Capítulo Ocho

Durante dos días después del sorpresivo anuncio de Franco, Isola Magia estuvo ocupada con los preparativos.

Franco ocupó su tiempo en darle instrucciones al capataz. Joanne dedicó unas horas a comprar ropa en Asti. El bolso que le había preparado María sólo contenía lo básico. No llevaba suficientes prendas para unas vacaciones, y estaba decidida a no usar nada de Rosemary.

Se mostró indecisa con el bañador, incapaz de elegir entre un biquini o un esbelto traje de una pieza. La invitación era por Nico, lo que significaba el traje. Pero luego recordó cómo se había producido. Habría jurado que Franco lo decidió para espantar a Leo. Al pensar en el destello que creyó vislumbrar en sus ojos, el biquini parecía la elección adecuada.

Regresó a Isola Magia cargada de paquetes, pero con el ánimo vivo ante la perspectiva de pasar una semana en el lago Garda, cerca de él.

Al entrar en la casa oyó que el teléfono sonaba. No se veía a nadie, así que contestó ella.

– Así que estás ahí -dijo una voz áspera.

– ¿Sofía?

– Aún tengo amigos allí, y ellos me cuentan lo que está sucediendo -espetó la madre de Franco-. Me enteré de que habías vuelto.

El tono que empleaba era desagradable, pero Joanne se mantuvo cortés.

– Ahora trabajo en Italia, muy cerca de aquí. Vine a visitar al marido y al hijo de Rosemary.

– ¿Para ver si podías continuar desde donde lo dejó ella?

– Si eso es lo que te cuentan, se equivocan -afirmó con decisión-. Estoy aquí principalmente por Nico. Ayer fue su cumpleaños…

– No me digas cuándo cumple años mi nieto.

– Sólo intentaba explicar que Franco consideró… como Nico me conoce…

– Sólo porque te pareces a ella. Oh, sí, estoy al corriente de todo eso. «Rosemary ha vuelto a la vida». Eso es lo que dicen. Franco te está usando. ¿Es que no tienes orgullo?

Joanne eligió las palabras con mucho cuidado.

– No creo que mi orgullo importe. Me necesitan. Ayudaré en todo lo que pueda.

– ¿Y por eso vas al lago Garda con ellos? -se burló-. ¿Para ayudar?

– Así es.

– Bueno, querida, te admiro mucho -el tono sedoso le provocó una aprensión que no consiguió con su rudeza-. ¿Sabes, por supuesto, que la villa es donde pasaron su luna de miel?

– No… veo qué diferencia hay -afirmó con resolución. La noticia hizo que se le hundiera el corazón.

– Claro que no. Al principio la alquilaron, pero su luna de miel fue tan feliz que Franco la compró para ella. Regresaron cada año para volver a descubrir esa felicidad. ¿De verdad no te lo contó?

– ¿Y por qué tenía que hacerlo? No es asunto mío -con alivio vio que Franco entraba-. Franco acaba de entrar. Adiós -le pasó el auricular y huyó.

¡La villa donde habían pasado la luna de miel! ¿Por qué iba a contárselo? Se había asegurado que nada de eso importaba mientras pudiera darles lo que necesitaban. Pero sí le importaba.

Celia había llegado de comprar comida. Fue a ayudarla a guardar las cosas en la cocina. Apenas le llegaba la voz de Franco, que hablaba con tono conciliador.

– ¿La Signora? -preguntó Celia con un susurro.

– Contesté yo -asintió-. No se mostró complacida de encontrarme aquí, ni de que fuera al lago.

– Nunca está complacida -bufó la casera-. Cuando la señora murió vino aquí para ocuparse de todo. Me ordenó que saliera de la cocina. Todo debía hacerse a su manera, hasta que el Signor Franco intervino para decirle que debería dejarme continuar con mi trabajo. Entonces armó una escena. Trató de cambiar la vida de Nico. Decía que todo lo que había hecho su madre estaba mal. Si es sólo un niño. Ha perdido a su mamá. Su padre está como atontado, y de repente esa mujer intenta volverlo contra su mamá.

– Es inexcusable -dijo Joanne.

– Sí. Es una infamia. De modo que el Signor Franco dijo que no, que no debía hacerlo. Otra escena. Todos esperábamos que volviera a su propia casa, pero se queda, se queda y se queda. Pensé que se quedaría para siempre, pero entonces su marido vino a buscarla y le dijo que debía volver con él a Nápoles. El Signor Franco intentó mantener la paz. Respeta a su madre. También la quiere, pero ella se niega a creer eso. Piensa que si la quieres debes hacer todo lo que ella diga. Si no, no la quieres.

– Las personas como ella asustan, porque tienen una mente cerrada.

– ¡Sí! De modo que ahora que se ha enterado de que usted está aquí, se ha puesto como loca, porque piensa que el Signor Franco se casará con usted, y eso no le gusta. Aunque a todos los demás les gusta.

– Celia, por favor, no hables así -pidió-. Sólo estoy aquí para ayudar a Nico.

– ¡Sí, claro! -exclamó la otra.

Joanne salió de la casa concentrada en sus pensamientos. Recordó que Rosemary le había dicho que Sofía la odiaba, y no tuvo dudas de ello. Franco era su ojito derecho, y jamás perdonó a la mujer que había conquistado su corazón. En ese momento el resentimiento había sido transferido a ella.

Encontró a Nico y se puso a jugar con él y Pepe y Zaza, aunque siguió distraída. No dejó de pensar cuándo iba a parar de hablar Franco por teléfono.

Cuando apareció un buen rato después, exhibía una expresión de desagrado que revelaba lo sucedido.

– Ve a bañar a los cachorros -ordenó, revolviendo el pelo de Nico-. De lo contrario, no nos los llevaremos con nosotros.

– ¡Papá, lo prometiste!

– Entonces, ve a lavarlos -cuando Nico se marchó a la carrera seguido de los cachorros, Franco continuó-: ¿A qué te referías cuando le dijiste a mi madre que no era asunto tuyo?

– Me preguntó si me habías hablado de tu luna de miel en el lago Garda -repuso con ligereza-. ¿Por qué habrías de hacerlo?

– Por eso en un principio me negué a ir -se pasó la mano por el pelo-.Tendría que haberte dicho…

– ¿Por qué? -preguntó, encogiéndose de hombros-. Hacemos esto por Nico. ¿En qué pueden importar los detalles?

Franco frunció el ceño, sin saber cómo interpretar su tono.

– Mi madre… -comenzó él-… tiene buenas intenciones, y sólo quiere lo mejor para mí.

– No me cabe la menor duda, como todas las madres. Creo que debería ir a ayudar a Nico.

No se habló más del tema, y los preparativos continuaron. Con cuidado Joanne sacó su ropa nueva y la guardó en la maleta. Eso ayudó a que se sintiera mejor.

Se preguntó qué se habrían dicho Franco y su madre, pero él jamás lo mencionó, y a la mañana siguiente estuvieron listos para marcharse. Nico y los cachorros se subieron al coche, Franco guardó el resto del equipaje en el maletero y partieron.

– Son unos trescientos kilómetros -anunció él-. Deberíamos llegar a última hora de la tarde.

Fue un viaje mágico por el paisaje más hermoso que Joanne había visto. Dejaron atrás olivares plateados, palmeras y cipreses. En la distancia podía ver las montañas cubiertas por una nieve que parecía azul, aunque abajo el calor del verano era intenso.

La primera parte del trayecto la pasó sentada al lado de Franco, mientras atrás Nico le explicaba todo a Pepe y a Zaza. Pararon a tomar un café, y cuando reanudaron el viaje Joanne se sentó atrás y charló con Nico. El niño se mostró ansioso por contarle adonde iban.

– Está en un pequeño poblado pesquero llamado Peschino, y la villa se encuentra justo al lado del lago, de modo que podemos correr a la playa y meternos en el agua. Y todos los pescadores son amigos nuestros, en especial los Terrini, que viven cerca. Hay un montón. Y la casa se llama Villa Felicita. Solía tener otro nombre, pero mamá y papá fueron tan felices allí que la rebautizaron -continuó Nico con inocencia, inconsciente de que le clavaba a Joanne un cuchillo en el pecho.

Oyó el jadeo de Franco y se apresuró a hablar.

– Esas colinas son tan hermosas, como si estuvieran cubiertas de oro.

– Se trata de naranjales y limonares -dijo Nico-. Y allí… mira, zia

El pequeño prosiguió su cháchara alegre y el momento peligroso pasó.

La primera impresión que tuvo Joanne del lago Garda fue de flores. Para llegar a Peschino tuvieron que rodear la orilla oeste, de modo que la última parte del viaje la hicieron con el lago a la vista. Se empapó de su belleza, de sus aguas de un azul imposible, de las villas con tejados rojos en las laderas de las colinas, flanqueadas por árboles frutales y olivos.

– Ya casi hemos llegado -anunció Franco al entrar en el pequeño pueblo de Bardolino-. ¿Paramos para tomar un café? -Joanne iba a decir que le encantaría cuando vio que Nico tenía los dedos cruzados-. ¿Quieres uno? -le preguntó a ella con cortesía.

– Creo que deberíamos continuar -le revolvió el pelo al pequeño.

– Sí, por favor -gritó él aliviado, y Franco estalló en una carcajada.

Media hora más tarde llegaron a Peschino, un lugar diminuto sacado de un libro de fotos que Joanne amó a primera vista; las calles bajaban directamente a la playa, los botes pesqueros se mecían en las aguas, las cafeterías con sus mesas y sillas en las terrazas, la pequeña población donde todos parecían conocerse. Franco le informó de que eso era literal.

– Aquí no viven más de ochocientas personas, y con el paso de los años se han casado entre sí. De algún modo todo el mundo está emparentado con todo el mundo. Las bodas, los funerales y los bautizos son celebraciones importantes.

La villa era un lugar encantado, con frescos suelos de terrazo y ventanas enormes. Gina Terrini, que la cuidaba en ausencia de Franco, salió sonriente a recibirlos. Era una mujer regordeta de mediana edad, que abrazó a Nico y saludó a Franco como a un viejo amigo. Posó levemente su mirada en Joanne, pero no mostró ninguna sorpresa. Los distribuyó en habitaciones separadas, y Joanne supuso que Franco ya la había puesto al corriente de la situación.

El cuarto de Joanne tenía un ventanal alto que daba al jardín y más allá al lago. Estaba a oscuras por las persianas cerradas, pero las abrió y aspiró el aire fresco. Después de deshacer la maleta salió en busca de los otros, a quienes encontró en la cocina. Nico bebía un vaso con leche y comía unas galletitas. Franco y Gina bebían prosecco; ésta de inmediato depositó un vaso delante de Joanne.

– Me marcho -declaró la mujer-. Pero esta noche vendréis a cenar con nosotros.

– Gina procede de la familia de la que antes te habló Nico -explicó Franco-. Son muchos, incluyendo cinco hijos.

– Seis -corrigió en el acto Gina-. Desde el año pasado. Y la mujer de mi hermano está embarazada.

– ¿Qué hermano? -preguntó Nico.

– Uno de ellos -se encogió de hombros.

– Esa casa pequeña va a estallar con todos vosotros -protestó Franco.

– Oh, no, hemos anexado la de al lado, de modo que podemos estar juntos.

Nico pidió que lo dejaran ir con Gina para volver a ver a sus amigos.

– Primero saca la ropa de tu maleta -indicó Franco-.Y guarda todo en orden. No se lo dejes a Joanne.

– Por favor -Nico tomó la mano de ella y puso todo su corazón en esas dos palabras.

– Nico, ¿qué te he dicho? -preguntó su padre con firmeza.

– Yo me ocuparé de él -comentó Gina.

– Deja que vaya -suplicó Joanne-. Deja que disfrute.

– De acuerdo, me superáis en votos -se resignó él con humor.

El grito de alegría que lanzó Nico hizo que todos se taparan los oídos. Al siguiente instante salió por la puerta y corrió por la playa seguido de los cachorros y de Gina, que intentaba alcanzarlo.

– Gracias -dijo Franco-. Ahora él es feliz. ¿Crees que tú podrás ser feliz aquí durante una semana?

– Creo que es el sitio más hermoso que jamás he visto. ¿Y tú? ¿Cómo te lo pasarás tú?

– Es hora de que deje a mis fantasmas. Además, me encuentro en buena compañía -ella no estuvo muy segura de lo que quiso decir con eso, y él no se explicó-. Debería contarte algo de la familia Terrini, porque lo más probable es que te abrumen un poco. Están Papá y Mamá Terrini, sus dos hijos, y Gina, su hija, los hijos de sus esposas y un par de adolescentes, además de muchos niños.

– Imagino que necesitaban la casa contigua -indicó ella-. ¿Por qué han de estar todos juntos?

– Los italianos creen que las familias han de estar unidas. Además, los hombres son pescadores. Es un negocio familiar, y resulta mucho más conveniente vivir cerca de los botes.

Él subió las maletas y Joanne se ocupó de deshacer la de Nico. Al salir pasó por delante de la puerta abierta de la habitación de Franco. Rió entre dientes al ver cómo se esforzaba por mantener todo en orden.

– Deja que lo haga yo -dijo al entrar-. Siempre fuiste el hombre más desordenado del mundo.

– Sólo para algunas cosas -se defendió-. Mantengo los libros de los viñedos en perfecto orden.

– Sí, pero cuando entras en una casa las cosas parecen desordenarse por sí solas -sacó la ropa y la colgó-. Recuerdo que eso era lo que te decía tu madre.

– Y yo recuerdo que una vez me dijo que arreglara mi habitación en media hora, y tú lo hiciste por mí. En agradecimiento te invité a comer, ¿no?

– No, ibas a hacerlo, pero lo olvidaste -corrigió ella-. ¿Dónde quieres esta camisa?

– En cualquier parte.

– Ésa es la actitud que te pierde -lo amonestó. Franco sonrió con picardía, como en los viejos tiempos. Y el corazón a Joanne le dio un vuelco.

Al terminar la llevó a mostrarle el poblado. Peschino apenas tenía cinco calles que confluían en un mercado bullicioso. Había algunas tiendas y cafeterías para turistas, pero en su mayor parte era un poblado pesquero.

La gente recordaba a Franco. Allí por donde iban eran saludados desde las puertas y las ventanas; todos salían a estrecharle la mano.

Hubo un momento incómodo en que un hombre gritó: «Y la Signora Rosemary. Nos llegó el rumor de que había muerto. Cuánto me alegro de verla tan bien».

Consternado, Franco dio las pertinentes explicaciones y el hombre se disculpó como pudo y desapareció. Ambos se miraron.

– Lo siento, Joanne.

– ¿Me invitas a una taza de café? -pidió ella-. Deberíamos hablar.

Se sentaron a una mesa en la terraza de Luigi's, una pequeña cafetería donde el propietario los saludó con efusividad. Después de que les sirvieran el café, Joanne dijo:

– Hemos de enfrentarnos a ese fantasma y dejar de huir de él.

– No tenía ningún derecho a imponerte semejante carga -musitó él.

– Deja que yo me ocupe de eso -aseveró ella-. Sabía lo que hacía al aceptar esto, y no me voy a desmoronar cada vez que alguien me llame Rosemary. Además, ya nadie lo hará. Después de lo sucedido, todo el mundo lo sabrá.

– Es cierto.

– Nico lo tiene muy claro. Y yo ya lo he aceptado -era mentira. Faltaba el fantasma de su luna de miel. Pero estaba decidida a desterrarlo también-. Tú eres el único al que aún molesta -añadió-. Me temo que a ti te costará más que a nadie.

– Al principio, te miré y la vi a ella -indicó él al rato-, y hubo un momento doloroso en que volví a enfrentarme otra vez a la verdad. Ya no. Ahora te veo a ti. Tu voz es distinta, y dices cosas que ella jamás habría dicho. Y me alegro de estar aquí contigo.

Sus palabras hicieron que a Joanne el sol le pareciera más brillante. Pero no lo demostró.

– A eso me refería al decir que podía ser tu puente. Y ahora vayamos a divertirnos.

Regresaron a la casa para ducharse y vestirse. Ella se puso un vestido azul de algodón y se cepilló el pelo, dejando que cayera sobre sus hombros. Franco lucía unos vaqueros y una camisa blanca. Volvía a parecer joven, con un aspecto menos severo, y diez veces más atractivo.

Al llegar la hora de la cena avanzaron unos metros por la playa y se vieron devorados por la familia. Franco la presentó a todo el mundo, pero Joanne no tardó en perder el hilo de los maridos, esposas e hijos.

Pero entonces descubrió un inconveniente. Ese lado del lago pertenecía a la región del Véneto, y Joanne, cuyos oídos empezaban a acostumbrarse al piamontés, se encontró entre gente que no lo empleaba. La madre lingua, como se conocía el italiano, era útil para ver la televisión y tratar con los funcionarios, pero en casa la gente civilizada hablaba en veneciano.

Al principio tuvo la certeza de que no iba a encajar, pero con esas personas alegres no era una opción ser un adorno. Entre dos idiomas, un dialecto y muchas risas, todos encontraron un modo de comunicarse.

La cena consistía de sopa de mejillones seguida de filetes al brandy y Marsala. Luego se servirían naranjas al caramelo y asiago, un queso de la región.

En el exterior se habían juntado dos mesas para conformar una grande, con el fin de que todo el mundo se pudiera ver las caras. Papá Terrini trajo botellas de un suministro en apariencia inagotable de Raboso y Soave, le dio una palmada a Franco en el hombro, besó la mano de Joanne y gritó: «¡Comed! ¡Comed!».

Italia era un país de abundancia, y eso nunca se demostraba mejor que al recibir a invitados. Los Terrini eran pobres, pero comían y bebían con ganas, reían y amaban con vigor y no pensaban en el mañana. Joanne, que dedicaba mucho tiempo a preocuparse por el mañana, descubrió que sus tribulaciones se desvanecían en un caos de color, vino y placer.

Y lo mejor era que Franco parecía verse afectado de la misma manera. Desde el otro lado de la mesa alzó su copa hacia ella. Joanne le devolvió el gesto, vació su copa y de inmediato Tonio, Plinio, Marco o quien fuera se la volvió a llenar.

Regresaron a casa a la luz de la luna, con Nico entre ellos, demasiado cansado para hablar. Después de acostarlo, ella bostezó.

– No estoy acostumbrada a una existencia tan agitada -murmuró-. Apenas soy capaz de mantener los ojos abiertos.

– Fue un viaje largo. Y el vino bastante potente.

– Y abundante -añadió ella con una risita-. He bebido más de lo que debía.

– Se te ve un poco acalorada -acordó Franco con una sonrisa-. Cuanto antes te acuestes, mejor -la escoltó hasta su habitación y le abrió la puerta-. Si lo deseas, mañana duerme hasta tarde. Buenas noches, Joanne.

Tenía intención de aprovechar el ofrecimiento, pero el aire del lago era estimulante y despertó temprano, sintiéndose descansada y lista para disfrutar. Durante el desayuno los otros se mostraron deseosos de realizar un recorrido en el bote que uno de los hermanos de Gina les había ofrecido. Joanne declinó de inmediato.

– No me siento bien en las embarcaciones. Me mareo pronto. Id vosotros dos.

– Tú debes venir -Nico protestó.

– No si de verdad te vas a sentir mal -intervino Franco-. Pero no podemos irnos y dejarte.

– Tonterías. Me divertiré explorando. Hay algunas ruinas cerca de aquí. Alguien me habló de ellas anoche…

– Pero no recuerdas quién -se burló Franco.

– No, aunque sí recuerdo lo de las ruinas. Me llevaré el cuaderno de dibujo y lo pasaré muy bien.

Resistió todos los intentos de convencerla. Consideraba que padre e hijo debían pasar algún tiempo juntos sin ella, aparte de que se mareaba de verdad en un bote. Cuando Franco comprendió que hablaba en serio, le dio las llaves del coche, le deseó que se divirtiera y siguió a Nico a la playa.

Disfrutó recorriendo las pintorescas ruinas y haciendo un boceto tras otro; regresó a la villa a última hora de la tarde.

Se detuvo en el poblado para comprar crema protectora para el sol y miró algunas tiendas. De pronto la ropa fina que había adquirido para el viaje le pareció una pérdida de dinero. Quería algo colorido y loco; cuanto más loco mejor. Encontró una tienda donde compró una falda de colores vivos y un pañuelo a juego. Luego, en un impulso, eligió un biquini. Era más bien decoroso, pero comprarlo le pareció un acto de liberación.

Al salir distraída de la tienda tropezó con alguien que entraba.

– Lo siento -dijo una voz juvenil-. Estaba a punto de llamar tu atención.

– ¡Leo!

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