Joanne dejó el pincel con alivio. Le dolía el brazo por tantas horas de trabajo.
– Pasa -le dijo a Vito-. Acabo de terminar éste.
El caballete exhibía un cuadro del Giotto, tan perfecto que sólo las técnicas más refinadas podrían haber revelado las diferencias. Vito soltó un silbido de admiración.
– María me ha enviado para llevarte a cenar -anunció-. Ahora vamos a celebrarlo en grande.
– Vito, por favor -pidió con voz cansada-, ¿te importaría si no voy? Me encuentro exhausta. Me gustaría irme directamente a la cama.
– Dices lo mismo todas las noches -comentó él, escandalizado-. Desde que volviste, no haces otra cosa que trabajar y dormir. María te prepara platos maravillosos, y tú ni los pruebas.
Joanne esbozó una sonrisa tenue. Se desvivían por cuidarla, pero lo único que deseaba era estar a solas. Se obligó a bajar a cenar. Sin embargo, en cuanto pudo aducir que le dolía la cabeza se fue a su habitación.
Hacía dos semanas que había vuelto, y sin importar lo mucho que intentaba recuperarse, seguía tan devastada como el primer día.
Después de la escena traumática con Franco, había regresado a su cuarto para vestirse a toda velocidad. A pesar de la oscuridad, corrió al coche. Franco, sentado en la planta baja con la cabeza en las manos, se había incorporado para correr tras ella.
– Joanne… por favor… así no…
– No me toques -había espetado ella, quitándose su brazo de encima-. Sal de mi camino.
Él no volvió a intentar detenerla, y se quedó mirándola con expresión abatida mientras se marchaba de la casa. Había conducido hasta tener la certeza de que Isola Magia quedaba muy atrás. Luego se detuvo a un costado del camino, apoyó la cabeza en los brazos y lloró sin contención.
Todo había sido por su culpa. Había ido a donde no tenía derecho a ir, y robado un amor destinado a otra mujer. Había recibido una respuesta adecuada a su desvergüenza.
Lloró hasta que los ojos se le secaron. Al final regresó lentamente a la Villa Antonini. Llegó a primera hora de la mañana, antes de que sus clientes se hubieran levantado, y logró escapar a su habitación sin tener que responder a ninguna de sus preguntas. No obstante, cuando se encontraron unas horas más tarde, se quedaron atónitos al ver sus ojos angustiados.
Joanne se entregó al trabajo, tratando de acallar los pensamientos e imágenes que la torturaban. Pero se sentía acosada por el rostro atormentado de Franco, y no parecía haber escapatoria a la humillación que había provocado para sí misma.
Sabía que el cumpleaños de Nico estaba próximo, por lo que compró un libro para colorear y se lo envió por correo. Se preguntó si Franco la llamaría para darle las gracias, o al menos para decir algo que la ayudara a desterrar los últimos momentos que vivieron juntos. Pero fue Nico quien le escribió para agradecerle con educación el regalo. De Franco sólo obtuvo silencio. Intentó mostrarse sensata, a pesar del dolor que se había apoderado de su corazón.
Terminado el Giotto, comenzó a prepararse para el Veronese. Mientras ajustaba el lienzo, apareció María.
– Tienes visita.
– ¿Qué…?
– Un joven muy atractivo. Date prisa.
Joanne dejó el pincel y se quitó el mandil, tratando de que sus esperanzas no se desbocaran. Pero no pudo evitar que el corazón le latiera con frenesí al bajar las escaleras. Franco había ido a buscarla. De algún modo, todo saldría bien. Sonreía al abrir la puerta. Entonces se paró en seco.
La visita era Leo.
– Pasaba por Turín y esperaba que no te importara que viniera a verte -dijo con su atractiva sonrisa. Se recuperó y lo saludó con calidez-. ¿Te molesta que haya venido?
– Claro que no, Leo. Me alegro de verte.
Aceptó su invitación para cenar aquella noche, y se sorprendió al descubrir que disfrutaba de la velada. La sincera admiración que le profesaba Leo le devolvió parte de su perspectiva, y aunque el corazón aún anhelaba a Franco, comenzó a sentirse más preparada para soportar la situación. La llevó a casa a medianoche, hora que a María le pareció ridículamente temprana.
– Tendrías que haber disfrutado más -indicó, indignada.
– María, sólo es un amigo -rió Joanne-. Se marcha mañana de Turín.
– Regresará -declaró la otra-. He visto cómo te mira.
Leo volvió una semana más tarde, invitándola a salir de forma tan casual que a ella le pareció una tontería negarse. Pero cuando apareció dos días después comenzó a darse cuenta de que María había tenido razón. Había una calidez creciente en los ojos de Leo, y al final, durante una cena a la luz de las velas, dijo:
– Creo que me resultaría muy fácil enamorarme de ti… con un poco de ayuda.
Acompañó las palabras con una expresión graciosa, y de pronto ella supo a quién se parecía. Era como una vez había sido Franco, un muchacho que se tomaba sus placeres con ligereza.
– ¿No podrías animarme un poco? -preguntó.
– No creo que deba -contestó ella-. Lo más probable es que tú estés enamorado de Rosemary.
– ¿Por qué habría de ser así? -inquirió con auténtica sorpresa-. No estuve enamorado de ella mientras vivía. Además, os parecéis poco.
– Al principio me confundiste con ella.
– Sí, es verdad que tenéis el mismo molde de cara. Pero tú eres una persona muy distinta. Nunca me atrajo como lo haces tú -casi podría haberlo amado por verla como ella misma. Al instante siguiente la desconcertó preguntando-: ¿Ése es el problema con Franco?
– ¿A qué te refieres?
– ¿No puede liberarse del fantasma de Rosemary? El primer día que vine esperabas ver a otro hombre, uno que te hizo sonreír. Pero la sonrisa se desvaneció cuando viste que era yo. Es fácil adivinar a quién esperabas.
– No lo esperaba -corrigió-. De hecho, no creo que vuelva a verlo.
– ¿Sabe que estás enamorada de él?
– No… es decir… no se lo comenté -tartamudeó.
– ¿Crees que tenías que hacerlo?
– Da igual -repuso con abatimiento-. Tienes razón. Aún ama a Rosemary. Y siempre la querrá.
– ¿No tiene ojos para ver?
– No para verme a mí.
– Entonces yo aún tengo esperanzas -sonrió-. No puedes amar siempre a un hombre ciego y estúpido. Algún día recurrirás al que te adora.
Su actitud era despreocupada y a Joanne no le costó nada adaptarse a la atmósfera. Sería agradable coquetear con ese encantador joven que conocía la situación y no esperaría mucho de ella. Y quizá él tuviera la respuesta para su tristeza. Olvidar a Franco y amar a Leo, quien la admiraba por quien era. Con la botella de vino y la luz de la vela se convirtió en una perspectiva tentadora.
La llevó de vuelta a la villa en su deportivo y, tomados de la mano, subieron los escalones y entraron en la casa. En el vestíbulo a oscuras Leo susurró:
– ¿No me merezco un beso de despedida?
– Creo que sí -musitó ella.
Dejó que la tomara en sus brazos con la vana esperanza de que la chispa vital surgiera entre ellos y así poder liberar su corazón de Franco. Pegó los labios a los suyos y al principio la besó con suavidad, luego con creciente calidez. Pero ella no sintió nada.
– Joanne, carissima -susurró él-. Te adoro… y tú sientes algo por mí, ¿no? Siento que sí…
Pero Leo se engañaba. El cuerpo de ella, tan ansioso y apasionado con un hombre, era frío y estaba apagado para los demás. Se puso tensa, lista para apartarse y decirle que no tenía nada que dar. Pero antes de que pudiera hacerlo la luz del vestíbulo se encendió.
Franco los observaba con una sonrisa sombría e irónica en la cara.
Joanne se soltó con un jadeo. Leo sonrió, impasible.
– Ciao, Franco -saludó con afabilidad-. Qué extraño que tú estés aquí. Empezábamos a conocernos.
– Leo -dijo Joanne indignada.
– Lo siento, carissima. Ha sido una vulgaridad. Pero ¿quién sabe dónde podría haber terminado la noche…?
– No me interesa dónde podría haber terminado tu noche -indicó Franco con frialdad-. Joanne, necesito hablar contigo con urgencia.
Se apartó y con un gesto le señaló que pasara. Entonces apareció María, quien se llevó a Leo. Cuando tuvo a Joanne a su lado, le susurró al oído: «Vino hace dos horas y dijo que esperaría sin importar el tiempo. Ha estado sentado aquí con expresión tormentosa».
Era un misterio por qué estaba enfadado, pero contempló su vestido corto y su seductor maquillaje con ojos duros. Ella estaba decidida a no amilanarse ante su desaprobación; entró en el salón y dejó a un lado el chal que llevaba, revelando sus hombros desnudos.
– ¿Qué querías decirme? -preguntó, y para su alivio la voz sonó templada y bajo control.
– Mucho -repuso él, mirándola de arriba abajo-. Pero casi todo ha desaparecido de mi cabeza. Es una sorpresa encontrarte en brazos de Leo.
– Pues sí que tienes descaro -soltó con vehemencia-. No es asunto tuyo a quién beso.
– Por supuesto, tienes razón. Pero pensaba que tenías mejor gusto.
– Leo es amigo tuyo.
– Eso no lo convierte en un amigo adecuado para ti. Es un playboy.
– Es divertido. Lo hemos pasado bien juntos.
– No me cabe la menor duda -espetó.
– Franco, no sé para qué has venido, pero si sólo ha sido para criticar, puedes marcharte otra vez.
– Vine para llevarte de nuevo a Isola Magia. Nico está empeñado en tenerte mañana para su cumpleaños. Lo he arreglado con tus clientes.
Respiró hondo al rememorar las últimas y desgraciadas semanas. La había despreciado, y luego consideraba que con chasquear los dedos la podía recuperar. Joanne rara vez perdía los estribos, pero lo hizo en ese momento.
– Lamento que hayas venido en vano, Franco -repuso con firmeza-, pero estoy muy ocupada los próximos días…
– Te he dicho que lo he arreglado con tus clientes…
– Pero olvidaste hacerlo conmigo. Tengo algunos sentimientos.
– Y es evidente que los tienes todos comprometidos con Leo Moretto -afirmó con tono despectivo-. Qué pena que no tengas la visión clara de tu prima. Rosemary siempre dijo que era tan superficial que podías ver a través de él.
– Rosemary te amaba a ti -desafió-. Pero yo no soy ella. Soy Joanne, y mis gustos son míos.
– No lo pido por mí -dijo al fin con expresión extraña-, sino por mi hijo. Te ganaste el corazón de Nico. ¿He de indicarte lo preciado que es semejante don? ¿Acaso lo cautivaste para divertirte y dejarlo a un lado cuando te apeteciera?
– Claro que no. Eso es una maldad.
– Entonces vuelve ahora conmigo. Para él lo significará todo… y para mí.
– ¿Para ti? -repitió con inseguridad.
– Nico es lo único que me queda para querer. El año pasado su cumpleaños fue triste, ya que estaba muy reciente la muerte de su madre. Este año quiero que disfrute como debe hacerlo un niño, y tú puedes darle eso -al verla titubear, estalló-: ¿Crees que a mí me resultó fácil venir a verte de nuevo?
– No, no lo creo. No más de lo que es para mí.
– Sí, es duro para los dos, pero ¿no podemos dejar nuestras diferencias a un lado por el bien del pequeño?
– Debemos -aceptó al rato-. Iré contigo a primera hora de la mañana.
– Me temo que no podemos esperar hasta mañana. Le prometí que estaríamos allí cuando despertara.
– ¿Tú le prometiste…?
– Sabía que podía contar con tu amabilidad.
– No sabías nada de eso -soltó, indignada-. Contaste con que podrías avasallarme. Es evidente que Rosemary dejaba que te impusieras…
– Rosemary jamás habría discutido en lo referente a la felicidad de Nico -explicó él. Eso la calló-. Nico se sintió dolido cuando despertó y no te encontró aquella mañana. No paró de preguntarme por qué te habías marchado sin despedirte.
– Me pregunto qué le habrás dicho -vio que se ponía colorado.
– Por favor, Joanne, olvidemos aquello. Lo que sucedió fue por mi culpa, y tienes todo el derecho a estar enfadada conmigo. Pero te prometo que no volverá a pasar… por favor, por el bien de Nico.
Sabía que sus palabras eran para tranquilizarla. Menos mal que desconocía el dolor que le provocaba. ¿Cómo pudo imaginar algo entre Leo y ella cuando Franco era capaz de afectarla de esa manera?
Pensó en Nico, en el niño de cara luminosa que con tanta confianza se había arrojado a sus brazos. ¿Cómo podía decepcionar al hijo de Rosemary?
– De acuerdo, iré.
– Gracias -repuso con ardor-. Nos marcharemos en cuanto te hayas cambiado. ¿Puedes darte prisa, por favor?
– Necesitaré tiempo para poner algo de ropa en un bolso.
– No sé cómo contártelo -pareció incómodo-, pero la Signora Antonini, en cuanto le revelé el motivo, te preparó la maleta.
– ¿De verdad? -casi se quedó sin habla-. Es evidente que no me has dejado nada que hacer.
María se encontró con Joanne en el rellano.
– Dos amantes -expuso con tono triunfal-. ¡Qué estimulante!
– No es mi amante -protestó ella.
– Tonterías, claro que lo es. Al ver que tardabas tanto en llegar se mostró muy inquieto. Quédate con él. Vale diez veces más que el otro.
Era una necedad discutir. Se quitó el vestido de noche y bajó. Franco la esperaba con impaciencia en la entrada. Leo se hallaba en el vestíbulo, observando a Franco con ironía.
– Qué pena que nuestra velada terminara con tanta brusquedad -le dijo a Joanne-. Pero mañana volveré a casa, así que me atrevo a decir que volveremos a vernos.
– No me quedaré mucho tiempo -explicó Joanne con presteza-. María, no tardaré en regresar al trabajo.
– Quédate todo el tiempo que desees -indicó María-. Una joven bonita como tú debe disfrutar con todos sus amantes.
– ¿Nos vamos? -preguntó Franco.
Colocó el bolso de Joanne en la parte de atrás del coche y lo puso en marcha.
– No puedo evitar que María hable así -comentó tras ir un rato en silencio-. Le dije que no éramos amantes, pero ella es como es.
– No tienes que explicarme a mí cómo es María. Tengo varias tías como ella.
– No quería que pensaras que le había dado la impresión de que nosotros…
– Probablemente fui yo. Me sentí molesto al no encontrarte, y me temo que lo exterioricé, en especial al ver que llegabas tan tarde.
– No era tan tarde.
– Llegaste casi a las dos de la mañana.
– Santo cielo, ni me había dado cuenta.
– No, entiendo que Leo puede ser una compañía encantadora. No deberemos encontrar mucho tráfico a estas horas. Llegaremos pronto y podrás dormir algo.
Ella no reaccionó a su brusco cambio de tema. Percibió que bajo su capa de cortesía estaba furioso. Pero no tenía derecho a ello.
El mundo parecía dar vueltas a su alrededor. Poco tiempo atrás había pensado que no volvería a verlo. Y ahí estaba, sentada junto a él.
Empezó a irritarse otra vez. Se había esforzado tanto por quitárselo de la cabeza. Pero todos sus afanes habían sido en vano. Lo amaba tanto como siempre. Y él la ignoraba.
– Lamento que tuvieras que esperar tanto -indicó con frialdad-. Si me hubieras llamado primero…
– No pude. Nico pidió tu presencia esta noche, cuando iba a meterse en la cama. No sabía dónde estabas. No dejaste ninguna dirección. Sólo mencionaste el nombre de tu cliente, y que había ganado su fortuna con la ingeniería. Tuve que realizar un rápido trabajo detectivesco.
– ¿Y mañana no habría servido?
– Así es.
– Franco, ¿estás seguro de que es una buena idea? Sabes por qué me quiere Nico, para fantasear con que su madre ha vuelto. ¿Es inteligente consentírselo? Más adelante podría sufrir…
– Te equivocas -interrumpió-. A quien quiere es a la «tía Joanne». Puedes hablar con él de Rosemary. Le entusiasma tu relación con su madre, pero sabe quién eres. Nico se siente menos confuso sobre ti que… todos los demás -dejó de hablar de golpe, como si temiera lo que pudiera revelar con sus palabras.
Al acercarse a Isola Magia redujo la velocidad. Una vez atravesada la cancela, paró el motor.
– Me temo que tendremos que caminar desde aquí -indicó-. Si me acerco más, Nico nos oirá. Le dije que cuando despertara por la mañana te encontraría allí, como por arte de magia. Si sabe a la hora que llegas, se le estropeará la diversión.
– Pero ¿no sabe por qué saliste?
– Me fui cuando se quedó dormido. Con algo de suerte puede que nunca sepa que me marché. Le prometí que aparecerías por «arte de magia», y eso es lo que quiero que suceda. Quiero complacerlo.
A la luz de la luna Joanne pudo ver la casa, una masa oscura a unos cientos de metros entre los árboles. Apenas podía discernir el sendero bajo sus pies.
– Ten cuidado, el terreno es irregular -advirtió él.
Avanzó con cautela; de pronto la luna se ocultó detrás de una nube y quedó sumida en la oscuridad. Tropezó con un surco y estuvo a punto de caerse. Pero en la negrura sintió unas manos fuertes que la sostenían. Se agarró a él y se apoyó con firmeza en su pecho.
– Tranquila -musitó Franco-. ¿Te encuentras bien?
– Sí… sí, estoy bien.
El silencio reinó entre ellos. No la soltó, y de repente ella supo que no podría soltarla. El temblaba, y bajo la tenue tela de su camisa Joanne sintió los rápidos latidos de su corazón.
Alzó la cara. No logró vislumbrar su rostro, pero vio el extraño brillo en sus ojos y sintió su respiración entrecortada. Quería besarla, lo anhelaba con desesperación. Lo supo porque era lo que ella deseaba. Apretó las manos sobre sus brazos y la acercó. Un momento más y bajaría la cabeza.
– La luna ha vuelto a aparecer -dijo él a duras penas-. Ahora caminarás mejor.
Todo cambió. Fue como si hubiera corrido un telón y Joanne pudiera ver la verdad detrás de su calma exterior. La deseaba, pero estaba decidido a no hacerlo. Se había jurado que mantendría una distancia entre los dos, y cumpliría ese juramento, sin importar cuánto lo atormentara. Sólo la veía como la reencarnación de su esposa muerta, y ambos sufrirían si se permitían caer en ese engaño.
Lo entendió mientras seguía contra su pecho, y su enfado con él aumentó por el modo en que era capaz de provocar sus sentimientos sin devolvérselos.
– Puedo caminar, gracias -repuso con frialdad.
Por suerte pudo aproximarse a la casa sin recibir ayuda; al acercarse vio una luz en la ventana de Nico.
– Rápido, métete entre los árboles -susurró Franco-. No debe vernos -se metieron entre las sombras, observando la luz que aún seguía encendida-. Debe haberse despertado. Espero que no haya descubierto mi ausencia. Celia prometió no irse a la cama antes de que yo volviera -se quedaron quietos, casi sin respirar-. Intenta no odiarme, Joanne -continuó él con tono sombrío-. Tienes derecho a ello, después de cómo me he comportado. Pero no dejes que eso hiera a Nico, te lo suplico.
El odio y la ira eran caras distintas del amor. Estar con él se lo había enseñado, pero no podía contárselo.
– Jamás haría algo que lastimara al pequeño -dijo-. Por eso he venido.
– Es todo lo que te pido. La luz se ha apagado. Entremos sin demora.
Subieron en silencio por las escaleras a oscuras. Una tabla crujió y se quedaron petrificados. Luego oyeron pisadas en la habitación de Nico. En el acto Franco avanzó y abrió la puerta. Joanne oyó el grito jubiloso de «Papá».
– Deberías estar en la cama -le llegó la voz de Franco.
– Iba a ir a verte. ¿Aún no ha llegado la tía Joanne?
– Estará aquí cuando despiertes por la mañana. ¡Tienes mi palabra!
– ¿Por qué no ahora, ahora?
– ¿Es tan importante que venga? -habló con voz extrañamente contenida.
– Pero a ti también te gusta, ¿no, papá?
– Ve a dormir, hijo -pidió tras un momento-. Espera hasta la mañana.
– ¿Será pronto mi cumpleaños?
– Nunca llegará si no te vas a dormir -indicó él con firmeza.
– Ya estoy dormido -insistió Nico.
Para su sorpresa, Franco rió en voz baja, y el sonido le agitó los sentidos. Manteniéndose en el otro extremo del pasillo, pasó por delante de la puerta hasta que pudo ver el interior de la habitación. Franco había alzado a Nico en brazos y lo ponía en la cama.
– Y ahora cierra los ojos -su voz sonó gentil, llena de amor. Nico se acomodó y Franco lo arropó.
– ¿No estás enfadado porque me desperté? -preguntó el pequeño con tono somnoliento.
– No, hijo. No estoy enfadado contigo -se agachó y le dio un beso.
Joanne se apartó despacio, atenta a no hacer ningún ruido. Cuando llegó al cuarto que había sido suyo la última vez, se deslizó a su interior. Justo antes de cerrar la puerta, vio que Franco salía al pasillo y quedaba iluminado por un rayo de luna. Bajó la cabeza y se tapó los ojos con una mano. Parecía un hombre al borde de sus fuerzas.
Si tan sólo pudiera acercarse a él en ese momento, abrazarlo, decirle que lo amaba y que anhelaba consolarlo. Pero sabía que Franco no podría soportar eso.
Alzó la cabeza y por un momento ella pensó que captaba el destello de unas lágrimas en su rostro. Retrocedió en silencio y cerró la puerta. Unos momentos más tarde oyó una suave llamada y la voz de Franco.
– ¿Puedo pasar?
– No. Me he metido en la cama.
– ¿No quieres nada? ¿Algún refrigerio?
– Nada -intentó mantener la voz firme-. Por favor, vete, Franco. Por favor.