse, la única con la que quería tener hijos.

Al principio había tomado esa decisión cuando perdió la apuesta con sus hermanos. Había sido una decisión egoísta y fría, porque todavía seguía huyendo. Todavía pensaba más en sí mismo que en Charlotte, por mucho que hubiera intentado convencerse de lo contrario. Tenía una necesidad y la había elegido a ella para satisfacerla. Así de simple y estúpido. Charlotte se merecía mucho más: un hombre que la quisiera, que estuviera a su lado y que le diera la vida familiar que le había faltado de niña. Roman quería ser el hombre que le ofreciese todas esas cosas, pero ella nunca le creería, y menos ahora.

Raina apoyó el mentón en una mano.

– ¿Tienes algún plan?

Si lo tuviera, no lo compartiría con su madre. Pero dadas las circunstancias, estaba realmente bloqueado.

– Bueno, te sugiero que pienses algo -prosiguió ella al ver que Roman no respondía.

Él le dedicó una mirada contrariada.

– Eso ya me lo imaginaba. Pero salvo que Russell no sea la escoria que el pueblo cree que es, entonces estoy en un aprieto.

– No sé qué es Russell. -Su madre se encogió de hombros-. Ha estado fuera mucho tiempo. Tú eres el reportero, desentraña la verdad. Pero recuerda que todas las historias tienen tres versiones: la de él, la de ella y la verdad.

Roman asintió. Confiaba en que la verdad bastase para asegurarles el futuro.


Charlotte llegó como flotando al trabajo el lunes por la mañana, ligera como una pluma y más feliz que nunca. Mientras la euforia durase, pensaba disfrutarla y no analizar todos los motivos por los que no debería acostumbrarse a Roman y a sus atenciones. Le había pedido que se mostrase abierta de miras y la había hecho sentirse demasiado bien como para discutir. Le había hecho pensar que, al fin y al cabo, todo era posible. Incluso ellos. Se sorprendió a sí misma con esa nueva actitud, pero Roman no le había dado motivos para dudar de él.

– Huelo a café -dijo Beth mientras salía de la trastienda.

– Hueles a té chai. Norman no se ha modernizado lo suficiente como para ofrecer granizado de café con leche, pero ha traído este té y está delicioso. Caliente o frío, da igual. Hoy me apetecía caliente. Toma, pruébalo. -Charlotte le ofreció su taza-. Es muy dulce -le advirtió, por si acaso esperaba un sabor más amargo.

Beth dio un sorbito para probarlo. Abrió los ojos como platos.

– Es como una mezcla de miel y vainilla. Qué bueno.

– Es de la India. La primera vez que lo probé fue el año pasado en Nueva York.

– No quiero saber cuántas calorías tiene.

Charlotte negó con la cabeza.

– Yo tampoco, pero es un auténtico placer y me niego a no disfrutarlo. -Era una especie de lema que parecía haber adoptado desde que estaba con Roman-. Para almorzar sólo tomaré una ensalada ligera. -Charlotte cerró los ojos e inhaló la fragancia del té antes de beber un poco más-. Hummm. -Alargó el sonido.

– Oh-oh. -La voz de Beth interrumpió su satisfacción.

Charlotte abrió los ojos y vio la sonrisa perspicaz de su amiga.

– Oh-oh ¿qué?

– Reconozco esa mirada, ese sonido. Es puro éxtasis.

– ¿Y? -Charlotte negó con la cabeza-. Ya te he dicho que me encanta.

– Tienes las mejillas sonrojadas y parece que has tenido un orgasmo. No me digas que es por el té.

– ¿Qué otra cosa iba a ser?

Beth se reclinó en la silla situada al otro lado del desordenado escritorio de Charlotte.

– «¿Qué otra cosa iba a ser?», pregunta. Como si no fuera a enterarme de que ni tú ni Roman estabais en el pueblo el sábado por la noche. ¿Coincidencia? No lo creo. -Beth dio golpecitos con los dedos sobre una pila de facturas-. Rick y yo salimos el sábado por la noche. Jugamos a los dardos y, como blanco, pusimos la fotografía más reciente del buen médico…

– ¿Te llamó?

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Le llamé y, después de cortarme a toda prisa, le llamé de nuevo para decirle que se había acabado… y me estás interrumpiendo. -Cambió de tema con brusquedad.

Charlotte conocía esa táctica de evasión, pero no pensaba quedarse callada.

– ¿Le dijiste que se había acabado? -Rodeó corriendo el escritorio para ir abrazar a su amiga-. Sé que no habrá sido fácil.

– No tenía elección. -Beth movió la cabeza, obviamente afectada.

Charlotte retrocedió para sentarse en el extremo de la mesa, con las piernas colgando a un lado. Se dio cuenta de que Beth ya no lucía el enorme diamante en la mano izquierda.

– ¿Y te dejó que rompieras con él?

– Creo que se sintió aliviado.

– El muy estúpido.

Beth se rió, pero con los ojos llenos de lágrimas.

– Bueno, estoy de acuerdo, pero soy yo la que tiene el problema más gordo, ¿no? Me lo tomé en serio sin analizar siquiera o reconocer que él tenía esa especie de debilidad. -Se estremeció-. Cambiemos de tema, ¿vale?

Charlotte asintió. No quería que su amiga sufriera más. Beth se inclinó hacia adelante apoyando los codos en los brazos de la silla.

– Retomemos mi argumento original.

– ¿Qué era?

– Tú, y que esas mejillas sonrojadas y los sonidos de placer no tienen nada que ver con el té chai.

Charlotte puso los ojos en blanco, pero Beth no le hizo caso. Beth era una experta en devolver la pelota y poner a Charlotte en un aprieto. Sostuvo ambas manos en alto frente a ella.

– Me acojo a la Quinta Enmienda.

Todo lo que tuviera que ver con Roman y ella era demasiado personal como para hablar de ello, incluso con Beth.

– ¡Aja! -Beth se irguió en la silla.

Charlotte entrecerró los ojos.

– ¿Qué?

– Acogerse a la Quinta significa que tienes algo que proteger, algo privado. -Se inclinó hacia adelante con expresión de interés-. Venga, cuéntame. Fue más que una cita, ¿no? Por favor, déjame disfrutar de las buenas nuevas, que las mías son más bien malas.

Aunque a Charlotte le apenaban los problemas que tenía Beth, también se daba cuenta de cuándo jugaban con ella, y a Beth se le daba muy bien.

– ¿Qué te parece esto? -sugirió Charlotte-. Cuando tenga noticias prometo compartirlas. Ahora mismo sólo tengo… esperanza. -Una esperanza que guardaba al abrigo de su corazón, temerosa de que si salía de allí viera que sólo eran sueños… y se quedara sola, como su madre.

Observó la mirada preocupada de su amiga.

– Si tuviera algo que contar, serías la única persona a quien se lo diría. -Se inclinó hacia adelante y le apretó la mano-. Te lo prometo.

Beth dejó escapar un suspiro.

– Lo sé, pero detesto ser la única que revela sus problemas y debilidades.

– No eres débil. Eres humana.

Beth se encogió de hombros.

– Bebamos. -Alzó la taza de poliestireno-. Salud.

– Salud. -Charlotte se acabó el té tibio de un par de sorbos placenteros-. ¿Te importaría ocuparte de la tienda hoy? Tengo ganas de atrincherarme en casa y hacer ganchillo.

– Oooh, qué apasionante.

– Pues no -se rió-, pero el dinero que ganaremos cuando entreguemos las prendas acabadas compensará con creces las horas que tendré que pasarme delante de la tele.

Beth se puso en pie.

– Mejor tú que yo.

– Me reuniré contigo en el partido de la liguilla de béisbol, ¿vale? -La tienda de Charlotte había patrocinado un equipo y Charlotte intentaba sacar y alegrar a los chicos con la mayor frecuencia posible. Aunque la temporada acababa de empezar, ya habían jugado dos veces y comenzarían el partido de la noche bien situados en la clasificación. Para Charlotte era su equipo y se enorgullecía de todos los golpes que daban.

Beth se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? Tampoco tengo nada mejor que hacer.

– Jo, gracias -repuso Charlotte con sarcasmo.

– De hecho, lo digo en serio. Ver el partido es mejor que pasarse la tarde jugando al solitario.

Charlotte arrojó la taza vacía a la basura.

– Por triste que parezca, el partido también es lo mejor del día para mí. -Salvo que Roman pasara por allí. «Volverás a verme», le había dicho, y se le había formado un nudo en el estómago al pensar en la expectativa. Se moría de ganas de que llegase ese momento.

– No sabes cuánta pena me das. -Beth la miró sin el menor atisbo de compasión.

Charlotte se rió.

– Ya, ya. Trae la cena porque, después de un duro día de trabajo, estaré hambrienta. -Habían acordado turnarse para encargarse de la comida. La semana pasada habían tomado pollo frito muertas de frío y, dado que la temperatura caía en picado, esa noche sería igual-. No te olvides la chaqueta.

– Sí, mamá.

Al oír las palabras de Beth, sintió una palpitación extraña en el pecho. Quizá fuera su reloj biológico el que provocó el posterior nudo en la garganta porque, desde luego, no podía ser un repentino deseo de tener hijos con Roman.

«Sé abierta de miras», le había dicho, pero Roman seguía siendo un trotamundos, tanto por el trabajo como por decisión propia. Ni en broma podía ser tan abierta de miras.

¿O sí que podía?


Más tarde, ese mismo día, Charlotte tenía las manos cansadas y los hombros rígidos, aunque la embargaba una sensación de logro. Había hecho ganchillo, cosido y trabajado una jornada completa. Luego había envuelto con esmero unas bragas de color azul claro y las había enviado a la siguiente persona en la lista de clientes antes de ir a comprar lo básico para abastecer la nevera.

Al volver se encontró un extraño mensaje de su madre en el contestador automático en el que le decía que esa noche se reuniría con ella en el partido de béisbol. Los partidos de la liguilla eran todo un acontecimiento en el pueblo, pero su madre nunca había ido a verlos. Charlotte se preguntó si el veterinario tendría algo que ver con las repentinas ganas de su madre de asistir al partido. Si así fuera, Charlotte iría a Harrington, el pueblo vecino, y sacaría un perro de la perrera para que así Annie tuviese un incentivo añadido para charlar con el veterinario.

Su madre había llamado, pero Roman no. Por supuesto, no le había prometido nada, lo cual significaba que tampoco había incumplido nada. De todos modos, le decepcionaba pensar que, tras lo que habían compartido, no le apeteciera repetir la experiencia. «Ya ves de qué sirve el encanto, la habilidad y la destreza erótica», pensó con ironía.

Era incapaz de librarse de esa desilusión, pero sabía que se recuperaría. No era la hija de su madre, al menos en ese sentido.

Enderezó la columna, elevó los hombros y se encaminó a la escuela. Notó una brisa helada a su alrededor. Tal como habían predicho, las temperaturas habían descendido bruscamente durante el día, por lo que se abrazó a sí misma con fuerza. Pero por suerte para los chicos y los desamparados como ella, era el tiempo idóneo para el softball y disfrutarían del partido. La tienda de Charlotte patrocinaba a los Rockets, y quería verlos sudar de lo lindo.

Mientras caminaba por el aparcamiento lleno, vio a lo lejos el campo de béisbol, más allá del campo de fútbol y las graderías descubiertas. Las tripas le gruñeron y se llevó una mano al estómago vacío. Confiaba en que Beth la esperara con comida, porque estaba muerta de hambre.

Al llegar junto a las graderías del estadio, un lugar en el que había pasado mucho tiempo de adolescente, apretó el paso. De repente, la sujetaron por detrás. Una mano fuerte la retuvo por la cintura y le inmovilizó los brazos a los costados.

Sintió miedo durante unos instantes, justo antes de que le llegase la fragancia de una colonia familiar y una voz sexy le murmurase al oído:

– Siempre quise meterte mano detrás de las graderías.

El miedo dio paso a la excitación. Había echado de menos a Roman, y si se paraba a pensar sobre lo mucho que le había echado en falta tal vez volviese a sentir miedo. Decidió relajarse en sus brazos y disfrutar del momento.

En cuanto habló, Roman sintió que los músculos de Charlotte se aflojaban contra su cuerpo. No sabía cómo había logrado estar lejos de ella todo el día. Joder, no sabía cómo había logrado estar lejos de ella durante más de diez años. Una admisión humilde para un hombre para quien viajar era su modus vivendi. Acercó la cara a los hombros y la nuca de Charlotte e inhaló su fragancia.

– Habría matado por llevarte detrás de las graderías cuando estábamos en el instituto.

– ¿Y qué me habrías hecho?

A juzgar por el tono alegre, Roman supuso que Charlotte estaba de buen humor. Seguramente no se habría enterado del regreso de su padre, lo cual le brindaba esa pequeña oportunidad para cimentar lo que habían compartido. Le sujetó la mano y la llevó hasta la zona situada detrás de las graderías, donde nadie los vería. Roman lo sabía de sobra. Había sido su especialidad en el instituto, sólo que con las chicas equivocadas.

Ahora estaba con la correcta. Charlotte vestía vaqueros azules y una camiseta de la liguilla debajo de una chaqueta vaquera. Pero lo que más le llamó la atención fue la boca; tan roja como las botas de piel de serpiente.

Roman tiró del cuello de la chaqueta y la atrajo hacia sí.

– En el instituto no llevabas un maquillaje tan provocador.

Charlotte sonrió.

– En el instituto no quería atraer a nadie.

Roman sintió un alivio inesperado.

– Hoy me has echado de menos, ¿a que sí? -Roman había querido darle tiempo para que se sintiera así antes de volver a verla, pero le había costado lo suyo.

Charlotte puso los ojos en blanco.

– No he dicho que quisiese llamar tu atención.

No la creyó. Charlotte le había echado tanto de menos como él a ella.

– Bueno, pues lo has conseguido de todos modos. Ahora cállate y bésame.

Eso hizo. Tenía los labios helados y él se los calentó mientras le introducía la lengua en la boca. Charlotte le rodeó la cintura con los brazos y lo atrajo hacia sí para intensificar el beso, tras lo cual dejó escapar un suspiro de satisfacción que Roman entendió a la perfección. Ella deslizó las manos más abajo de la cintura de él, las palmas apretadas contra su trasero. Su lengua respondió a las embestidas de la de Roman, al igual que su cuerpo; apretados, el uno contra el otro, ejecutaban los movimientos eróticos. Por desgracia, los separaban demasiadas capas de ropa.

Se oyeron vítores a los lejos y Charlotte interrumpió el beso.

– Ahora no puedo -dijo con los labios humedecidos.

Roman la miró con expresión ofuscada.

– Claro que puedes, y quieres. -Tras saborear el paraíso en su interior, él también quería.

Charlotte ladeó la cabeza.

– Bien, te lo diré de otro modo. Quiero pero no puedo.

Roman seguía sujetándole los antebrazos con las manos, y el deseo de hacerle el amor -a la mierda el suelo duro y frío- era abrumador.

– Dame un motivo para ello, y que sea convincente.

– Mi madre me ha dejado un mensaje en el contestador automático. Decía que se reuniría conmigo en el campo de béisbol. Casi nunca viene a los actos del pueblo y esta semana ya ha ido a dos. Tengo que estar allí.

La expresión apenada de Charlotte bastó para contentarle. De momento.

– Creía que no se te ocurriría nada lo bastante convincente, pero me equivocaba. -La soltó. A su cuerpo no le entusiasmaba la perspectiva, pero su corazón se impuso. Quería darle lo que quería, en ese caso ver a su madre, aunque deseaba que no le doliese.

– ¿No has hablado con ella desde que has vuelto?

Charlotte negó con la cabeza.

– No hemos podido hablar por teléfono.

Entonces era obvio que no sabía lo de su padre.

– Charlotte…

– Vamos. -Lo tomó de la mano-. Busquemos a mi madre, veamos el partido y, si tienes suerte, después seré toda tuya. -Se rió, y antes de que Roman replicara, echó a correr.

Con un gruñido, Roman la persiguió con la idea de minimizar el daño cuando llegara el momento fatal.

Charlotte miró por encima del hombro y se rió. Al arrancar tan rápido se había mareado, aunque el beso de Roman también contribuía al mareo; sin embargo, la salida apresurada había sido fruto del instinto de conservación. Le daba igual lo lejos que estuvieran del campo de béisbol, bastaba con mirarla para saber qué había estado haciendo. Así que, cuanto menos hiciera detrás de las gradas, mejor. Hasta más tarde. Entonces podrían retomarlo donde lo habían dejado o hacer lo que les viniera en gana.

La idea le produjo cosquilleos en la columna, se le excitaron todas las terminaciones nerviosas y se sonrojó. Echó una rápida mirada hacia atrás y vio que Roman la seguía caminando a un ritmo pausado. Él le sonrió y la saludó con la mano, pero entonces apareció Rick y le retuvo por los hombros.

Charlotte aflojó el paso, se dio la vuelta y se topó con su madre. Una versión resplandeciente de su madre, desde el rostro maquillado hasta la sonrisa deslumbrante y los ojos centelleantes.

– ¡Mamá!

– ¿De dónde vienes tan rápido? -Annie la estabilizó con un abrazo antes de soltarla.

– Estoy…, estaba…

– Besuqueándote detrás de las gradas con Roman. -Su madre alargó la mano y le acarició la mejilla con los nudillos-. Se te nota. Tu padre y yo solíamos hacerlo.

Charlotte tuvo ganas de protestar. No quería aceptar que lo que sentía por Roman fuese similar a la relación entre Annie y Russell, ni siquiera algo tan divertido e intrascendente cómo comportarse como adolescentes.

– Entonces ¿qué te trae por aquí esta noche? -le preguntó Charlotte. Se dio la vuelta en busca de Dennis Sterling y luego miró a su madre con curiosidad-. ¿O tal vez debería preguntar quién te trae por aquí esta noche?

Con el rabillo del ojo, Charlotte vio a Beth haciéndole señas a lo lejos. Si Beth tenía tanta hambre debería empezar a comer sin esperarla. Charlotte le hizo un gesto con un dedo dándole a entender que tardaría más o menos un minuto.

Annie suspiró.

– Debería haberme imaginado que no podría guardar un secreto en este pueblo.

Charlotte se volvió hacia su madre.

– Al parecer sí que puedes, porque no tengo ni idea de a qué te refieres.

Lo único que Charlotte sabía era que su madre lucía una sonrisa de oreja a oreja y se reía con una facilidad que hacía tiempo que no veía. Cuando Charlotte viera a Dennis le daría un buen beso.

Abrazó con fuerza a su madre. Al respirar, le llegó una fragancia agradable que Charlotte no reconocía.

– Perfume y maquillaje -murmuró.

– Espero que me saludes con el mismo entusiasmo, Charlie.

Esa voz y ese nombre. Charlotte se puso tensa, dejó caer los brazos y se apartó lentamente de su madre. Sintió una pesada punzada de traición en el estómago. Debería haberse imaginado que Annie no se habría interesado por nadie que no fuera el esposo ausente, Russell Bronson.

Charlotte se dio la vuelta y observó al hombre que había entrado y salido de su vida a su antojo. Estaba tan apuesto como siempre, con unos pantalones color caqui y un jersey azul marino. Llevaba el pelo bien peinado, con más canas de las que recordaba, y tenía más arrugas, pero había envejecido bien. Y parecía feliz.

A diferencia de su madre, Charlotte estaba convencida de que su estado de ánimo no dependía de si estaba con Annie o no. Pero el de su madre, sus actos e incluso su aspecto sí dependían de si Russell estaba en el pueblo o no.

La ira de Charlotte fue en aumento, no sólo contra su padre, sino también contra su madre por dejarse manipular con tanta facilidad y durante tanto tiempo.

– ¿Charlie?

Charlotte puso los brazos en jarras.

– Así que el padre pródigo ha vuelto.

Russell dio un paso hacia adelante y Charlotte uno hacia atrás. Russell adoptó una expresión de decepción, o tal vez eso fuera lo que Charlotte quería ver. La maldita semilla de esperanza que siempre había albergado en su corazón no se marchitaba, pero se negaba a guiarse por ella.

El partido de béisbol prosiguió, pero a Charlotte ya no le interesaba ni tampoco, al parecer, al resto del público. Salvo que se hubiese vuelto paranoica, sintió que docenas de pares de ojos se posaban en la disfuncional familia Bronson. La curiosidad provinciana en todo su esplendor. Se preparó mentalmente para las miradas y las habladurías, y guardó silencio esperando a que su padre hablara.

Russell suspiró.

– No es la acogida que me habría gustado -dijo finalmente.

– Pero estoy segura de que la esperabas.

Roman se le acercó y le rodeó los hombros con el brazo. «Más material para los chismorreos en Norman's», pensó ella con ironía.

– ¿Interrumpo una reunión familiar?

Charlotte negó con la cabeza.

– Roman, ¿recuerdas a mí…? -Carraspeó-. Recuerdas a Russell, ¿no?

– Por supuesto. -Le tendió la mano-. Encantado de volver a verle.

La buena de Raina había enseñado buenos modales a todos sus hijos. Una pena que no les hubiera transmitido su capacidad para asentarse y echar raíces.

Russell estrechó la mano de Roman.

– Ha pasado mucho tiempo.

– Sin duda -repuso Roman.

Charlotte apretó los dientes, sonrió sin ganas y se dirigió a Roman:

– Cierto, y puesto que llevas varios días en el pueblo y estás más al corriente de las novedades, ¿por qué no pones a Russell al tanto de lo que se ha perdido durante su última ausencia?

El brusco resoplido de Roman le atravesó el corazón, pero se negó a permitir que cambiase sus intenciones. Recordó el momento en que había salido de detrás de las gradas, riendo, contenta y excitada por el encuentro con él, ilusionada con la noche que los esperaba, cuando estaría a solas con él. Miró a su madre, sonrojada como lo había estado ella hacía un instante, y con expresión despreocupada, todo ello gracias a que Russell Bronson se había dignado volver.

Los paralelismos entre ella y Annie eran obvios. Tan obvios que podía imaginar fácilmente cómo había empezado y terminado la vida de su madre con Russell. Toda una vida en el limbo. Charlotte no se permitiría acabar de ese modo. Observó a los dos hombres capaces de romperle el corazón si les dejaba. Ahora mismo no podía mostrarse débil con ninguno de ellos.

Aunque no quería hacerle daño a Roman, representaba todo lo que temía. ¿Cómo era posible que lo hubiera olvidado?

– Pensándolo bien, los dos tenéis tanto en común que resulta asombroso.

Russell miró a Roman o, para ser más exactos, a Charlotte le pareció que miraba el brazo con el que Roman le rodeaba los hombros.

– No estoy muy seguro de que eso sea cierto.

– Oh, yo sí. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte esta vez? ¿Un día? ¿El fin de semana? Tal vez más, ya que faltan varios meses para la temporada de programas piloto.

– ¡Charlotte! -exclamó su madre al tiempo que le daba un golpecito en el brazo a modo de advertencia.

Ella cubrió la mano helada de su madre con la suya. Era la última persona a la que quisiera hacerle daño.

– ¿Lo ves? No sabe qué responder, mamá. Se marchará cuando se aburra.

Charlotte miró a Roman y apartó los ojos al sentir un nudo en la garganta.

– ¿Y qué hay de ti? -le preguntó sin mirarlo-. Gracias a Dios, Raina está cada día mejor. -Señaló hacia el lugar en el que estaba Raina, sentada sobre una manta con Eric Fallón, observándolos, al igual que Fred Aames, Marianne Diamond, Pearl Robinson, Eldin Wingate y el resto del pueblo. Charlotte detestaba llamar la atención de ese modo-. Puedes largarte cuando te dé la gana. Insisto, los dos tenéis mucho en común.

Antes de perder completamente el control o lo poco que le quedaba de compostura, se dio la vuelta y se marchó. Lejos de su madre, de su padre y, sobre todo, de Roman.

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