Capítulo Dos

– ¿Por qué nunca te llevas el coche? -demandó un día María-. No necesitamos el segundo. Pero jamás lo sacas. No es muy amable.

– No te ofendas, María, por favor -suplicó Joanne-. Es que he estado muy ocupada.

– ¿No tienes amigos de tu anterior estancia en Italia?

– Bueno… la familia de mi prima vive cerca de Asti…

– ¿Y no los has visitado? -exclamó horrorizada, ya que todos los italianos tienen en alta estima a la familia-.Ve ahora mismo -Vito apoyó a su esposa, y los dos la echaron prácticamente de la casa-. No vuelvas esta noche -ordenó María-. No tendrás tiempo para hacerlo.

– Me sobrará el tiempo -insistió Joanne-. Sólo iré un par de horas.

Discutieron sobre ello hasta el último minuto, y María exigió que se llevara un bolso con algo de ropa, mientras que ella se negó. Pretendía que la visita fuera lo más breve posible, sólo para demostrarse que podía enfrentarse al hecho de ver a Franco. Entonces se marcharía y nunca regresaría.

Iba vestida para el campo, con pantalones y un jersey. Pero ambos los había comprado en una de las tiendas más exclusivas de Turín; añadió una cadena dorada a la cintura y unos pendientes de oro. No sabía que pretendía recalcar algo, pero la costosa elegancia de su ropa indicaba que era una persona diferente de la joven desmañada de ocho años atrás.

En cuanto salió al camino y notó la belleza del día y el sol por la ventanilla, se sintió contenta. Necesitaba respirar aire fresco. Atravesó la pequeña ciudad medieval de Asti. Ya había carteles que anunciaban el palio, la carrera a lomos de caballo que se celebraba cada año en torno a la piazza. Los jinetes eran jóvenes de la localidad, y Joanne recordó la época en la que Franco había participado.

Después de la primera vuelta, había quedado claro que la carrera era entre Franco y otro jinete.

– Es Leo -anunció entusiasmada Renata-. Franco y él son buenos amigos… menos hoy.

En el último tramo iban cuello con cuello. Entonces Leo se adelantó. Franco realizó un intento desesperado de alcanzarlo. Los vítores de la multitud se convirtieron en gritos cuando los caballos chocaron y los dos fueron lanzados al suelo. Milagrosamente los jinetes que los seguían pudieron saltar por encima y ninguno resultó herido. Pero Joanne tenía el corazón en un puño cuando luego corrieron al lado de Franco.

Sofía lo abrazó y pareció que iba ahogarlo, hasta que con gentileza Giorgio la apartó. Leo tiró la fusta al suelo, quejándose.

– Ganaba yo. Tenía la carrera en la mano. Y él me la robó.

Franco le ofreció la mano. Leo la miró hasta que todo el mundo pensó que se negaría a estrecharla. Al final extendió la suya y se obligó a decir con sonrisa forzada:

– El próximo año te la devolveré, Farelli. Ya lo verás.

Pero Franco jamás volvió a competir. A la siguiente carrera se había casado con Rosemary y anhelaba formar su propia familia.

Joanne aparcó y dedicó una hora a vagar por las calles que otrora había conocido tan bien. Decidió que bien podía comer en la ciudad, por lo que disfrutó de una estupenda pizza. Habría negado que postergara adrede la reunión con Franco, pero no se dio prisa.

Pero al reanudar el viaje se vio demorada por un atasco. Durante dos horas avanzó a ritmo de tortuga detrás de una hilera de camiones, y al acercarse a los viñedos Farelli la tarde estaba avanzada. Aparcó junto a una valla y bajó para contemplar los cultivos. Por todas partes veía el brillo del verano. Le recordó el año pasado en Italia cuando se enamoró de Franco.

¿Cómo estaría en ese momento? La última foto que tenía de él fue sacada dieciocho meses atrás, y se lo veía mayor, más serio, como le correspondía a un hombre de responsabilidades. Pero aún brillaba en sus ojos ese diablillo malicioso. Aunque debía haber cambiado desde la muerte de su amada esposa. De pronto temió verlo. Sería un desconocido.

Pero no podía echarse atrás en ese instante. Emprendió otra vez la marcha y llegó a la rotonda que llevaba a la casa. De inmediato lo recordó todo. El camino de tierra seguía siendo el mismo que cuando Renata la llevó allí por primera vez.

La casa grande y extensa también seguía siendo del mismo amarillo ocre bajo el sol. Los pollos iban de un lado a otro en el patio. La familia Farelli era rica, pero la casa era la de un granjero próspero, donde la comodidad prevalecía por encima del lujo. Ahí radicaba su encanto.

¿Nada cambiaba en Isola Magia? Había una mesa larga bajo los árboles con bancos a cada lado. Sobre ella se veía un techo enrejado con flores que colgaban de él. ¿Cuántas veces se había sentado allí, como si estuviera en el paraíso, oyendo la conversación de la familia durante una comida? Era un paraíso perdido.

La puerta delantera estaba abierta y pasó. Rosemary la había convertido en su casa, aunque aún le resultaba familiar. El escaso mobiliario nuevo se fundía con el cálido suelo de barro. La enorme chimenea, donde la familia se había cobijado durante las noches frías, permanecía igual. El viejo sofá había sido tapizado de nuevo, pero era el mismo, el más grande que jamás había visto Joanne.

La escalera salía del salón principal. Una mujer mayor, a la que nunca había visto, bajó limpiándose las manos en un delantal. Vestía de negro, salvo por un pañuelo de color que le cubría el pelo. Se detuvo al ver a Joanne.

– Lamento haber pasado sin ser invitada -se apresuró a disculparse-. No soy una intrusa. Mi prima era la esposa del Signor Farelli. ¿Está él?

– Se encuentra en los viñedos de la pendiente sur -repuso despacio la mujer-. Enviaré a buscarlo.

– No hace falta. Sé cómo ir. Grazie.

No lo había olvidado. Siguió el sendero hasta la corriente y con cuidado atravesó las aguas rápidas yendo de una piedra a otra. En una ocasión había fingido ponerse nerviosa en mitad del arroyo para que Franco la ayudara a cruzarlo con sus fuertes manos.

Después el sendero serpenteaba entre los árboles hasta desembocar en la primera pendiente, cubierta de vides que florecían bajo el sol. Aquí y allá vio a hombres entre ellas, inspeccionándolas, probándolas. Se volvieron para mirarla e incluso desde la distancia captó una cierta inquietud entre ellos. Uno la observó con expresión alarmada y salió corriendo.

Cuando al fin llegó a la ladera sur también la invadieron los recuerdos; se detuvo para echar un vistazo. Hasta allí había paseado una noche con Franco, y su breve interludio a solas se había visto interrumpido por uno de sus muchos amores.

Ensimismada, al principio no vio al niño que comenzó a caminar hacia ella con expresión incrédula en la cara. De pronto se puso a correr. Sonrió al reconocer a Nico.

– ¡Mamá! -gritó él antes de que Joanne pudiera hablar, y se arrojó a sus brazos, abrazándole con fuerza el cuello.

– Nico… no… no soy… -se sintió consternada.

– ¡Mamá! ¡Mamá!

No pudo hacer otra cosa que devolverle el abrazo. Habría sido cruel negarse, pero se sentía agitada. Apenas había pensado en su parecido con Rosemary, y Nico ya la conocía. Pero eso había tenido lugar un año y medio antes, una eternidad para un niño. Y el parecido debió acentuarse para confundirlo tanto. Nunca tendría que haber ido. Todo había sido un terrible error.

– Nico.

Él se había acercado sin que Joanne se diera cuenta y los observaba. Alzó la vista y el corazón pareció parársele. Era Franco, pero como nunca lo había visto.

El muchacho animado había desaparecido para siempre, sustituido por un hombre de rostro sombrío que parecía haber sobrevivido a las llamas del infierno, aunque ya las llevaba en su interior.

Había ganado masa muscular. En el pasado había sido delgado, pero en ese momento exhibía poder en cada línea de su cuerpo, desde las piernas desarrolladas hasta los hombros marcados. Sólo llevaba unos pantalones cortos y el sol centelleaba sobre el sudor de su pecho. La vida al aire libre lo había bronceado, enfatizando sus rasgos marcados y su cabello negro.

– Nico -repitió con aspereza-.Ven aquí.

– Papá -llamó el pequeño-, es mamá… creo…

– Ven aquí -no alzó la voz, pero el pequeño obedeció al instante, yendo a su lado para aferrar la mano grande con confianza.

– ¿Quién eres? -susurró Franco-. ¿Quién eres que vienes a mí en respuesta a…? -se contuvo con respiración entrecortada.

– Franco, ¿no me conoces? Soy Joanne, la prima de Rosemary.

– ¿Prima? -repitió él.

Ella se acercó y los ojos de Franco la impactaron. Parecían mirarla sin verla. Tembló al pensar que veía algo que no estaba allí, y experimentó un escalofrío al adivinar qué era.

– Nos conocimos hace años -le recordó-. Lamento venir así de repente… -dio un paso hacia él.

– Detente ahí -ordenó él-. No te acerques más -ella obedeció con el corazón latiéndole con fuerza. Al final Franco dejó escapar un suspiro-. Lo siento. Ahora veo que eres Joanne.

– No debí venir de esta manera. ¿Quieres que me marche?

– Claro que no -con un esfuerzo pareció recuperarse-. Perdona mis modales.

– Nico, ¿no me recuerdas? -preguntó Joanne, alargando los brazos hacia el pequeño. Una luz había muerto en su cara, y ella vio que Nico recordaba su primer encuentro.

– Pensé que eras mi madre -avanzó y le regaló una sonrisa tentativa-. Pero no lo eres, ¿verdad?

– No, me temo que no -le tomó la mano.

– Te pareces tanto a ella -musitó el pequeño con nostalgia.

– Sí -corroboró Franco con voz tensa-. Es verdad. Cuando mis hombres vinieron corriendo a decirme que mi esposa había regresado de entre los muertos, pensé que no eran más que necios supersticiosos. Pero ahora no puedo culparlos. Te pareces más a ella con el paso de los años.

– No lo sabía.

– No, ¿cómo ibas a saberlo? Nunca te molestaste en venir a visitarnos, como haría una prima. Pero ahora… -la observó con el ceño fruncido-… después de tantos años, regresas.

– Quizá no debería haber venido.

– Ahora estás aquí -miró la hora-. Se hace tarde. Iremos a casa a cenar. Eres bienvenida para acompañarnos.

Los trabajadores de Franco se agruparon para verlos pasar. Entonces ella supo por qué despertaba tanto interés, aunque eso no le impidió sentirse extraña al oír los murmullos: «La padrona viva». Por el rabillo del ojo vio que algunos se persignaban.

– Son personas supersticiosas -indicó Franco-. Creen en fantasmas.

Al llegar al arroyo, Nico saltó de piedra en piedra, con el cabello dorado bajo la última luz del sol. Era del mismo color que el de Rosemary y ella.

Un hombre llamó a Franco, quien se apartó para hablar con él. Nico saltaba con gesto impaciente.

– Ven -le dijo a Joanne, alargando una mano.

Sintió que sus dedos infantiles se cerraban en torno a los de ella.

– Eh, quédate quieto -protestó riendo, ya que él seguía dando saltos.

– ¡Vamos, vamos, vamos!

– ¡Cuidado! -gritó Joanne al sentir que le resbalaba un pie. Al siguiente instante los dos se encontraron en la corriente.

Sólo tenía una profundidad de unos sesenta centímetros. Nico fue el primero en incorporarse e intentó ayudarla.

Perdona me -suplicó.

– Desde luego -dijo, quitándose el pelo mojado de la cara-. ¡Santo cielo! ¡Mírame!

El suave jersey blanco se había vuelto transparente y se pegaba a su torso de un modo revelador. Hombres y mujeres se alinearon en las orillas, conteniendo risitas. Durante un instante la luz la cegó, y cuando pudo volver a ver captó de un vistazo la cara de Franco, y su expresión atontada la desconcertó. Alargó una mano hacia él para que la ayudara, pero daba la impresión de que era incapaz de moverse.

– ¿Quiere alguien ayudarme? -pidió, y algunos de los hombres se adelantaron.

– ¡Basta! -esa palabra de labios de Franco los paralizó. Todos retrocedieron, alarmados por algo que percibieron en su voz.

Él aferró la mano de Joanne y la sacó del agua para depositarla en la orilla. Tal como había temido, los pantalones también se le ceñían de forma provocativa. Para su alivio los hombres habían girado la cabeza. Tras la explosión de Franco nadie era lo bastante valiente como para contemplar su semidesnudez.

– Lo siento, papá -se disculpó Nico.

– No te enfades con él -pidió Joanne.

– Jamás me enfado con Nico -la miró fijamente-. Y ahora vayamos a casa para que puedas secarte.

– Pasé primero por la casa -explicó mientras adecuaba su ritmo a las zancadas de Franco-, y la mujer que encontré allí me indicó dónde podía encontrarte.

– Es Celia, mi casera -ésta salió de la casa cuando se acercaron y los esperó, con los ojos clavados en Joanne-. Celia te llevará arriba para que puedas cambiarte.

– Pero no he traído nada -expuso, consternada.

– ¿No trajiste nada para pasar la noche?

– No pensaba quedarme. Quiero decir… no quería imponer mi presencia.

– ¿Cómo vas a imponerla? Eres parte de la familia -Franco habló con una frialdad que le quitó a las palabras cualquier insinuación de bienvenida-. Aunque olvidaba que tú no te consideras de la familia. Muy bien, Celia te dará algo de ella para que te pongas mientras se seca tu ropa.

La mujer habló en el robusto dialecto piamontés que Joanne jamás había llegado a dominar. Pareció formular una pregunta, a la que Franco respondió con una seca negativa.

– Tu ropa no tardará en secarse -se dirigió a Joanne-. Mientras tanto, Celia te prestará algo. Te indicará el camino hasta el cuarto de los invitados. Nico, ve a secarte.

Fue el pequeño quien la llevó arriba de la mano. Celia le proporcionó una enorme toalla de baño y algunas ropas. Se llevó las prendas mojadas con la promesa de que se secarían en seguida.

Unos recuerdos incómodos se aposentaron en la cabeza de Joanne. Era la misma habitación que había compartido con Renata la primera vez que fue allí. Seguía teniendo las dos camas grandes y los muebles antiguos. Como en el resto de la casa, el suelo era de terrazo, el barato sustituto del mármol que los italianos empleaban para mantener frescos los interiores.

Se probó el vestido. Era oscuro, de alguna tela vaporosa, y le colgó suelto de su esbelta figura, evidentemente de una talla mayor y para alguien más bajo. «Es una pena», pensó, «que Franco no haya guardado algunas prendas de Rosemary… aunque ya había pasado más de un año».

Entonces, con un ligero hormigueo, recordó las palabras que había intercambiado con Celia. De pronto comprendió que sí tenía ropa de Rosemary, que la casera había querido darle, pero que Franco prohibió.

Bajó y encontró a Nico al pie de las escaleras. Tras la confusión inicial parecía menos perturbado que nadie al ver la imagen de su madre; Joanne bendijo el instinto que había impulsado a Rosemary a llevarlo a Inglaterra. Estaba claro que la recordaba de aquella visita. Lo demostró al enseñarle un libro para colorear que ella le había regalado.

– Lo he terminado todo -dijo-.Ven a ver.

La llevó hasta una mesa pequeña en un rincón. Joanne recorrió las páginas, notando que había completado los dibujos con una habilidad inusual en un niño de su edad. Tenía una mano firme, que en ningún momento permitía que los colores sobrepasaran la línea, lo que indicaba un buen control.

Cuando terminaron ese cuaderno Nico le mostró con timidez algunas páginas con dibujos toscos e infantiles, y ella exhibió su deleite. En ellos también pudo ver la temprana evidencia de una futura maestría. Sus alabanzas sinceras encantaron a Nico, y juntos sonrieron.

Entonces Joanne alzó la vista y vio a Franco que los observaba con expresión extraña.

– Nico, es hora de lavarse las manos para la cena -dijo. Indicó los dibujos-. Guárdalo todo.

– Si, papá -repuso con demasiada docilidad para un niño. Ordenó todo y fue arriba.

– Resulta extraño encontrar la casa tan silenciosa -comentó ella con nostalgia-. La primera vez que vine tus padres y Renata gritaban y reían al mismo tiempo.

– Sí, había mucha risa -coincidió él-. Renata nos visitó hace poco, con su marido y sus dos hijos. Hicieron mucho ruido, y fue como en los viejos tiempos. Pero tienes razón, es demasiado silenciosa ahora.

– Nico debe ser un niño solitario -aventuró Joanne.

– Me temo que sí. Depende mucho de Ruffo para gozar de compañía.

– ¿Ruffo sigue vivo? -preguntó, encantada.

Franco soltó un silbido por una ventana. Y ahí llegó Ruffo, lleno de años y con un aspecto de gran sabiduría, ya que el pelaje negro de la cara era casi blanco. Al ver a Joanne ladró de placer y corrió a su lado.

– Después de todo este tiempo, me recuerda.

– Jamás olvida a un amigo.

Acarició al viejo perro con verdadero cariño, aunque también sabía que lo usaba para cubrir el silencio que reinaba entre Franco y ella. Empezó a sentirse desesperada. Sabía que él habría cambiado, pero ese hombre grave, renuente a hablar, era una sorpresa.

– Cuéntame qué fue de ti -pidió él al final-. ¿Te convertiste en una gran artista?

– No, me convertí en una gran imitadora. Descubrí que no tenía una visión propia, pero puedo copiar la visión de otros.

– Es triste -comentó Franco de forma inesperada-. Recuerdo lo mucho que deseabas ser una artista. No parabas de hablar de ello.

Era una sorpresa descubrir que recordaba algo de lo que ella había dicho en aquellos tiempos.

– Tengo una buena carrera. Mis copias son tan perfectas que no puedes notar la diferencia. Claro que la diferencia siempre está ahí -añadió con un suspiro.

– ¿Y eso te molesta mucho?

– Me costó comprender que no poseía originalidad -intentó continuar con ligereza-. Condenada a seguir para siempre los pasos de otros, siempre juzgada por lo mucho que logras imitarlos. Me gano la vida, y a veces muy bien. Lo que pasa es que no es lo que soñé.

– ¿Y por qué te encuentras ahora en Italia?

– Estoy copiando unas obras para un hombre que vive en Turín.

– Y nos has dedicado un día. Qué amable.

Se ruborizó ante su tono irónico. Era evidente que Franco no la tenía en alta estima por haberse mantenido distante, pero ¿cómo podía contarle sus motivos?

– Debí llamarte primero.

– ¿Por qué? La prima de mi esposa es libre de venir cuando quiera.

También se dio cuenta de que su voz era diferente. Una vez había sido rica, sonora y musical. En ese momento era plana, como si toda la música de la vida hubiera muerto en él.

Una joven con aspecto agobiado salió de la cocina con unos platos. Se dirigió al exterior y comenzó a poner la mesa.

– A pesar de la sorpresa, Celia está preparando un banquete en tu honor -informó Franco-. Por eso se encuentra un poco tensa. Esta noche cenarán con nosotros mi capataz y su familia.

– Me encanta recordar las comidas que disfrutamos bajo los árboles.

– Siempre estabas nerviosa por las flores que colgaban del enrejado. Decías que te soltaban insectos.

– Eras tú quien lo hacía. En una ocasión deslizaste una araña por la espalda de mi vestido.

– Es verdad -reconoció con una leve sonrisa-. Fue para castigarte por decirle a mi madre que me habías visto con una mujer a la que ella no aprobaba.

– No pretendía traicionarte -protestó Joanne-. Se me escapó por accidente.

– Te pagué por el accidente. Mi madre me dio una bofetada y me gritó. Yo tenía veinticuatro años, pero eso no la detuvo.

Compartieron una sonrisa, y durante un fugaz instante se pudo vislumbrar al antiguo y humorista Franco. Luego se desvaneció.

– ¿Por qué no echas un vistazo mientras me lavo? Verás que la casa está casi igual.

– Ya lo he notado. Me alegro. Éste era un lugar feliz.

En cuanto soltó las palabras tuvo ganas de morderse la lengua. Fue como si Franco se hubiera convertido en piedra. Su rostro era el de un hombre muerto.

– Sí, fue feliz -corroboró sin inflexión alguna en la voz.

Se marchó, dejándola para culparse por su propia torpeza. La visita empezaba a resultar un desastre. Le había indicado que los iban a acompañar a cenar su capataz y su familia «esta noche», lo que sugería una invitación especial. Era evidente que su presencia representaba una tensión para él, y necesitaba algo que la aliviara.

Había sido una locura visitarlo.

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