Capítulo Diez

Cuando Joanne despertó, se quedó un rato con los ojos cerrados. Tenía la seguridad de que cuando los abriera se encontraría sola.

Pero al mirar vio a Franco sentado junto al ventanal, enfundado en un albornoz sin apartar la vista del lago. Reposaba una mano sobre la rodilla alzada y tenía la cabeza apoyada en la pared.

Aunque ella no se movió, algo pareció indicarle que estaba despierta; giró la cabeza y le sonrió. Esa sonrisa alivió el corazón de Joanne. No exhibía tensión, casi era de felicidad.

– Buenos días -dijo él.

– Buenos días -le sonrió.

Se acercó a la cama con las manos extendidas. Ella tomó una mientras Franco se sentaba a su lado. Aún sentía la piel viva por lo experimentado la noche anterior.

– Tendrías que habérmelo dicho -comentó con suavidad-. Jamás soñé que pudiera ser posible. Eres tan hermosa, tan cálida. ¿Cómo puedo ser el primer hombre en descubrirlo?

– He viajado tanto -repuso con rapidez-. No he tenido tiempo de conocer a gente. Siempre había otro cuadro que copiar en el siguiente horizonte.

– Sí, tu vida ha estado llena de imitaciones. Pero lo sucedido anoche… no fue una imitación.

– ¿No? -lo miró fijamente.

– Sólo estabas tú en mis brazos, y en mi corazón. Créelo, Joanne. ¿Acaso tu corazón no lo sabía antes de que te lo dijera?

– Creo que sí. Pero quizá…-apoyó una mano en sus labios-… quizá no importe ahora mismo.

– Tienes razón -se inclinó para besarla-. Algunas cosas son demasiado frágiles para hablar de ellas. Pero debemos hablar… en algún momento.

– Sí, en algún momento -coincidió-. Pero todavía no.

Durante el desayuno Nico insistió en ir a nadar otra vez. Franco aceptó, pero añadió:

– Aquí no, ya que nos veremos invadidos por los Terrini.

Partieron en coche hasta Bordolino. Allí la playa estaba más preparada para los turistas. Nadie los conocía, y pudieron pensar sólo en ellos.

Franco y Nico fueron a comprar unos helados mientras Joanne se estiraba en la arena. Necesitaba tiempo para pensar, para reconciliarse con la nueva persona que era aquella mañana.

Comprendió que si Franco había estado congelado en el tiempo, lo mismo le había pasado a ella; había estado congelada para su amor de tantos años atrás. Desde su nueva perspectiva parecía más un enamoramiento adolescente por el énfasis puesto en ser la elegida y amada. Pero en ese momento lo amaba como una mujer y quería dar más que recibir. No había nada que no hiciera por él, sin importar el precio.

Cuando regresaron aceptó el helado que le ofrecieron y un poco distraída se unió a la conversación.

– Por favor, papá, ¿podemos ir al agua ahora? -rogó Nico.

– ¿Vienes con nosotros? -Franco se levantó.

– No, tomaré el sol un rato más.

Los observó con ternura al verlos correr al agua. Franco arrojaba a su hijo al aire para dejarlo caer en el agua, pero siempre bajo la protección de sus brazos.

Entonces algo le sucedió a Joanne que hizo que su sonrisa se desvaneciera, sustituida por una expresión de concentración. Acercó el bolso y sacó el cuaderno de dibujo. Comenzó a trazar líneas con la intención de capturar la esencia de esas figuras en movimiento.

Se olvidó de su entorno, ajena a todo menos a la excitación que la invadía. Supo que lo que dibujaba era bueno. Rebosaba vida y convicción, instigado por el amor que sentía por el hombre y el niño. Llenó una página tras otra, llevada por un impulso creativo que no conocía desde sus tiempos de estudiante, cuando aún se consideraba una artista.

Al ver que Nico y Franco se acercaban a la carrera, un instinto profundo hizo que guardara el cuaderno.

– ¿Vamos a comer algo? -preguntó él al llegar a su lado.

– No, creo que voy a ir a meterme en el agua -se levantó-. No hace falta que vengáis conmigo.

Quería estar a solas para pensar, así que se adentró en el agua y luego se volvió hacia la playa. Padre e hijo jugaban con una pelota. Su cerebro actuó como una cámara y registró muchas instantáneas de ellos. Una imagen tras otra se grabó en su cerebro, mareándola por lo que le estaba sucediendo.

Almorzaron en una pequeña trattoria. Ella comió y bebió lo que le pusieron delante, y sólo participó de forma mecánica en la conversación. Sus dos hombres la contemplaron consternados. Estaban acostumbrados a disfrutar de toda su atención.

– ¿Sucede algo? -inquirió Franco.

– No, todo es maravilloso -repuso-. He hecho algunos dibujos, y me siento complacida con el resultado -pero no les contó más. Era demasiado pronto, y aún no se sentía segura.

Pero eso despertó el interés de Nico, y antes de regresar a la playa se metió en una librería y le pidió a Franco que le comprara un cuaderno de dibujo.

– Como el de la zia.

– Yo lo compraré -indicó, encantada.

Pasaron la tarde dibujando juntos. Como ella había pensado, los trazos de Nico mostraban signos de verdadera destreza.

– ¿Qué es eso? -preguntó él al ver cómo le daba vida a una cara.

– Es mi abuelo, y tu bisabuelo -contestó-. Era un artista de talento, y ambos recibimos el nuestro de él.

– Te pareces a él -afirmó Nico.

– Sí, también heredé su aspecto. Lo mismo que tu madre.

– ¿Tú y mamá vivíais juntas cuando erais pequeñas?

– No hasta que yo cumplí los seis años -le contó la historia de la muerte de su madre y cómo Rosemary prácticamente la había adoptado; él escuchó con atención.

En ese momento llegó Franco, alargó un brazo y Nico se acomodó en él para pegarse al cuerpo de su padre. Joanne los observó con satisfacción. Algo había pasado esa tarde, algo para lo que no había palabras, pero que hacía que todo fuera mejor.

Regresaron despacio a casa y llegaron cuando oscurecía. En esa ocasión Franco declinó la hospitalidad de los Terrini y decidió preparar él la cena.

Aquella noche Joanne se quedó largo rato despierta, esperando la aparición de Franco, pero no fue y a ella se le hundió el corazón. Se quedó dormida con la sensación de ser abandonada.

Despertó muy pronto. Inmóvil, observó cautivada el juego de la primera luz sobre el lago, hasta que ya no pudo seguir quieta. Se vistió, recogió el cuaderno y salió.

En la playa se entregó a una orgía de bocetos. Los pescadores empezaron a salir de sus casas, listos para aprestar los botes. Unos pocos trazos captaron el alcance de sus poderosos movimientos. Luego añadiría los detalles; en ese momento sólo necesitaba la esencia. Una vez satisfecha con lo creado, regresó a la casa, se metió en la cama y volvió a dormirse.

Despertó con los labios de Franco en los suyos.

– Buenos días -susurró él.

La habitación estaba llena de una luz cálida, como si fuera bien entrada la mañana.

– Franco…

– Shh, ahora no -apartó la sábana, que era lo único que la cubría, y pegó su cuerpo desnudo al suyo.

– Pero Nico…-insistió.

– Nico se ha ido a pescar. Estará fuera todo el día. Debía disfrutar de un día a solas contigo. ¿He hecho bien?

– Hmm, sí. Has hecho lo adecuado.

Le costó hablar, ya que, él había empezado a acariciarla, a excitarla con sus movimientos sutiles. Ya comprendía el mensaje de esos movimientos, conocía el placer que crearían, y respondió con ansiosa anticipación. Él lo entendió y rió.

– No tan rápido -bromeó-. Disponemos de todo el tiempo del mundo.

– No estamos seguros -insistió ella-. Quizá sólo exista el ahora.

– Tienes razón. Debemos encarar cada momento como si fuera el último. Ven, mi amor.

Mi amor. Su corazón atesoró esas palabras. Era su amor, como él el suyo. Se entregó con júbilo, ofreciéndole todo el amor de su corazón, para ese instante y para siempre. Y él respondió con generosidad.

Saciada la pasión, yacieron desnudos en los brazos del otro.

– ¿Me echaste de menos anoche? -preguntó él, como al descuido.

– No -repuso ella con dignidad.

– ¡Mentirosa! Al menos espero que estés mintiendo. Quise venir a tu lado, pero Nico estaba inquieto y tuve que quedarme con él. Esta mañana casi le supliqué a los Terrini que se lo llevaran.

– Me alegro tanto de que lo hicieras -murmuró, arrebujándose a su lado para quedarse dormida de inmediato.

Joanne despertó primero y con suavidad se escabulló de su brazo. Franco estaba estirado en la cama, su cuerpo grande y relajado hablaba con elocuencia del amor ahíto. Experimentó el impulso apasionado de capturar ese momento en el papel y se puso a dibujar con movimientos rápidos.

De nuevo sintió la excitación de ser la dueña de su propia creación. Se quedó tan absorta que no notó que Franco había despertado y que la miraba con interés.

– ¿Puedo verlo? -inquirió.

– ¡Te has movido! -exclamó ella, angustiada.

– Lo siento -volvió a tumbarse.

– No, más a tu izquierda -frunció el ceño-. Un poco más… un poco más. ¡Eso es!

– ¿Se me permite hablar? -preguntó él al rato.

– Mientras no te muevas.

– Te vi ir a la playa esta mañana. No paraba de pensar que alzarías la vista y me verías, pero no fue así.

– Hmm -no dejaba de dibujar.

– ¿Has oído lo que acabo de decir? -preguntó. Su voz reflejó cierta impaciencia y ella lo observó de inmediato-. Lo siento -se disculpó-. No pretendía ladrar. Es que… -sonrió-… no estoy acostumbrado a encontrarme con una mujer que no me hace caso.

– Pero no se trata de eso -protestó ella-. Llevo siglos dibujándote. Quiero decir…

– Lo sé. Me has dibujado, pero como hombre no he existido. Luz y sombras, sí. Pero no como un hombre.

– Oh, santo cielo -musitó, consternada-. No me di cuenta. Me dejé llevar por…

– Olvídalo. Probablemente es bueno para mi vanidad -ironizó-. ¿Puedo ver? -ella le entregó el cuaderno-. ¿Quién eres en esta ocasión? -preguntó al rato-. ¿Leonardo, Miguel Ángel…?

– Esta vez soy yo -indicó Joanne.

Él se puso alerta y ella supo que Franco había entendido el verdadero sentido de sus palabras. Volvió a repasar los dibujos con ojos nuevos, asintiendo cuando comprendió lo que había sucedido. Al mirarla lo hizo con la misma sensación de triunfo que experimentaba ella.

E miracolo -dijo.

Ésa era la definición exacta. Se trataba de un milagro. Algo que había pasado sin motivo aparente, en un momento fortuito, más allá de toda comprensión lógica. El sueño que había albergado durante todos esos años al fin se había cumplido. Y lo mejor de todo era compartirlo con él, saber que entendía todo el significado que tenía para ella.

– ¿Por qué ahora? -quiso saber él.

Podría haberle dicho que hacer el amor la había completado como mujer y, por ende, como artista. Pero guardó silencio. Había secretos que debían aguardar otra ocasión, y secretos que jamás se podían revelar. Aún no sabía a qué categoría pertenecía ése.

Franco preparó el almuerzo. Luego se fueron a la cama y permanecieron abrazados, sin hacer el amor, sino hablando en voz baja y satisfecha.

– Me has devuelto a la vida -comentó él-. Me encontraba en un lugar muerto, y contento, porque la persona a la que amaba estaba allí. Pero ahora, otra persona a la que amo me ha mostrado el camino de regreso, y el mundo vuelve a ser hermoso.

– ¿Otra persona a la que amas? -susurró Joanne.

– ¿Me creerás si te digo que te amo? A ti, no a una sombra. No hay explicaciones, sólo el sentimiento. Y lo que siento es que te amo más que a mi propia vida.

– No sabes cuánto deseo creerte.

– Cuando te fuiste, cuando yo te eché, me maldije por mi propia estupidez. Habías llenado la casa de alegría y traído una paz a mi corazón que nunca más pensé que podría experimentar.

– Pero se debió a que te recordaba a ella.

– Eso creí al principio. Pero al pasar el tiempo descubrí que todos mis recuerdos eran de ti, cosas que tú habías dicho y hecho que no se parecían en nada a ella. No podía dejar de pensar en ti, preguntándome si me odiabas, si había tirado todas las esperanzas para nosotros. Todo venía de muchos años atrás. Eras una niña. Pero encantadora y te quería mucho.

– Nunca notaste mi presencia.

– Nunca intenté seducirte -corrigió él-. Eso es diferente. Eras demasiado especial para ser una de mis aventuras. Y no hace falta que me digas que tuve demasiadas…

– Demasiadas -rieron juntos.

– Sí, pero yo ya empezaba a crecer, a buscar una mujer a la que pudiera amar de verdad. Si no hubiera conocido a Rosemary, creo que, algún día, habrías sido tú. Pero no entonces. Eras demasiado joven, y no estábamos listos el uno para el otro como sucede ahora. Pero la conocí y la amé, y no pensé en nadie más mientras ella vivió. Ni siquiera en ti.

– Me alegro. No habría querido quitarle nada a Rosemary.

– No lo hiciste. Pero ahora… -una sombra atravesó su cara.

– ¿Qué es, Franco?

– Dicen que el hombre que ama más de una vez termina por elegir siempre a la misma mujer. Te amo por las cosas que compartiste con Rosemary; no tu cara, que se parece menos a ella a medida que te voy conociendo, sino tu dulzura y compasión, el modo en que recibes a la vida con los brazos abiertos, la forma en que amas sin pensar en ti misma. Pero también amo las cosas que en ti son diferentes, incluso tu «otro mundo», el lugar al que vas cuando tomas el lápiz y olvidas que existo.

– ¿Y no te importa? No me lo creo.

– Me importa -reconoció con una sonrisa-. No digo que me guste, pero puedo amarlo, porque eres tú. Pero eso es reciente. Durante tu ausencia comencé a darme cuenta del error fatal que había cometido. Pero todavía no podía ir a buscarte porque mis pensamientos seguían confusos y no sabía qué decir.

»Era verdad que Nico te quería para su cumpleaños, pero… -esbozó una sonrisa burlona hacia sí mismo-… si no hubiera sido eso, yo habría encontrado otra cosa. Debía recuperarte y volver a empezar. Mientras conducía a Turín iba demasiado seguro de mí mismo. Y te encontré en brazos de Leo.

– Ya te expliqué…

– Lo sé, pero en ese momento me produjo un impacto desagradable. Y él no dejaba de aparecer.

– No volverá a hacerlo. Además, no creo que me quiera de verdad.

– ¡Al demonio con lo que él quiera! Repíteme que él no significa nada para ti.

– ¿Cómo quieres que te lo diga? -le rodeó el cuello con los brazos.

– Como creas que será más convincente.

– Podrías escuchar mientras lo llamo por teléfono.

– Pensaba en algo todavía más convincente. Ven y deja que te lo enseñe…

Ella respondió con ardor, contenta de estar en sus brazos. Hecho realidad su sueño, quería saborearlo cada momento y redescubrir el gozo con cada caricia dulce. La amó con suavidad y paciencia al principio, luego con vigor y determinación, y por último con una ternura que estuvo a punto de conseguir que llorara.

Fue mucho más tarde cuando escuchó el eco atormentador e incómodo en su propia cabeza. Procedía de la sombra que había cruzado por el rostro de Franco, y le advertía de que en medio de su felicidad había algo muy equivocado.


Unos días después metieron todo en el coche y regresaron a casa. En el último trayecto del viaje el sol se ponía y proyectaba un resplandor coral sobre la tierra. Nico y sus dos compañeros caninos dormían en la parte de atrás. Joanne se volvió un poco en su asiento, para empaparse de la imagen de su amante.

La amaba. Resultaba increíble, pero la amaba. No como un pálido eco de otro amor, sino a ella, a Joanne. Eso había dicho, y era un hombre de palabra.

Sin apartar la vista del camino, Franco estiró el brazo, le tomó la mano y se la llevó a los labios.

– ¿Te casarás pronto conmigo? -preguntó.

– En cuanto tú lo quieras, cariño. Debo acabar mi trabajo, pero no me llevará mucho tiempo.

– Anhelo tenerte como esposa.

– Yo casi me siento asustada. A nadie se le permite ser tan feliz. Algo lo estropeará.

– No lo creo -afirmó él-. Juntos crearemos un mundo que nada podrá destruir.

Joanne recordó que estaba acostumbrada a ver cómo le arrebataban la felicidad en un momento, y decidió no decir nada más.

Al acercarse a la casa iluminada pudieron oír el sonido de dos voces femeninas que discutían. Una pertenecía a Celia, La otra Joanne la reconoció al instante.

Intentó hacer caso omiso del nudo frío que experimentó en el estómago. Sus temores habían vuelto y supo que estaba a punto de suceder algo terrible.

Lo entendió en cuanto entraron en la casa y la madre de Franco se incorporó para recibirlos.

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