Estaba levantada y vestida antes de que Franco fuera a buscarla.
– Gracias -dijo él-. Me impresionas después de lo tarde que te acostaste.
– Sé cómo son los niños en su cumpleaños -sonrió.
Franco vestía unos vaqueros y un chaleco verde oliva. Los brazos bronceados brillaban como si ya hubiera iniciado su jornada laboral. Ante una mirada casual daría la impresión de que nada en el mundo le preocupaba. Sólo una leve tensión en las comisuras de los labios insinuaba la verdad.
Llegaron justo a tiempo. En el pasillo oyeron la puerta de Nico abrirse seguida de su voz.
– ¿Papá?
– ¡Aquí! -indicó Franco con alegría.
En cuanto el pequeño vio a Joanne se le iluminó el rostro. Aún con el pijama, corrió a su encuentro a toda velocidad y casi la deja sin aire cuando chocaron.
– Zia, zia! -aulló-. ¡Has venido!
– Claro que sí -confirmó, riendo-. ¡Ay! No me estrangules -Nico había saltado a sus brazos y le abrazaba el cuello. Ella le devolvió el beso y frotó la mejilla contra su pelo lustroso-. Feliz cumpleaños, pequeño.
– ¿No estabas aquí cuando me fui a dormir? -preguntó.
– Llegué por la noche, cuando dormías -declaró con tono dramático.
– ¿Qué te hizo venir? -la sorprendió.
Joanne pensó a toda velocidad, apoyándose sobre una rodilla para estar a la misma altura de sus ojos.
– Sabía que querías verme -dijo-. Eso era lo único que necesitaba saber.
– Pero ¿cómo…?
– Shh -apoyó un dedo en sus labios-. Es magia, y no debemos hablar de ello.
– Éste va a ser el mejor cumpleaños de todos -afirmó con expresión radiante.
– ¿Y a mí no me das un beso? -pidió Franco, riendo.
– Tengo siete años, tengo siete años -Nico abrazó a su padre.
– Ya casi eres un hombre -bromeó él.
– ¿Seré un hombre el año próximo, papá?
– Muy pronto -prometió Franco.
– Zia, ven a ver a mis cachorros -suplicó, tomándola de la mano para tirar de ella hacia las escaleras.
– ¿Y si te vistes primero? -indicó su padre.
– Primero debo ver a mis cachorros, papá.
– ¿Hace cuánto que los tienes? -preguntó Joanne, siguiéndolo sin aliento.
– Celia me los dio ayer.
Los cachorritos de perro eran más grandes de lo que Joanne había esperado, ya que tenían unos cuatro meses. Eran dos hembras. Una estaba cubierta por un largo pelaje. Nico la había bautizado Zazzera, mata de pelo. Aunque se había quedado con Zaza. La otra tenía el pelo corto y suave con un temperamento excitable, de modo que Nico le puso Peperone. Pepe.
– El hermano de Celia tiene una pequeña granja cerca de aquí -explicó Franco al alcanzarlos-. Como algo adicional crían perros para vender en los mercados. Pero los machos se venden mejor que las hembras. Estas dos han ido al mercado siete veces ya, y nadie iba a darles una octava oportunidad.
– Iban a matarlas -anunció Nico-. Así que se lo pedí a papá y dijo que podía quedarme con una. Pero no podía elegir una y dejar que la otra se muriera, ¿verdad, zia?
– No, no podías hacerlo -acordó ella, mirándolo con ternura. Sin advertencia previa, sus ojos se llenaron de lágrimas. Se incorporó con premura y salió a la terraza. Nico abrazaba otra vez a los cachorros y no se dio cuenta, pero pasados unos momentos Franco la siguió.
– ¿Qué sucede? -preguntó con inquietud.
– Nada, es que… de pronto recordé a Rosemary. Era tan feliz, y dijo que le encantaba que Nico pudiera tener una hermanito o una hermanita antes de cumplir los siete años. Hoy estaría orgullosa de él -se secó los ojos-. Lo siento.
– No lamentes quererla. Yo sólo espero que pueda educar a su hijo para que esté a la altura de su madre.
– Haces un trabajo maravilloso. Es un niño espléndido.
– Sí, lo es, ¿verdad? -los ojos de Franco brillaron con amor y orgullo.
Joanne apartó la vista y comprendió que iba a ser un día más duro de lo que había imaginado.
Pero a pesar de sus temores, el desayuno bajo los árboles fue alegre, con Pepe, Zaza y Ruffo echados bajo la mesa a la espera de los bocados que les daban. Celia lo sirvió con prisas, pues ya había iniciado los preparativos para la fiesta de aquella noche. Incluso Franco, que se atrevió a asomarse a la cocina, había sido expulsado por una casera indignada.
Nico desayunó en un estado de contenido entusiasmo, mirando a su padre cada dos por tres.
– ¿He olvidado algo? -preguntó al rato Franco con expresión inocente.
– ¡Papá! -protestó el pequeño.
– Oh, tu regalo. Bueno, veamos, es un poco tarde para pensar en algo… -los ojos le brillaban con picardía.
– ¡Papá!
– Veamos qué se oculta detrás del granero -Franco rió y alzó la voz-. De acuerdo, podéis traerlo.
Un joven sonriente apareció conduciendo a un pony pequeño y gordo. El grito deleitado de Nico hizo que todos se taparan los oídos. Abandonó el resto del desayuno y corrió a rodear el cuello del animal sumido en un éxtasis de amor.
– Es tan parecido a su madre -musitó Franco-. Ella también era ansiosa.
– A ti te recuerdo de la misma forma -dijo Joanne-. La primera vez que te vi, parecías considerar que la vida era sólo para tu disfrute.
– Entonces era un muchacho atolondrado, que absorbía todo porque pensaba que sus placeres importaban. Ella me abrió los ojos.
Los gritos de Nico lo devolvieron al presente. Con una sonrisa en los labios lo ayudó a montar y condujo el pony por el patio. Nico sostenía las riendas con la confianza de un niño que ya había aprendido a montar. Pepe y Zaza le pisaban los talones, pero no les hizo caso.
– Papá ha dicho que hoy podíamos salir todos a dar una vuelta a caballo -dijo Nico, regresando hacia ella.
– Prometo que te daré un caballo más tranquilo -indicó Franco al instante.
– Eso espero.
– ¿Podemos ir ahora? -suplicó Nico.
– En cuanto nos hayamos cambiado -prometió Franco.
– Voy a cambiarme -gritó el pequeño, yendo a la carrera a la casa.
– No te importa, ¿verdad? -inquirió él.
– Estoy aquí para hacer lo que complazca a Nico.
Al bajar unos momentos más tarde, con la ropa de amazona de Rosemary, se alegró al ver que ese día sí disponía de un caballo más sosegado. Nico ya había montado y se mostraba ansioso por partir. Agitó las riendas e instó al animal a avanzar, pero el pony marchó a un ritmo relajado.
– Papá, no quiere ir más deprisa cuando se lo digo -se quejó Nico, indignado.
– ¡Menos mal! -exclamó Franco con ironía. En voz baja le dijo a Joanne-: El hombre que lo adiestró me lo había prometido.
Ambos compartieron una sonrisa. Franco parecía relajarse más y estar satisfecho cada vez que sus ojos se posaban en su hijo.
Bajaron al valle y comenzaron a ascender por el otro lado, pasando por pequeños poblados. En uno encontraron una posada y se sentaron al aire libre a una mesa junto a una valla de madera para contemplar el espectáculo del paisaje; desde allí podían divisar Isola Magia bajo el sol.
El posadero le llevó a Nico un batido de chocolate. Ellos bebieron prosecco con unas pastas dulces.
– ¿Qué pasa, Nico? -el pequeño tiraba de su manga. El niño susurró algo que hizo que Franco frunciera el ceño y meneara la cabeza-. No, piccino. Este año no.
– Pero el año pasado tampoco fuimos -suplicó Nico-.Y zia también puede venir…
– No -repuso con brusquedad. Suavizó el efecto apretando con afecto el hombro de su hijo, pero Nico aún parecía inquieto.
– ¿De qué se trata? -preguntó Joanne.
– Nico quiere ir al lago Garda -explicó Franco-. Allí tengo una pequeña villa y siempre hemos ido en verano, salvo el año pasado. Todavía no ha llegado el momento, Nico.
– Lo siento, papá -repuso el niño, con una suavidad que hizo que pareciera mucho mayor de siete años. Apretó la mano de Franco entre las suyas pequeñas-. Todo irá bien, papá. De verdad -por un momento fue él quien ofreció consuelo.
Al rato Joanne notó un contacto en su hombro.
– Lamento haberte impuesto esto -dijo Franco-. Por favor, no pienses que lo he planeado. Ya he arreglado todo tu día, pero no podía pedirte una semana entera.
– No me importa si ello hace feliz a Nico.
– Si pudiera convencerlo de que elija otro lugar…
– Pero quiere ir allí -interrumpió ella-. Allí fue feliz, con vosotros dos. Tienes razón. No es una buena idea. Deberías llevarlo en algún momento del futuro, pero sin mí.
Él guardó silencio tanto rato que Joanne se volvió para mirarlo, y algo que vio en sus ojos hizo que el corazón le latiera deprisa.
– ¿Sin ti? -repitió despacio.
– ¿Qué crees que soy? -demandó ella-. ¿Una muñeca con la cara de Rosemary? Soy Joanne. Quieres que sea una copia de mi prima, como los cuadros que pinto. En la superficie todo parece igual, pero es falso. Al menos Leo…
– ¿Debemos hablar de él? -preguntó Franco.
– Leo me ve como soy yo. Me gusta por eso.
– Creo que ya deberíamos regresar -indicó Franco con los labios apretados.
El retorno fue lento, con Nico entre los dos. No paró de hablar, aliviándolos de la tarea de aparentar que entre ellos reinaba la normalidad. Ambos se sintieron gratificados cuando la casa apareció a la vista.
Todo estaba listo para la fiesta, y los invitados con sus padres no tardaron en hacer acto de presencia. Joanne se vio inmersa en la celebración. Ayudó a servir los refrescos, tomó parte en los juegos y conoció a muchos de los vecinos; se esforzó por no ver las extrañas miradas que les lanzaban a Franco y a ella.
Pero, y a pesar de que aparentaba lo contrario, fue consciente de él en todo momento. También Franco participó en los juegos y se unió a cantar con los demás. Joanne adivinó lo que debería estar costándole fingir alegría cuando debía recordar otras fiestas con su esposa. Sin embargo, no permitió que su tristeza se reflejara en su exterior.
A medida que la luz se desvanecía se fueron encendiendo bombillas de colores en los árboles.
Cuando alguien pidió que Nico cantara, el pequeño se negó avergonzado.
– Debe cantar -le confió Celia a Joanne-. Tiene una voz hermosa.
Las peticiones continuaron y Nico siguió sacudiendo la cabeza, hasta que escondió la cara en el cuerpo de su padre.
– Es tu cumpleaños, hijo -le dijo Franco con amabilidad-. Tus invitados te han traído regalos. Ahora debes hacer algo para complacerlos.
– No sé cantar solo, papá -rogó Nico. Para sorpresa de Joanne, añadió con rapidez-: Sólo cantaré si tú me ayudas.
– De acuerdo. Cantaremos juntos. ¿Qué canción?
– Las dos escobas -dijo Nico.
Franco se sentó en un banco mientras el pequeño permanecía de pie entre sus rodillas. El acordeonista se puso a tocar y Franco comenzó con su agradable voz de barítono. Después de una estrofa breve, Nico se unió a él. La canción trataba sobre dos escobas que tenían una discusión.
– La señora la escribió para ellos -susurró Celia.
– Sí, lo supuse -sonrió Joanne-. Es su estilo.
La canción terminó con un grito, y los dos cantantes se abrazaron con fuerza y afecto.
«Dos contra el mundo», pensó Joanne con añoranza. «Realmente no me necesitan».
A continuación se improvisó un baile. Franco bailó con algunas mujeres antes de acercarse a ella.
– ¿Quieres bailar conmigo? -preguntó.
– Creo que debería ayudar a Celia a recoger -repuso.
En respuesta él alargó la mano. Tenía la vista clavada en su rostro, exigiendo que cediera. Joanne se vio dominada por la tentación. Sería tan agradable bailar con él, sentirlo cerca. ¿No podía permitírselo?
Pero había algunos placeres que no eran para ella. Se marcharía al día siguiente y olvidaría ese encantado interludio. Se apartó de él con una sonrisa firme en la cara.
– Será mejor que no -dijo.
– ¿Estás enfadada conmigo, Joanne?
– No. Pero éste no es mi sitio.
– ¿Cómo puedes decir eso? ¿Quién más que tú pertenece a este lugar?
– No lo creo. Cuanto antes me marche, mejor.
– ¿Crees que te dejaré desaparecer? -apoyó la mano en su brazo y el contacto pareció quemarla.
No fue capaz de contestar. Había intentado resistirse, pero Franco no lo permitía. Le tomó la mano y la llevó a las sombras.
– Durante un rato no nos echarán de menos -musitó.
La condujo entre los árboles hasta llegar al claro del otro lado. El valle se extendía ante ellos casi en total oscuridad, ya que la luna se hallaba oculta detrás de las nubes. Pero en ese momento éstas se separaron y la escena se vio inundada de luz. La contemplaron un rato, pasmados ante su espectral belleza.
– La luz aparece así -comentó Franco al fin-. De repente, cuando menos la esperas, desterrando la oscuridad. Y entonces comprendes que por eso aguantabas cuando toda esperanza parecía ausente. Porque un día iba a llegar este momento -ella no pudo hablar; sus palabras parecían prometer tanto… si se atreviera a creer en ellas-. Baila conmigo -pidió él otra vez.
Ya no pudo resistir lo que anhelaba su corazón. Aceptó entrar en sus brazos y sintió que él la acercaba. La fiesta se encontraba tan lejos que incluso las luces quedaban escondidas por los árboles, aunque aún podían oír la dulce tonada del acordeón.
La condujo con suavidad, moviéndose al son de la música. Ella sintió el calor de su cuerpo, el ritmo de sus extremidades. Bailaron como una sola persona, perdidos en el mismo sueño, o eso creyó Joanne. Era como si estuvieran solos en un planeta lejano, el primer hombre y la primera mujer, existiendo antes del inicio del tiempo, bailando a la música de las esferas. Deseó que durara para siempre.
Pero sabía que algo tan dulce jamás duraba. Debía atesorar ese instante precioso, porque quizá fuera lo único que tuviera.
– Joanne -habló en voz baja-, mírame.
Ella alzó la vista y encontró su boca muy cerca. Sus ojos la inmovilizaron un momento, antes de apretar más los brazos y tocarle los labios con los suyos.
Ella se sintió florecer a la vida bajo ese beso tan ansiado. Era el hombre al que amaba, sin importar lo mucho que se esforzara para lo contrario. Él era su destino, y Joanne se hallaba en sus brazos, sintiendo sus labios.
Fue un beso como el que podría haber dado un joven, inseguro de ser bien recibido, temeroso de ofender. Pero a medida que adquiría seguridad los labios se tornaron ardientes, decididos. Ella se pegó a Franco, buscando con pasión caricias más profundas, y él respondió abriéndole los labios.
En ese momento estuvo lista para entregarse toda, en corazón, cuerpo y alma. Lo daría todo por una noche de felicidad sin pensar jamás en el precio. Pero en ese instante un demonio habló en su cabeza. Tenía la voz de Franco y le dijo: «Debes oír, para que aprendas que jamás debes confiar en mí».
Su advertencia había proyectado una sombra sobre cada beso, cada palabra amable. Arruinó ese momento que podría haber sido tan hermoso. El hechizo se rompió y, a pesar de sus deseos, no hubo forma de recuperarlo.
Pudo sentir cómo crecía la pasión de Franco. El ardor de sus besos le dificultó pensar, pero sabía que no debía sucumbir. Acopió todas sus fuerzas y se apartó.
– Joanne…
– Por favor -suplicó ella-. Déjame. Hemos de frenar esto.
– ¿Por qué? -demandó con urgencia.
– Debemos volver. Se darán cuenta de que nos hemos ido.
– ¿Es el único motivo? -dejó caer los brazos, pero ella aún podía sentir su temblor.
– Des… desde luego -tartamudeó.
– ¿Estás segura de que no tiene nada que ver con Leo Moretto? -inquirió él con voz súbitamente áspera.
Durante un momento ella no supo de quién hablaba. Se hallaba tan inmersa en el encantamiento con él que ningún otro hombre existía.
– ¿A qué te refieres?
Con un esfuerzo Franco se apartó de ella. Vio que se mesaba el pelo con ambas manos. Todo su cuerpo irradiaba tensión. Al fin dio la impresión de que le parecía seguro hablar.
– Anoche os vi juntos, vi la pasión con la que lo besaste. Oí cuando él te dijo: «Carissima, te adoro». Adora, pero no sabe cómo amar. Amar a una mujer es cuando ella se mete tan dentro de tu piel que no ruedes olvidarla, sin importar lo mucho que lo intentes. Significa observar su rostro para saber qué la complace, qué le duele. Significa estar despierto, pensando en ella en brazos de otro hombre, queriendo…-calló y respiró hondo.
– Franco, ¿qué es? -preguntó, sin atreverse a creer que hablaba de ella.
– ¡Nada! Sólo quería… tú diste a entender que yo te había empujado a sus brazos -dijo, incómodo-. Y no quería eso en mi conciencia.
Joanne deseó preguntar: «¿Sólo es eso?» Pero era demasiado esperar que estuviera celoso. Las cosas iban muy deprisa, y la dejaban en un torbellino.
Franco alzó la vista para mirarla y ella observó en sus ojos algo próximo al deseo de su corazón. Pero una vez más podía estar engañándose a sí misma. Sus próximas palabras se lo aclararían.
– ¡Papá! ¡Papá!
El sonido de la voz de Nico pareció plantarse entre los dos. Fuera lo que fuere que pensara decir Franco, ya no lo haría. Percibió el aturdimiento en su cara al volver al mundo real, y supuso que reflejaba el suyo propio. Se obligó a girar hacia la dirección por la que Nico corría entre los árboles.
– Papá, la gente se prepara para irse -gritó-. Todo el mundo quiere saber dónde estás -los miró con expresión inocente.
– Tu padre me enseñaba la panorámica del valle -Joanne fue la primera en recuperarse-. Es hermosa.
Franco habló antes de que Nico pudiera formular una pregunta.
– Pero debemos regresar ya -comunicó deprisa-. Jamás debí descuidar a nuestros invitados.
– Zia? -Nico alargó una mano hacia ella.
– Me quedaré aquí un rato más -regresar con Franco sería demasiado obvio.
Les dio ventaja, luego los siguió. Logró entrar en la cocina sin que la vieran. Celia estaba lavando los platos; Joanne recogió un trapo y se puso a secar. Para su alivio la casera no le hizo preguntas.
Desde el exterior le llegó la voz de Franco al despedirse, el sonido de las puertas de los coches al cerrarse. Al rato reinó la tranquilidad. Nico entró corriendo, seguido de Franco, y le plantó a Celia un beso sonoro.
– Gracias por mi fiesta -dijo. También besó a Joanne-. ¿Subes conmigo?
– Creo que esta noche sólo será tu papá.
– Vamos, Nico -llamó Franco-. ¡Uff! No me estrangules. ¡Y ahora a dormir!
– Vaya con ellos -instó Celia.
– No -insistió Joanne-. Me quedaré aquí a ayudarte.
Celia guardó silencio. No tenía sentido insistir ante la expresión que había puesto. Al acabar, la casera miró en derredor.
– ¿Dónde están esos cachorros?
– Salieron al jardín hace unos minutos. Vete a la cama. Yo los buscaré -Celia se marchó y ella salió al exterior. Las bombillas de colores seguían encendidas, proyectando un destello mágico sobre la casa y el jardín-. Pepe -llamó en voz baja-. Zaza -oyó un leve crujido entre los matorrales y fue a investigar-. Zaza, ahí estás. Vamos, es hora de irse a dormir -alzó en brazos la bola peluda y continuó la búsqueda-. Pepe, ¿dónde estás?
– La tengo aquí -llegó la voz de Franco.
Joanne se dirigió al sitio donde se encontraba con Pepe bajo el brazo. Le quitó a Zaza, depositó ambos cachorros en el suelo y los encarriló a la casa.
– No huyas -pidió él-. Tengo cosas que decir. Prometo no tocarte -se metió las manos en los bolsillos y se dirigió hacia los árboles. Joanne lo siguió a unos pasos de distancia, sin llegar a su lado, cuando se detuvo y se apoyó en un tronco. Parecía tener problemas para encontrar palabras-. Estás molesta conmigo -comenzó al fin-. Y no puedo culparte. No tenía derecho a besarte. No sé qué me sucedió. Me disculpo.
– No necesitas hacerlo -repuso ella, intentando ocultar su decepción.
– Te equivocas. Mi única excusa, después de tanto tiempo, es que aún estoy un poco loco -Joanne se aproximó un poco, conmovida por la desolación que captó en su voz-. Camino y hablo como un hombre normal -continuó Franco-, pero dentro… -se tocó el pecho-… todavía reina la confusión, palabras que no puedo pronunciar, pensamientos que temo.
– No hace falta que me hables de esos pensamientos -musitó; alargó la mano y él se la estrechó con fuerza-. Ya me advertiste sobre ellos. Puedo arreglármelas.
– Eres muy generosa con mi egoísmo -comentó con un deje de amargura.
– Franco, yo… -calló, sorprendida por la idea que se le había ocurrido, y por la fuerza del impulso de plasmarla en palabras. No parecían ser suyas. No sabía de dónde salían, pero la necesidad de expresarlas fue abrumadora-. Creo que debe haber un sitio para ti donde la tristeza termine y la vida merezca la pena vivirse otra vez -empezó con titubeos-.Y quizá yo pueda ser el puente hacia ese sitio. Te perturba mirarme porque la mitad de mí es Rosemary y la otra mitad no lo es. Si la mitad que es ella puede serte de ayuda, entonces… entonces aprovéchala. Y cuando llegues al otro lado del puente, estarás a salvo.
– ¿Y tú? -preguntó, mirándola con curiosidad-. ¿Qué será de ti cuando te haya usado de esa manera?
– Bueno, para eso están los puentes. Los dejas atrás. No te sugiero algo que no pueda superar.
– ¿Y qué parte desempeña Leo Moretto en todo esto?
Iba a decir que ninguna, cuando se le ocurrió que si Franco pensaba que tenía otro hombre a quien recurrir al final, le resultaría más fácil aceptar su ofrecimiento.
– Leo es asunto mío -afirmó-. Sabe qué lugar ocupa conmigo, y yo el que tengo con él.
– ¿Y cuál es exactamente?
– No importa.
– ¿Quieres decir que me ocupe de mis propios asuntos? En ese caso, podría preguntarte por qué me devolviste el beso, aunque conozco la respuesta. Siempre fuiste una persona muy amable -antes de que ella pudiera hablar, oyeron el ruido de un coche al acercarse-. ¿Quién será a esta hora? -musitó Franco-. ¡Maldita sea! ¡Hablando del diablo!
Leo frenó de golpe y bajó del vehículo.
– Ciao, Franco -agitó una mano con alegría-. Ciao, Joanne.
– Qué sorpresa -comentó Franco con voz tensa-. ¿Te esperaba?
– Deberías haber sabido que no iba a perderme el cumpleaños de Nico. He venido para traerle su regalo -sostenía un paquete envuelto en papel marrón.
– Eres muy amable -agradeció Franco-. Me temo que mi hijo se ha ido a la cama.
– No, todavía no -sonó la voz de Nico desde arriba-. Hola, tío Leo.
– Muy bien, puedes bajar -indicó Franco con tono resignado en el que Joanne pudo detectar una corriente de ira, dirigida hacia Leo, y no a su hijo.
La cabeza de Nico desapareció de la ventana y unos momentos después hizo acto de presencia con el pijama puesto.
El regalo de Leo era un rompecabezas. Ayudó a Nico a abrirlo y a depositarlo sobre la mesa bajo los árboles.
– Y ahora esperará que lo invite a cenar -gruñó Franco en su oído.
– ¿Y por qué no? Es un viejo amigo. Deja de fruncir el ceño.
En respuesta, le lanzó una mirada hosca.
Leo y Nico tenían las cabezas pegadas sobre el rompecabezas, riendo. Celia colocaba comida en la mesa.
– Al ver llegar al Signor Leo supe que querría comer -explicó.
– Allá a donde voy me siento como en casa -expuso Leo con alegría, como ajeno a la atmósfera reinante-. ¿Has tenido un buen día? -se dirigió a Joanne, a quien lanzó un beso por el aire.
– Sí, gracias. Todos nos hemos divertido mucho con el cumpleaños de Nico.
– Bien. Si quieres, mañana te llevaré a Turín.
– Eres muy amable -intervino Franco con educación-, pero puedo llevarla yo mismo, cuando esté lista para marcharse.
– De todos modos, yo tendré que ir mañana.
– ¿Por qué no venir conmigo?
– Los clientes de Joanne le han dado permiso para que se ausentase el tiempo que deseara -dijo Franco-.Tú los oíste.
Riendo, Leo se levantó de la mesa y asió la mano de ella.
– Espera oír lo que he planeado -bromeó-. Conozco un pequeño restaurante en Asti, muy íntimo…
– El sitio donde llevas a todas tus conquistas -cortó Franco con frialdad.
– Ah, pero Joanne no es una conquista. Está haciendo que me esfuerce para ganarla, ¿no es verdad, mi amore? Mañana te invitaré a la mejor comida y vino del Piamonte, y luego conozco un sitio donde…
– Me temo que tus planes tendrán que esperar -interrumpió Franco-. Nico y yo vamos a ir al lago Garda una semana… y Joanne vendrá con nosotros.