Si Joanne se concentraba mucho, podía bajar el pincel hasta el punto exacto y girarlo en el último instante. Requería una gran precisión, pero había ensayado el movimiento a menudo y, en cada ocasión, ya conseguía hacerlo bien.
El resultado era perfecto, del mismo modo que todo el cuadro era perfecto… una copia perfecta. El original era una pequeña obra maestra. A su lado se alzaba su propia versión, idéntica en cada pincelada. Salvo que sólo podía afanarse lentamente allí donde el genio había mostrado el camino.
La asombrosa luz de la tarde que penetraba por las ventanas de la Villa Antonini le mostró lo bien que había ejecutado la tarea encomendada, y lo mediocre que era ésta.
– ¿Está terminado? -el Signor Vito Antonini había entrado en silencio para situarse a su lado. Era un hombre rechoncho, de mediana edad, que había ganado una fortuna inmensa con la ingeniería y que en ese momento disfrutaba gastándola. No paraba de hacerle regalos a su pequeña y sencilla esposa, a quien adoraba, y a quien había comprado esa lujosa villa en las afueras de Turín.
Luego adquirió algunas grandes pinturas para adornarla. Pero como eran valiosas, el seguro había insistido en que debería guardarlas en una caja de seguridad en el banco, algo que él no deseaba. De modo que contrató a Joanne Merton, quien con apenas veintisiete años tenía una gran reputación como copista especializada en pintura italiana.
– Tus copias son tan perfectas que nadie distinguirá la diferencia, signorina -comentó con alegría.
– Me alegro de que te satisfaga mi trabajo -repuso con una sonrisa. El hombrecito y su esposa le caían bien; la habían recibido en su casa como a una huésped de honor.
– ¿Crees que podríamos guardar sus copias en el banco y mantener los originales en mis paredes? -preguntó con añoranza.
– No -se apresuró a contestar-. Vito, yo hago copias, no falsificaciones. Sabes que la condición de mi trabajo es que jamás ha pasado por un original.
Vito suspiró, ya que era un hombre acostumbrado a correr riesgos, pero en ese instante su mujer entró en la sala y Joanne apeló a ella.
– Cretino -recriminó a su marido-. ¿Quieres que esta amable joven vaya a la cárcel? Olvida esa tonta idea y ven a comer.
– ¿Más comida? -protestó Joanne, riendo-. ¿Intentas que engorde, María?
– Intento que no te desvanezcas -repuso la otra-. Ninguna joven debería ser tan flaca como tú.
En realidad no era flaca, sino esbelta. Su intención era mantenerse así, aunque María lo dificultaba.
La mesa rebosaba con los esfuerzos de su afán: pan de ajo con tomate, crema de aceitunas negras y sopa de pescado, seguido de arroz con guisantes.
A pesar de la preocupación por su silueta, Joanne no pudo resistir esos manjares. Le encantaba la comida del Piamonte desde los dieciocho años y había ganado una beca para estudiar Arte en Italia. Era feliz saboreando las comidas con especias o vagando por Turín para empaparse de grandes pinturas y soñar con que algún día contribuiría con una obra suya. Y se había enamorado loca y apasionadamente de Franco Farelli.
Lo conoció por su hermana, Renata, una estudiante de Arte de su misma clase. Se habían hecho buenas amigas, y Renata la había llevado a su casa a conocer a su familia, viticultores con enormes viñedos al norte de la pequeña ciudad medieval de Asti. Joanne había quedado cautivada con Isola Magia, el hogar de los Farelli, sintiéndose cómoda desde el primer momento con toda la familia; Giorgio, el padre grande y atronador que se reía, bebía y fanfarroneaba mucho; Sofía, su esposa, una mujer de rostro y temperamento vivos que recibió a Joanne de forma reservada aunque dándole la bienvenida.
Pero desde el instante en que conoció a Franco supo que era el hombre de su vida. Entonces él tenía veinticuatro años, alto y de huesos largos, con un porte orgulloso que lo diferenciaba del resto de los hombres. De su padre, un italiano del norte, había heredado la estatura, y de su madre, procedente de Nápoles, en el sur, la piel cetrina, los oscuros ojos de color chocolate y el pelo negro.
También en otros sentidos era una amalgama del norte y el sur. Poseía el encanto natural de Giorgio, pero también el carácter volcánico de Sofía, con sus furias rápidas y demoledoras. Joanne había sido testigo de su ira sólo en una ocasión, cuando encontró a un joven que castigaba con saña a un perro. De un puñetazo lo tiró al suelo y durante unos segundos sus ojos irradiaron cólera asesina.
Se había llevado al animal a casa para cuidarlo con la misma gentileza que una mujer, ayudado por Renata y Joanne. Aquella noche el dueño del perro, acompañado de sus dos hermanos, había ido en claro estado de ebriedad y beligerancia a reclamar la devolución de su «propiedad». Joanne jamás olvidaría lo que sucedió a continuación.
Con calma, Franco, había sacado un estilete de aspecto peligroso y clavado algo de dinero en su hoja para estirarlo en dirección a los otros.
– Esto pagará por el perro -había dicho con frialdad-.Tomadlo y no volváis a molestarme.
Pero los hermanos no tocaron el dinero. Algo que vieron en los ojos de Franco los había hecho huir en la noche, presos del miedo. El perro recibió el nombre de Ruffo, y se convirtió en su inseparable compañero.
Pero esos incidentes habían sido raros. A Franco le preocupaba más disfrutar de la vida que pelearse. Siempre había tenido un chiste que contar, una canción que cantar o una muchacha a la que conquistar, y quizá algo más si ella estaba dispuesta. Al sonreír sus dientes blancos habían centelleado en su piel cetrina, pareciendo un joven dios sobre la Tierra.
Hasta ese momento Joanne no había creído en el amor a primera vista, pero en el acto supo que pertenecía a Franco en cuerpo y alma. Con sólo mirarlo la temperatura de su cuerpo había subido. Su sonrisa le había hecho sentir que se derretía, y gustosa lo habría aceptado si con ello se hubiera convertido en parte de él.
Su sonrisa. Era como si el mundo fuera suyo y se preguntara con quién compartirlo. Y por instinto ella supo que sería un mundo de deseo y satisfacción, de hincar los dientes en los deleites de la vida, siguiendo los ritmos de la tierra que recibía la simiente para crecer, recoger y volver a crecer. Supo todo eso la primera vez que lo vio al entrar en la cocina y plantarse cerca de la puerta.
– Eh, mamá… -comenzó con voz rica.
¿Cómo podía alguien resistirse a esa voz? Irradiaba toda la pasión del mundo, como si hubiera hecho el amor con todas las mujeres que había conocido. Y Joanne, una joven procedente de un país frío y lluvioso, había sabido en un cegador instante que su destino era él.
Con pesar, no albergó ilusiones de ser ella su destino. Sus propiedades estaban llenas de mujeres exuberantes y jóvenes que suspiraban por él. Sabía, gracias a que Renata se lo había confesado entre risas, que Franco se entregaba con libertad a sus placeres allí donde los obtenía, para indignación de su madre y secreta envidia de su padre.
Pero nunca había coqueteado con Joanne, a quien trataba como si fuera su hermana. El corazón de ella había estado listo para estallar de júbilo por su presencia y de desesperación por su indiferencia.
– No puedo comer más -comentó Joanne, mirando su plato vacío.
– Pero debes probar un poco de queso cremoso y pudín de ron -indicó María-. La haces trabajar mucho -reprendió a su marido.
– No es culpa mía -protestó él-. Le muestro los cuadros y digo: «Trabaja como te apetezca», y en una semana ha finalizado la copia de la Madonna de Carracci.
– Porque trabaja mucho -insistió María, sirviendo queso cremoso en el plato de Joanne-. ¿Cuántos quedan por hacer todavía?
– Cuatro -repuso Joanne-. Dos más de Carracci, un Giotto y un Veronese. Reservo éste para el final porque es muy grande.
– No puedo creer que una joven inglesa entienda tan bien los cuadros italianos -musitó Vito-. Al principio me dieron los nombres de varios italianos que realizan este tipo de obras, pero todo el mundo me dijo: «No, debes ponerte en contacto con la Signorina Merton, que es inglesa, pero con alma italiana».
– Estudié en Italia un año -le recordó ella.
– ¿Sólo un año? Uno pensaría que llevas aquí toda la vida. Debió ser un año maravilloso, pues creo que Italia penetró en tu corazón.
– Sí -contestó despacio-. Sí, lo hizo…
Renata comenzó a invitarla cada fin de semana y Joanne sólo vivía para esas visitas. Franco siempre se hallaba presente, pues los viñedos eran su pasión. A pesar de su juventud, ya había empezado a tomar las riendas y dirigía el lugar mejor de lo que nunca lo había hecho Giorgio.
En una ocasión consiguió encontrarse a solas con él entre las vides. Comprobaba un racimo tras otro, sus dedos largos y fuertes los apretaban con la ternura de un amante. Joanne le sonrió. Medía un metro y setenta y dos centímetros, y Franco era uno de los pocos hombres lo bastante altos como para obligarla a alzar la vista para mirarlo.
– He salido en busca aire fresco -comentó ella, tratando de sonar casual.
– Elegiste el mejor momento -le sonrió-. Me encanta estar aquí al anochecer, cuando el aire es suave y amable.
– Pero no es ese tipo de país, ¿verdad?
– Lo puede ser. Italia muestra cambios violentos, pero puede ser dulce y tierno.
Qué profunda y resonante era su voz. Pareció vibrar a través de su cuerpo, transformando sus huesos en agua.
– Qué hermoso crepúsculo -logró decir al fin-. Me encantaría pintarlo.
– ¿Vas a ser una gran artista, piccina? -preguntó con cierta burla.
Joanne deseó que no la llamara piccina. Significaba «pequeña» y se usaba para hablar con los niños. Aunque también se empleaba como término afectuoso y lo atesoró como una migaja procedente de su mesa.
– Creo que sí -repuso, como si lo pensara con seriedad-. Pero aún intento hallar mi propio estilo -aún no había descubierto que carecía de estilo; que sólo tenía un don para la imitación.
Sin contestar él arrancó un pequeño racimo de uvas y aplastó algunas contra su boca. El zumo púrpura cayó de forma exuberante por su barbilla, «como el vino de la vida», pensó Joanne. Con ansiedad alargó las manos y Franco le ofreció un ramillete. Imitó su movimiento y al comprobar su sabor tuvo una arcada.
– Están agrias -protestó, indignada.
– Verdes -corrigió él-. El sol aún no las ha madurado. Sucederá en su momento, como pasa con todo.
– Pero ¿cómo puedes comerlas con ese sabor?
– Amargas o dulces, son como son. Sigue siendo la mejor fruta de toda Italia -fue una afirmación sencilla, directa en su arrogancia.
– Hay otros sitios con buenas vides -indicó ella-. ¿Qué me dices del valle del Po?
Franco sólo se dignó a alzar un poco los hombros, como si los otros viñedos no merecieran ni siquiera su consideración.
– Qué pena que no vayas a estar aquí para probarlas cuando maduren -comentó-. No será hasta agosto, y tú ya habrás regresado a Inglaterra.
Las palabras le recordaron lo cerca que estaba su despedida. Su tiempo en Italia ya casi había acabado, y luego no volvería a verlo más. Era el amor de su vida, pero no lo sabía, nunca lo sabría.
Se encontraba desesperada por algo que hiciera que se fijara en ella, pero mientras se devanaba el cerebro vio un movimiento entre las vides. Era Virginia, una mujer voluptuosa de nombre poco apropiado que últimamente había ocupado mucha de la atención de Franco.
Él la había visto y miró a Joanne con expresión divertida, nada incómodo.
– Y ahora debes irte, piccina, he de ocuparme de algunas cosas.
– Lamento si estorbo -la terrible decepción la impulsó a adoptar un tono arrogante.
– Así es -corroboró él con descaro-. Y ahora vete como una buena chica.
Se mordió el labio al ser tratada como una niña y giró con toda la dignidad que pudo acopiar. No miró atrás, pero no logró evitar oír la risa provocativa y ronca de la muchacha.
Aquella noche permaneció despierta, atenta al regreso de Franco. No volvió hasta las tres de la mañana. Oyó que canturreaba en voz baja al pasar delante de su puerta; entonces enterró la cara en la almohada y lloró.
El tiempo comenzó a avanzar de forma inexorable, acercando el fin de su curso. Joanne recibió una carta de su prima Rosemary, que quería ir de vacaciones a Italia. Ponía:
Pensaba ir a Turín antes de que terminaras para luego regresar juntas a casa.
Joanne y Rosemary habían crecido juntas, y al verlas la mayoría de la gente las había tomado por hermanas. En realidad vivieron como hermanas después de que los padres de Joanne murieran, ya que Rosemary instó a su madre a incorporarla a su familia.
Por ese entonces su prima tenía doce años y ella seis. Cuando la madre de Rosemary murió seis años después, ésta había asumido el papel de madre. Joanne había adorado a la prima que le había dado un hogar y seguridad, además de todo el amor de su corazón grande y generoso.
A medida que Joanne creció fueron pareciéndose cada vez más. Ambas eran mujeres inusualmente altas, con el pelo rubio, ojos azules y piel rosada. Compartían los mismos rasgos, aunque los de Joanne aún exhibían las marcas de la juventud.
Pero la verdadera diferencia, la que siempre había atormentado a Joanne, había radicado en la acritud y el encanto de Rosemary. Irradiaba una seguridad suprema en su propia belleza y deslumbraba a toda persona que conocía, ganándose su corazón con facilidad.
Joanne siempre se sorprendía por la tranquilidad con que su prima reclamaba la vida como algo propio y personal. Había querido ser como ella. De hecho, había querido ser ella, y le resultó frustrante estar atrapada en su propia personalidad corriente, por un lado tan parecida a Rosemary y, por otro, tan distinta en todo lo que importaba.
Aún podía recordar la noche de la fiesta que había dado una compañera de estudios. Joanne y Renata iban a ir juntas, escoltadas por Franco, pero en el último instante Renata se había torcido el tobillo y se quedó en casa. Joanne sintió un éxtasis profundo al pensar que iba a disponer de Franco para ella sola.
Había comprado un vestido nuevo y dedicado horas a arreglarse el pelo y a perfeccionar el maquillaje. Seguro que esa noche se fijaría en ella, ¿llegaría incluso a pedirle que se quedara en Italia? El corazón rebosaba felicidad al bajar a la terraza donde la aguardaba.
Él vestía para la ocasión. Nunca antes lo había visto ataviado de manera formal, y le impresionó lo atractivo del contraste de la camisa blanca con su piel cetrina. Franco alzó la vista, sonrió y enarcó una ceja apreciando su aspecto.
– ¿Así, piccina, que esta noche has decidido conquistar el mundo? -bromeó.
– Sólo me he arreglado un poco -comentó con indiferencia, pero con la horrible sensación de que sonaba tan torpe como se sentía.
– Romperás todos los corazones -prometió él.
– No me importan todos los corazones -se encogió de hombros.
– Sólo el que tú quieres, ¿eh?
Con súbito entusiasmo se preguntó si sospecharía algo. ¿Era ése su modo de indicarle que al fin había notado su presencia?
– Tal vez aún no he decidido cuál es el que quiero -coqueteó, mirándolo.
– Quizá deba ayudarte a decidirlo -alargó la mano para tomarle la barbilla, y ella se llenó de feliz expectación.
¡Al fin! Aquello por lo que había rezado, llorado, anhelado, sucedería. Iba a besarla. Al levantarle el mentón y acercar su boca a la suya, Joanne se sintió en el cielo. Alzó las manos y con gesto tentativo le tocó los brazos.
Y de pronto el momento le fue arrebatado. Se oyó una pisada en el vestíbulo y la voz de una mujer flotó hasta ellos.
– Lamento llegar sin avisar…
Franco se detuvo, su boca a dos centímetros de Joanne, alertado por la voz. Ella notó que una sacudida le recorría el cuerpo. Franco sólo había oído la voz de Rosemary, pero ya un timbre especial en ella pareció aventurarle lo que iba a pasar. Se apartó de Joanne y avanzó hacia la puerta.
Al siguiente instante apareció Rosemary. Joanne supo que él se había quedado sin aliento, como un hombre paralizado entre dos vidas. Más adelante ella comprendió que eso era literalmente cierto. Franco había visto su destino aparecer por la puerta, y al momento reconoció a Rosemary como la mujer de su vida. Dejó de ser el mismo hombre.
Atontada, casi sin poder comprender lo que había pasado, Joanne se volvió para ver a Rosemary mirar a Franco con la misma expresión. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, y no había nada que se pudiera hacer al respecto.
Se produjeron las presentaciones y Rosemary abrazó a Joanne sin apartar la vista de Franco. Él parecía un hombre sumido en un trance. Fue idea suya que Rosemary los acompañara a la fiesta. Joanne quiso llorar después de haber llegado tan cerca de su deseo. Pero no tenía sentido. Incluso ella podía comprender que lo que pasaba siempre había estado escrito.
En la fiesta Franco monopolizó a su prima. Sus buenos modales hicieron que cuidara de que Joanne estuviera a gusto y no se sintiera sola. Aunque eso era imposible, ya que era muy popular. Bailó todos los temas, decidida a no mostrar que su corazón se estaba rompiendo, y cuando Franco comprobó que no le faltaban parejas, se olvidó de ella y dedicó cada momento a Rosemary.
Muchas veces se preguntó que habría pasado si Rosemary la hubiera visto en brazos de Franco. ¿Lo habría tomado, sabiendo cuánto lo amaba Joanne? Se trataba de una pregunta académica. Franco no se apartó de ella en los días siguientes. Hasta llegar al puerto seguro de su amor, había sido como un hombre impulsado por demonios.
Aún le producía dolor recordar cómo se había apartado de la pista para encontrarlos abrazados en la oscuridad. Retrocedió, pero no antes de oírlo murmurar: «Mi amore…, te amaré hasta que muera», y ver la pasión con que la besaba. Fue tan distinto del beso inocente que casi le había dado a ella; huyó anegada en lágrimas.
Aparte de sí misma, la única persona insatisfecha con la boda fue Sofía. Joanne captó la escena familiar en que su madre le suplicaba que se casara con una chica de allí y no con «esta extranjera que desconoce nuestras costumbres». Franco se negó a pelearse con su madre, pero insistió en su derecho a casarse con la mujer de su elección. También exigió, con calma pero con firmeza, que trataran a su prometida con respeto. Sofía prorrumpió en un llanto furioso.
– Pobre mamá -observó Renata-. Franco siempre ha sido su preferido, y ahora está celosa porque quiere más a Rosemary.
Todos los vecinos fueron invitados a la boda. Joanne deseó no estar presente, pero Rosemary les pidió a Renata y a ella que fueran sus damas de honor. Temió que si se negaba todo el mundo descubriría la causa.
Cuando llegó el día, se puso el vestido rosa de satén, sonrió a pesar de tener el corazón roto y caminó detrás de Rosemary hasta el altar, donde se convertiría en la esposa de Franco. Joanne observó la expresión en el rostro de él al contemplar acercarse a la novia. Era una expresión de adoración ciega y total.
Un año más tarde alegó trabajo como excusa para no asistir al bautizo de su hijo, Nico. Rosemary le escribió una carta afectuosa en la que decía que lamentaba no verla y le adjuntaba algunas fotos. Las estudió con celos, y notó la misma expresión en la cara de Franco al mirar a su esposa. Se podía ver a un hombre muy feliz cuyo matrimonio le había aportado amor y realización. Las escondió.
Después recibió más fotos que mostraban a Nico creciendo con rapidez hasta convertirse en un pequeño que aprendía a caminar con la segura ayuda de su padre. El rostro de Franco se hizo menos infantil. Y siempre exhibía la misma expresión, la de un hombre que había encontrado todo lo que quería de la vida.
Rosemary se mantuvo en contacto mediante esporádicas llamadas telefónicas y largas cartas. Joanne sabía todo lo que pasaba en la casa Farelli, casi tan bien como si viviera allí. Renata se casó con un marchante de arte y se fue a vivir a Milán. El padre de Franco murió. Dos años más tarde su madre fue a visitar a su hermana a Nápoles, donde conoció a un viudo con dos hijos con quien se casó. Franco, Rosemary y el pequeño Nico se quedaron solos en la villa. Su prima a menudo insistía en sus cariñosas invitaciones. Escribía:
Parece que ha pasado tanto tiempo desde la última vez que te vi. No deberías ser una extraña, cariño, en especial después de lo mucho que hemos compartido.
Joanne contestaba disculpándose por no poder ir debido al trabajo, ya que su destreza para copiar cuadros le había deparado una carrera de éxito. Pero jamás explicaba el verdadero motivo, que era su desconfianza de mirar al marido de Rosemary sin amarlo. Y eso estaba prohibido, no sólo porque a él no le importaba nada Joanne, sino porque ésta también quería a Rosemary.
No tenía más familia que su prima, que también era hermana y madre, y a quien quería más que a nadie en el mundo, a excepción de Franco. Le debía a Rosemary más de lo que podía pagarle, y su acentuado sentido de la lealtad la obligaba a mantener las distancias.
Se sentía sola, y en ocasiones la tentación de ir a visitarlos resultaba abrumadora. A veces pensaba que conocer a Nico no podría causar ningún daño. Pero entonces Rosemary escribía y finalizaba la carta con un inocente: «Franco te envía todo su amor». Y las palabras aún dolían, y le advertían de que jamás debía realizar esa visita.
El aspecto exterior que daba Joanne era el de una mujer de éxito, con una larga fila de admiradores. La indefinición de sus años adolescentes había desaparecido, dejando una figura esbelta y un rostro delicado. Siempre había hombres ansiosos de seguir su belleza. Dejaba que la invitaran a cenar, y algunos de ellos, ciegos a las remotas señales que ella enviaba sin saberlo, se engañaban pensando que realizaban progresos. Al comprender su error, la llamaban fría, algo que hasta cierto punto era verdad. Joanne no tenía corazón para ellos. Hacía tiempo que se lo había robado un hombre que no lo quería.
Entonces Rosemary fue a Inglaterra de visita, llevando consigo a su hijo de cinco años. Se quedaron con Joanne durante una semana, y ellas recuperaron parte de su vieja intimidad. Por la noche charlaban horas enteras. Joanne quedó encantada con el pequeño. Parecía inglés, pero exhibía el carácter abierto de su padre italiano, y se acomodaba en su regazo tan contento como en el de su madre.
Rosemary los contemplaba con afecto, mientras hablaba de su vida en Italia con el marido al que adoraba. El único inconveniente era la continua hostilidad de Sofía.
– No sé qué habría hecho si no se hubiera vuelto a casar -confesó-. Me odia.
– Pero si siempre le insistía a Franco para que se casara -recordó Joanne.
– Sí, pero quería elegirle esposa. Habría escogido a una chica de la zona que no habría podido competir con ella por su corazón, y que le habría dado montones de nietos. Franco quiere a los niños. Sofía nunca me permite olvidar que sólo he logrado darle uno. Mira que no he dejado de intentar hacerme su amiga, pero es inútil. Me odia porque Franco me ama mucho, y eso no puedo cambiarlo… aunque lo deseara.
Esas palabras hicieron que Joanne rememorara el cambio que Sofía tuvo con ella sin advertencia previa. Hasta entonces se había mostrado bastante amigable, a su manera seca, hasta que un día la descubrió mirando a Franco con ojos anhelantes. A partir de ese momento se mostró fría, como si sólo ella pudiera quererlo.
El rostro de Rosemary se mostraba radiante al hablar de su marido.
– Jamás pensé que pudiera existir tanta felicidad -se maravilló-. Cariño, ojala te suceda también a ti.
– Soy una mujer entregada a mi carrera -protestó Joanne, ocultando la cara en el pelo de Nico para no revelar nada inconsciente-. Lo más probable es que nunca me case.
Fue la primera en enterarse del excitante secreto de Rosemary.
– Aún ni siquiera se lo he dicho a Franco, porque no quiero despertar falsas esperanzas -reconoció-. Pero anhela tanto otro hijo, y yo quiero dárselo.
Una semana después de su regreso a Italia llamó para comunicarle que al fin lo sabía con certeza; Franco estaba por las nubes. Pero el bebé jamás nació. En el quinto mes del embarazo Rosemary sufrió un ataque al corazón y murió.
En ese momento Joanne se hallaba en Australia con el tiempo justo para acabar la obra encargada. Habría sido poco práctico ir al funeral, aunque la verdad es que agradeció la excusa para no asistir. El amor que sentía por el marido de Rosemary la atormentaba a la muerte de su prima.
El año que siguió fue el más desgraciado de su vida. A pesar de la prolongada separación que tuvieron, Rosemary había mantenido el contacto de forma tan decidida que había seguido siendo una parte vital de su vida. Al comprender que su ausencia sería permanente, el vacío en ella creció.
Tuvo varias ofertas para trabajar en Italia, pero las rechazó todas con uno u otro pretexto. Sin embargo, una gripe resistente la dejó postrada un tiempo, y su cuenta bancaria descendió de forma peligrosa. Cuando le llegó la oferta de Vito Antonini, recibió de buen grado la oportunidad de ganar algo de dinero.
Vivía apenas a cien kilómetros de Franco. Pero Joanne podía encerrarse en el trabajo sin aventurarse al mundo exterior. No había necesidad de verlo si no lo deseaba. Por lo tanto, y a pesar de sus recelos, aceptó el trabajo y voló a Italia, diciéndose que no corría peligro, y esforzándose por creerlo.