Capítulo 10

Roman observó cómo Charlotte se marchaba. Lejos del campo, de su padre, de él. Su dolor era también el dolor de Roman; hundió las manos en los bolsillos y gruñó, frustrado. No podía dejar que se fuera sola, y menos estando tan disgustada. Acababa de presenciar la devastación provocada por el regreso de su padre.

– Alguien debería ir a buscarla -dijo Annie. Resultaba obvio que no se refería a sí misma, porque se había cogido del brazo de Russell con fuerza.

– Estoy de acuerdo -repitió Russell-, pero no escuchará nada de lo que yo pueda decirle.

– ¿Y eso les extraña? -Roman miró a los padres de Charlotte arqueando las cejas-. No soy quién para juzgar, pero ¿se les ha ocurrido hablar con ella en privado en lugar de convertir una reunión familiar en un espectáculo? -Roman, que sentía que estaba perdiendo un tiempo precioso, miró hacia el campo. Sintió un gran alivio al ver que Charlotte volvía a casa a pie.

Russell se encogió de hombros con una clara expresión de pesar en los ojos verdes que tanto se parecían a los de Charlotte.

– Annie estaba convencida de que Charlotte no vendría si se lo decíamos por teléfono, y que en cambio no nos dejaría plantados delante de la gente.

– Y usted no la conoce lo bastante como para saber lo que podía pasar.

Russell negó con la cabeza.

– Pero quisiera conocerla, siempre lo he querido.

La madre de Roman y Eric eligieron ese momento para ir a su encuentro. A Roman le había sorprendido ver a su madre en el partido de béisbol, pero puesto que estaba con Eric, sentada sobre la manta durante todo aquel rato, supuso que tenía ganas de estar allí y que incluso se sentía un poco mejor.

– Espero que no interrumpamos -dijo Eric.

– Al parecer, en este grupo, cuantos más, mejor -masculló Roman. Le quedaba poco tiempo para alcanzarla antes de tener que derribar la puerta de su casa si quería estar a solas con ella-. Russell, ¿podemos hablar un momento? -le preguntó mirando a su madre de forma harto significativa.

– Annie, vamos a por un poco de limonada. La he preparado yo misma, y está deliciosa.

– Pero… -El pánico se apoderó de Annie, como si temiera que durante su breve ausencia Russell fuera a desaparecer de nuevo.

Observar a Annie le permitió a Roman comprender mejor los miedos de Charlotte. No se parecía en nada a su insegura madre, pero resultaba obvio que le había inculcado un temor, el de volverse tan necesitada, patética y cerrada en sí misma como ella.

Él quería proteger a Charlotte del dolor y cuidarla toda la vida, pero ella lo apartaría antes de que tuviera tiempo de hacerle daño. La mera idea le estremeció el alma.

Porque la quería.

La quería. La verdad se asentó en su corazón y le calentó esos lugares que siempre habían estado fríos.

Admiraba el fiero deseo de luchar por su individualidad, de no acabar como su madre. Admiraba el negocio que había creado sola, en un pueblo que no estaba preparado para ello, y cómo se había ganado a los habitantes de todos modos. Le gustaba que viera lo mejor de él incluso cuando no se lo merecía. Le gustaba al completo.

Presenciar su mayor miedo de primera mano lo obligó a reconocer sus sentimientos, sentimientos que tendrían que subordinarse a las necesidades de Charlotte si no quería perderla para siempre. Tenía que decírselo, pero debía hacerlo en el momento adecuado.

No tenía ni idea de cuándo sería ese momento. La familia de Roman no era precisamente un buen ejemplo de relaciones funcionales. Chase salía con los tipos solteros del periódico, bebía cerveza, hablaba de deportes y se acostaba con alguna que otra mujer sin comprometerse a nada. Rick rescataba mujeres, ahora mismo jugaba al Príncipe Azul con Beth Hansen hasta que superara su ruptura y fuera capaz de seguir adelante con su vida. Entonces Rick haría otro tanto e iría a por la siguiente mujer.

Roman negó con la cabeza, sabía que no tenía ningún modelo de conducta que imitar. Sólo contaba consigo mismo.

– Nada de peros -intervino Eric dirigiéndose a Annie en un tono conciliador y autoritario a partes iguales-, insisto en que pruebes la limonada de Raina. Además, se supone que ella no debería pasar mucho tiempo de pie, y te agradecería que la acompañaras de vuelta a la manta hasta que yo regrese.

– Venga, Annie. -Russell le dio un golpecito en el brazo y se soltó de ella.

En cuanto el trío hubo desaparecido, Roman se dirigió al padre de Charlotte.

– No tengo mucho tiempo.

– Lo sé, pero deberías saber que la vida es más complicada de lo que todos vosotros -Russell agitó el brazo en el aire y señaló hacia el campo de béisbol y al público-… creéis.

Roman no vio en aquella expresión apenada al actor ensimismado que había abandonado a su familia por la fama y la fortuna. Más bien a un hombre envejecido que había perdido muchas cosas. Roman dejó escapar un gruñido.

– Nosotros no tenemos que entender nada, es su hija quien debe hacerlo. -Miró a Russell de hito en hito-. Si de veras le importa, espero que se tome el tiempo y la molestia de demostrarlo.

– Tendría que estar dispuesta a escucharme.

Roman se encogió de hombros.

– Encuentre el modo de que lo haga. -Tras fulminarlo con la mirada, Roman se alejó corriendo del aparcamiento con la intención de seguir su propio consejo.


– Ha llegado el momento, Annie. -Russell Bronson se sentó en la manta que le había prestado Raina Chandler. Después de que los cuatro hubieron hablado, Eric había llevado a Raina a casa y había dejado a Russell y a Annie a solas. Russell recordaba a Raina como a una buena vecina, una buena madre para sus tres hijos y amiga de su esposa. Obviamente, las cosas no habían cambiado.

Y ése era el problema, pensó Russ. Nada había cambiado. Desde el día en que se había casado con Annie Wilson, la chica de la que se había enamorado en el instituto, hasta entonces, todo seguía igual en el mundo de Annie.

Ésta cruzó las piernas y observó a los jugadores.

– No estoy segura de que sirva de algo -dijo finalmente.

Russ tampoco lo estaba, pero al menos podían intentarlo. Russell rebuscó en el bolsillo el papel que le había dado el doctor Eric Fallón. Antes de despedirse, Eric había hablado con ellos como médico. Les había dicho que Annie estaba deprimida. Clínicamente deprimida.

¿Por qué Russell no se había dado cuenta antes? Lo más cómodo sería decir que porque no era médico, pero era lo bastante hombre como para reconocer sus defectos. Era egoísta y egocéntrico. Sus deseos siempre habían primado por encima de todo. Nunca se había parado a pensar por qué Annie hablaba y se comportaba como lo hacía. La había aceptado, del mismo modo que ella lo había aceptado a él.

Depresión, volvió a pensar. Algo de lo que Charlotte sí se había percatado, y por eso había llamado al doctor Fallón. Ahora Russell tenía que lograr que Annie buscase ayuda profesional. En silencio, agradeció a su hermosa y terca hija que se hubiese dado cuenta de lo que él no había visto.

Su hija. Una mujer con una combinación de desdén, miedo y vulnerabilidad en la mirada. El había causado esas emociones y se despreciaba por ello. Pero ahora tenía la oportunidad de enmendar muchos errores, empezando por Annie y acabando con su hija.

Annie no había respondido a su comentario, pero había llegado la hora. Lo haría aunque tuviera que obligarla, pensó Russell.

– ¿Qué siente Charlotte por Roman Chandler?

Annie ladeó la cabeza. El pelo le rozó los hombros y Russell sintió la necesidad de pasar los dedos por aquellos mechones negros como el azabache. Siempre le entraban ganas de hacerlo.

– Lo mismo que yo por ti. Charlotte está destinada a repetir la misma historia. Roman irá y vendrá. Y ella permanecerá aquí esperándolo. Lo llevamos en los genes -declaró con toda naturalidad, como si esa posibilidad no le molestase lo más mínimo. Era demasiado complaciente y él se había aprovechado de eso, pensó Russell.

Tanto si hubiera sabido que estaba clínicamente deprimida como si no, Russell se habría aprovechado de su complacencia para ir y venir a su antojo.

No podía cambiar el pasado, pero no quería ese futuro para su hija.

– No estoy de acuerdo -dijo rebatiendo el comentario de Annie sobre Charlotte y Roman-, creo que está destinada a acabar sola, porque rechazará a cualquier hombre que no acepte quedarse en Yorkshire Falls.

Annie negó con la cabeza.

– Si estás en lo cierto, al menos no tendrá que pasarse la vida esperando a que él vuelva y sentirse viva sólo durante sus visitas.

Russell miró a su esposa, pensó en su pasado y en su futuro juntos. Había creído que, al quedarse en el pueblo, Annie sería feliz, pero se sentía desgraciada. Aunque hubiese sido lo que ella había elegido.

– Tanto si espera los regresos esporádicos de Roman como si le da la espalda y acaba sola, no será bueno para ella. Y tú lo sabes muy bien.

Annie apoyó la cabeza en el hombro de Russell.

– Ahora no me siento sola. -Suspiró, y él sintió el aliento cálido en el cuello.

No, pensó Russell, Annie lo aceptaba todo y a él le faltaba poco para odiar esa idea. Annie lo aceptaba todo. Hiciera lo que hiciera y fuese cual fuera la vida que le ofreciera. Una vez él creyó que podrían ser felices, pero esa ilusión se hizo añicos rápidamente. Lo único que podía hacer feliz a Annie era que él renunciase a todo y se quedase en Yorkshire Falls. E incluso así, una parte de Russell siempre había sospechado que ésa no era la solución. Aunque daba igual.

Nunca había sido capaz de renunciar a su vida por ella, y tampoco había logrado que Annie se marchara de aquel pueblo. Se había comprometido con ella, pero cada uno había escogido su forma de vivir. No podía decir que hubieran sido felices, pero, al menos, seguían adelante. La quería tanto como la había querido al principio. Pero no le había hecho ningún favor a nadie dejando que ella se saliese con la suya.

Y mucho menos a su hija.

Charlotte también se merecía elegir su destino, pero tenía derecho a hacerlo con todos los datos en la mano.

– Tiene que saberlo, Annie. Necesita comprender las decisiones que tomamos.

– ¿Y si me odia?

Russell la abrazó.

– La educaste bien y te quiere. Con el tiempo, lo comprenderá. -Y si no lo hacía, bueno, al menos Annie y él le evitarían que se repitiera el pasado, o eso esperaba.


Roman dio alcance a Charlotte en First Street. Tocó el claxon una vez y luego aminoró la marcha al llegar a su lado. Charlotte lo miró de reojo y siguió caminando.

– Vamos, Charlotte, sube al coche.

– Ahora no estoy de humor, Roman.

– Me gustan las mujeres que reconocen que no están de humor. -Continuó conduciendo lentamente-. ¿Adónde vas?

Charlotte ladeó la cabeza.

– A casa.

– ¿Tu nevera está tan vacía como la mía?

– Lárgate.

Roman no pensaba aceptar una negativa. De hecho, le ofrecería tres cosas que sabía que la harían cambiar de parecer.

– Te llevaré a un restaurante chino, te sacaré del pueblo y no hablaré de tu padre.

Charlotte se detuvo.

– Y si esas promesas no te convencen, comenzaré a tocar el claxon, montaré un número y no pararé hasta que estés sentada a mi lado. Dejo la elección en tus manos.

Charlotte dio media vuelta, abrió la puerta de un tirón y se acomodó en el asiento del copiloto.

– Ha sido por lo del restaurante chino.

Roman sonrió.

– Ya sabía yo que ése iba a ser el motivo determinante.

– Bien, porque no querría que pensaras, ni por un instante, que ha sido por tu simpatía.

Roman aceleró y condujo hacia la salida del pueblo.

– ¿Te parezco simpático? -le preguntó. Charlotte cruzó los brazos y lo miró con recelo-. Supongo que eso es un «sí» -añadió él al ver que ella no respondía.

Charlotte se encogió de hombros.

– Juzga por ti mismo.

Saltaba a la vista que no le apetecían los juegos verbales. Daba igual. Mientras estuviera a medio metro de distancia y no la perdiera de vista, Roman se sentía satisfecho.

Al cabo de veinte minutos, estaban sentados en el típico restaurante chino; el papel pintado que imitaba un brocado de terciopelo rojo y la iluminación tenue de los candelabros de pared contribuían al ambiente exótico.

Un camarero los condujo hasta una mesa de un rincón, la mitad del restaurante tenía sillas, en la otra mitad había cojines para sentarse en el suelo. A la derecha, una familia formada por dos adultos y dos niños comían armando alboroto. En un rincón se veía una pecera y a la derecha un pequeño estanque repleto de peces tropicales.

– ¿Te parece bien aquí? -le preguntó Roman a Charlotte. No le molestaban los niños, pero no podía prever la reacción de ella.

Charlotte esbozó una sonrisa.

– Mientras no tenga que comer pescado, me parece bien. -Se sentó en el suelo.

Roman podría haberse sentado frente a ella, pero decidió colocarse a su lado, por lo que Charlotte quedó atrapada entre Roman y la pared.

Ella le dedicó un mohín fingido.

– No juegas limpio.

– ¿He dicho que lo haría? -Sabía que el enfrentamiento verbal era un recurso para evitar una conversación seria. Se preguntó cuánto duraría.

Charlotte negó con la cabeza. Ahora no podía pensar en Roman, por lo que observó a la familia. Los dos niños rubios tenían ganas de divertirse. Uno de ellos sostenía un tallarín entre el pulgar y el índice y entrecerró los ojos, preparado para lanzarlo. Su hermano le susurró algo al oído y, al ver que cambiaba de ángulo, Charlotte supuso que lo estaba incitando. Sus padres, absortos en una conversación seria, no parecían darse cuenta.

– No lo hará -le susurró Roman mientras se reclinaba.

– No apostaría la casa. De hecho, en tu caso, no apostaría la maleta.

– ¡Ay!

Charlotte no le hizo caso y siguió observando a los niños.

– Preparados, listos, fuego -susurró a la vez que el niño ejecutaba los movimientos.

En ese preciso instante, el niño arrojó el tallarín endurecido, que se había partido en dos y que voló antes de caer con un plaf nada elegante en el agua de la pecera.

– ¿Un pez puede morirse por el impacto de un tallarín frito? -preguntó Charlotte.

– ¿Y por tragárselo? Si fuera mi hijo, lo cogería por el cuello y le hundiría la cabeza en el agua. Después de aplaudir en silencio su puntería, claro.

– Lo has dicho como un hombre que de pequeño se hubiera metido en unos cuantos problemas.

Roman le dedicó una de aquellas sonrisas increíbles que la desarmaban y hacían que quisiera arrastrarse hasta su regazo y quedarse allí para siempre. Un pensamiento peligroso. Se mordió una mejilla por dentro.

– Le entiendo. Mis hermanos y yo dimos mucha guerra de pequeños.

Charlotte se volvió hacia él y se inclinó hacia adelante, apoyando el mentón en las manos.

– ¿Como por ejemplo? -Necesitaba entretenerse con las historias felices de los demás.

– A ver. -Roman se calló para pensar-. Recuerdo una vez que mamá fue a la jornada de puertas abiertas de la escuela, que tuvo lugar por la noche, y Chase se quedó cuidando de nosotros.

– ¿Chase se portaba como un dictador?

– Cuando estaba despierto, sí. Pero esa noche se durmió. -Se le formaron unas arruguitas junto a los ojos al recordar aquella noche con una sonrisa.

– No me digas que lo atasteis.

– ¡No, Joder! -Parecía ofendido-. Deberías valorar más nuestra imaginación. Digamos que el estuche de maquillaje de mamá nos ofrecía un amplio abanico de posibilidades.

Charlotte estaba asombrada.

– ¿Y no se despertó?

– La única ventaja de que Chase hiciera de supuesto padre era que dormía como un tronco. Le dejamos bien guaaaapo -dijo Roman arrastrando las palabras a propósito-. A su novia también se lo pareció.

Charlotte dejó escapar una carcajada.

– ¿En serio?

Roman negó con la cabeza.

– Chase tenía dieciocho años, y salía con una chica de primer curso de la universidad. Ella se había ofrecido a pasar a buscarlo a casa para salir juntos en cuanto regresase mamá. Sonó el timbre de la puerta, lo despertamos para que abriera y…

Charlotte no escuchó el resto; se reía con tantas ganas que tenía el rostro bañado en lágrimas.

– Oh, ojalá lo hubiera visto.

Roman se inclinó hacia adelante.

– Tengo fotografías.

Charlotte se secó los ojos con una servilleta de papel.

– Tengo que verlas.

– Cásate conmigo y te las enseñaré.

Charlotte parpadeó y se irguió. Los niños de la mesa de al lado seguían bromeando, y le llegó el aroma a rollitos de primavera… ¿Roman se le acababa de declarar? No le habría oído bien.

– ¿Qué?

Roman le tomó la mano y se la sujetó con fuerza.

– Acabo de pedirte que te cases conmigo. -Abrió los ojos como platos, y pareció sorprenderse de haberlo dicho, pero no lo suficiente como para repetirlo.

Charlotte estaba anonadada.

– No puedes…, no puedo…, no lo dirás en serio -acertó a musitar. El corazón le latía alocadamente y le costaba respirar. Dos sorpresas en un día. Primero su padre y ahora aquello. Cogió el vaso de agua, pero las manos le temblaban tanto que tuvo que dejarlo para que no se le cayera.

Roman lo levantó y lo llevó a sus labios. Ella dio un sorbo largo y frío y luego se lamió las gotitas.

– Gracias.

Roman asintió.

– No quería decírtelo de esta manera, pero va muy en serio.

Charlotte se preguntó cuándo dejaría de dar vueltas el comedor.

– Roman, no es posible que quieras casarte.

– ¿Por qué no?

Charlotte deseó que él apartara la mirada, cualquier cosa con tal de romper aquel contacto, porque aquellos ojos azules hipnóticos le suplicaban que dijera que sí y a la mierda con los cómos y los porqués. Pero el oportuno regreso de su padre le había enseñado por qué no debía seguir los impulsos de su corazón.

– Porque… -Cerró los ojos y trató de encontrar la mejor respuesta posible, la más sensata y racional, la que explicara sus diferencias.

– Te quiero.

Esta vez fue ella quien abrió los ojos como platos.

– No puedes…

Roman se inclinó hacia adelante, apoyando el brazo en la mesa, y le cerró los labios con un beso. Un beso cálido y capaz de reblandecer las piedras.

– Tienes que dejar de decir «no puedes» -murmuró sin apenas separar los labios de los suyos. Luego volvió a unirlos y le introdujo la lengua hasta el fondo, hasta que oyó que gemía de placer.

– ¡Eh, mamá, mira! Se están dando un beso con lengua.

– Eh, con lengua y todo. ¿Eso puede hacerse en público?

Charlotte y Roman se separaron. Avergonzada, ella se sonrojó y sonrió.

– Y eso lo dice un niño que estaba utilizando un pez para hacer prácticas de tiro.

– Te he hecho una pregunta -dijo Roman con expresión seria.

– Y ya sabes la respuesta. -Sentía los latidos del corazón en el pecho-. Yo… -Se lamió los labios húmedos-. Has visto a mis padres, estás al tanto de la vida de mi madre. ¿Por qué me pides que la repita? -Bajó la cabeza y deseó con todo su ser no perder la ira justificada que había exhibido durante el partido de béisbol, incluso si ello significaba trasladar a Roman lo que sentía por su padre.

– No te pido que vuelvas a vivir sus vidas. -Le sostuvo el rostro entre las manos con suavidad, con cariño.

A Charlotte se le hizo otro nudo en la garganta.

– ¿Piensas quedarte a vivir en Yorkshire Falls? -Ya sabía cuál era la respuesta y se preparó para oírla.

Roman negó con la cabeza.

– Pero -dijo al tiempo que le apretaba el rostro un poco con los dedos- estoy estudiando algunas posibilidades. No quiero perderte, y estoy dispuesto a llegar a un compromiso. Lo único que te pido es que no te cierres en banda. Dame tiempo para encontrar una solución que nos satisfaga a los dos.

Charlotte tragó saliva, sin terminar de creerse lo que estaba oyendo, sin saber si debía confiar en algo intangible sin salir mal parada. De todos modos, hiciera lo que hiciese, saldría mal parada si le perdía. Quería pasar más tiempo con él antes de que ocurriera lo inevitable.

Si es que ocurría. Apartó de su mente todo pensamiento relacionado con sus padres. Pronto tendría que lidiar con ellos. Roman había empleado la palabra «compromiso», lo cual significaba que tenía en cuenta las necesidades de ella. Sintió una inesperada descarga de adrenalina.

– ¿Has dicho que me querías?

Roman asintió y tragó saliva. Charlotte vio que la nuez se le desplazaba de arriba abajo de forma convulsiva.

– Creo que nunca se lo había dicho a nadie.

Charlotte contuvo las lágrimas.

– Yo tampoco.

Roman desplazó las manos hacia los hombros de ella.

– ¿Qué quieres decir?

– Yo también te quiero.

– Van a volver a hacerlo -gritó uno de los niños de la otra mesa.

– ¡Puaj! -exclamó su hermano con más fuerza.

Roman se rió y Charlotte sintió su placer como propio.

– ¿Te imaginas tener una casa llena de niños? -le preguntó Roman.

– Ni se te ocurra bromear con algo tan serio.

Roman no le hizo caso y se limitó a sonreír.

– En mi familia mandan los chicos, y los dos sabemos que mis genes son los que determinan el sexo. Imagínate lo que nos divertiríamos concibiendo a esos niños. -Le masajeó de forma rítmica los hombros con las yemas de los dedos hasta lograr la deseada estimulación erótica.

Los hijos de Roman. Charlotte se estremeció; lo deseaba con todas sus fuerzas, pero sabía que seguramente era imposible. Tenían muchas cosas pendientes antes de pensar en ese futuro.

Pero la había conmovido, se había apropiado de su corazón. Siempre lo había hecho, desde la noche en que compartieron sus sueños más íntimos y a ella no le quedó más remedio que rechazarle.

Charlotte no había tomado ninguna decisión específica, pero ahora sabía que no le rechazaría.

– ¿Ya saben qué tomarán? -les preguntó un camarero alto de pelo oscuro.

– No -respondieron los dos al unísono.

Charlotte no supo cómo, pero al cabo de unos minutos, con el estómago todavía vacío y habiendo dejado un billete de veinte dólares en la mesa, estaban de nuevo en la carretera, camino de casa, y media hora más tarde entraban en su apartamento.

Charlotte encendió la lámpara del techo del recibidor, que los iluminó una luz tenue. Roman cerró la puerta de un puntapié y atrajo a Charlotte hacia sus brazos. De pie, ella se apoyó contra la pared mientras él la besaba con fuerza. Su deseo era obvio, evidente y tan intenso como el de ella. Charlotte se despojó de la chaqueta y la dejó caer al suelo, y Roman le quitó el jersey más rápido aún, hasta que Charlotte se quedó sólo con las botas rojas, los vaqueros y el sujetador de encaje blanco.

Roman respiraba rápido mientras recorría el calado de flores con las yemas de los dedos. Los pezones de ella se endurecieron al sentir sus dedos, y el cuerpo se le puso tenso mientras el deseo la consumía.

– Seguro que tienes calor con tanta ropa. -Le quitó la chaqueta y la dejó caer al suelo junto a la suya. Los ojos azules brillaron de deseo.

– Lo que siento va mucho más allá del calor. -Se quitó la camisa azul por la cabeza y la arrojó a un lado. Dio contra la pared que tenían detrás y cayó al suelo con un ruido sordo-. Tu turno.

Charlotte sintió un ritmo constante entre las piernas, y las palabras seductoras de Roman hicieron que se humedeciera. Excitada, se inclinó para quitarse las botas, pero las manos le temblaban y el cuero parecía pegársele a la piel.

– Deja que te ayude. -Roman se arrodilló, le sacó una bota roja de piel de serpiente y luego la otra antes de dedicarse al botón de los vaqueros. Actuó como un profesional; primero le bajó la cremallera y luego le pasó la cinturilla por las caderas.

Las piernas le temblaban y lo único que la sostenía era la pared mientras Roman le bajaba los pantalones hasta los tobillos. Trató de liberar un pie, pero los bajos de los dichosos vaqueros eran demasiado estrechos.

– No te molestes. Te tengo como quería. -Roman se arrodilló en el suelo, a los pies de Charlotte, y la miró. Esbozó una sonrisa pícara y una expresión satisfecha se adueñó de su atractivo rostro.

La ropa no era lo único que la mantenía prisionera. Era víctima del deseo y el amor. El amor era recíproco. Cuando Roman se agachó y el pelo oscuro tocó su piel blanca, sintió ardientes punzadas de deseo por todo el cuerpo, una combinación inconfundible de erotismo y necesidad emocional.

Sólo quería que él satisficiese esos deseos divergentes, pero sabía de sobra que sólo lo conseguiría si la penetraba. Sus miradas se encontraron y Roman debió de adivinarle el pensamiento porque, en lugar de darle placer con la boca, como parecía que era su intención, le quitó las bragas y se puso de pie. Al cabo de unos instantes, estaba tan desnudo y excitado como ella.

Roman le tendió los brazos.

– Ven.

Charlotte fue a su encuentro y Roman la levantó en peso; ella le rodeó la cintura con las piernas, entrelazó las manos alrededor de su nuca y, de nuevo, apoyó la espalda en la pared. El calor y la fuerza de Roman calaron en su cuerpo y se sintió protegida y excitada.

– Te necesito dentro -le dijo Charlotte.

– Yo necesito estar dentro de ti -gimió Roman.

Tuvieron que maniobrar un poco, pero finalmente Charlotte notó el miembro erecto, listo para penetrarla. Cuando Roman la embistió, el corazón se le abrió a cualquier posibilidad. ¿Cómo iba a ser de otro modo cuando él estaba preparado para estallar en su interior?

Al moverse, cada superficie dura de su miembro excitado causaba una fricción gloriosa en el interior de Charlotte, que se intensificaba con cada embestida del pene, cada vez más profunda.

Apenas podía respirar, no lo necesitaba, ya que el oleaje de sensaciones la transportó hasta el orgasmo más intenso de su vida… porque era fruto del amor.

El gemido estremecedor de Roman le indicó que sentía lo mismo. Charlotte lo amaba. Más tarde, mientras se dormía en sus brazos, se preguntó por qué había negado algo tan obvio durante tanto tiempo.


Charlotte se despertó y, al desperezarse, sintió las sábanas frías sobre la piel desnuda. La sensación de despertarse sola era normal y extraña a la vez. No era distinta a la de la mayoría de las mañanas de su vida, pero puesto que había dormido acurrucada contra el cuerpo de Roman, el frío resultaba desagradable y preocupante, al igual que las emociones que le zarandeaban el cerebro todavía somnoliento.

Comprendía los motivos por los que Roman la había besado y se había marchado silenciosamente de madrugada, y le agradecía el respeto que le mostraba frente a un pueblo chismoso. Pero le echaba de menos, quería volver a hacer el amor con él. Lo amaba. Esos pensamientos la asustaban sobremanera.

Al levantarse siguió la típica rutina matutina, tratando de fingir que todo seguía igual. Ducha caliente, café más caliente y bajar rápidamente la escalera para ir a trabajar. Sí, pensó Charlotte, la misma rutina. Pero era innegable que se sentía distinta.

Se había comprometido con Roman con esas dos palabras: «Te quiero». Y ahora que ya las había pronunciado, temía que su vida cambiara para siempre. Si el pasado era indicativo de algo -el de su madre, el de su padre e incluso el de Roman-, los cambios no serían buenos.

Con esa conclusión inquietante, entró en la tienda abierta, confiando en que la familiaridad de los volantes, los encajes y el popurrí de vainilla que perfumaba el ambiente la calmarían. Al entrar, la sorprendió el inesperado aroma a lavanda, lo cual la descolocó y acabó con cualquier atisbo de rutina tranquilizadora.

– ¿Beth? -llamó.

– Aquí atrás. -Su amiga salió de la habitación trasera con un frasco de ambientador en la mano, que iba utilizando mientras caminaba-. Los de la limpieza estuvieron aquí anoche y debieron de derramar amoníaco por aquí. -Agitó la mano delante de la cara-. Pensé que iba a morirme asfixiada ahí dentro. He estado ambientando toda la tienda para disimular el olor.

Charlotte arrugó la nariz, con expresión de asco.

– Puaj. ¿Tan mal huele? -A ella la lavanda le provocaba arcadas. Charlotte dejó el bolso en el mostrador y, al llegar a los probadores, retrocedió al respirar aquel olor espantoso-. ¡Uf! -Ya podía irse olvidando de la idea de encerrarse en la oficina y distraerse con el papeleo.

Beth asintió.

– He cerrado la puerta de la oficina para que el olor no llegara a los probadores y he abierto las ventanas para airear.

– Gracias. Al menos en la entrada no es tan terrible.

– Esperemos que siga así.

– Bueno, tendremos que cerrar los probadores y marcar los tickets… Puedes aceptar devoluciones de cualquier artículo comprado hoy. -Normalmente, prendas como los trajes de baño y la ropa interior no se podían cambiar, pero no era una política justa si el comprador no podía probárselos primero-. Si el olor empeora, tendremos que cerrar. No tiene sentido que nos envenenemos. -Beth roció un poco más de lavanda por la tienda-. ¿No había otro aroma?

– Era el único que tenían en la tienda.

– Da igual, pero, por favor, no eches más y veamos qué pasa.

Tras dejar el ambientador en un estante, Beth siguió a Charlotte hasta la entrada, donde abrió la puerta para renovar el aire.

– Bueno -dijo Beth apoyándose en el mostrador, junto a la caja registradora-. Me alegro de verte aquí, sonriendo. ¿Cómo te sientes después de… ya sabes? -Bajó la voz hasta susurrar las dos últimas palabras, refiriéndose al espectáculo que Charlotte y su familia habían protagonizado el día anterior durante el partido de béisbol.

En cuanto Charlotte hubo subido al coche de Roman, se había olvidado de Beth, de la cena y de todo lo demás.

– Estoy bien -repuso en voz baja antes de darse cuenta. Observó la tienda vacía y puso los ojos en blanco-. ¿Por qué estamos susurrando? -preguntó en voz alta.

Beth se encogió de hombros.

– Ni idea.

– Bueno, pues estoy bien. Aunque no me gustó que me tendieran una emboscada en público. Si papá, es decir, Russell, quería hablar conmigo, tendría que haberme llamado o venido a verme o abordarme a solas. Fue humillante.

– ¿Le habrías concedido la oportunidad? -le preguntó Beth contemplándose las uñas, sin mirar a Charlotte.

Charlotte sacudió los hombros, donde se le había acumulado la tensión fruto de esa conversación.

– No lo sé. ¿Se la concederías tú al doctor Implante? -Respiró hondo de inmediato, disgustada consigo misma-. Santo cielo, lo siento, Beth. No sé por qué la tomo contigo. -Charlotte corrió hasta el mostrador y abrazó a Beth para disculparse-. ¿Me perdonas?

– Por supuesto. No tienes una hermana a la que torturar y tu madre está muy débil. ¿Quién más te queda, salvo la pobre de mí? -A pesar de aquellas palabras rudas, cuando Beth se apartó estaba sonriendo-. De hecho, es una pregunta interesante. Le concedería la oportunidad al doctor Implante para agradecerle que me hiciera ver mis propias inseguridades. Luego le tiraría un jarro de agua fría.

– ¿De verdad te sientes mejor? -le preguntó Charlotte.

– ¿Cómo explicarlo? -Beth miró hacia el techo como si buscara la respuesta-. Me siento más consciente -repuso-. Ahora me paso el día pensando y he descubierto que todas mis relaciones pasadas tienen una cosa en común. Todos los hombres con los que he estado querían cambiarme, y se lo permití. Me adaptaba fácilmente a sus deseos. David fue el caso más radical, pero se acabó. Y os agradezco a ti y a Rick que me ayudarais a recuperarme.

– ¿A mí? -preguntó Charlotte, sorprendida-. ¿Qué es lo que he hecho?

– Ya te lo dije el otro día. Me ofreciste este trabajo porque sabías mejor que yo qué me convenía. Ahora yo también lo sé. Y esto no es más que el comienzo.

– Me alegro de haberte ayudado. ¿Qué me dices de Rick?

– Hablar y escuchar. La mayoría de los hombres no hablan. Ven la tele, gruñen, tal vez eructan un par de veces antes de asentir y fingir que prestan atención. Rick ha escuchado con atención todas mis aventuras del pasado y me ha ayudado a llegar a las conclusiones correctas.

– Ha nacido para rescatar a damiselas en apuros. Tal vez debería haber sido loquero y no poli.

– Qué va, el orden público le da sex-appeal-dijo Beth riendo.

– Dime que no te estás enamorando de él.

– De ningún modo, ni en sueños. Estaré sola una buena temporada.

Charlotte asintió y la creyó. Los ojos de Beth no brillaron de ensoñación al hablar de Rick. No parecía derretirse por el agente sexy, no del modo en que Charlotte se derretía cuando pensaba en Roman. Sintió anhelo y excitación ante la idea de volver a verle.

– Tengo que aprender más sobre mí misma -afirmó Beth interrumpiendo los pensamientos de Charlotte justo a tiempo-. Tengo que averiguar qué me gusta y qué no, no qué se espera de mí. De momento sólo necesito a mis amigos.

– Nos tienes a nosotros, querida. -Charlotte le cogió la mano con fuerza y Beth hizo otro tanto. Charlotte confiaba en no ser la siguiente en tener la necesidad de desahogarse.

– ¿Qué piensas hacer ahora que no puedes encerrarte en la oficina y ocuparte del papeleo? ¿Te vas a hacer ganchillo arriba?

Se estremeció ante la posibilidad.

– No, me duelen las manos. Debería espaciar esos trabajos. Primero iré al Gazette y hablaré con Chase sobre el anuncio para las rebajas de Semana Santa. No puedo creer que sólo falten dos semanas y media para las vacaciones.

– ¿Sabes cuál es el mejor momento de las vacaciones?

Charlotte se dio un golpecito en la frente con un dedo.

– Humm, a ver… ¿Los anuncios de las chocolatinas Cadbury? -preguntó mencionando la debilidad de su mejor amiga.

– ¿Cómo lo sabías?

– ¿Es que has olvidado que en vacaciones siempre te envío chocolatinas? Te conozco como si fueras mi hija. -Charlotte recogió el bolso del mostrador, donde lo había dejado antes.

– Este año voy a ponerme las botas. -Beth se lamió los labios pensando en las chocolatinas que se comería.

Charlotte se rió.

– Volveré cuando salga del Gazette. Si no hay trabajo, tal vez me lleve el papeleo y las facturas arriba.

– Sabía que pasaría -dijo Beth con tristeza-. Te pasas un día en casa haciendo ganchillo y te quedas enganchada a los culebrones.

– Mentira.

– ¿Vas a negarme que verás «Hospital General» mientras trabajas?

Charlotte hizo un gesto como si se cerrara los labios con cremallera. Se negaba a confirmarlo o a negarlo. Por supuesto que vería «Hospital General», porque uno de los actores le recordaba a Roman.

Cielos, oh, cielos, estaba peor de lo que se imaginaba.

– Hasta luego. -Se despidió, salió por la puerta y respiró hondo el aire fresco de la calle-. Mucho mejor -dijo en voz alta. Se colgó el bolso del hombro y comenzó a caminar.

Mientras alcanzaba las afueras del pueblo y el parterre final de césped, narcisos y otras flores variadas, vio a Samson limpiando los arriates y lo llamó. No la oyó o fingió no oírla.

– Oh, vaya. -Charlotte se encogió de hombros y prosiguió, contenta de respirar el fresco aire primaveral. Mientras caminaba, volvió a pensar en Roman. Sentía una mezcla de expectativa e inquietud por lo que se habían dicho y el nivel de compromiso que aquellas palabras tenían.

No sólo se preguntaba a qué se refería Roman con lo de llegar a un compromiso, sino si podía confiar en su amor y en el matrimonio que aseguraba desear.


Roman accedió a las oficinas del Gazette usando su llave. Todavía no había demasiada actividad. Lucy no había llegado y, a juzgar por el ambiente, Chase aún no había bajado.

Roman necesitaba un café recién hecho y un aire más fresco que el que había en la oficina, así que dejó abierta la puerta que daba a la calle y se dirigió hacia la cocina para preparar un café bien cargado.

La luz del amanecer lo había sacado de la cama de Charlotte. La había dejado dormida. La había besado en la mejilla y se había ido. El pueblo ya hablaba demasiado sobre Charlotte y su familia. No quería contribuir a los chismorreos saliendo de su apartamento de día. Irse a primera hora de la mañana era arriesgado, pero no había podido resistir la tentación de pasar la noche en su cama, junto a su cuerpo cálido y desnudo. Como lo haría el resto de su vida.

Se estremeció. Tal vez había reconocido algunas verdades -que quería dejar de huir, establecerse y que amaba a Charlotte-, pero mentiría si dijera que no estaba asustado. No lo bastante para cambiar de idea, sólo lo justo para volverlo humano, pensó Roman. Estaba a punto de experimentar un cambio vital y los nervios podían con él.

Todavía no acababa de creerse que hubiera pronunciado aquellas palabras. No es que las palabras fueran difíciles; para un escritor nunca lo son.

Pero Roman siempre pensaba detenidamente en todo antes de expresarse. Nunca había dejado que las emociones se le impusieran al sentido común. Sin embargo, lo que sentía por Charlotte llevaba gestándose más de diez años. Quería casarse con ella y la amaba. No había planeado declararse, pero la espontaneidad era algo positivo. Mantenía las relaciones como nuevas, pensó Roman con ironía.

Sin embargo, la mano le temblaba mientras preparaba el café, contaba las cucharadas y llenaba de agua la máquina. Podría haber elegido otro momento. Se había declarado en público, justo después de que Charlotte había tenido un enfrentamiento emocional con su padre, y antes de que él hubiera tenido la oportunidad de tomar decisiones cruciales para su futuro juntos. A pesar de todo, Roman admitía que Charlotte se lo había tomado mejor de lo que había imaginado.

Sin embargo, ahora, solo en la oficina en la que había pasado tanto tiempo de niño, se percató de que había hecho bien al marcharse de la cama de Charlotte. Necesitaba estar a solas para plantearse cómo equilibrar su vida en esos momentos, y no tenía ni idea de lo que sucedería a partir de entonces. Suponía que ponerse en contacto con el Washington Post para la oferta de trabajo era un buen comienzo. La mera idea de descolgar el teléfono no le infundía la necesidad de salir corriendo. Decidió que era una buena señal.

– Eh, hermanito. Te has levantado temprano. -Chase llegó a la sala principal de la redacción-. ¿Qué haces aquí? ¿A mamá se le han acabado los pastelitos de coco?

Roman se encogió de hombros.

– Ni idea. -No había tenido tiempo de desayunar en casa. Miró a su hermano mayor-. Acabo de darme cuenta de que sólo hemos hablado de mí desde que he vuelto. ¿Qué me dices de ti?

Chase se encogió de hombros.

– Lo mismo de siempre.

– ¿Mujeres nuevas? -Roman no le había visto con nadie desde que había regresado. Chase negó con la cabeza-. ¿Qué haces para no sentirte solo? -le preguntó. No se refería sólo al sexo. Los hermanos nunca hablaban de eso. Chase sabía a qué se refería Roman. Los dos habían experimentado esa maldita soledad fruto de sus decisiones. La clase de soledad de la que Charlotte se había ocupado en su caso.

– Si necesito compañía, tengo amigas en Harrington -repuso Chase-. Yorkshire Falls es tan pequeño que es imposible mantener relaciones sin que se entere todo el mundo. Pero no me falta compañía. Y sigamos hablando de ti.

Roman se rió. Chase era incapaz de mantener una conversación sobre sí mismo.

– ¿Qué dirías si te contase que el Washington Post me ha ofrecido un trabajo de redactor jefe? -le preguntó a su hermano mayor.

Chase recorrió la sala en calcetines -una de las ventajas de vivir en el piso de encima- y se sirvió una taza de café en la zona de la cocina, junto a Roman. Alzó la taza.

– Por cierto, gracias.

Roman se apoyó en la nevera.

– No hay de qué.

– Te diría que no aceptes un trabajo de oficina por lo del a cara o cruz.

Se atusó el pelo.

– No puedo fingir que no ocurrió. -Lo irónico era que Roman se alegraba de haber perdido en el a cara o cruz, de tener que quedarse en Yorkshire Falls, de plantearse el matrimonio. Las circunstancias se habían confabulado para darle una segunda oportunidad con Charlotte, la mujer a la que amaba. La mujer a la que siempre había amado.

– Ese a cara o cruz es el motivo por el que toda mi vida está a punto de cambiar. -Negó con la cabeza. No se había expresado bien. Aquel a cara o cruz le había dado el ímpetu necesario para iniciar una vida nueva. Pero se casaría con Charlotte por amor, no por obligaciones familiares.

– El matrimonio es algo serio, al igual que los hijos. Sé que mamá se muere de ganas de tener nietos, pero debes reconocer que, desde que sale con Eric, se ha calmado un poco.

– Eso es porque él la mantiene demasiado ocupada como para que nos incordie, pero créeme, yo la veo casi todas las mañanas y no ha olvidado que quiere nietos; además, sigue tomando antiácidos. -Aunque en ocasiones a Roman le parecía más activa cuando pensaba que él no la veía, supuso que era posible que fuera fruto de su imaginación-. Así que, si quieres saberlo, nada ha cambiado al respecto. -Sin embargo, lo que Roman sentía respecto a las necesidades de su madre sí había cambiado.

– Insisto en que tendrás que responsabilizarte de la decisión que tomes. -Chase se calló para sorber el café-. Rick y yo lo comprenderemos si no quieres ser el chivo expiatorio en la cruzada de mamá por tener nietos sólo porque perdiste en él a cara o cruz. Todavía estás a tiempo de echarte atrás.

Las palabras de Chase eran las que el propio Roman se había dicho a sí mismo entonces. Pero las cosas habían cambiado desde que Roman había vuelto, exhausto, de Londres.

Hasta hacía poco no se había molestado en analizar los cómos y los porqués de sus actos durante el tiempo que había pasado en casa. Agotado y desorientado, sabía que la familia tenía una necesidad y que le había llegado el momento de satisfacerla. La presencia de Charlotte en el pueblo había cambiado la situación. Se preguntaba cómo explicarle aquel cambio a Chase, el hermano que más valoraba su soledad y soltería.


Charlotte se dirigió hacia el Gazette y vio que la puerta estaba abierta. Llamó con suavidad, pero no respondió nadie. Puesto que el Gazette siempre había sido un lugar distendido en el que podía charlar un rato con Lucy, Ty Turner e incluso Chase, dependiendo de su estado de ánimo y del trabajo pendiente, Charlotte decidió entrar. Esperaba ver a Lucy al teléfono en la recepción, pero se sorprendió al observar que la sala estaba vacía.

Consultó la hora y se dio cuenta de que era más temprano de lo que creía. Sin embargo, oyó voces procedentes de la cocina y Charlotte siguió el rastro de aquellos tonos graves. A medida que se acercaba, el aroma a café era más intenso, y el estómago comenzó a rugir para recordarle que todavía no había comido nada.

Oyó una voz masculina que parecía la de Roman y se le hizo un nudo en el estómago. ¿Siempre sería así?, se preguntó. ¿Puro placer ante la idea de verle? ¿Su voz la seguiría excitando? ¿Sentiría el deseo abrumador de mirar aquellos ojos azules y de que le devolviesen una mirada también cargada de deseo? Si así fuera, esperaba que Roman sintiera lo mismo, porque presentía que aquello iba para largo.

Llegó a la puerta de la cocina. Roman miraba el techo, como si buscara respuestas allí, mientras Chase se bebía el café. Ninguno de los dos se percató de su presencia.

Estaba a punto de carraspear para hablar cuando Chase se le adelantó:

– Insisto en que tendrás que responsabilizarte de la decisión que tomes. -Chase se calló para sorber el café-. Rick y yo lo comprenderemos si no quieres ser el chivo expiatorio en la cruzada de mamá por tener nietos sólo porque perdiste en el a cara o cruz. Todavía estás a tiempo de echarte atrás.

Charlotte no terminaba de creerse lo que acababa de oír e interpretar rápidamente. ¿Raina quería nietos y Roman se los había prometido? ¿Era ése el motivo por el que el autoproclamado trotamundos había comenzado a hablar de matrimonio de repente? ¿Amor y matrimonio? Santo cielo.

El estómago se le encogió de dolor, pero se dijo a sí misma que los fisgones nunca oyen bien las cosas. Sólo había oído parte de la conversación. Sin embargo, no presagiaba nada bueno, al menos no para ella.

La buena educación le indicaba que tenía que anunciar su presencia antes de oír algo que en teoría no debía escuchar, aunque eso no significaba que olvidara lo que acababa de oír.

– ¿Qué cara o cruz? -preguntó.

El sonido de su voz sobresaltó a los dos hermanos. Ambos se volvieron rápidamente y Roman se estremeció como si Charlotte le hubiera disparado.

– ¿Cómo has entrado? -preguntó Chase con su típica brusquedad y falta de tacto.

– He llamado, pero no ha contestado nadie. La puerta estaba abierta, así que aquí estoy. -Dejó el bolso en la encimera de la cocina y pasó junto a Chase para encararse con Roman-. ¿Qué cara o cruz? -preguntó de nuevo de forma harto significativa, sintiendo que la determinación, el fervor… y el miedo se le agolpaban en la garganta.

– Ha llegado el momento de que me excuse -dijo Chase.

– Cobarde -farfulló Roman.

– Creo que él no tiene nada que ver con esto. -Charlotte creía que el corazón se le saldría del pecho mientras Chase vertía el café en el fregadero y salía de la cocina, dejándola a solas con Roman.

Un hombre cuyos secretos temía escuchar.

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