Prólogo

El verano anterior…

– Tienes nuestros billetes, ¿verdad?

Lily Hart suspiró suavemente. Aquel comentario había interrumpido su meditación. Tenía que tomar un avión dentro de media hora y, si no se calmaba, los ataques de ansiedad comenzarían en cuanto subiera al aparato.

– Sí, Miranda. Tengo los billetes. ¿Se me han olvidado alguna vez los billetes?

Tomó su bolso y sacó la cartera de viaje, realizada en carísimo cuero italiano, que Miranda le había regalado las anteriores Navidades. Miró las tarjetas de embarque, que estaban guardadas en el bolsillo interior y sacudió la cabeza. Aquélla era su vida: accesorios de diseño, billetes de primera clase para viajar a París, tres semanas en un piso alquilado de seis dormitorios en una exclusiva calle de la Orilla Izquierda. Aquélla era su vida.

En realidad, no lo era. No era su vida, sino la de Miranda Sinclair, escritora superventas. Como ayudante de investigación, secretaria y chica para todo de Miranda, Lily debía ocuparse de que la vida de su madrina fuera tan despreocupada como pudiera ser posible. Y, por ello, recibía un buen sueldo.

No obstante, no debía pagarse un precio tan alto por un trabajo, por muy bien remunerado que éste fuera. Miranda era la madrina de Lily y su tutora legal desde que los padres de ésta se divorciaron catorce años atrás. Miranda le había ofrecido un hogar, un lugar en el que vivir cuando los padres de Lily decidieron abandonar los Estados Unidos. Miranda la necesitaba más de lo que nadie la había necesitado antes, y Lily debería sentirse muy agradecida.

– Lo siento -murmuró Lily-. No quería hablarte de ese modo. Ya sabes cómo me siento cuando tengo que volar.

Miranda extendió la mano y golpeó cariñosamente la mano de Lily. Además de proporcionarle un hogar, Miranda se había ocupado de sufragar los gastos de los estudios universitarios de Lily y le había proporcionado un trabajo cuando los terminó. Por supuesto que le estaba muy agradecida, pero no podía dejar de preguntarse cómo se sentiría si pudiera tener una vida propia.

– Mira -murmuró Miranda, señalando con la cabeza a un hombre que estaba sentado en un sofá al otro lado de la sala VIP-. Guapo, ¿no?

Lily miró a Miranda y frunció el ceño.

– Basta ya. Creía que habíamos decidido que no volverías a hacer eso.

– Sólo te pido que mires -insistió Miranda, señalando con un índice de manicura perfecta. Entonces, se irguió y se metió un mechón de su cabello rubio ceniza detrás de la oreja. A pesar de que acababa de cumplir los cincuenta y cuatro años, Miranda se comportaba más como una hermana mayor que como una figura maternal. Ciertamente, no aparentaba mucho más que los veintisiete años de Lily-. Es un espécimen muy agraciado.

Lily se negó a obedecer. Durante los últimos años, Miranda había estado empeñada en encontrarle un hombre. Aparentemente, no aprobaba los que ella encontraba sin su ayuda: hombres agradables, estables y algo aburridos que no la engañaran ni le hicieran daño. Miranda prefería otra clase de hombres, los apasionados, temperamentales y creativos. El ejemplo típico del chico malo.

– Dios, pues sí que es guapo. ¿Sabes de quién se trata? De Aidan Pierce, el nuevo enfant terrible de Hollywood. Sus tres últimas películas han sido tres taquillazos. Todos los productores le envían sus proyectos para que sea él quien los dirija. ¿Cuántos años crees que tiene?

De mala gana, Lily levantó la mirada y se fijó en el hombre en cuestión. De repente, sintió que se le cortaba la respiración y se vio obligada a apartar la mirada. Si no lo hubiera hecho, se habría desmayado por falta de oxígeno.

Dado que vivía en Los Ángeles, había visto bastantes hombres guapos. Sin embargo, siempre había logrado descartarlos a todos porque no encajaban con la imagen de perfección que ella se había hecho de un hombre. Aidan Pierce estaba muy cerca de ser perfecto.

Tragó saliva y forzó una sonrisa.

– Demasiado joven para ti.

– Estoy pensando en cambiar mis reglas. Ya no me parece que resultaría patético que yo saliera con hombres menores de treinta años -replicó Miranda-. Desde luego, no sería demasiado joven para ti -añadió reclinándose en su butaca-. ¿Por qué no nos acercamos a él y nos presentamos? Podríamos preguntarle si quiere tomar algo.

Miranda hizo ademán de ponerse de pie, pero Lily se lo impidió, agarrándola por el brazo y obligándola a tomar de nuevo asiento.

– ¡Quieta! -exclamó. Sintió que se sonrojaba.

Miranda suspiró dramáticamente.

– Sabes que te adoro, cariño, pero no puedes vivir conmigo durante el resto de tu vida. Necesitas salir, divertirte y disfrutar del mundo.

– ¿Y lo voy a conseguir por el hecho de que tú me arrojes en brazos de un desconocido?

De mala gana, Miranda tomó su copia del Vogue y comenzó a hojearlo.

– Yo no diría que ése sea un desconocido precisamente. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste relaciones sexuales?

– Eso no es asunto tuyo -musitó Lily.

Como Miranda estaba distraída con su revista, Lily tuvo oportunidad de observar a Aidan Pierce. Iba vestido de un modo informal, con bermudas safari, una camiseta de algodón deslucido arremangada hasta los codos y chanclas. Tenía el cabello revuelto, como si acabara de levantarse de la cama para tomar aquel vuelo. Y lucía una barba de dos o tres días.

No pudo evitar experimentar un escalofrío al imaginarse el cuerpo que habría bajo aquellas prendas. Había mujeres en el mundo, en la ciudad de Los Ángeles, que sabían perfectamente el aspecto que Aidan Pierce tenía desnudo, mujeres que, seguramente, lo habrían tocado de todas las maneras posibles.

Un gemido se le escapó de los labios, sonido que disimuló con una tos. Entonces, miró a Miranda. Observó con desolación que su madrina la estaba observando con una sonrisa en el rostro.

– ¿Qué ocurre? -murmuró Lily.

– Te parece atractivo.

– Por supuesto. ¿Y a quién no?

Lily volvió a observar a Aidan, y vio que una joven se le sentaba repentinamente en el regazo. Él se rebulló debajo de ella con un gesto de incomodidad, pero la mujer se negó a levantarse.

– ¿Ves? Tiene novia. Ya no está disponible.

Miranda se concentró de nuevo en su revista.

– No le va a durar mucho. He leído en las revistas que sale con todas las actrices más hermosas de Hollywood y que luego las deja un mes o dos más tarde. Su problema es que necesita una mujer de verdad. Como tú.

– No creo que ese hombre pudiera interesarse por mí -murmuró Lily. A pesar de que Miranda había hecho todo lo que había podido para convertirla en una belleza, Lily seguía sintiéndose… corriente.

Miranda se rebulló en la silla y miró a Lily.

– ¿Es que no has aprendido nada de ese libro que has escrito? Una mujer puede seducir al hombre que se proponga. Simplemente tiene que estar segura de su sex-appeal.

Lily sacudió la cabeza.

– Yo no escribí Cómo seducir a un hombre en diez minutos. Lo escribiste tú.

Durante los últimos doce meses, Lily había estado ayudando a Miranda a escribir un manual sobre sexo, un libro que instruyera a las mujeres sobre las técnicas más eficaces para seducir a un hombre. La fama de Miranda se debía a las novelas de intriga que había escrito y que siempre habían sido superventas, pero una razón desconocida la había animado a cambiar de género. Como sabía que sus editores no iban a estar de acuerdo con el cambio, había vendido el libro utilizando el seudónimo de Lacey St. Claire.

– Sabes que tú escribiste la mayor parte -replicó Miranda-. El libro es en realidad tuyo y los derechos de autor también lo serán -añadió. Entonces, levantó una mano-. No pienso aceptar ninguna otra opinión al respecto, pero me había imaginado que habrías aprendido algo. Lo que fuera.

Lily frunció el ceño. Entonces, poco a poco, se fue dando cuenta de lo que Miranda quería decir.

– ¿A qué te refieres?

– A nada. Nada de nada -contestó Miranda encogiéndose de hombros.

– Así que eso era lo que buscabas, ¿verdad? ¿Me hiciste escribir ese libro con la única intención de que yo aprendiera a seducir a un hombre?

– Bueno, no esperaba que fuera tan bueno. Pensé que terminaría metiéndolo en un cajón sin mayores consecuencias. Pero era demasiado bueno. Las investigaciones que llevaste a cabo, combinadas con mi experiencia, convirtieron tu manuscrito en algo digno de ver la luz. Puedes demandarme. Pensaba que te estaba haciendo un favor.

Lily cruzó los brazos sobre el pecho.

– Vas a dejar ahora mismo de meterte en mi vida, Miranda. Sabes que te quiero mucho, pero esto tiene que terminarse. ¿Sabes lo mucho que trabajé en ese libro? Yo creía que te estaba ayudando y tú simplemente me estabas engañando.

– Y cuando el libro salga el año que viene, serás por fin una escritora publicada y tendrás tu hombre -afirmó Miranda. Se puso de pie y se colocó el bolso debajo del brazo-. Voy a por algo de beber. Resulta más fácil controlarte en un vuelo cuando te has tomado unos cuantos cócteles.

Lily observó a su madrina mientras se dirigía al bar. Siempre había soñado con conseguir que le publicaran un libro, pero no así. No con un libro sobre sexo. Llevaba ya seis meses trabajando en su propia novela, una historia muy sencilla sobre una joven que trata de encontrar su lugar en el mundo. Sin embargo, entre el horario de Miranda y sus propias inseguridades, Lily aún no había podido encontrar mucho tiempo para trabajar.

Observó cómo Miranda se acercaba a Aidan Pierce y se presentaba. Entonces, señaló con la cabeza a Lily. Aidan Pierce se giró hacia ella para luego centrar de nuevo su atención en Miranda.

– Tengo que conseguir una vida propia -susurró.

Lo haría. En cuanto regresaran de París, se buscaría un apartamento. Tal vez entonces, si un hombre como Aidan Pierce la miraba, tendría el valor suficiente para acercarse a él y saludarlo.

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