Roman se acercó a Charlotte, la sujetó por el codo y la condujo hasta una mesita de la cocina del Gazette. Fórmica blanca, sillas blancas, mobiliario que Charlotte sabía que en su origen había sido de Raina. Negó con la cabeza ante el extraño modo en que su mente trataba de evitar verdades dolorosas.
– Siéntate -le dijo Roman.
– Presiento que me lo tomaré mejor de pie.
– Y yo preferiría saber que no te será tan fácil darte la vuelta y marcharte. Venga, siéntate.
Charlotte cruzó los brazos y se sentó en la silla. No tenía ganas de jugar ni de andarse con rodeos.
– Por favor, dime que no me pediste que me casara contigo porque tu madre quiere nietos.
Roman la miró de hito en hito con sus fríos ojos azules.
– No te lo pedí por ese motivo.
A Charlotte el corazón le latía a un ritmo desbocado.
– Entonces ¿a qué trato llegaste con tus hermanos?
– Venga ya, ¿no te dije anoche lo muy ridículos que pueden llegar a ser los hermanos? -Le cogió la mano-. Da igual lo que pasara entre nosotros tres.
Roman acababa de confirmarle sus dudas sobre cuán serias serían las revelaciones.
– No da igual, o no evitarías contármelo. -Le bastó observar su expresión seria para darse cuenta de que tenía razón.
– Volví a casa porque mamá fue hospitalizada por los dolores en el pecho, ¿lo recuerdas?
Charlotte asintió.
– Nos contó que los médicos le habían dicho que evitara forzar el corazón. Y tenía un deseo que sabíamos que deberíamos materializar.
Charlotte tragó saliva.
– Un nieto.
– Exacto. Pero puesto que ninguno de nosotros tenía una relación seria con una mujer…
– Ni pensaba casarse jamás -añadió Charlotte.
Roman le dedicó una sonrisa pícara.
– Puesto que ninguno estaba en situación de que eso ocurriera, tuvimos que decidir quién daría el paso.
– Así que echasteis una moneda a cara o cruz para ver quién le daría un nieto a Raina, y te tocó. -Sintió que la bilis le subía a la garganta.
– Sé que suena terrible…
– Ni te imaginas cómo suena -repuso Charlotte con amargura-. ¿Qué sucedió después? ¿Me arrojé en tus brazos y me convertí en la afortunada candidata?
– Si haces memoria, recordarás que me aparté. Me esforcé por mantenerme alejado porque eras la única mujer a la que no podía hacerle algo así. -Se pasó la mano por el pelo, frustrado.
– ¿Qué es lo que no podías hacerme?
– Empeorará para luego mejorar -le advirtió Roman.
– Lo dudo.
– Dije que nunca te mentiría y no empezaré ahora, pero tendrás que oír toda la verdad antes de juzgarme. -Bajó la mirada y siguió hablando sin mirarla-. Creía que encontraría a una mujer que quisiera hijos. Me casaría, la dejaría embarazada y luego me iría al extranjero de nuevo. Supuse que podía cumplir con mis obligaciones económicas y venir a casa cada vez que me fuera posible, pero que mi vida no cambiaría demasiado.
– Como mi padre. -Roman Chandler se parecía más a Russell de lo que Charlotte se había imaginado. Sintió repugnancia, pero antes de que pudiera recobrar el aliento, Roman continuó.
– Sí, y precisamente por eso te descarté de inmediato, por muy intensa que fuera la atracción. No podía hacerte algo así. Incluso entonces te quería demasiado como para causarte dolor. Pero creía que, con cualquier otra mujer, si dejábamos las cosas bien claras, nadie saldría mal parado.
– Cualquier otra mujer -repitió Charlotte a duras penas-. Como si tal cosa. De decir que me quieres pasas a aceptar la idea de acostarte con otra mujer. Como si nada. -Contuvo las lágrimas.
– No. -Roman le apretó la mano con fuerza-. No. Cuando volví a casa estaba hecho un lío. Hasta ahora no había pensado en todo esto. Estaba desorientado, preocupado por mi madre, y en un sola noche acepté cambiar de vida. No pensaba con claridad, lo único que sabía era que no quería hacerte daño. Así que me alejé.
– Qué noble.
Roman se mantuvo en silencio. Sólo el ruidoso tictac del reloj de pared rompía el silencio, pero Charlotte no pensaba ponérselo fácil.
Roman se aclaró la garganta.
– Pero me costaba mantenerme alejado de ti. Cada vez que nos acercábamos, la situación se desbocaba. No sólo a nivel sexual, sino también emocional. Aquí. -Se señaló el pecho-. Y supe que nunca podría estar con otra mujer. -Levantó la cabeza y se encontró con la mirada de Charlotte-. Nunca más.
– No. -Charlotte negó con la cabeza; era tal el dolor que sentía en la garganta y el pecho que le costaba hablar-. No trates de decir las cosas correctas para intentar arreglar lo que no tiene arreglo. No lo tiene. Entonces me elegiste -dijo retomando el hilo de la conversación para impedir que las emociones pudieran más que ella- porque la atracción era intensa. ¿Qué fue del cariño del que hablabas?
– Se convirtió en amor.
Se le formó un nudo en la garganta. Pero aunque quería creerle, también se enfrentaba a la verdad.
– Las palabras perfectas para convencerme de que me case contigo y le dé a tu madre el nieto que quiere.
– Palabras que nunca le había dicho a nadie. Palabras que no diría si no las sintiera. -Y las sentía, pero Roman sabía que Charlotte no le creería. Lo había escuchado; sin embargo, sus conclusiones no se basaban en sus emociones, sino en hechos innegables.
Qué irónico, pensó Roman. Los hechos dictaban su vida de periodista. Ahora quería que Charlotte descartara esos hechos y basase su futura felicidad en algo intangible. Quería que creyera en él, en su palabra, aunque los hechos apuntaran en dirección contraria.
Charlotte apartó la mano y sostuvo la cabeza entre sus manos. Roman esperó y le dio tiempo para que pensara y recobrara la compostura. Cuando alzó la mirada, a Roman no le gustó su expresión fría y tensa.
– Dime una cosa: ¿pensabas dejarme en Yorkshire Falls mientras retomabas tu querido trabajo?
Roman negó con la cabeza.
– No sé qué planeé, salvo que quería a toda costa que funcionase. El Washington Post me ha ofrecido un trabajo que me obligaría a quedarme en Washington. Pensaba que podría probarlo…, que podríamos probarlo -dijo, inspirado por aquella idea repentina-. Juntos podríamos llegar a un acuerdo laboral llevadero. -El corazón le palpitó al darse cuenta de lo mucho que lo deseaba.
El cambio de vida ya no le asustaba, ahora temía perder a Charlotte para siempre. La idea le produjo un sudor frío.
Los ojos verdes y tristes de Charlotte se encontraron con los suyos.
– Un acuerdo laboral llevadero -repitió-. ¿En nombre del amor o en nombre del a cara o cruz perdido?
Roman entrecerró los ojos, dolido a pesar de todo.
– No tendrías ni que preguntarlo.
– Bueno, perdóname, pero te lo pregunto. -Se reclinó y cruzó las manos en el regazo.
Roman se inclinó hacia adelante y percibió la fragancia de Charlotte. Estaba enfadado con ella por no confiar en él, aunque no había hecho nada para ganarse su confianza. También estaba furioso consigo mismo e increíblemente excitado.
– Sólo lo diré una vez. -Ya lo había pensado bien mientras hablaba con Chase-. El a cara o cruz me condujo hasta ti. Fue el catalizador de todo lo que ha ocurrido desde entonces. Pero el único motivo por el que estoy aquí contigo ahora es el amor.
Charlotte parpadeó. Una lágrima solitaria se le deslizó por la mejilla. Llevado por un impulso, Roman la atrapó con la yema del dedo y saboreó el agua salada. Había saboreado su dolor. Ahora quería que desapareciese. Charlotte se estaba ablandando. Roman lo notaba y contuvo el aliento mientras esperaba que ella hablara.
– ¿Cómo lo sabré? -preguntó Charlotte pillándole desprevenido-. ¿Cómo sabré que estás conmigo porque así lo quieres y no porque les prometiste a tus hermanos que serías el que le daría un nieto a tu madre? -Negó con la cabeza-. Todo el pueblo sabe que la lealtad es el pilar de la familia Chandler. Chase es el ejemplo perfecto, y tú sigues sus pasos.
– Me enorgullezco de mi hermano mayor. No creo que sea un error seguir sus pasos, sobre todo si me llevan en la dirección correcta. -No tenía nada más que añadir, ya le había asegurado que sólo lo diría una vez. Nada de lo que dijera la haría cambiar de idea a no ser que quisiera creerle.
– Arriésgate, Charlotte. Arriésgate conmigo. -Le tendió la mano. Su futuro se extendía ante él… ¿estaría lleno o tan vacío como la palma de su mano en aquel momento?
Se le encogió el estómago de miedo al ver que Charlotte apretaba los puños. Ni siquiera se había acercado un poco.
– No…, no puedo. Quieres que confíe en ti cuando sé de sobra que los Chandler sois solteros empedernidos. Ninguno de vosotros quiere comprometerse. Tuvisteis que jugároslo a cara o cruz para decidir quién renunciaría a su vida por el bien de la familia. -Se levantó-. Ni siquiera puedo decir que yo sea tu premio, sino un castigo que conlleva perder todo lo que apreciabas.
Charlotte había erigido muros que Roman no creía posible poder franquear. Al menos no de momento. Se puso de pie y le tomó la mano por última vez.
– No soy tu padre.
– Para mí no hay tanta diferencia.
Y ése era el problema, pensó Roman. Charlotte era incapaz de ver más allá de los problemas de su familia. Resultaba obvio que tenía miedo, miedo a repetir la vida de su madre. Condenados Annie y Russell, pero no podía echarles toda la culpa. Charlotte era una mujer adulta, capaz de ver la verdad y tomar sus propias decisiones.
Se moría de ganas de abrazarla, pero dudaba que fuera conveniente.
– Nunca he creído que fueras cobarde.
Charlotte entrecerró los ojos y lo fulminó con la mirada.
– Tú también me has decepcionado. -Giró sobre los talones, salió corriendo de la cocina y lo dejó solo.
– Maldita sea. -Roman se dirigió a la habitación contigua y le propinó una patada al primer cubo de la basura que vio. El cubo de metal rebotó estrepitosamente en el suelo y chocó contra la pared con un ruido sordo.
– Supongo que las cosas no han ido bien. -Chase se topó con Roman al pie de la escalera que conducía a la oficina de la planta de arriba.
– Eso es un eufemismo -gruñó-. No tendrían que haber salido así.
Chase cerró la puerta.
– Así no nos molestarán los rezagados. A ver, ¿quién ha dicho que la vida sería fácil? Has tenido suerte durante una temporada, pero se ha acabado la buena vida, hermanito. Esta vez tendrás que trabajártelo. -Se volvió y se apoyó en el marco de la puerta-. Si eso es lo que quieres.
Roman tenía ganas de largarse de aquel pueblo y alejarse del dolor y las contrariedades. Del corazón debilitado de su madre y del corazón roto de Charlotte. Por desgracia, no tenía adónde huir. Las emociones que había removido le perseguirían fuera a donde fuese. Ese viaje de vuelta le había enseñado que Yorkshire Falls no era un lugar cualquiera, sino su hogar, con todo el equipaje que ello conllevaba. El equipaje del que había estado huyendo toda la vida.
– Tienes toda la razón, eso es lo que quiero. La quiero a ella. -Sin embargo, tras pasarse años evitando las cargas y las responsabilidades, ahora que estaba preparado para soportar los altibajos de una relación seria, la mujer a la que deseaba no quería saber nada de él.
– Entonces ¿qué piensas hacer al respecto?
Roman no tenía ni idea.
– Tengo que ir a ver lo de Washington -le dijo a Chase en el preciso instante en que Rick hacía acto de presencia, con las llaves en la mano.
– ¿Qué pasa en Washington? -preguntó Rick.
– Roman está planteándose aceptar un trabajo de oficina. -El tono de Chase destilaba sorpresa y se pellizcó el puente de la nariz mientras asimilaba esa información.
– No te emociones -farfulló Roman-. Me han ofrecido un cargo de redactor jefe en el Post.
– ¿Te marchas del pueblo? -Rick hundió las manos en los bolsillos frontales.
– Qué más da. Nadie le echará de menos -dijo Chase sonriendo, y le dio una palmadita a Roman en la espalda.
– Cállate, Joder.
Rick se rió.
– ¿Problemas con Charlotte? Entonces supongo que nadie podría confirmar cuál era tu paradero anoche, ¿no?
A Roman la cabeza comenzó a palpitarle.
– No me lo digas.
Su hermano asintió.
– Sexto robo de bragas. Así que tendré que preguntártelo de nuevo: ¿dónde estabas anoche?
Chase y Rick soltaron una carcajada. Les gustaba reírse a costa de Roman. Él no respondió, sabía que no era necesario. Pero a pesar de las risas, aquello era serio. Al igual que él, a ninguno de sus hermanos les hacía gracia que todavía hubiera una oleada de delitos sin resolver en Yorkshire Falls.
Charlotte salió corriendo del Gazette, aflojó el paso al quedarse sin aliento y se encaminó lentamente al pueblo. Le dolía el estómago y se alegró de ver una camioneta avanzando por la carretera.
Charlotte hizo autostop por primera vez en su vida. Fred Aames, el único fontanero del pueblo, se ofreció a llevarla hasta la tienda. Estaba a mitad de camino y bien lejos de Roman cuando se percató de que no había puesto el anuncio en el periódico. Tendría que llamar a Chase más tarde. De ninguna de las maneras volvería a ver a los hermanos Chandler, con su infecto a cara o cruz. Se preguntó si se estarían riendo de ello y luego negó con la cabeza.
Roman no se reiría. Se había quedado sin candidata y tendría que comenzar de cero. Encontrar a otra mujer a la que tirarse y dejar en el pueblo, embarazada.
El estómago se le revolvió y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no pedirle a Fred que parase la camioneta para vomitar en el rododendro de alguien.
– ¿Te has enterado? -le preguntó Fred. Antes de que pudiera responder, Fred prosiguió, ya que seguramente estaba acostumbrado a hablar desde debajo de los armarios mientras arreglaba las tuberías, ajeno al mundo exterior-. Le han robado las bragas a Marge Sinclair.
Otra vez no. Comenzó a masajearse las sienes.
– ¿Marge? Yo misma se las llevé ayer.
Fred se encogió de hombros.
– Ya sabes lo que se dice. Visto y no visto. -Soltó una carcajada, interrumpida por un bache en la carretera que hizo saltar a Charlotte en el asiento y que se golpeara el hombro contra la puerta-. Pero no me creo los comentarios de Whitehall sobre Roman Chandler.
Al oír el nombre de Roman, a Charlotte se le hizo un nudo en el estómago. La vida provinciana, pensó. Le encantaba, pero a veces significaba que no podía evadirse por mucho que lo deseara.
– No, yo tampoco creo que Roman Chandler robase las bragas -repuso Charlotte.
– Las robaría si se tratase de una broma, pero no lo haría tal como cuentan los periódicos.
– Humm. -A lo mejor, si no respondía de inmediato, Fred se daría cuenta y cambiaría de tema.
– Tiene demasiada personalidad.
– Tiene mucha personalidad, seguro -farfulló. Prefería no hablar de la personalidad de Roman en aquellos momentos o le contaría todo a Fred y el pueblo se llenaría de chismorreos. No era lo que quería, y sabía que Roman tampoco.
– Salió en mi defensa en el instituto. Nunca lo olvidaré, ni dejaré que nadie en el pueblo lo olvide. Puedes apostar lo que sea a que le diré a todo el mundo que Roman Chandler no es un ladrón. -Pisó el freno de la camioneta delante de la tienda de Charlotte.
Charlotte cogió su bolso. ¿Quién estaría robando las bragas? Enumeró mentalmente a las víctimas. Whitehall, Sinclair…, todas mayores de cincuenta; se preguntó si Rick o algún otro agente de la policía de Yorkshire Falls habría llegado a la misma conclusión, y si serviría de algo. «Qué extraño», pensó Charlotte, por no decir algo peor.
– ¿Has dicho algo? -le preguntó Fred.
– He dicho que me pregunto si te has dado cuenta de que me has salvado la vida. Gracias por traerme hasta aquí.
– El gusto es mío. -Se inclinó y colocó la mano sobre el respaldo del asiento de Charlotte-. Aunque podrías devolverme el favor.
– ¿Cómo? -preguntó Charlotte con cautela.
– Poniendo a Marianne entre las primeras en tu lista de bragas pendientes. -Se sonrojó-. Al menos a tiempo para nuestra noche de bodas.
Charlotte sonrió y asintió.
– Creo que lo podré solucionar. -Charlotte salió de la furgoneta antes de echarse a reír y avergonzar más aún a Fred-. Gracias de nuevo, Fred.
– De nada. Y cuando las cuentas entren en la tienda hablando de los robos, recuérdales que Roman Chandler no roba nada.
«Salvo mi corazón», pensó Charlotte con tristeza.
Fred se alejó en la camioneta y la dejó en la acera. Primero observó la tienda y luego la ventana de la planta de arriba que daba a su apartamento. En aquel instante, no le apetecía ir a ninguno de esos dos sitios. Puesto que Roman había pasado la noche allí, su pequeño apartamento ya no era un refugio seguro en el que evadirse. La oficina olía peor que mal y, en la tienda, la presencia locuaz de Beth haría que Charlotte revelara secretos dolorosos en un santiamén. La casa de su madre quedaba descartada porque Russell estaba allí.
Se sentía como una expatriada sin ningún lugar donde refugiarse… hasta que recordó un sitio donde podría acurrucarse y estar tranquila. Pasó por la tienda para decirle a Beth que se tomaría el día libre, luego por Norman's para comprar un sándwich y un refresco, antes de subir a su apartamento, cambiarse de ropa y escabullirse hacia la escalera de incendios con terraza con su querido libro en la mano: Escapadas con glamur.
Algunas personas buscaban solaz en la comida, Charlotte lo buscaba en los libros. En uno en concreto. La brisa agitó las páginas y Charlotte pasó a la que contemplaba más a menudo, la del famoso cartel de HOLLYWOOD. Se apoyó en la pared, con las piernas estiradas frente a ella y el libro descansando en las rodillas. Suspiró y resiguió las letras que se sabía de memoria, luego apoyó el mentón en las manos y observó las páginas de papel satinado.
Resultaba irónico que el libro que más la calmaba representara también su mayor dolor. Charlotte sabía por qué. Escapadas con glamur la transportaba a una época más sencilla, una en la que todavía creía en el príncipe azul y en los finales felices. Un tiempo en que pensaba que su padre volvería a casa y se llevaría a Charlotte y a su madre a Los Ángeles y así le devolvería la seguridad que había perdido, pero nunca lo hizo.
Aunque el libro la desequilibrara, también la tranquilizaba, del mismo modo que las creencias inocentes de la infancia. Charlotte no quería profundizar más. La vida ya era bastante complicada. Y el a cara o cruz de los hermanos Chandler la había trastornado más de lo que jamás hubiera imaginado.
A Charlotte no le gustaba autocompadecerse ni tampoco creía que hubiera hecho nada para merecer ese vuelco del destino. Pero teniendo en cuenta las circunstancias, no estaba sorprendida. Los psiquiatras se lo pasaban en grande con la idea de que las chicas se enamoraban de hombres que les recordaban a sus padres. Aseveración a la que ella se había opuesto con vehemencia en el pasado, pero de la cual ahora era una prueba viviente.
Los hermanos Chandler eran muchas cosas: solteros empedernidos, hijos devotos y hombres leales. Sabía que Roman nunca se había propuesto hacerle daño. Creía que la había descartado de la lista de posibles candidatas por su pasado familiar. Pero desde luego, ella le había facilitado las cosas arrojándose en sus brazos.
Tras acabar con sus hermanos, Roman se encerró en el despacho de Chase y se dedicó a lo que mejor se le daba: escribir. Desconectó por completo de todo y de todos y se pasó el resto de la mañana y buena parte de la tarde redactando un artículo sobre la vida provinciana. Los artículos realistas no eran lo suyo, pero en esta ocasión las palabras le salieron del alma.
Grandes ciudades, grandes historias. Grandes continentes, historias incluso de mayor interés humano. Pero Roman se percató de que lo que había en el fondo de todos esos artículos de gran envergadura era la esencia de las personas, sus vínculos, su comunidad, su tierra. Como los habitantes de Yorkshire Falls.
Cuando redactaba una noticia -ya fuera enfatizando las desigualdades de la pobreza o la hambruna, la verdad descarnada sobre la limpieza étnica en otros países o la necesidad de leyes de urbanismo nuevas que permitiesen que alguien con artritis degenerativa pudiese pasear a su mascota sin dolor-, las historias se centraban en las personas, lo que necesitaban y lo que hacían para sobrevivir.
Como periodista y como hombre, la visión objetiva le había sido más fácil, por lo que había elegido abordar el mundo exterior mientras bloqueaba sus emociones para con los demás. Porque los demás representaban su mayor miedo: dolor, rechazo y pérdida. Era lo que le había sucedido a su madre.
Era lo que estaba experimentando ahora por lo que le había hecho a Charlotte. Esa historia era una catarsis. Nunca la vendería, pero siempre constituiría una prueba de lo que su madre le había dicho: si no has amado, no has vivido. A pesar de todos sus viajes y experiencia, Roman se dio cuenta de que no había vivido de verdad. Y bien, ¿cómo convencería a Charlotte?
Tras pasar por la tienda, fue al establecimiento de Norman, quien le dijo que le había vendido un sándwich antes de irse a casa. El instinto le dijo que debía buscarla en su apartamento.
Ese mismo instinto había insistido en que si Charlotte se enteraba de lo del a cara o cruz estaría bien jodido, y había acertado. Y ahora que le decía que ella nunca saldría de su vida, sabía que eso también era cierto. Dobló la esquina que conducía a la parte posterior del apartamento.
El sol se estaba poniendo. Le daba igual que alguien le viera acechándola. Quería asegurarse de que estaba bien, aunque sabía que era un poco precipitado intentar hacerla entrar en razón.
Permaneció bajo la sombra de los árboles y la observó sentada en la escalera de incendios. Sola por voluntad propia, sin responder al teléfono ni al timbre. Roman negó con la cabeza, odiándose por haberle hecho daño. Varios mechones de pelo rebeldes se habían escapado de su cola de caballo y se agitaban junto a su rostro pálido. Tocaba las páginas del libro con reverencia. Roman supuso que se trataba de alguno de sus dichosos libros de viajes. Era una soñadora y anhelaba cosas que creía que no estaban a su alcance. Viajar. Emocionarse. Su padre. Roman. Había tenido el valor de abrir un negocio cosmopolita en un pueblecito de mala muerte al norte del estado, pero no se atrevía a arriesgarse con la vida, con él.
«¿Y si la realidad me decepciona?», le había preguntado cuando él le había cuestionado sus libros, sus sueños. No le había contestado entonces porque estaba convencido de que haría realidad sus fantasías. Pero una escapada de fin de semana distaba mucho de cumplir el sueño de toda una vida. Roman estaba seguro de que podía materializar ambos.
Ahora mismo le apetecía darse de cabezadas por ser tan arrogante, tan seguro de sí mismo, cuando los sentimientos de Charlotte estaban en juego. Gracias a su padre, Charlotte esperaba que la vida la defraudara. En lugar de demostrarle que se equivocaba, Roman había confirmado todas las expectativas negativas que ella tenía de los hombres.
Farfulló un improperio. Le echó una última mirada y luego se marchó a casa.
Raina recogió el bolso y esperó mientras la doctora Leslie Gaines realizaba anotaciones. Puesto que salía con Eric, Raina había decidido que la doctora Gaines sería su médica principal. Tenía dos motivos para ello. No quería que Eric se viese en la desagradable situación de tener que mentir a sus hijos, y quería que su relación tuviese cierto misterio. Aunque pareciera una tontería. Si Eric la auscultaba y la observaba como a una paciente, ¿cómo podría mirarla como un hombre miraría a una mujer?
– El electrocardiograma es bueno, no hay cambios. -La doctora Gaines cerró la carpeta de papel manila-. Está sana, Raina. Siga haciendo ejercicio y ojo con los alimentos grasos.
– Sí, doctora. -Raina sabía que decirlo era muy fácil, pero no así seguir con la farsa de la enfermedad con sus hijos.
Aunque el pequeño «fraude», que era como había empezado a llamarlo, todavía le producía punzadas de culpabilidad, creía en su causa. Quería que sus hijos sentaran la cabeza y fueran felices formando una familia.
La doctora Gaines sonrió.
– Ojalá todos mis pacientes cooperaran tanto.
Raina asintió.
– Gracias por todo. -Se marchó de la consulta sin ir a ver a Eric. Prefería guardarse ese placer para más tarde, cuando el tema de su «enfermedad» no fuera objeto de discusiones.
Puesto que Roman se pasaba el día en el periódico con Chase y Rick estaba de servicio, Raina se dirigió directamente a casa y se puso el chándal para correr un poco en la cinta rodante. Sólo un jovencito de veinte años o Superman podría seguir esa rutina sin que le descubrieran. Mientras comenzaba a caminar con brío, miró por la ventana del sótano hacia el camino de entrada de la casa por si acaso sus hijos volvían temprano. Si así fuera, se tumbaría en el sofá de inmediato.
Al cabo de veinte minutos, dejó la cinta rodante y se dio una ducha rápida, aliviada porque no la hubieran descubierto. Para cuando hubo acabado y comido algo, estaba preparada para abordar su principal preocupación.
La vida amorosa de Roman.
El camino del amor había tomado un desvío peligroso por culpa del carácter avinagrado de Roman y su repentina negativa a hablar sobre Charlotte. Roman había dicho que él se ocuparía de sus propios problemas. Pero Raina le había cambiado los pañales, le había secado lágrimas que lo habían avergonzado y conocía todas sus expresiones. Por mucho que Roman tratase de ocultar sus sentimientos, Raina los percibía igualmente. Y su pequeñín estaba dolido.
El problema con Charlotte, o lo que fuera, sólo sería un bache en el camino. Al fin y al cabo, todas las parejas tenían altibajos. De momento había ayudado bastante a su hijo pequeño; su «enfermedad» lo había traído a casa y lo había retenido en Yorkshire Falls, donde se había puesto más que al día con su primer amor. Un empujoncito y volverían a estar juntos.
Confiando en que nadie se hubiera dado cuenta de que ya había ido dos veces al pueblo e informara de ello a los chicos, Raina entró en la tienda de Charlotte esa misma tarde. Gracias a Dios, parecía estar vacía.
– ¿Hola?
– Voy en seguida -dijo la voz cantarina de Charlotte desde atrás.
– Tranquila. -Raina se acercó a la sección de lencería y acarició un bonito camisón de Natori de seda natural y una bata a juego.
– Te quedaría bien -le dijo Charlotte-. El marfil claro te resaltaría el verde de los ojos.
Raina se volvió y vio a la belleza de pelo negro azabache, quien, al igual que su hijo, estaba dolida en las profundidades del alma.
– No estoy segura de que algo tan blanco me quede bien.
Charlotte sonrió.
– Es claro, pero no blanco. Es una especie de color antiguo. Darse un capricho no tiene nada de malo. El tono no tiene ninguna importancia. Es una idea pasada de moda, te lo aseguro. -Cruzó los brazos-. Veo que te gusta mucho. Sigues toqueteando el encaje.
– Me has pillado con las manos en la masa -rió Raina-. Vale, envuélvemelo. -Se preguntó si se quedaría en el cajón o si…
– Me alegro de que te sientas bien y salgas a pasear.
Charlotte interrumpió los pensamientos de Raina justo a tiempo. Raina temía pensar en cosas tan íntimas. Hacía mucho que nadie la veía así.
– Se supone que debo descansar, pero necesitaba venir aquí. -Por motivos que aún no había revelado-. Además, ¿no es cierto que ir de compras combate el estrés?
– Si tú lo dices -se rió Charlotte. Se dirigió hacia el perchero y buscó entre las prendas de seda largas la talla de Raina. Recordaba la de todas las cuentas sin tener que preguntar de nuevo, algo que impresionó a Raina. Cualquiera que entraba allí recibía un trato especial de Charlotte o de Beth, y se marchaba con la impresión de ser la cuenta más importante del establecimiento. El negocio prosperaba y Charlotte había alcanzado el éxito profesional.
Pero también se merecía el éxito privado. Raina no soportaba que dos personas tan enamoradas se separaran. Mientras Charlotte descolgaba la percha y se dirigía a la caja, Raina todavía no había decidido cómo ni si plantearía el tema.
– ¿Puedo ayudarte en algo más? -le preguntó Charlotte con una sonrisa forzada.
¡Vaya oportunidad! Raina negó con la cabeza. Sin duda, eso indicaba que hacer preguntas a Charlotte no tenía nada de malo. Roman no se lo reprocharía, no cuando Charlotte estuviera felizmente a su lado. Raina se inclinó hacia el mostrador.
– Podrías explicarme por qué pareces tan infeliz.
– No sé a qué te refieres. -Charlotte comenzó a toquetear la lencería de inmediato, arrancó parte de la etiqueta del precio y envolvió la lujosa prenda con papel de seda de color rosa claro.
Raina le colocó una mano tranquilizadora sobre la suya.
– Creo que sí que lo sabes. Roman se siente tan desdichado como tú.
– No es posible. -Charlotte comenzó a calcular el total-. Ciento quince dólares y noventa y tres céntimos.
Raina sacó la tarjeta de crédito del bolso y la colocó en el mostrador.
– Te aseguro que así es. Conozco a mi hijo. Está sufriendo.
Charlotte pasó la tarjeta por la ranura e inició el proceso de cobro.
– No creo que puedas hacer nada por ayudarnos. Deberías olvidarlo.
Raina tragó saliva. El tono de Charlotte le advertía que lo dejara estar, pero le era imposible.
– No puedo.
Por primera vez desde que Raina había sacado el tema, Charlotte la miró.
– ¿Porque te sientes responsable? -le preguntó sin malicia, pero con certeza.
Aunque no se sintiera responsable, a Raina el corazón comenzó a palpitarle por la desazón y la ansiedad.
– ¿Por qué iba a sentirme responsable? -le preguntó con cautela.
– Entonces no lo sabes, ¿no? -Charlotte negó con la cabeza, abandonó la actitud rígida y fue al encuentro de Raina-. Ven, siéntate.
Raina siguió a Charlotte hasta la oficina preguntándose cómo era posible que la conversación versara sobre ella y no sobre la relación entre Roman y Charlotte.
– Cuando enfermaste, tus hijos se preocuparon.
Raina bajó la vista, incapaz de aguantar la mirada sincera y preocupada de Charlotte, ya que el sentimiento de culpabilidad reaparecía de nuevo.
– Y decidieron cumplir tu mayor deseo.
– ¿Que es…? -preguntó Raina sin saber muy bien a qué se refería Charlotte.
– Los nietos, por supuesto.
– ¡Oh! -Raina exhaló un suspiro de alivio al oír la equivocada idea de Charlotte. Agitó una mano en el aire-. Mis chicos jamás querrían darme nietos, por mucho que yo los deseara.
– Tienes razón. No querían, pero sentían que tenían que hacerlo. -Charlotte alzó la vista y sus miradas se encontraron-. Lanzaron una moneda al aire. El perdedor apoquinaría; se casaría y tendría hijos. Roman perdió. -Se encogió de hombros, pero el dolor, suspendido entre ellas, se palpaba en el aire-. Yo era la candidata más a mano.
Raina se sintió indignada y el corazón se le retorció de dolor y algo peor que la culpabilidad. Había presionado a sus hijos para que se casaran, pero no había querido que nadie saliese malparado por ello.
– Charlotte, no creerás que Roman te eligió porque perdió en el a cara o cruz. Al fin y al cabo, los dos manteníais una relación.
Charlotte apartó la mirada.
– Roman reconoció haber perdido en el a cara o cruz. El resto salta a la vista.
– Pero ¡no te eligió porque fueras la candidata más a mano! -Raina se centró primero en el dolor de Charlotte. Ya se ocuparía después del a cara o cruz y de su propio papel. Oh, sí, ya se ocuparía de sus chicos.
Se había hecho la ilusión de que John y ella habían dado ejemplo de una familia feliz y de un buen matrimonio. Era obvio que no había sido así, pero ¿qué demonios había ocurrido para convencer a los chicos de lo contrario? Cierto, Rick había sufrido aquel doloroso fracaso causado por su bienintencionado deseo de ayudar, pero la mujer adecuada derribaría las murallas que Rick había erigido desde entonces. Y Roman… Raina recordaba que le había dicho que creía que ella, su madre, había perdido la esperanza en la vida. ¿Había bastado eso para alejarlo para siempre del matrimonio?
– No sé por qué Roman me eligió. -La voz le temblaba, síntoma de duda. A Raina le pareció un buen presagio.
– Creo que sabes más de lo que admites. -Raina se inclinó hacia adelante y le apretó la mano-. Sé que seguramente soy la última persona a la que harías caso, pero déjame decirte una cosa.
Charlotte inclinó la cabeza.
– No te culpo, Raina.
Tal vez debiera. Quizá entonces ella y Roman no serían desdichados.
– Si has encontrado al amor de tu vida, no dejes que nada se interponga. Un día, apenas veinticuatro horas, podría ser un día perdido en una vida demasiado corta.
A Raina le pareció que Charlotte emitía un sonido ahogado, por lo que se levantó rápidamente; no quería seguir inmiscuyéndose. Además, necesitaba estar a solas para lidiar consigo misma y decidir qué haría con el dolor y los estragos que había causado involuntariamente.
– Cuídate. -Raina dejó a Charlotte sentada, en silencio, y salió de la tienda. Aunque hacía sol, sentía de todo menos calor y alegría. Estaba confundida y no sabía cómo arreglar la situación.
Teniendo en cuenta lo desastroso que había sido su plan hasta el momento, lo más acertado sería que no interfiriese más en la vida de los demás y se ocupase de sus asuntos. Eric había tenido razón desde el principio, pero no le gustaría saber que Raina había llegado a esa conclusión a costa de los demás.
De todos modos, aunque le gustaría apartarse y no seguir interviniendo, sus hijos y ella tenían que hablar de muchos asuntos serios. Suspiró. Lo que sería de Roman y Charlotte después de eso era pura conjetura.
Roman martilleaba clavos en la estantería del garaje. Si pensaba quedarse, más le valía hacer algo útil. Por lo general, Chase y Rick se ocupaban del mantenimiento de la casa, pero a Roman le gustaba colaborar cuando estaba allí. Y en esos precisos momentos, dar martillazos era un método excelente para liberar la frustración.
Charlotte no había llamado. No le había devuelto las llamadas, para ser exactos. No estaba seguro de que la diferencia importase.
Alzó el martillo y apuntó en el preciso instante en que oyó la voz mandona de su madre.
– Ven aquí, Roman.
El martillo le golpeó de lleno en los dedos.
– Joder.
Salió del garaje de forma impetuosa al tiempo que sacudía la mano para aliviar el dolor punzante. Encontró a su madre en el camino de entrada, paseando arriba y abajo.
– ¿Qué pasa? -le preguntó.
– De todo. Y, aunque me culpo de ello, necesito respuestas.
Roman se secó el sudor de la frente con el brazo.
– No sé de qué demonios estás hablando, pero pareces preocupada y no es bueno para el corazón.
– Olvídate de mi corazón. Me preocupa el tuyo. ¿Cara o cruz? ¿El perdedor se casa y tiene hijos? ¿En qué nos equivocamos tu padre y yo para que odiéis así el matrimonio? -Los ojos color verde se le llenaron de lágrimas.
– Maldita sea, mamá, no llores. -Le afectaba mucho que ella llorase. Siempre había sido así, y pensó que eso respondía en parte a su pregunta-. ¿Quién te lo ha contado? -La rodeó con el brazo y la condujo hasta las sillas del patio trasero.
Raina entrecerró los ojos.
– Eso no importa. Respóndeme.
– No quiero que acabes en el hospital. Eso sí que importa.
– No ocurrirá. Venga, habla.
Roman dejó escapar un gemido, pero se percató de que se la veía más fuerte que nunca.
– El a cara o cruz, Roman. Estoy esperando -insistió Raina al ver que él no respondía. Dio un golpecito en el suelo con el pie.
Roman se encogió de hombros.
– ¿Qué quieres que diga? Parecía la mejor solución en ese momento.
– Idiotas, he criado a unos idiotas. -Puso los ojos en blanco-. Olvídalo. He criado a hombres normales.
Tenía razón. Era un hombre normal y corriente y, como miembro orgulloso y con credenciales de la especie, no se sentía cómodo hablando de sus sentimientos o emociones. Pero le debía una explicación a la mujer que lo había criado lo mejor posible. Intuía que debería hacer otro tanto con Charlotte… si quería una segunda oportunidad. Y lo hizo.
– El otro día empezamos a hablar de esto. -Roman se inclinó hacia adelante en la silla-. Tenía once años cuando papá murió. Al ver que estabas sufriendo tanto, bueno, en este viaje de vuelta me he dado cuenta de que quería apartarme de lo que me importaba. Ser periodista, por la naturaleza del trabajo, me permite desapegarme. Pero no podía desapegarme en casa, ni contigo ni con Charlotte.
Raina dejó escapar un largo suspiro cargado de ira, miedo y frustración.
– Lo siento. Por todo.
– No puedes responsabilizarte del destino o de la reacción de alguien ante sí mismo.
Sus miradas se encontraron.
– No lo entiendes.
– Sí lo entiendo. Y te agradezco que te preocupes, pero no te esfuerces demasiado. -Se levantó-. Si lo haces, informaré de inmediato al médico. -Eric o su socia le echarían una buena reprimenda a su madre si jugaba con su salud.
Roman entrecerró los ojos y observó detenidamente a Raina. Unas sombras oscuras rodeaban sus ojos y apenas se había maquillado. Estaba prestando menos atención a su apariencia. ¿Tal vez se cansaba con mayor facilidad?, se preguntó. El que se preocupara por él y Charlotte no ayudaba en nada, por lo que trató de tranquilizarla.
– Has hecho tu trabajo a la perfección. Chase, Rick y yo sabemos ocuparnos de nosotros mismos. Te lo prometo. -La besó en la mejilla.
Raina se levantó y lo acompañó de vuelta al garaje.
– Te quiero, hijo.
– Yo también, mamá. Tienes un gran corazón y…
– Roman, hablando de mi corazón…
El negó con la cabeza.
– No hables más -le dijo en un tono serio-. Quiero que descanses arriba. Baja las persianas y echa una cabezada. Pon la tele. Haz cualquier cosa menos usar los pies y pensar demasiado en tus hijos.
– ¿Son imaginaciones mías o has zanjado a toda prisa la conversación sobre el estúpido a cara o cruz?
Roman se rió.
– Jamás podré meterte un gol, pero no, no trato de distraerte, sólo quiero que no te estreses. Ya he respondido a la pregunta de por qué participé en el a cara o cruz. Ahora te contaré otra verdad que te ayudará a dormir bien. Me alegro de ello. El matrimonio ya no me parece un castigo. Desde luego, no si me caso con la mujer adecuada. -Una mujer que no quería saber nada de él, pero Roman había decidido que había llegado el momento de forzar la decisión.
A Raina se le iluminó el semblante; los ojos verdes le resplandecían.
– Sabía que algo había cambiado desde tu vuelta. Pero ¿qué me dices de tu reciente…? ¿Cómo lo digo con delicadeza? ¿De tu malhumor?
– Resolveré mis problemas, tú echa una cabezada.
Lo miró frunciendo el cejo.
– Asegúrate de arreglar las cosas con Charlotte.
– No he dicho…
Le dio una palmadita en la mejilla, como solía hacerle de niño.
– No hace falta que lo digas. Las madres saben estas cosas.
Roman puso los ojos en blanco y señaló la casa.
– A la cama.
Raina se despidió y entró en la casa. Roman la siguió con la mirada mientras pensaba en todos los consejos que le había dado en el transcurso de los años y en el feliz matrimonio que había compartido con su padre. No la culpaba por querer lo mismo para sus hijos. Con la perspectiva que da el tiempo, le costaba creer, al igual que su madre, que Rick, Chase y él se hubieran rebajado a lanzar una moneda para decidir su destino.
Roman se planteó si debía intentar explicárselo de nuevo a Charlotte, pero decidió que no. Ella no estaba dispuesta a volver a hablar del asunto y tenía buenos motivos para ello. Lo único que Roman haría sería reiterar el pasado, y el hecho de que no tenía planes para el futuro.
La siguiente vez que viera a Charlotte debía tener claros sus sentimientos e intenciones. Sólo entonces podría abrirle su corazón y retarla a que se marchase.
Fue en busca del móvil y llamó a sus hermanos. Al cabo de diez minutos, se reunieron con él en el garaje, donde había empezado toda aquella pesadilla. Roman comenzó explicándoles la situación, incluido lo que su madre sabía sobre su trato.
– Ahora que estáis al día, vigilad a mamá. Aseguraos de que descansa y no se pasa la noche en vela buscando el modo de arreglarme la vida. Eso ya lo haré yo.
– ¿Cómo? -Chase cruzó los brazos a la altura del pecho.
– Iré a Washington. -Necesitaba demostrarle a Charlotte que era capaz de sentar la cabeza. Volvería con un trabajo fijo y un plan de acción que les haría felices.
No renunciaría a las noticias ni a su pasión por revelar la verdad al mundo. Simplemente cubriría otras noticias y cambiaría el lugar desde donde hacerlo. Tras la temporada que acababa de pasar en Yorkshire Falls con su familia y los habitantes de su pueblo natal, Roman se dio cuenta de que no sólo era capaz de sentar la cabeza, sino que además quería hacerlo.
– ¿Y bien? -preguntó al ver que sus hermanos callaban-. ¿No se os ocurre ningún chiste ingenioso?
Rick se encogió de hombros.
– Te deseamos lo mejor.
– Seguro que sabes chistes más agudos.
– Bromeo a menudo, pero no cuando hay tantas cosas en juego. Es un paso importante para ti, Roman. Te deseo suerte.
Rick le tendió la mano y Roman se la estrechó. Luego lo abrazó.
– Hazme un favor. Vigila a Charlotte mientras no esté aquí.
– Eso está chupado. -Rick le dio una palmada en la espalda.
Roman entrecerró los ojos.
– Pero las manos bien quietas -dijo a modo de advertencia, aunque sabía que Rick no se insinuaría a Charlotte. Confiaba plenamente en sus hermanos, y eso incluía a Charlotte.
– Mira que eres posesivo -dijo Rick con los brazos cruzados.
Chase se rió con disimulo.
– No la caguéis -gruñó Roman-. Vigiladla hasta que vuelva. Tengo que lavar la ropa y luego preparar la maleta. -Roman comenzó a subir el breve tramo de escalones de madera que conducía a la casa.
– ¿Qué lo hace a uno tan especial? -preguntó Rick.
– ¿Aparte de que ella es su coartada? -dijo Chase riéndose mientras Roman llegaba a la puerta.
Éste negó con la cabeza, sujetó el pomo y luego se volvió.
– Me muero de ganas de que llegue el día en que pueda reírme de vosotros.
Charlotte entró en el apartamento y se abalanzó sobre el teléfono. Lo había oído desde el pasillo, con los brazos cargados con la ropa de la tintorería, y para cuando encontró las llaves y entró, quienquiera que hubiera llamado había colgado sin dejar mensaje.
Puso la ropa en el sofá.
– Veamos si ha llamado alguien más.
El estómago se le encogió mientras rezaba para que ni su padre ni Roman lo hubieran hecho. No podría evitarlos siempre, pero hasta que comprendiese qué necesitaba de la vida, lo haría en la medida de lo posible.
Le dio al botón de mensajes y escuchó el único que había.
– Hola, Charlotte, soy yo. -La voz de Roman le sentó como un puñetazo en el estómago y la dejó sin aire en los pulmones. Se sentó en la silla más cercana-. Sólo llamaba para… -Se produjo un silencio y Charlotte contuvo el aliento, esperando a que Roman prosiguiera, aunque no sabía qué quería escuchar-. Sólo llamaba para despedirme.
El dolor comenzó a correrle por la sangre y se extendió por todo su cuerpo. Esperó para ver si Roman decía algo más, pero sólo se oyó el clic final. Permaneció sentada, muda, con un nudo enorme en la garganta y un dolor intenso y punzante en el pecho.
Se había acabado. Había vuelto a marcharse a un lugar desconocido, tal como siempre había imaginado que haría.
Se le revolvió el estómago y creyó que estaba enferma. Pero ¿por qué? ¿Por qué debería turbarle el hecho de que Roman siguiera las pautas que se había marcado, las que ella había esperado? Incapaz de soportar el aire viciado del apartamento y las preguntas que la acosaban, cogió las llaves y salió corriendo por la puerta sin volver la vista atrás.