Russell observó a su hija sin mirar a su esposa a propósito. Si dejaba que Annie le influyera, seguiría culpándose de sus separaciones, pero nada más. Y no sólo porque quería tener una buena relación con Charlotte, sino porque tenía el presentimiento de que el futuro de ella dependía de lo que él respondiera.
De sus respuestas sinceras.
– Tu madre y yo nunca nos hemos divorciado porque nos queremos.
Charlotte bajó el tenedor y dejó la servilleta en la mesa.
– Perdona, pero tienes una forma muy curiosa de demostrarlo.
Y ése era el problema pensó Russell.
– Las personas tienen formas distintas de expresar sus sentimientos. A veces incluso ocultan cosas para proteger a sus seres queridos.
– ¿Eso es una excusa por haber desaparecido todos estos años? Lo siento. Pensaba que sería capaz de esto, pero no puedo.
Se levantó y Russell hizo otro tanto, al tiempo que la agarraba del brazo.
– Sí puedes. Por eso me llamaste. Si quieres gritar, chillar o patalear, adelante. Estoy seguro de que me lo merezco. Pero si quieres escuchar y luego seguir con tu vida, creo que te resultará mucho más beneficioso.
Se hizo el silencio y él dejó que Charlotte calibrara, decidiera qué hacer a partir de ahí. No le pasó por alto que Annie se había quedado sentada, observando en silencio. El doctor Fallon había dicho que todos los antidepresivos tardaban algún tiempo en empezar a actuar, así que Russell no esperaba milagros de la noche a la mañana. Si no se sentía preparada para participar en la conversación, por lo menos estaba presente, y sabía que para ella ya suponía un paso enorme.
Charlotte cruzó los brazos y exhaló un suspiro de aceptación.
– De acuerdo. Soy toda oídos.
– Tu madre siempre supo que yo quería actuar, y que no podía vivir de la interpretación en Yorkshire Falls.
Charlotte miró fijamente a Annie en espera de confirmación y ella asintió.
– Para que quede bien claro, nos casamos antes de que se quedara embarazada de ti y nos casamos porque quisimos -explicó su padre.
– Entonces ¿por qué…? -Charlotte hizo una pausa y tragó saliva.
A Russell se le partía el corazón al observar el dolor de su hija, pero no habría curación sin que antes se partieran el alma mutuamente. Lo supo en ese preciso instante.
– ¿Por qué hice qué?
– Marcharte.
Señaló el sofá de la otra estancia y se acomodaron en el tapizado floreado. Annie los siguió y se sentó al lado de su hija. Tomó la mano de Charlotte y se la agarró con fuerza.
– ¿Por qué te fuiste a California sin nosotras? -preguntó Charlotte-. Si querías a mamá tanto como dices, ¿por qué no te quedaste aquí o nos llevaste contigo? ¿Tanta carga suponían tu mujer y tu hija? ¿Habríamos sido un estorbo para ti?
– No -respondió él, molesto por el hecho de que Charlotte pensara tal cosa-. No creas eso ni por un momento. No me quedé porque soy actor. No podía sacrificarme. Soy egoísta, supongo, pero sincero. Necesitaba actuar y necesitaba estar en el mejor sitio para intentar hacer realidad mis sueños.
– Y yo siempre lo supe. -Annie habló por primera vez y luego le secó una lágrima a Charlotte de la mejilla.
Charlotte se levantó, se acercó a la ventana y se agarró al alféizar para mirar hacia fuera.
– ¿Sabes que soñaba con que nos llevarías a California contigo? Tenía una maleta preparada debajo de la cama por si acaso. No sé cuántos años me aferré a esa fantasía. Al final acabé dándome cuenta de que ser actor era más importante para ti que nosotras. -Se encogió de hombros-. Sin embargo, no puedo decir que lo aceptara.
– Me alegro. A lo mejor en algún lugar aquí dentro… -Señaló su corazón-. A lo mejor te diste cuenta de que no era verdad que me importara más mi carrera que vosotras.
– Entonces ¿por qué no me cuentas qué pasaba en realidad?
Russell deseó que la explicación fuera tan concisa y sencilla como ella parecía creer. Pero había sentimientos de por medio. Los de él, los de Annie…, no era fácil. Durante todo aquel tiempo, Russell había pensado que alimentando la necesidad de Annie de tener una familia y la de una hija de estar con su madre las ayudaba a las dos. Pero al ver que su hija lo observaba con aquellos ojos enormes y acusadores, se dio cuenta del craso error que había cometido.
Respiró hondo sabiendo que las palabras que iba a pronunciar a continuación iban a hacerle tanto o más daño que sus largas ausencias.
– Cada vez que volvía, incluida ésta, le pedía a tu madre que viniera a California conmigo.
Charlotte dio un paso atrás, titubeando por la información que acababa de recibir. Había construido toda su vida basándose en la asunción de que su padre no las quería lo suficiente como para llevárselas con él. Annie había fomentado esa idea. No había dicho ni una sola vez que Russell le hubiera pedido que fueran con él.
Charlotte empezó a temblar por la negativa a aceptarlo.
– No, no. Mamá habría ido a California. No habría decidido quedarse aquí sola, añorándote. Permitiendo que la gente hablara de nosotros. Permitiendo que los demás niños se burlaran de mí por no tener un padre que me quisiera. -Miró a su madre en espera de confirmación.
Porque enterarse ahora de lo contrario significaría que había pasado muchos años sin padre innecesariamente. Aunque no estuviera en el pueblo, si hubiera sabido que la quería, que la amaba, sus pilares emocionales habrían sido más sólidos.
Seguro que su madre habría sabido una cosa así.
– ¿Mamá? -Charlotte odiaba la vocecilla infantil que le salió, y se enderezó. Asumiría lo que viniera a continuación.
Por increíble que pareciera, Annie asintió.
– Es…, es verdad. No podía dejar el pueblo y todo lo que me resultaba familiar. Y no podía soportar separarme de ti, así que nos quedamos aquí.
– Pero ¿por qué no me dijiste por lo menos que papá nos quería? Sabías que a ti te quería. Tenías ese conocimiento que te dejaba dormir tranquila por las noches. ¿Por qué no quisiste lo mismo para mí?
– Quería lo mejor para ti. Pero me avergüenza reconocer que hice sólo lo que a mí me convenía. Por cómo reaccionabas cuando tu padre se marchaba y por cómo investigabas en los libros sobre Hollywood, temía perderte si te enterabas. Siempre te pareciste más a tu padre que a mí. -Se sorbió la nariz y se secó los ojos con el dorso de la mano-. Pensé que te marcharías con él y me dejarías. Sola.
Charlotte parpadeó. Se sentía abotargada y se dejó caer en el sofá.
– Te he culpado todos estos años. -Miró a su padre de hito en hito.
– Yo permitía que lo hicieras, cariño.
Era verdad. Si bien su madre había permitido que su hija sufriera, su padre había perpetuado la mentira de que las había abandonado a ambas.
– ¿Por qué?
El dejó escapar un gemido.
– Al comienzo fue por amor y respeto a los deseos de tu madre. Tenía tanto miedo de perderte que no pude evitar pensar que te necesitaba más que yo. ¿Y cómo se explica todo eso a una niña?
– ¿Y después?
– Te convertiste en una adolescente resentida. -Ahuecó la mano en la nuca, negó con la cabeza y empezó a masajearse la zona.
– Cuando viajaba a casa ni siquiera querías mantener una conversación civilizada conmigo sobre el tiempo. Luego fuiste a la universidad, te trasladaste a Nueva York y ya tuviste edad suficiente para planificar tus viajes a casa de forma que me evitaras.
Era cierto, reconoció Charlotte con una tristeza y un sentimiento de culpabilidad repentinos e inesperados. Quizá todos tuvieran su parte de culpa, pensó.
– Supongo que no me esforcé lo suficiente.
Charlotte exhaló con fuerza.
– Y yo no me esforcé lo más mínimo. -No era fácil reconocer tal cosa.
– Es culpa mía pero hay una explicación. No es que quiera quitarme las culpas de encima pero… -Con manos temblorosas, Annie extrajo un pequeño frasco de medicinas-. El doctor Fallon dice que parece que soy un caso de depresión grave.
¿Acaso Charlotte no se había dirigido al médico por intuir esa posibilidad?
Annie contuvo las lágrimas.
– Quizá tendría que haber empezado a medicarme antes, pero no era consciente de que necesitara ayuda. Tu padre dijo…, dijo que el doctor Fallon había hablado contigo y que pensabas que podía haber algún problema. No lo sabía. Pensaba que era normal sentirse así. Pensaba que era normal. Quiero decir que siempre me he sentido así. -Se le quebró la voz pero continuó hablando- Y no podía soportar perderte. Sabía que te causaba dolor debido a mí… enfermedad y lo siento. -Annie abrazó a Charlotte con fuerza-. No sabes cuánto lo siento.
Su madre olía a madre, cálida, suave y reconfortante. Pero Annie siempre había tenido un componente infantil. Charlotte se dio cuenta de lo frágil que siempre había parecido. Hasta el trabajo de bibliotecaria era perfecto para ella por el silencio y las voces bajas del entorno.
– No estoy enfadada contigo, mamá. -Todo aquello la había pillado desprevenida y la confundía. El nudo que tenía en la garganta era tan grande que le dolía y no sabía cómo encajar la verdad.
Si volvía la vista atrás, había muchas más cosas que tenían sentido, pero hasta hacía poco Charlotte no había advertido que existía un problema más grave. Seguía teniendo el presentimiento de que se trataba de algo más arraigado que una depresión leve, algo más parecido a una enfermedad mental. ¿Por qué si no una persona iba a tener las persianas bajadas y las ventanas cerradas y preferir la soledad a la compañía de otros, incluido el marido que amaba?
¿Por qué ninguno de ellos había captado las señales antes? Charlotte pensó entristecida que quizá estaban todos demasiado ensimismados.
– Creo que deberíamos dejarte a solas para que pienses en todo esto -dijo Russell al ver el silencio de Charlotte. Tomó a su madre de la mano-. ¿Annie?
Ella asintió.
– Voy -dijo, antes de mirar a Charlotte-. Y repito que lo siento.
Ambos se encaminaron a la puerta y Charlotte los dejó marchar.
Esperaba y rezaba porque la verdad le aportara comprensión y paz. Pero necesitaba pasar algún tiempo a solas para entender lo que le habían dicho y decidir cómo se sentía. Cómo se sentiría cuando dejara de sentirse abotargada.
Al cabo de unas horas, Charlotte se acostó, pero dejó las persianas subidas para poder observar la oscuridad del cielo nocturno. Estaba demasiado nerviosa para dormir, y pensó que tal vez contar estrellas la ayudaría a relajarse. Por desgracia, las ideas se agolpaban en su mente a toda velocidad. Eso sí que era haber vivido engañada, se dijo. El padre que pensaba que no la quería resultaba que sí lo hacía.
Sin embargo, durante toda su vida Charlotte había modelado su comportamiento y su trato con los hombres -hombres como Russell y viajeros como Roman Chandler- influida por la mentira sobre el abandono que habían perpetuado sus padres. Pero Russell Bronson no era quien Charlotte creía que era. Era egoísta y tenía defectos, pero quería a su madre. Charlotte tenía que concederle algún mérito por ello. Aunque podía haber hecho más para ayudar a Annie y a su hija, no podía sacrificar su vida entera por amor.
Charlotte ni siquiera le pediría una cosa así a Roman. Ya no. Pedirle que se quedara en Yorkshire Falls era tan egoísta como lo que había hecho Russell. Roman se merecía algo mejor de ella.
Todo aquello resultaba muy irónico. Roman no era el hombre que ella había necesitado que fuera. Charlotte había necesitado que Roman fuera el trotamundos sin sentimientos, el soltero que coleccionaba conquistas sin preocuparse de nadie aparte de sí mismo. Había necesitado que Roman fuera todo aquello porque eso le daba una excusa para mantenerlo alejado desde un punto de vista emocional. Para evitar que le hiciera daño igual que creía que le había sucedido a su madre.
Ahora lo necesitaba y punto.
Se acurrucó todavía más en la cama, se tapó con las mantas y bostezó. Charlotte pensó que el amor tenía la capacidad de desmontar todas las redes de seguridad. Y al día siguiente daría su salto de fe sin garantías de adónde iría a parar.
En algún momento, Charlotte debió de quedarse dormida, porque el sol que entraba por la ventana la despertó al amanecer. Había dormido bien por primera vez en un montón de tiempo y abrió los ojos al notar una subida de adrenalina que no esperaba. Se duchó, se tomó un yogur de melocotón y decidió que era una hora adecuada para llamar a Rick.
Él contestó después del primer ring.
– Rick Chandler a su servicio.
– Veo que estás de buenas -dijo Charlotte.
– Sí, bueno, es lo que pasa cuando uno sale a correr. ¿Qué ocurre, Charlotte? ¿Todo va bien?
– Sí -afirmó ella, pensando en su decisión de seguir a Roman-, y no -farfulló, sabiendo que todavía tenía que contarle a Rick lo de Samson y hacerle prometer que protegería y no entregaría al inofensivo hombre-. Tengo que hablar contigo.
– Ya sabes que siempre tengo tiempo para ti. Pero estoy saliendo por la puerta. Tengo que asistir a varias reuniones en Albany y no volveré hasta más tarde.
Charlotte se llevó una gran decepción. Ahora que ya había tomado una determinación, estaba preparada para actuar.
– ¿Qué te parece si me paso cuando vuelva a casa? -sugirió él-. A eso de las siete.
Sujetó el auricular entre la oreja y el hombro y lavó la cuchara mientras repasaba las actividades de la jornada.
– Es la noche de los patrocinadores. Se supone que hoy tengo que hacer el lanzamiento inaugural del partido de los Rockets. -Por mucho que quisiera dejar de lado todo lo que tenía que hacer ese día y reunirse con Roman lo antes posible, no podía, ni quería, dejar plantados a los niños.
No podía darle la información a Rick en público y tendría que esperar hasta la noche.
– ¿Por qué no vienes a mi casa después del partido? -sugirió ella.
– Me parece buena idea. ¿Seguro que estás bien?
Charlotte puso los ojos en blanco.
– ¿Quieres hacer el favor de no preguntármelo más? Empiezas a parecerte al hermano mayor que nunca he tenido.
– Bueno, vale, lo prometí.
– ¿Qué es lo que prometiste? -Empezó a notar un cosquilleo en el estómago-. ¿Y a quién?
Se hizo el silencio en la línea telefónica.
– Venga ya, Rick. ¿Qué querías decir?
Rick carraspeó.
– Nada. Sólo que tengo la misión de asegurarme de que estás bien.
¿Su misión como policía o su misión como hermano?, se preguntó Charlotte. ¿Acaso Roman le había hecho prometer a Rick algo antes de marcharse?
– Bueno, pues estoy bien. -Aunque le picaba la curiosidad, Charlotte aceptó la respuesta vaga de Rick. Era consciente de que no iba a conseguir que uno de los hermanos Chandler delatara a otro.
– Hasta la noche.
– De acuerdo. Conduce con cuidado. -Charlotte colgó el teléfono y suspiró con fuerza. Tenía por delante toda una jornada de trabajo y siete turnos para batear, después de eso descubriría adónde había ido Roman. Charlotte disponía de doce horas para hacer acopio de valor y viajar hasta donde fuera. Dejar Yorkshire Falls y presentarse en la puerta de casa de Roman sin haber sido invitada, sin saber cómo la recibiría.
El día fue más largo de lo que Charlotte había previsto puesto que cada hora le parecía una eternidad. Oír a Beth hablando todo el rato de Thomas Scalia le producía sentimientos encontrados, felicidad por su amiga y envidia porque ella estaba sola y se enfrentaba a un futuro incierto.
Pero el día pasó y Charlotte por fin hizo el lanzamiento inaugural mientras sus padres la observaban desde las gradas. Juntos. Charlotte negó con la cabeza asombrada. No es que se hiciera muchas ilusiones. Russell regresaría a California a comienzos de la semana siguiente. Solo en aquella ocasión, pero quizá no durante mucho tiempo.
Annie había aceptado seguir una terapia. En Harrington había una clínica de salud mental fabulosa y su madre había decidido, alentada por su padre, ver al psiquiatra que el doctor Fallon le había recomendado. Mientras tanto, su padre había decidido atar algunos cabos sueltos en Los Ángeles y pasar algún tiempo en casa, por lo menos el tiempo suficiente para que Annie empezara la terapia y viera si era capaz de plantearse la posibilidad de trasladarse a la Costa Oeste.
¿Se acabarían las sorpresas en algún momento?, caviló Charlotte, más feliz y esperanzada con la vida que nunca. Como si lo supieran, los Rockets de Charlotte volvieron a ganar el partido, a pesar de que el lanzador estrella no jugara por tener la muñeca rota y hubiera otros jugadores lesionados. Aunque todavía estaban al comienzo de la temporada, habían decidido que Charlotte era su talismán de la suerte, e incluso le habían entregado un medallón honorario en forma de nave espacial para que se lo colgara con una cadena al cuello como agradecimiento por su patrocinio y por no faltar a ninguna de sus citas. El gesto la emocionó y se alegró de no haber dejado plantados a los chicos en favor de su vida privada.
– ¿Qué vida privada? -se preguntó en voz alta cuando por fin regresó a su apartamento por la noche.
Parecía haberle salido el tiro por la culata. Incluso su madre tenía vida privada mientras que en esos momentos Charlotte era quien no la tenía. Pero en cuanto viera a Rick y consiguiera información sobre Roman, se pondría en camino, no sabía hacia qué, pero por lo menos daría pasos hacia adelante.
Charlotte dejó las llaves en la mesa de la cocina, se acercó al contestador automático que parpadeaba y pulsó el botón «play».
– Hola, Charlotte, soy yo, Rick. Me he entretenido en Albany y luego en cuanto he llegado al pueblo me han llamado por un caso. Tenemos que hablar, así que espérame.
Como si tuviera algún otro sitio adónde ir. Como no estaba cansada y se sentía sobreexcitada después del partido, se dirigió a la cocina y rebuscó en la nevera el helado de dulce de leche que guardaba en el fondo. Cuchara en mano, decidió esperar en el dormitorio. Desde que había malgastado el dinero comprando un pequeño televisor en color de trece pulgadas para su habitación, había descubierto que disfrutaba más repantigada en el dormitorio que sola en la salita del pequeño apartamento. Con un poco de suerte, encontraría algo en la tele para matar el tiempo hasta que llegara Rick.
Se acercó a su habitación mientras iba tomando cucharadas de helado. La luz tenue que salía por la puerta la pilló desprevenida. No recordaba haberse dejado la luz de la mesita de noche encendida al irse a trabajar por la mañana. Se encogió de hombros antes de entrar en su santuario privado al tiempo que se lamía el dulce de leche de los labios.
– Podría ayudarte a hacer eso si estuvieras dispuesta a hablar conmigo.
Charlotte se paró en seco. El corazón le dejó de latir durante unos segundos antes de continuar, más irregular y rápido que antes.
– ¿Roman? -Pregunta estúpida. Por supuesto que aquella voz profunda y grave era de Roman.
Y era Roman, eróticamente tumbado con un chándal gris, una camiseta azul marino y los pies descalzos encima de su colcha blanca de volantes y almohadones varios. Sólo un hombre de su estatura y complexión podía presentar un aspecto incluso más viril rodeado de volantes femeninos y lazos. Sólo una mujer enamorada podía querer arrojar toda precaución por la ventana y lanzarse a sus brazos.
Charlotte exhaló una bocanada de aire presa de la frustración. Le había echado de menos y se alegraba sobremanera de verle pero todavía tenían asuntos que zanjar. Y hasta que no hablaran de esos problemas y llegaran a un acuerdo que les satisficiera a ambos, quedarían muchas incertidumbres entre los dos. Aunque en esos momentos a Charlotte le parecía posible poder vivir exclusivamente del amor y el aire que él respiraba, sabía que no podía dejarse engañar por esa sensación.
Por lo menos eso era lo que esperaba. Porque su decisión de esperar se estaba desmoronando rápidamente.
Roman se obligó a mantenerse tranquilo y relajado. Algo difícil de conseguir estando entre los almohadones de la mullida cama de Charlotte y rodeado de su femenina fragancia, que tanto había echado de menos durante su ausencia. Y todavía más difícil de conseguir mientras ella lo miraba fijamente con una mezcla de anhelo y cautela en sus preciosos ojos verdes.
Había llegado al pueblo, y como todo el mundo estaba cenando o mirando el partido de béisbol infantil, nadie lo había visto, lo cual era positivo, dado que contaba con el factor sorpresa.
Como quería estar a solas con ella y cuanto antes mejor, había planeado abordarla y marcharse corriendo, a su casa o al apartamento de ella, daba igual. Tenía mucho que compartir sobre su viaje a Washington D. C. y un futuro en el que esperaba que ella estuviera incluida.
Pero por muy ansioso que estuviera por salvar la distancia física que los separaba, no quería precipitarse. Antes tenía que ganarse su confianza.
– ¿Me has echado de menos? -preguntó él.
– ¿Me has echado de menos? -repuso ella.
Roman sonrió. Bueno, por lo menos Charlotte no había perdido el arrojo, y, además, tampoco esperaba que ella se lanzara a sus brazos.
– Por supuesto que te he echado de menos.
En vez de encontrar a Charlotte en casa o en la tienda, la había descubierto en el campo, haciendo el lanzamiento de honor. Luego su padre la había abrazado. Su padre. Al ver la enorme capacidad de perdón de su corazón, Roman se había vuelto a enamorar de ella.
La había visto sonriéndole a Russell, y Roman en seguida se dio cuenta de que había hecho las paces con esa parte de su vida. Esperaba que eso la ayudara a hacer las paces con él.
Roman dio una palmada sobre la cama, a su lado.
– Ven conmigo.
– ¿Cómo has entrado? -le preguntó ella, sin embargo.
– Por la escalera de incendios. Sabía que volverías a dejarte la ventana abierta en mi ausencia para cuidar de ti. -Y era verdad. Así pues, Roman había entrado por la escalera de incendios y se había acomodado en la cama a esperarla-. Necesitas un guarda, Charlotte. -Recordó que ella le había dicho eso el día de su primer reencuentro en el pasillo de Norman's. Nunca había imaginado que acabaría en esa coyuntura, en la que su corazón y su futuro dependían de las decisiones de aquella hermosa mujer.
– ¿Vas a solicitar el trabajo? -preguntó ella.
Roman se encogió de hombros en un intento por no dejar traslucir sus emociones. No todavía.
– Pensaba que ya lo había hecho.
– ¿Porque elegiste cara cuando Chase escogió cruz? -preguntó Charlotte con un exceso de despreocupación.
El dardo que le acababa de lanzar le dolió, porque significaba que ella todavía se sentía herida por culpa de él.
– De hecho, Chase no participó.
Charlotte arqueó una ceja.
– A ver si lo adivino. Porque él ya se sacrificó una vez.
– Ya dijo Rick que eras lista.
Charlotte puso los ojos en blanco.
– Y lo eres. ¿Tan lista como para ir a buscarme? -le preguntó señalando la maleta abierta que había en la habitación y que le había estado insinuando esa posibilidad desde que había entrado. El mero hecho de que tuviera las agallas suficientes para hacer el viaje le transmitían lo que ya sabía. Era más hija de su padre de lo que ella imaginaba, y él se dio cuenta entonces de que eso no era negativo. Tenía el presentimiento de que Charlotte también lo sabía.
Era la media naranja de Roman. Y para un hombre que nunca se había planteado tal cosa, reconocerlo era un paso de gigante, y quería compartirlo con ella.
– Venga, Charlotte. ¿Es posible que te haya ahorrado un viaje? -Oyó el tono esperanzado de su propia voz pero le daba igual. Si para recuperarla tenía que entregarle el corazón en bandeja y dejar que lo pisotease, lo haría.
– Maldito seas, Roman. -Cogió un cojín hecho a ganchillo de la cómoda y se lo lanzó con fuerza a la cabeza-. Ser tan creído no te beneficia.
– Pero a ti sí, espero. Perdóname, Charlotte.
Charlotte tragó saliva y se puso a dar golpecitos con el pie en el suelo, haciéndole esperar.
– Eres un arrogante -farfulló mientras reprimía una sonrisa imposible de disimular, por más enfadada que estuviera, por mucho que lo intentara.
– Es una de mis cualidades más encantadoras. Ahora deja de andarte con rodeos y acaba con mi sufrimiento.
Eso le llegó al corazón y Charlotte arqueó una ceja asombrada. Obviamente le sorprendía que él hubiera sufrido. Aquello lo dejó aturdido. ¿Cómo era posible que no supiera que sin ella le faltaba algo?
– Dime adónde pensabas ir.
Charlotte negó con la cabeza.
– Oh, no. Tú primero. ¿Adónde te fuiste y, mejor aún, por qué has vuelto?
– Siéntate a mi lado y te lo digo.
– Me invitas a que me siente en mi propia cama, tú que te has autoinvitado. ¿No es el mundo al revés?
Roman miró a su alrededor y fijó la vista en un gran espejo oval que había al otro extremo de la habitación. El vidrio le proporcionaba una visión perfecta de él tumbado en la cama. Se encogió de hombros.
– Ni mucho menos, por lo que veo.
Con un quejido, Charlotte caminó con paso majestuoso por la habitación y se sentó a su lado con una tarrina de helado deshecho como única barrera física.
– Habla.
– Sólo si prometes darme de comer más tarde.
– Roman…
– No estoy yéndome por las ramas. Hablo en serio. Hace horas que no como. Tomé el avión y vine a verte directamente. -Con un pequeño rodeo para ir al partido de béisbol, del que hablarían en cuanto ella le abriera su corazón sobre la nueva relación con su padre-. Así que si te gusta lo que oyes, tienes que prometerme que me darás de comer.
– Antes de que me dé cuenta, me estarás pidiendo que te dé de comer con la mano.
– Con la boca me conformaría -bromeó él.
Charlotte frunció los labios en una sonrisa vacilante.
Por lo menos seguía surtiendo efecto en ella, pensó.
– He estado en Washington D. C.
– Me basta -murmuró, y dejó la tarrina en la mesita de noche-. Prometo darte de comer.
– Bien. ¿Te acuerdas de que te hablé de una oferta de trabajo en Washington D. C? -Su siguiente pensamiento quedó interrumpido por unos fuertes golpes en la puerta de Charlotte, seguidos por el timbre.
Charlotte se puso en pie de un salto.
– Es Rick. Le pedí que viniera para que me contara… -Se calló antes de terminar.
– ¿Te contara qué, Charlotte? -Pero ya lo sabía. Lo que se había imaginado. Lo había estado buscando.
– Nada de lo que debas preocuparte. -Se sonrojó, pero antes de responder, Rick volvió a aporrear la puerta-. También tengo que ver a Rick por otro asunto. Te parecerá interesante, te lo prometo.
¿Más interesante que ellos? Roman lo dudaba.
– De acuerdo, deja entrar al pesado ese.
Roman se levantó de la cama y siguió a Charlotte a la salita, donde saludó a su hermano con una mirada furiosa.
– No sabía que había vuelto. -Rick señaló a Roman-. Bienvenido a casa… oh, mierda.
– No es el saludo que esperaba.
– Ninguno de los dos se va a creer esto. -Rick negó con la cabeza-. Joder, es que no me lo creo ni yo.
– Bueno, antes de que nos cuentes nada, yo tengo algo que decirte -declaró Charlotte.
Roman meneó la cabeza.
– Los dos me estáis picando la curiosidad.
Rick suspiró con fuerza.
– Bueno, las damas primero.
– Vale. -Charlotte se retorció las manos en un gesto tan poco propio de ella que Roman se preocupó.
– No -dijo, cambiando de parecer-. Tú primero.
Rick se encogió de hombros.
– Llegué al pueblo pensando en venir aquí directamente pero habíamos recibido unas llamadas en la comisaría. Varias, de hecho. Parece ser que el ladrón de bragas ha vuelto a actuar.
– ¿Qué? -exclamaron Roman y Charlotte al unísono.
– Al revés, de hecho. Ha devuelto las bragas.
Roman se echó a reír.
– Debes de estar de broma.
– No. Ha dejado todas y cada una de las bragas o en el interior de la casa o en el porche delantero. Aunque nunca consideramos a Roman sospechoso oficial, pensaba decirle a Charlotte que las mujeres del pueblo tendrían que desechar la idea de que el ladrón era él. -Rick se pasó la mano por el pelo.
– ¿Por qué? ¿Le habéis pillado? -preguntó Charlotte con cautela.
– No, maldita sea.
¿Roman se lo estaba imaginando o Charlotte acababa de exhalar un enorme suspiro de alivio?
– Pero dado que Roman no estaba en el pueblo, tendrían que dejar de lado sus fantasías con respecto a mi hermanito -continuó Rick.
– ¿Qué pasa? ¿Estabas celoso de que no te enseñaran las bragas a ti? -Roman sonrió.
– Tiene gracia. -Rick negó con la cabeza-. Pero acabo de caer en la cuenta de que ahora que has vuelto al pueblo parece ser que tendrás que vivir con ese estigma. -Se rió de la idea.
Para asombro de Roman, Charlotte se colocó a su lado y le entrelazó la mano con la suya, cálida y suave. Se quedó junto a él mientras miraba a Rick y decía:
– No, no tendrá que vivir con ese estigma.
– Sabes algo de esto, ¿verdad? -inquirió Roman.
– Puede ser. -Le apretó más la mano. Aunque no necesitaba que cuidara de él, le gustaba su faceta protectora. Sobre todo porque todavía no habían tenido tiempo de aclarar su situación y, de todos modos, ella le defendía.
– Vamos, Charlotte. No puedes ocultarme información -declaró Rick.
– Oh, no sé, Rick. Nunca he dicho que supiera algo. -Alzó la vista hacia Roman con los ojos bien abiertos y suplicantes-. ¿Te ha visto alguien esta noche? ¿Alguien sabe que has vuelto aparte de nosotros?
Roman negó con la cabeza.
– Aunque sea un pueblo pequeño, creo que nadie se ha fijado en mí. -Había sido discreto a propósito, aunque no pensaba que Rick agradeciera que lo dijera.
– Rick, si supiera algo, no te lo diría a no ser que me prometieses dos cosas. Una es no usar nunca la información que te dé y la otra no decirle absolutamente a nadie que Roman ha vuelto esta noche al pueblo.
Su hermano se sonrojó sobremanera.
– No estarás pensando en sobornar a un agente de policía…
Charlotte puso los ojos en blanco.
– Entonces no sé nada. Me alegro de verte, Rick. Buenas noches.
Roman no tenía ni idea de qué estaba pasando, pero le pondría fin de inmediato.
– Esto es ridículo, Charlotte, si sabes algo debes decirlo. Y Rick, prométele lo que te pide.
Rick rompió a reír.
– Sí, vale.
– Samson fue quien cometió los robos, pero si le detienes, le interrogas o arqueas la ceja siquiera cuando pases junto a él, negaré haberte dicho nada. Le pagaré un abogado y te demandaremos por acoso. Sin acritud, por cierto. La verdad es que me caes muy bien, Rick. -Dedicó al hermano pasmado de Roman su sonrisa más dulce.
Esa sonrisa almibarada habría hecho que Roman se tirara a sus pies. Por desgracia, Rick no era Roman y su hermano policía se había quedado lívido. De hecho, empezó a enrojecer.
– ¿Lo sabías y ocultaste la información? ¿Desde cuándo?
– ¿De qué habría servido decirlo? Es un viejo inofensivo que quería cuidar de mí. Soy amable con él y pensó que así aumentaría el interés en mi negocio. Que culparan a Roman no entraba en sus planes.
– Pero sí le benefició. -Roman advertía lo gracioso de la situación, a diferencia de Rick. Su travesura de la época del instituto había beneficiado a Samson.
– Lo que hizo es ilegal -señaló Rick-. ¿O acaso no eres consciente de ello?
Charlotte separó la mano de la de Roman y puso los brazos en jarras.
– Dime quién sufrió algún daño y luego dime quién se beneficiaría de que arrestaran al pobre hombre. Ya se ha acabado. Lo prometo. No volverá a hacerlo.
Roman se inclinó hacia ella y le susurró al oído.
– No deberías hacer promesas que quizá no puedas cumplir. No puedes controlar los actos de Samson. -Igual que él era incapaz de controlar su cuerpo en cuanto inhaló su delicioso aroma y los cabellos largos de pelo alborotado le rozaron la nariz y la mejilla, excitándole.
Había llegado el momento de que su hermano se marchara rápidamente, pensó Roman.
– Tiene razón y lo sabes, Rick. No le harás justicia a nadie procesando a ese hombre.
– No lo volverá a hacer. Por favor… -suplicó Charlotte en voz baja.
– Bueno, vale. Como no tengo testigos, dejaré en paz a Samson, pero si vuelve a ocurrir…
– No volverá a pasar -dijeron Charlotte y Roman al unísono. Roman supuso que harían una visita conjunta al «hombre de los patos» para asegurarse de que entendía la excepción que hacían con él en ese asunto.
– Y dado que Samson se tomó la molestia de devolver las bragas para exonerar a Roman durante su ausencia, esta noche no has visto a Roman en el pueblo, ¿de acuerdo? -dijo con voz decidida-. La primera vez que lo verás desde que se marchó hace una semana será…
– Dentro de veinticuatro horas, cuando llame a tu puerta -decidió Roman-. Hasta entonces, estamos ilocalizables. -Puso una mano en la espalda de Rick y lo empujó hacia la puerta-. Si alguien pregunta, Charlotte tiene gripe.
– No me lo puedo creer -farfulló Rick en cuanto pisó el rellano.
– Eres un buen hombre, Rick Chandler -le dijo Charlotte mientras se iba.
Rick se volvió.
– Hay que ver las cosas que hago por amor -dijo, antes de desaparecer escaleras abajo sin dejar de murmurar.
«Las siguientes veinticuatro horas.» Las palabras resonaban en la mente de Charlotte cuando cerró la puerta detrás de Rick y se volvió para mirar a Roman.
– ¿Puedo preguntar dónde piensas esconderte durante este día?
Veinticuatro horas, volvió a pensar. Mucho, mucho tiempo para que dos personas permanecieran ilocalizables. Solas, juntas. ¿Acaso era todo el tiempo que les quedaba? ¿O Roman tenía otra cosa en mente?
– Tu cama es bastante acogedora. Por supuesto, sería más acogedora si la compartieras conmigo.
El corazón de Charlotte volvió a acelerarse.
– Cuéntame lo de Washington.
Roman le tendió la mano y, para cuando se hubo dado cuenta, la había llevado a la habitación y estaban cómodamente aposentados en su cama de matrimonio. Tan cómodos como les era posible teniendo en cuenta la excitación sexual y la expectación que bullía entre ellos y el colchón mullido que los tentaba.
– En Washington ya hace calor. Es un sitio fabuloso para vivir. Divertido, optimista.
– ¿Estás pensando en trasladarte? ¿Dejar Nueva York para vivir en Washington?
– La oferta laboral era para un puesto de redactor jefe, pero entonces no tendría la libertad para…
– ¿Viajar? -se aventuró a decir ella intuyendo por su tono que había rechazado la oferta del prestigioso periódico.
– Sí. Quiero poder trabajar con un portátil. El trabajo de redactor jefe exige pasar muchas horas sentado a una mesa y tengo que estar disponible para las personas que están a mi cargo.
Charlotte se mordió el interior de una mejilla.
– Soy consciente de que trabajar en Washington no es lo que te va. Estás acostumbrado a viajar por el mundo y a escribir grandes reportajes.
– Me he acostumbrado a ti. -La pilló desprevenida y le acarició la mejilla-. Puedo trabajar perfectamente tras una mesa en Washington si tú tienes un negocio aquí.
Charlotte se quedó confundida, frustrada y esperanzada a la vez. Sobre todo estaba harta de que él hablara dando rodeos en vez de ir al grano. En un gesto que la sorprendió incluso a ella, sujetó a Roman hundiéndole los hombros en la cama y sentándose a horcajadas sobre su cintura.
– Empecemos otra vez y a ver si me lo dices claro. ¿Has aceptado el trabajo sí o no?
Roman la observó con los ojos bien abiertos, claramente divertido y, a juzgar por la erección que notaba entre sus muslos, muy excitado.
– No he aceptado el trabajo de redactor jefe.
Charlotte captó la sutil insinuación.
– ¿Qué trabajo has aceptado?
– El de columnista de opinión. Les impresionó un artículo que escribí aquí, una columna muy realista que les demostró que soy capaz de trabajar en todos los frentes. He dejado mi puesto en la agencia y ahora puedo trabajar desde casa e ir de vez en cuando a Washington. E ir de vacaciones a lugares exóticos cuando nos apetezca.
– Nosotros. -Habría tragado saliva pero se le había quedado la boca seca. Apenas era capaz de articular palabra, pero lo consiguió. Ciertas cosas eran demasiado importantes-. ¿Dónde estará tu casa, Roman?
– Donde estés tú, Charlotte. -La miró fijamente con sus profundos ojos azules.
Charlotte parpadeó, incapaz de creerse que aquel trotamundos hubiera renunciado a revelar noticias de alcance mundial para establecerse entre Washington D. C. y Yorkshire Falls. Con ella. Negó con la cabeza.
– No puedes renunciar a todo lo que te gusta -le dijo.
– No puedo renunciar a ti. Lo he pasado fatal estando a dos horas de distancia de aquí, así que no soy capaz de imaginarme estando más lejos. Me moriría de soledad. -Sonrió.
– No te precipites. -Charlotte le acarició la mejilla y le sostuvo la cara con la palma de la mano-. Yo quiero que seas feliz. No quiero que estés resentido conmigo o que lamentes las decisiones que has tomado.
– Tú lo has dicho, cariño. He tomado decisiones.
Se dio cuenta de que las había tomado incluso antes de recibir la aprobación de Charlotte. Ya había tomado medidas concretas para cambiar de vida. Había dejado su trabajo en la agencia de noticias y aceptado otro. Todo ello sin un compromiso firme de ella sobre su futuro juntos. Había tomado las decisiones que había querido. Y aunque no había mencionado el tema hijos o el lanzamiento de la moneda, Charlotte conocía a Roman lo suficiente como para saber que no había tomado esa determinación por una apuesta o por obligación familiar. Había seguido los dictados de su corazón.
Igual que ella había estado dispuesta a seguir los suyos, pensó, al advertir la maleta abierta. La tontería de la apuesta se había convertido en un tema discutible para ella incluso antes de que él regresara.
– Washington es la mejor solución intermedia que se me ocurre -declaró Roman-. Seguro que te gusta cuando estés allí y, en esas épocas, Beth puede encargarse de la tienda. He encontrado un apartamento, pero si no te gusta podemos buscar otro y comprar o construirnos una casa allí. Y lo mejor es que hay una buena conexión aérea con Albany que nos irá bien a los dos. Si aceptas.
– ¿Y si no? -Tenía que preguntarlo. Tenía que saber que él seguiría adelante con todo aquello de todos modos. Porque si pensaba retomar su trabajo en la agencia si ella lo rechazaba, entonces su relación no tenía futuro. Charlotte contuvo el aliento y esperó.
– Tenemos muchas fases previas para el resto de nuestras vidas. He tomado varias decisiones, Charlotte. Quiero que te incluyan, pero son definitivas de todos modos…
Le interrumpió con un beso apasionado que había tardado demasiado en llegar. Unieron las lenguas y él se apoderó de su boca en toda su profundidad, haciéndole saber que era suya ahora y para siempre. Ella notó las palabras y los pensamientos en cada uno de sus movimientos. Y aunque había empezado como «agresora», en seguida se encontró en la posición contraria, boca arriba, con la ropa en el suelo y dejándose devorar por Roman con un brillo pícaro en los ojos.
– Soy consciente de que tenemos que ultimar algunos detalles.
– Pueden esperar. -Los dos empezaron a jadear.
Roman se quitó la camiseta de cualquier manera mientras ella le bajaba el chándal y le sujetaba el miembro grueso y duro con una mano.
– Dios mío. -Roman pronunció esas palabras con una exhalación brusca-. Espera un momento o explotaré.
Charlotte se echó a reír y lo soltó porque no quería estropear la diversión antes de empezar. ¿Aquélla era la vida que le esperaba?, se preguntó mientras observaba cómo se desnudaba el hombre que amaba. De repente una relación entre dos lugares no le pareció tan mal. No si era con Roman.
De forma igualmente repentina alcanzó a comprender a su madre un poco más. Por qué se había aferrado al hombre que amaba a pesar de la distancia y de su propia incapacidad para irse a vivir con él. Tal vez, a fin de cuentas, ella y Annie no fueran tan distintas, y quizá eso no tuviera nada de malo, pensó Charlotte.
Roman se recolocó encima de ella y luego cogió la tarrina de helado.
– ¿Recuerdas que he dicho que tenía hambre?
Charlotte ladeó la cabeza con un deseo irrefrenable en sus ojos verdes.
– Recuerdo haberte prometido que te daría de comer -repuso ella con cierto tono atrevido.
Roman dejó que el helado derretido goteara sobre la piel de Charlotte. El líquido fresco hizo que le temblara el vientre y notó el ardor de su deseo entre las piernas.
– Ah, sí.
Charlotte dejó escapar un débil gemido.
– Rick tenía razón, ¿sabes? -le dijo a Roman.
– ¿Sobre qué?
Charlotte vio que se derretía al mirarla.
– Te quiero.
– Yo también te quiero. -Y se dispuso a enseñarle cuánto, empezando por el helado que se le había acumulado en el vientre. Lo lamió cálidamente. El contraste del calor con el frío del helado formó una especie de oleaje en su estómago que hizo que le temblaran las piernas y sintiera el deseo que bullía en su interior.
Y cuando él inclinó la cabeza para satisfacer ese deseo, Charlotte pensó que sin duda podía asumir el estilo de vida de Roman. Para el resto de su vida y más allá.