– Cenemos en el salón -dijo Franco.
Hacía un poco de fresco al oscurecer, por lo que encendió la chimenea. Joanne llevó los platos y los depositó en la mesita baja. Se sentaron en el enorme sofá.
– Qué bien se está -alabó ella, tomando un poco de queso y aceitunas.
– ¿Mejor que con una calefacción moderna? -bromeó él, recordándole su sorpresa la primera vez que vio el anticuado sistema de la casa.
– No lo cambiaría por nada -afirmó Joanne-. En aquella época yo no sabía nada.
Franco alargó el brazo y sacó un álbum de fotografías de una estantería; lo hojeó hasta dar con una foto grande de la boda. Se la pasó.
– ¿Te reconoces?
– ¿Ésa soy yo? -preguntó, horrorizada al contemplar a la dama de honor-. No recuerdo haber estado tan gorda.
– No eras gorda, sólo tenías unas curvas bonitas.
– Y no tendría que haberme puesto un vestido de satén. Rosemary intentó convencerme para que no lo hiciera, pero las demás iban a llevar satén y no quise ser diferente -«¿qué importaba lo que me pusiera cuando el corazón se me partía?», pensó. Franco sólo tenía ojos para ella, y la pobre Rosemary no podía entender por qué no le importaba el aspecto que tuviera-. Por ese entonces no era tan parecida a ella, ¿verdad?
– Con los años te has ido pareciendo más -coincidió él.
– No me extraña que te mostraras asombrado al verme ayer. No debí aparecer de esa manera, sin avisar.
– Nos sorprendiste a todos -reconoció-. ¿Has visto éstas? Sé que ella te envió algunas.
Joanne aceptó el cambio de tema y se puso a repasar las fotos. Sonrió mientras pasaba las páginas, pero en la última se detuvo.
La fotografía mostraba a Rosemary con una amplia sonrisa, las manos apoyadas en su ancha cintura. Irradiaba salud, aunque la fecha anotada abajo indicaba que la foto se había tomado tres días antes de su muerte.
– ¿Cómo podía tener ese aspecto para luego…?
– Su corazón no era fuerte -explicó Franco-. El nacimiento de Nico lo debilitó. Nunca tendría que haberse quedado embarazada por segunda vez. Que Dios me asista, pero yo no lo sabía. Si no, jamás habría permitido que volviera a quedarse embarazada -añadió en voz tan baja que Joanne apenas lo oyó-. Pero ella sí lo sabía.
– ¿Rosemary sabía que su corazón era débil? ¿Y no te lo dijo?
– Guardó el secreto hasta que sufrió un ataque el día después de que se sacara esa foto. Fue uno leve, pero los médicos nos dijeron que podía seguirlo otro, y que ése sería fatal. En su lecho de muerte me suplicó que la perdonara por engañarme… -la voz se le quebró-. Como si hubiera algo que yo tuviera que perdonar. Anhelé expresarle mi gratitud por los años de perfecta felicidad, pero no pude emitir ninguna palabra.
– Estoy convencida de que no las necesitaba -indicó Joanne-. Cuando las personas se encuentran tan ligadas como vosotros, lo saben, ¿verdad?
– Me gustaría creer que ella lo sabía. Es algo que me ha atormentado desde entonces.
– Franco, Rosemary te amaba con todo su corazón. Y sabía que tenía tu amor. Si hubieras oído cómo hablaba de ti en Inglaterra, si hubieras podido ver lo que yo vi en sus ojos… Pero no me creo que jamás vieras esa expresión. Debiste verla todos los días.
– No lo entiendes -dijo él-. Pensé que sabía todo eso, hasta que descubrí que me había guardado un secreto así… lo sé, por motivos generosos. Pero pensaba que todo su corazón y su mente estaban abiertos a mí.
– ¿Se consigue eso alguna vez, sin importar lo mucho que ambos se amen? Franco, la gente debe guardar un pequeño núcleo de sí misma para sí misma. A veces ni siquiera el amor puede contar con eso.
– Qué concepto extraño -la miró.
– Sé que te amaba más que a nada en el mundo, pero era Rosemary, una persona completa. No sólo una mitad de Rosemary y Franco. Y así es como debe ser. Es lo que la hacía especial, la mujer que tú amabas.
– Tienes razón, desde luego -pareció relajarse.
Resultaba raro estar allí sentada, explicándole a él cómo era Rosemary, pero nada importaba en ese momento salvo aliviarlo un poco. Su tristeza parecía la suya propia, y si podía encontrar un modo para mitigarla, lo haría, sin importar lo que le costara a ella.
Terminaron la botella y Franco trajo otra de la cocina. Tenía los ojos un poco salvajes.
– ¿Repites mucho esto? -preguntó ella con suavidad.
– Quizá demasiado, por las noches, cuando nadie me ve. Puedo soportar los días, pero las noches resultan muy solitarias. Al principio pensé que iba a enloquecer. Un mundo sin ella era imposible, pero ya no estaba, de modo que el mundo se había vuelto loco. O yo. Dicen que el tiempo cura las heridas, pero no lo hizo. El dolor se transformó, eso fue todo. Durante meses pensé que la vería en cualquier esquina, y al no ser así, volvió a morir otra vez para mí.
»Volvía a casa por la noche y prestaba atención para captar su voz en el silencio, su sonrisa, y sabía que nunca más la vería. Me preguntaba por qué no podía ser como los demás hombres que dejan atrás un amor muerto. ¿Por qué no podía dejarla ir? ¿Cuál era mi debilidad que me aferraba a ella?
– No es una debilidad amar con lealtad -protestó Joanne-. Era una persona especial. Merecía un amor especial.
Él guardó silencio. Parecía debatirse con una decisión importante.
– Quiero contarte algo terrible -habló al fin-, algo que no reconocería ante ningún otro ser vivo. Llegué a culparla por ser mejor que otras mujeres, por darme semejante felicidad para luego dejarme lamentándolo el resto de mi vida -bajó la voz-. Casi la odié por abandonarme. ¿Te lo puedes imaginar?
– Sí, he oído hablar de estos casos. Es natural…
– ¿Natural? ¿Odiar a una mujer porque la amabas?
– Cuanto mayor es el amor, mayor la pérdida. Sientes como si te hubiera abandonado, ¿no?
– Sí. Mientras yacía moribunda le supliqué que no me dejara. Sabía que no era su culpa, pero… -cerró las manos con fuerza-. La culpo, y me culpo a mí mismo por culparla. En mi mente todo está enmarañado, y ya no soy capaz de ver con claridad mi camino. Acababa de descifrar el modo de sobrevivir. Y entonces apareciste tú…
– No pretendía hacerlo más difícil -musitó.
– No sé si lo haces más difícil o fácil. No entiendo nada de lo que sucede -estudió su cara-. ¿De dónde has venido? -inquirió con suavidad.
– Ya te dije…
– No me refería a eso. Quería… -respiró hondo-. ¿Puedes imaginar lo que fue darme la vuelta y encontrarte con su cara? Como un fantasma. Ni siquiera ahora sé si eres real.
– Soy real -al fin lo entendía-. Mira, siénteme -alargó la mano hacia él, pero Franco retrocedió y meneó la cabeza, sin quitarle los ojos ardientes de encima. En un impulso ella aferró la suya y la sostuvo con firmeza-. Siénteme -repitió-. Mira mi mano. La suya jamás fue como ésta. Tenía dedos largos y delicados, como una artista, solía decir la gente. Pero los artistas tienen manos poderosas. Mira lo grande y fuerte que es la mía. Ésta soy yo, Franco, Joanne. Mírame. Destierra a los fantasmas.
El bajó la vista a la mano que sostenía con fuerza la suya. Joanne pudo sentir el calor que emanaba de su cuerpo. La afectaba del mismo modo que lo hizo años atrás, y en ese momento lo deseó con el mismo anhelo que en el pasado.
– Joanne -susurró-. Sí, Joanne.
Lo dijo como un hombre que despertara de un sueño brillante. En ese momento habría realizado cualquier sacrificio para darle felicidad. Con ello en mente, lo soltó y lo abrazó como habría hecho con Nico. Y como si fuera su hijo, él se agarró a ella para recibir consuelo.
– Lleva muerta más de un año -dijo él con voz ronca-, y cada mañana despierto preguntándome cómo podré soportar el día. Sólo Nico me mantiene cuerdo -Joanne le acarició el pelo-. Le supliqué que volviera a mí, y cuando te vi, pensé… -tuvo un escalofrío-. Me da vergüenza decirte lo que pensé.
– Pensaste que era ella. Y sólo era yo. Lo siento, Franco.
– No lo sientas. Tú me diste ese momento, y era más de lo que había esperado -se mesó el pelo-. ¿Qué me pasa? ¿Por qué no puedo olvidarla?
– ¿De verdad quieres hacerlo?
– Nunca -sacudió la cabeza-. Si el recuerdo de ella me atormenta hasta el fin de mis días, al menos estará presente. Si la olvido, ¿qué haré? -horrorizada, ella estudió su rostro mientras intentaba hallar palabras para mitigar su agonía. Pero no las encontró. De pronto él estalló-. ¿Por qué no lo dices? Piensas que estoy loco.
– No, yo…
– Los demás sí lo piensan. Creen que mi alma está enferma, como si un hombre hubiera de estar loco por dolerse por el amor de su vida. Pero no saben… no entienden… -volvió a temblar y se controló con un esfuerzo-. Lo siento. No es justo que te cargue con mis problemas.
– ¿Por qué no? Estoy aquí, y sólo quiero ayudarte.
Atontado, él meneó la cabeza. Olvidando todo menos la necesidad de Franco, ella lo abrazó con fuerza. Él la rodeó con los brazos, buscando alivio a ciegas.
No era el modo en que ella había soñado que la abrazaría, pero fue muy tierno. Le acarició el pelo y murmuró palabras incoherentes en las que se mezclaron el amor y el consuelo. Los años se desvanecieron.
– Abrázame -murmuró-. Franco… Franco…
Franco alzó la mano con gesto dubitativo, y con gentileza le acarició el rostro hasta bajar a su boca amplia y plena. Joanne tembló ante el contacto que tanto había anhelado y que nunca pensó que llegaría a conocer. Lo miró y vio algo que hizo que contuviera el aliento. El corazón le latía con fuerza. Toda la agridulce emoción volvió a brotar en su interior y le pareció estar otra vez bajo las flores, añorando su beso.
Tembló bajo la dulzura de su contacto. Al siguiente instante él la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí. Había una expresión en sus ojos que no pudo descifrar, una expresión casi de desesperación al bajar la cabeza y posar sus labios en su boca.
Joanne se aferró a él palpitante de deseo y anhelo. Después de tantos años su sueño se había hecho realidad, y era tan perfecto como sabía que sería.
Notó que Franco cerraba más los brazos en torno a ella, que su boca se volvía más urgente. Su desesperada ansia se comunicaba a través de sus labios, de su piel, del calor de su cuerpo. Después de eso nada podría haberla detenido. La percepción de la necesidad de Franco fue como una cerilla arrojada sobre paja seca. Se pegó a él, alzando los brazos para rodearle el cuello, ansiosa y vulnerable, dándolo todo, sin reservarse nada.
– Franco -susurró-. Oh, sí… sí…
Él volvió a cubrirle la boca, silenciándola. Aunque ella no quería decir nada más. Sólo existía esa gloriosa sensación, y ese hombre maravilloso por quien tanto había esperado.
Los labios de Franco se movieron hambrientos por los suyos, como un hombre que hubiera encontrado su sueño después de una larga búsqueda. Extasiada, Joanne respondió a su urgencia. La pasión contenida durante años brotaba en su interior, haciendo que se fundiera con él.
Franco la deseaba. Pudo sentirlo en sus movimientos. Sin importar lo que sucediera después, en ese momento él la deseaba tanto como ella a él.
Entonces se apartó un poco, respirando con dificultad. Ella sintió cómo temblaba y pensó que lo comprendía. Pero al mirar en sus ojos, los vio torturados. Sus manos fueron como acero que se tensaron contra ella y la alejaron.
– Franco… Franco… bésame otra vez…
– No… no debo… no puedo hacerlo… perdóname…
– No hay nada que perdonar. Bésame…
– No lo entiendes -indicó él con voz ronca-. No tengo derecho… -se apartó y la miró con expresión ardiente-. Perdóname -repitió-. Me he comportado como un miserable. No valgo nada.
– Franco, ¿de qué estás hablando? -suplicó ella, sin ser capaz de comprender lo que tenía lugar.
– Hablo de mi esposa -se levantó de repente y se alejó. Un miedo terrible comenzó a nacer en ella-. ¿No lo entiendes? Todo lo sucedido hoy ha sido falso. He estado contigo, pero la he visto a ella. Es su voz la que he oído, su sonrisa la que he visto.
– Quieres decir que te recuerdo a Rosemary, pero eso ya lo sé -se incorporó y se acercó a él.
– Es peor. He estado fingiendo que eras ella. Pensé que había aprendido a soportar la vida sin su presencia, pero al verte cedí a una tentación tan despreciable que me muero de vergüenza.
– ¿Cómo has fingido que yo era Rosemary? Hablamos de ella. Yo dije cosas que ella no podría haber dicho.
– Es una locura, ¿verdad? Pero mientras hablabas de ella, ella aún seguía con nosotros. Podía mirar tu cara y ver la suya. Esta noche quise besarte, sentir que me besabas…
– Para -gritó, desesperada-. No quiero oírlo.
– Pero debes hacerlo, para que aprendas a no confiar jamás en mí. Es el único modo en que puedo pagarte. ¿Quieres saber cuan bajo puede caer un hombre dominado por un dolor que lo ha llevado a la desesperación? Entonces mírame, y despréciame como yo mismo me desprecio.
– ¿Yo no… estuve presente en ningún momento? -susurró.
– Sí -contestó tras una pausa-. Cuando estuviste en mis brazos fuiste tú, y comprendí lo terrible que había hecho. Dejar que pensaras que me importabas cuando no puedo… no debo…, por el amor del cielo, vete antes de que haga algo que será una traición para los tres.
– Hablas en acertijos. ¿Cómo podrías traicionarnos a los tres?
– Te traicionaría a ti con engaños. A ella si me gustara otra mujer. A mí por dejar que mi corazón fuera falso.
– Pero ¿por qué no puede gustarte otra mujer? -exclamó con ardor-. Rosemary ahora no necesita tu amor. Yo… -contuvo las palabras fatales, rezando para que él no lo hubiera notado.
– Sólo nos pertenecíamos a nosotros, en la vida o en la muerte. Ella necesita mi amor ahora más que nunca, cuando el mundo olvida y yo soy el único que queda que recuerda. Soy suyo como lo fui en vida, y lo seré hasta el día en que yazca a su lado.
Joanne no pudo escuchar más. Se tapó los oídos con las manos y huyó de él. En su habitación cerró la puerta y se arrojó sobre la cama, llorando con amargura.
Había pensado que Franco estaba perdido para ella desde el día en que Rosemary entró en su vida. Pero a su muerte estaba más perdido que nunca.
Lo oyó subir y se obligó a guardar silencio. No debía saber que lloraba por él. Las pisadas se detuvieron largo rato ante su puerta, pero luego prosiguieron su marcha y no las oyó más.
Se quedó en la cama, desolada por la desesperación. El día que pasaron juntos había sido tan feliz que le había hecho perder la cordura.
Pero entonces apareció Rosemary, como antes, para arrebatárselo. Rosemary era su verdadero amor y ninguna otra mujer existía para él. Para atormentarla sólo le quedaba el recuerdo de sus labios.
Se sumió en un sueño inquieto y despertó con sed. Salió de la cama, se puso la bata y abandonó el cuarto en silencio. Al bajar vio que la primera luz del día atravesaba las persianas. Era como avanzar por una casa fantasma.
Se sirvió un vaso de leche. Estaba helada y deliciosa. Lavó el vaso y se volvió para irse, pero soltó un leve grito de alarma.
Franco se hallaba en el umbral. En la semioscuridad apenas percibía su silueta, pero supo que era él.
– Me has asustado. Tenía sed. Vine a beber un poco de leche -no respondió. Se quedó mirándola con una terrible inmovilidad-. Franco -insistió con cierto recelo-. Eres tú, ¿verdad?
– Sí -contestó con voz extraña-. Sono io. E te?
Joanne respiró hondo. Había hablado en italiano. ¿Por qué de pronto recurría a su idioma, a menos que…? Le había dicho que quería que fuera Rosemary; y entonces comprendió lo que él veía, a una mujer con el aspecto de Rosemary, con el camisón de su esposa. Sintió un ligero temblor.
Dio un paso hacia ella y quedó bajo una tenue luz. Sólo llevaba unos pantalones cortos. Joanne vio su pecho desnudo subiendo y bajando bajo la fuerza de alguna emoción tremenda; sus ojos ardían con un fuego fiero e intenso.
– Perché? -preguntó con voz áspera-. Perché adesso? -¿por qué ahora?
– Franco… escucha…
La silenció al llevarse un dedo a los labios. Sus ojos la devoraron. Ella trató de hablar, pero la mirada hipnótica de esos ojos la abrumó.
Su mente protestó, diciendo que debía ponerle fin a esa ilusión. Pero la mirada la mantenía hechizada. En un trance, avanzó hacia él y sintió las manos de Franco en sus brazos, atrayéndola hasta pegarla a su cuerpo.
– Mi amore… -susurró él.
– No -musitó Joanne, aunque se dio cuenta de que no había emitido ningún sonido. Su corazón era incapaz de decir que no. Sabía que era algo peligroso. Él se lo había advertido, pero no podía estar con Franco sin desear hallarse en sus brazos, sin importar cuál fuera el riesgo.
– Mi amore -susurró ella en respuesta-. Corazón de mi corazón… -el resto se perdió contra los labios de él.
La besó con fuerza y ella respondió con desvalido deleite. Olvidó la soledad y la tristeza. Puede que luego regresaran multiplicadas por mil, pero aprovecharía ese instante y lo recordaría siempre. Si era lo único que iba a tener alguna vez, de algún modo conseguiría soportarlo.
Franco ya había pronunciado sus propias palabras de amor, no destinadas a ella, sino a un espectro que, para él, seguía siendo la única realidad.
Le llenó la cara de besos como un hombre poseído. Sus brazos parecían mantenerla prisionera mientras con la boca le abría un sendero de fuego por el cuello. Cuando sus caricias se tornaron más íntimas, el corazón le palpitó con fuerza y se arqueó contra él, invitando al avance de sus labios. Ya no tenía fuerzas para negarse. Si pagaba por ello el resto de sus días, recordaría el momento y diría que había valido la pena.
Él hizo a un lado la bata y sólo dejó que el camisón le cubriera la desnudez. Bajo la tenue tela ella ardía. Olvidó por qué debía mostrarse cauta con él. Sólo conocía las sensaciones excitantes que la recorrían y hacían que se sintiera viva por primera vez.
El tiempo se desvaneció. Volvió a ser la joven vibrante con el primer amor apasionado, jubilosa porque el hombre al que amaba al fin la había tomado en sus brazos. No hubo nada más en el mundo.
– Mi amor -susurró-. Mi amore…
Las palabras parecieron atravesar el delirio de Franco. Asió sus brazos con fuerza y la apartó; Joanne vio sus ojos, llenos de horror.
– Joanne -musitó-. Joanne… Santo Dios, ¿qué estoy haciendo?
El brutal retorno a la realidad la paralizó. No era su amada, sino una mujer no deseada que invadía su dolor. No tenía derecho a su amor, a su deseo, a ninguna parte de él.
Franco temblaba con el rostro pálido.
– Por el amor de Dios, vete -dijo con aspereza-. Vete mientras puedas. ¿Me oyes? ¡Vete! No vuelvas nunca.