Capítulo 12

Charlotte entró en el colmado a las siete de la mañana, la hora a la que Herb Cooper abría las puertas.

– Es la tercera vez esta semana que vienes tan temprano. ¿Horario nuevo? -le preguntó.

Charlotte sonrió.

– Algo así.

Una semana después de la marcha de Roman, la sorprendió descubrir lo fácil que resultaba evitar a los demás si se era creativo. Nadie iba a comprar tan temprano, por lo que entraba y salía de la tienda sin tener que mantener charlas triviales con nadie, salvo con Herb o Roxanne, su mujer.

– Todavía no he sacado el pan de hoy, pero iré a buscar una barra y te estará esperando junto a la caja cuando vayas a pagar.

– Gracias, Herb.

– Es mi trabajo. Tú haces felices a las mujeres del pueblo y los hombres hemos decidido que nosotros vamos a hacerte feliz a ti.

Charlotte se rió.

– No rechazaría una barra de pan del día, pero creo que me dais demasiada importancia.

Herb se sonrojó.

– No, jovencita. Estás haciendo felices a las mujeres, de eso no hay duda. Lo que las está volviendo locas es el ladrón de bragas. Las mujeres a las que se las han birlado las sustituyen por unas nuevas en un santiamén y las más jovencitas esperan que Chandler las despierte de sus dulces sueños.

Charlotte alzó la mirada hacia las alturas. ¡Tanto madrugar para nada!

– Viven en un cuento de hadas. Un hombre como Roman Chandler tiene cosas más importantes que hacer que robar bragas. Pero trata de explicárselo a las mujeres. -Negó con la cabeza en el preciso instante en que sonó el teléfono interrumpiéndolo-. Bueno, al menos desde que se ha marchado las aguas se han calmado. Quienquiera que sea el ladrón de bragas sabe que ahora no tiene coartada, así que estamos más tranquilos. -Descolgó el teléfono-. Buenos días, ¿en qué puedo servirle?

Charlotte huyó hacia los pasillos en cuanto pudo y respiró aliviada. Durante aquellos siete días, había comenzado a admirar la capacidad de su madre para mantenerse desconectada de la vida provinciana. No era tan fácil.

Aparte de la cháchara trivial con los vecinos, todos los que se relacionaban con Charlotte querían algo de ella. Beth quería saber qué ocurría, por qué Roman se había marchado repentinamente. Su madre quería saber cuándo iría a cenar con su familia. Rick quería una lista actualizada de cuentas y cualquier corazonada que tuviera al respecto, y las clientas querían las bragas que habían encargado.

Puesto que Beth se ocupaba de la tienda, Charlotte podía pasarse el día haciendo ganchillo. Otra forma de evitar a los demás, pero al menos las cuentas estarían satisfechas, aunque no así el resto de las personas que le sonsacaban información.

La única persona que no le pedía nada de nada era la única a la que había rechazado. La garganta se le había contraído y le dolía por el nudo que se le había asentado allí de forma permanente. Se culpaba por haber caído en la trampa de Roman del mismo modo que lo culpaba a él por haberla atraído. Aunque sabía que Roman nunca había querido hacerle daño, lo cierto era que se lo había hecho.

Todavía conservaba el mensaje que él había dejado en su contestador. No pensaba torturarse escuchándolo una y otra vez, pero se negaba a preguntarse por qué no había dejado que el siguiente mensaje borrase la seductora voz de Roman.

Media hora después regresó al apartamento y ordenó la compra antes de ir a trabajar. Se había pasado toda la semana escondiéndose del mundo. Charlotte supuso que cualquier persona con el corazón roto tenía derecho a sanarlo. Aunque, a diferencia de su madre, no pensaba pasarse la vida así.

Observó la luz del sol por la ventana. Había llegado el momento de retomar la rutina, comenzando por el partido de béisbol de esa misma noche.

Cuando el partido terminó, con otra victoria que los Rockets sumaron a su racha ganadora, Charlotte evitó a sus padres. Estaba preparada para casi todo, pero enfrentarse a su padre no era una de ellas. Le recordaba demasiado las cosas que le dolían, pasadas y presentes. Estaba convencida de que si le evitaba el tiempo suficiente, él también se marcharía. Charlotte tenía que irse del campo antes de que Russell tratara de abordarla de nuevo, como había hecho en el colmado y frente a su apartamento. En esas ocasiones había logrado eludirlo.

– Toma. Tírala, por favor. -Charlotte le dio la lata de refresco a Beth-. Y no olvides reciclarla. -Bajó de la última gradería de un salto-. Nos vemos mañana en el trabajo.

– Cobarde -le gritó Beth.

Charlotte siguió caminando, aunque era innegable que las palabras de su amiga la habían afectado. En parte porque Roman le había dicho lo mismo, pero sobre todo porque Charlotte sabía que Beth estaba en lo cierto. Algún día tendría que enfrentarse a todo lo que estaba evitando, incluidos sus padres. Pero todavía no estaba preparada.

A mitad de camino, decidió atajar por el patio de George y Rose Carlton. Los Carlton todavía estaban en el campo de béisbol, al igual que la mayoría de los habitantes del pueblo, por lo que cuando Charlotte oyó un crujido cerca del seto frontal, se volvió sorprendida.

– ¿Hola? -gritó.

Había un hombre larguirucho con pantalones verde oscuro, camisa abotonada hasta arriba y una gorra de béisbol, desplazándose furtivamente entre los arbustos. Al oír la voz de Charlotte, el hombre se agachó, pero no lo bastante rápido como para evitar que ella le viera la cara unos instantes.

– ¿Samson? -La sorpresa dio paso al asombro. Corrió por el camino de arenisca azulada-. Sal de los arbustos ahora mismo. -Tiró de la camisa verde que se confundía con el follaje-. ¿Qué estás haciendo?

Samson se levantó.

– No deberías estar aquí.

– Tú tampoco. ¿Qué pasa? -Se fijó en su mano derecha enguantada, que parecía sujetar unas bragas. Las bragas de encaje que ella vendía, se corrigió mentalmente. Vaya sorpresa más extraña…-. Dámelas. -Tendió la mano.

– No es asunto tuyo -le gruñó.

– Si vistieras ropa del sexo contrario y no fuera un robo, no sería asunto mío, pero puesto que las has robado, te aseguro que sí es asunto mío. Y pienso averiguar por qué, pero primero vuelve a la casa y deja las bragas donde estaban.

– No. -Cruzó los brazos como un niño enfurruñado.

– Los Carlton volverán del partido en cualquier momento, así que las devolverás ahora mismo y luego hablaremos. -Miró hacia la puerta de la entrada, y supuso que los Carlton no la habrían cerrado con llave.

El maldito pueblo seguía viviendo en una época en la que todos confiaban en todos. Incluso después de los robos de las bragas nadie se lo tomaba lo bastante en serio como para cerrar las puertas con llave. En el caso de George y Rose, seguramente creían que Mick hacía de vigilante, pero Charlotte no terminaba de imaginarse qué le haría ese sabueso viejo y artrítico a un intruso.

Hablando del perro…

– ¿Dónde está Mick? -preguntó Charlotte con cautela.

– Comiéndose un bistec. -Charlotte dejó escapar un suspiro. Los ojos de Samson se oscurecieron-. ¿A qué viene eso? No creerás que le haría daño, ¿no?

Charlotte negó con la cabeza. No lo creía, y no sólo porque nadie había sufrido daño alguno durante el transcurso de los otros robos, sino porque confiaba en el viejo gruñón y creía que ese extraño vuelco de los acontecimientos tendría una explicación comprensible. Eso esperaba.

Antes de que pudiera sopesar cuáles eran los motivos de Samson, el sabueso en cuestión salió corriendo de su caseta y comenzó a aullar y a dar vueltas alrededor de Sam. Charlotte suspiró.

– No te queda más bistec en los bolsillos, ¿no?

Sam negó con la cabeza.

– No se suponía que fuera a hacerme falta. Si no me hubieras detenido, me habría marchado hace rato.

Charlotte puso los ojos en blanco y se inclinó para alzar al pesado perro entre sus brazos. No quería que decidiera atacar a Samson mientras estuviera dentro, aunque tampoco podía decirse que Mick tuviera fama de arisco. Esa característica era más propia de Samson.

Mick no sólo pesaba mucho, sino que además le babeó el brazo.

– Ya le tengo, y ahora deja las bragas dentro de la casa antes de que me hernie -siseó-. Yo montaré guardia.

Samson la fulminó con la mirada, pero afortunadamente se volvió, subió la escalera y entró en la casa. En ese momento, Charlotte se dio cuenta de que, al llevar las manos enguantadas, Samson no dejaría huellas. Gruñó y cambió de postura. Las patas delanteras de Mick le tocaron el hombro, y su cuerpo cálido y regordete se acurrucó contra el de Charlotte.

– ¿Bailamos? -le preguntó.

Él le lamió la mejilla a modo de respuesta.

– Oh, amigo. Bueno, al menos tú sabes cómo besar a una dama. -Comenzó a dar vueltas por el seto frontal hasta que cayó en la cuenta de que parecería una trastornada mental, tras lo cual se ocultó detrás de un árbol. Si alguna vez le preguntaban al respecto, diría que se trataba de un amor repentino por los perros y se compraría una mascota. Lo que fuera con tal de encubrir aquella situación.

Por suerte, Samson salió antes de que los Carlton regresasen y se viera obligada a explicarles por qué sostenía en brazos a su perro de dos toneladas. Dejó a Mick en el suelo y el animal entró en la casa corriendo. Había olvidado a Charlotte de inmediato.

– Típico de los hombres -farfulló.

Sin mediar palabra, cogió a Samson por el brazo y lo arrastró por el patio y la calle hasta una distancia prudente antes de sonsacarle la verdad.

– Cuéntame, y no me vengas con rollos tipo «no es asunto tuyo»: ¿por qué robas las bragas? Las bragas que yo he hecho -le preguntó.

– ¿Es que un hombre no tiene intimidad?

– A no ser que quieras que vaya a ver a Rick Chandler ahora mismo, más te vale que me lo expliques. -Continuaron caminando hacia el pueblo, pero Samson se mantuvo en silencio. Frustrada, Charlotte se paró en seco y le tiró de la manga-. Samson, si me lo pones difícil esto no acabará bien. Te procesarán y seguramente te encarcelarán una temporada o te enviarán al psiquiatra, y entonces…

– Lo hice por ti.

Ésa era la respuesta que menos se esperaba.

– No lo entiendo.

– Siempre me has gustado. -Bajó la mirada y le dio una patada al suelo con las playeras desgastadas-. Siempre eras muy amable. Las demás me evitaban, pero tú siempre me saludabas, como tu madre. Cuando regresaste no habías cambiado. Siempre tenías tiempo para un desconocido.

– Entonces ¿robaste las bragas porque…?

– Quería que la tienda funcionase para que te quedaras en el pueblo.

Por extraño que pareciera, aquellas palabras le emocionaron. Samson la apreciaba, aunque fuera de un modo peculiar.

– ¿Qué te hizo pensar que robar bragas ayudaría a la tienda?

– Al principio creí que serviría para darte a conocer.

– Creo que los anuncios que he puesto han hecho precisamente eso.

– No a gran escala. Planeé sólo un par de robos, y cuando me enteré de que el menor de los Chandler había regresado, recordé las bragas que robó en su travesura juvenil. -Samson se dio un palmadita en la cabeza-. Memoria de película.

– Querrás decir memoria fotográfica -corrigió Charlotte.

– Quiero decir que no olvido nada. Y cuando me di cuenta de que los demás también lo recordaban y vi que había cola en tu tienda, supe que había obrado bien. Además, con el joven Chandler en el pueblo tenía una buena tapadera.

A Charlotte le asombraban los razonamientos de Samson.

– ¿No te preocupaba que culparan a Roman de tu…, esto…, delito?

Hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

– No creía que el agente Rick detuviese a su hermano sin pruebas, y puesto que Roman no era culpable, entonces no podían encontrar pruebas. -Volvió a agitar las manos enguantadas, obviamente satisfecho de sí mismo.

Sin embargo, Charlotte no lo estaba.

– ¡Deberías avergonzarte! Me da igual que el robo fuera menor o que tus intenciones fueran buenas, no deberías haber hecho algo ilegal. Y menos por mí.

– Eso es lo que yo llamo gratitud -farfulló en tono hosco.

Charlotte lo miró con cautela.

– Roman lleva una semana fuera. ¿Te importaría decirme a qué viene el robo de esta noche?

Negó con la cabeza y suspiró de forma exagerada, como si diera a entender que Charlotte era corta y él lo sabía.

– Le había metido en problemas y tenía que echarle un cable, ¿no?

– ¿Te has arriesgado por ayudar a Roman? -¿Acaso no iban a acabarse las sorpresas?

– ¿Has escuchado lo que te he dicho? -preguntó, enfadado-. Lo he hecho por ti. Porque me sonríes y nadie más lo hace, menos tu madre cuando viene al pueblo. Porque me pagas los recados con dinero y no con caridad. ¿Cómo crees que sabía quién compraba las malditas bragas? Las enviaba yo, ¿no? Además, la señora Chandler también es buena conmigo.

– ¿Raina?

Samson asintió, mirando de nuevo hacia el suelo.

– Una señora muy guapa. Me recuerda a alguien con quien solía…, da igual, no importa. Pero las dos os preocupáis por Roman. Por cierto, qué nombre tan raro, ¿no?

– Tan raro como el tuyo. Venga, no te vayas por las ramas.

– Maldita sea, mira que sois impacientes las mujeres. -Suspiró-. ¿No es obvio? Ahora que Roman no está en el pueblo, otro robo de bragas demostraría su inocencia.

Charlotte parpadeó.

– Muy admirable por tu parte. Creo. -Charlotte no sabía qué pensar de todo aquello, aunque ahora tenía más sentido. Entendía cómo era posible que el ladrón supiera en qué casas debía entrar… Samson repartía sus pedidos y siempre andaba por el pueblo, escuchando sin llamar la atención-. Dime que has acabado, que no robarás más.

– Claro que no. Se ha complicado mucho, sobre todo con entrometidas como tú fisgoneando por ahí. Bien, si has acabado con el interrogatorio, tengo cosas que hacer en casa.

Charlotte no le preguntó qué. Como Samson le había dicho, su vida no era asunto suyo.

– He terminado. Pero quiero que sepas -¿cómo agradecerle que robase bragas para ayudarla?-… que agradezco la motivación de tus actos. -Asintió. Eso era.

– Entonces podrías devolverme el favor.

Esas palabras le recordaron a las de Fred Aames.

– No pienso hacerte unas bragas -repuso Charlotte. Se refería a que no se las haría a la novia que dudaba que tuviera, pero prefirió no corregirse.

– Claro que no, no soy mariquita. Además, me quedan seis bragas y no sé qué hacer con ellas.

Charlotte respiró hondo.

– Te sugiero que las quemes -dijo con los clientes apretados.

– Sigo queriendo un favor.

¿Es que pensaba extorsionarla? Suponía que quería que le prometiese que no le contaría a nadie lo de sus correrías nocturnas para robar bragas.

– No te entregaré a la policía -dijo adivinándole el pensamiento, aunque no podía dejar a Rick con un delito sin resolver y no tenía ni idea de qué le contaría.

Samson agitó la mano, como si no le importara lo más mínimo.

– Sabes que la gente no se fija en mí a no ser que corran en sentido contrario o me ignoren. Puedo pasarme el día entero junto a alguien mientras hablan de sexo porque creen que soy idiota y no me entero.

Charlotte le tendió la mano para ofrecerle consuelo, pero Samson frunció el ceño y ella apartó la mano de inmediato.

– Pero también oigo otras cosas. El otro día oí a tus padres. Están sufriendo.

Charlotte tensó los hombros.

– Eso sí que no es asunto tuyo -repuso devolviéndole la pelota.

– Cierto, pero como siempre le das una oportunidad a un viejo que apenas conoces… creo que deberías hacer lo mismo con los tuyos. -Se dispuso a cruzar la calle, en sentido contrario al pueblo, hacia la casucha destartalada en la que vivía. De repente, giró sobre sus talones-. Algunos no tenemos familiares ni parientes. -Se volvió y continuó el solitario camino a casa.

– ¿Sam? -le gritó Charlotte, pero él no se dio la vuelta-. Tienes amigos -dijo en voz alta.

Samson siguió caminando hacia su casa como si no hubiera oído nada, pero Charlotte sabía que la había oído.

Samson la dejó sola, emocionada y confundida por sus actos. Ya sabía que tendría que lidiar con Russell, aunque no esperaba ese momento con ansia. En esos instantes le preocupaba Samson. ¿Qué demonios le contaría a Rick?

Se le ocurrieron varias expresiones terribles, «obstrucción a la justicia» y «cómplice del delito» entre otras. Pero no podía entregar a Samson, y su papel montando guardia esa noche no tenía nada que ver. Sus delitos eran de poca monta y los robos se habían acabado. Le había creído cuando se lo había dicho. Debía al cuerpo de policía una explicación que les permitiera cerrar el caso, pero quería proteger a Samson.

Charlotte se mordió el labio inferior. El sol se había puesto y había anochecido a su alrededor. El aire nocturno helaba, por lo que comenzó a caminar con brío hacia casa sin dejar de preguntarse qué hacer.

Ojalá Roman estuviera en el pueblo para aconsejarle. Pensó en ello de repente, de forma espontánea. Roman, el periodista, el defensor de la verdad. Sin embargo, si estuviera en el pueblo le confiaría el secreto porque sabía que él tampoco permitiría que Samson saliese mal parado. El corazón empezó a palpitarle.

¿Cómo podría confiarle un secreto tan importante y no creer las palabras que le había dicho? «Te quiero.» «Nunca se lo había dicho a nadie.» «No quiero perderte.» Recordaba su expresión afligida mientras le contaba la verdad, cuando podría haber mentido o disimulado para que no la supiera y así asegurar el matrimonio, los hijos y la promesa familiar.

No le había mentido. Le había explicado lo del a cara o cruz sabiendo que se arriesgaba a perderla al hacerlo.

¿Qué estaba dispuesta a arriesgar Charlotte a cambio?

El sol matutino se colaba por el escaparate frontal mientras Charlotte repasaba la lista de cosas pendientes.

– Acuérdate de colocar un plato con huevos de chocolate la semana que viene -le dijo a Beth al llegar al sexto punto de la lista-. Pero colócalo al lado de la caja, porque no quiero que la mercancía se manche de chocolate. -Mordisqueó el tapón del bolígrafo-. ¿Qué te parece si alquilamos un disfraz de conejo de Pascua del sitio ese de Harrington para la Semana Santa? A lo mejor podemos compartir el gasto entre todos los propietarios de tiendas de la calle.

Charlotte lanzó una mirada a Beth, que observaba el escaparate ajena a todo, incluidas las brillantes ideas de Charlotte.

– Se me ocurre una idea mejor. Te desvestimos y te mandamos desnuda por esta calle con un cartel en la espalda que diga «VENID A COMPRAR A LA TIENDA DE CHARLOTTE». ¿Qué te parece?

– Aja.

Charlotte sonrió y estampó la libreta contra el mostrador con la fuerza suficiente para sacar a su amiga de su ensimismamiento. Beth dio un respingo.

– ¿A qué viene esto?

– A nada. Por cierto, puedes empezar a pasearte desnuda por la calle a eso de las doce. Es la hora punta.

Beth se sonrojó.

– Supongo que estaba distraída.

Charlotte se echó a reír.

– Supongo. ¿Te importaría explicarme con qué?

Con un gesto en apariencia despreocupado, Beth señaló hacia la ventana en la que un desconocido de pelo castaño hablaba con Norman.

– ¿Quién es?

– Un carpintero. Uno de esos manitas. Ha venido a vivir aquí desde Albany. También es bombero. -Beth suspiró y cogió un huevo de chocolate con su correspondiente envoltorio con aire distraído-. ¿No te parece guapísimo? -preguntó.

A ojos de Charlotte no tenía comparación con cierto reportero moreno, pero le veía potencial para Beth.

– Está bueno -convino. Sin embargo, Beth acababa de sufrir un fuerte desengaño amoroso-. Pero ¿no es muy pronto para…? bueno, ya me entiendes.

– No pienso precipitarme, pero mirar no tiene nada de malo, ¿no?

Charlotte se rió.

– El hecho de que mires ya es positivo.

Su amiga asintió.

– Además, ahora mantendré los ojos bien abiertos cuando haga o deje de hacer algo.

Le brillaron los ojos de un modo que Charlotte nunca había visto en ella. Pensó que había aprendido una lección. De hecho, las mujeres eran capaces de superar la pérdida de un hombre. No obstante, a pesar de la capacidad de su amiga para reponerse, Charlotte albergaba dudas respecto a que fuera tan fácil como aparentaba. De todos modos, sonrió, contenta al saber que su amiga tenía las ideas claras aunque estuviera soñando con el guaperas del día.

– ¿Sabes cómo se llama?

– Thomas Scalia. Suena exótico, ¿verdad? -Mientras Beth hablaba, el hombre en cuestión se volvió hacia el escaparate y pareció mirarla fijamente-. Se me acercó después del último partido de béisbol. Cuando me dejaste plantada y te largaste.

Charlotte no respondió a esa pulla. Ya había dejado un mensaje en el contestador automático de su madre diciendo que quería reunirse con su padre y su madre. Había pasado todo el día nerviosa porque no le habían devuelto la llamada y ella esperaba el momento con impaciencia.

Por sorprendente que pareciera, las palabras de Samson la habían afectado. Igual que la historia de Roman. Todavía no sabía cómo conciliar el a cara o cruz con los verdaderos deseos de Roman, pero en lo más profundo de su corazón sabía que no quería que se hubieran esfumado.

Había llegado el momento de enfrentarse a sus padres y a su pasado. De lo contrario carecería de futuro.

– Oh, Dios mío. -El grito de Beth sacó a Charlotte de su ensimismamiento-. Va a entrar.

Desde luego. La puerta se abrió y Thomas Scalia entró a grandes zancadas. Tenía la actitud segura y engreída que Charlotte asociaba con los machos dominantes y cruzó los dedos. No quería que Beth cayera en la misma trampa con otro hombre que quisiera controlarla y cambiar a la hermosa persona que era, por dentro y por fuera.

Las campanillas de la puerta sonaron detrás de él mientras se acercaba al mostrador.

– Buenas tardes, señoras. -Inclinó la cabeza a modo de saludo-. A Beth ya la conozco -sonrió y se le marcaron unos hoyuelos que no surtieron ningún efecto en Charlotte, pero que obviamente hicieron que Beth se retorciera en el asiento-, pero creo que no tengo el placer. -Y lanzó una fugaz mirada a Charlotte.

– Charlotte Bronson -se presentó, tendiéndole la mano.

El se la estrechó.

– Thomas Scalia, pero puedes llamarme Tom. -Hablaba con Charlotte pero sin dejar de mirar con admiración a Beth, que se había sonrojado.

Charlotte observó su interacción sin palabras con una mezcla de diversión y de anhelo por Roman. Le echaba de menos con una desesperación que no sabía que fuera capaz de sentir y que hacía que su último encuentro y las palabras hirientes que habían intercambiado parecieran triviales. Pero jugarse algo a cara o cruz no tenía nada de trivial, ni tampoco los sentimientos de Roman con respecto al compromiso. Aunque Charlotte hiciera las paces con sus propios fantasmas, no existían garantías de que él quisiera establecerse en un lugar concreto. Sobre todo ahora que había vuelto a marcharse de viaje.

– ¿En qué puedo servirte? -La voz de Beth sonó un poco grave y devolvió a Charlotte al presente.

– Vaya preguntita. -Thomas se inclinó hacia ella.

Beth toqueteaba el cuenco de chocolates del mostrador. Le tembló la mano al coger uno de los huevos de chocolate. Charlotte observó anonadada cómo Beth, una consumada mujer coqueta supuestamente serena, se introducía un huevo con envoltorio y todo en la boca con la misma mano temblorosa.

– Admiro a las mujeres que se lo comen todo sin pensar en las calorías o en el peso -aseveró Thomas con una sonrisa picara.

Beth escupió el chocolate y ocultó el rostro entre las manos.

Charlotte contuvo la risa. Al parecer, hasta la seductora más experta se ponía nerviosa delante de algunos hombres.

– Qué vergüenza -se lamentó Beth con la voz amortiguada entre las manos juntas.

Esta vez Charlotte sí que se rió por lo bajo. Thomas susurró a Beth algo obviamente íntimo en el oído. Para ellos dos no existía nadie más en el mundo. Charlotte pensó que había llegado el momento de desaparecer.

Consultó su reloj. Las cuatro y media de la tarde.

– ¿Sabes qué? Hoy la tienda está tranquila. ¿Por qué no cerramos y nos marchamos temprano?

– Perfecto -le dijo Thomas a Beth-. Confiaba en convencerte para ir a cenar. Por supuesto tú también estás invitada, Charlotte -añadió educadamente, aunque ella advirtió la reticencia de su tono y sonrió.

Beth le dedicó una mirada de súplica. Oh, no. De ninguna manera iba a ser la tercera en discordia al comienzo de un romance. Dejaría que ellos dos pusieran de manifiesto su torpeza solitos. Charlotte tocó la mano de su amiga para darle ánimos. Beth podía ir tranquilamente a cenar con él, siempre y cuando no se le olvidara desenvolver antes las porciones de mantequilla.

Charlotte se obligó a negar con la cabeza y empezó a recoger sus cosas.

– Gracias, pero tengo otros planes -mintió-. Sin embargo, Beth está libre. Me lo ha dicho esta tarde. -Charlotte notó la mirada asesina de su amiga, pero no le importaba. Charlotte tenía problemas más acuciantes-. Ya cerraré yo.

– Ni hablar. Vete para arriba -dijo Beth-. Ya cerraré yo al marcharme.

Beth quería ganar tiempo. Charlotte conocía bien esa táctica. Estaba claro que Beth se figuraba que ella y su Romeo estarían más seguros en la tienda que solos en cualquier otro lugar. No imaginaba la de escenas eróticas que podían tener lugar en la tienda. Charlotte y Roman lo sabían de primera mano.

Se tragó el nudo que se le había formado en la garganta al recordarlo.

– Encantada de conocerte, Thomas.

– Lo mismo digo.

Al cabo de menos de un minuto Charlotte se había marchado y subió corriendo a su apartamento. En cuanto introdujo la llave en la cerradura y entró, fue recibida por el ruido de las cacerolas y los sonidos de una conversación. Además del delicioso aroma del pollo frito y el puré de patatas que, sorprendentemente, le trajeron buenos recuerdos de su infancia.

Su estómago se quejaba por una combinación de hambre y miedo, porque no le cabía la menor duda de que sus padres la esperaban.

– Cariño, ya está en casa. -Las palabras de su madre demostraron que Charlotte estaba en lo cierto.

En el interior del apartamento en el que solía estar sola, Charlotte encontró a su familia y la mesa puesta para tres, flores recién cortadas y una jarra de té helado en el centro. Sus padres la recibieron en el pequeño salón. Se saludaron con expresión forzada y Charlotte en seguida se excusó para ir a lavarse. Necesitaba echarse agua fría en la cara para hacer acopio de entereza y valor.

Camino de su dormitorio, oyó los susurros de dos personas que se conocían bien. Sintió un escalofrío. No era así como imaginaba a su familia. No obstante, habían hecho un gran esfuerzo para celebrar ese encuentro, y era obvio que habían interpretado su llamada de teléfono como un acercamiento, que es lo que era. Ahora sólo le quedaba hacer las paces con sus propios fantasmas.

La cena se desarrolló en silencio. No porque Charlotte quisiera incomodar a sus padres, sino porque no sabía qué decir. Habían pasado demasiados años como para preguntar cómo le había ido a su padre en el trabajo o si Charlotte disfrutaba con el suyo. Se preguntaba si no era demasiado tarde para todo. Si así era, también era demasiado tarde para ella y Roman, idea que Charlotte se resistía a aceptar.

Cuando hubieron terminado la comida, Charlotte se quedó mirando la taza de café y dando vueltas a la cucharilla, haciendo acopio de valor.

– Bueno -carraspeó.

– Bueno. -Annie miró a Charlotte con tanta esperanza y expectativa en los ojos que a Charlotte le pareció que podía atragantarse con ellas.

Su madre deseaba una reconciliación y a Charlotte sólo se le ocurría una manera.

– ¿Por qué no os habéis divorciado? -preguntó ante la tarta de manzana hecha por su madre. A sus padres se les cayó el tenedor al unísono. Pero no pensaba disculparse por preguntar lo que tenía en mente desde hacía años.

Necesitaba comprender cómo habían llegado a ese punto. Ya era hora.

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