Prólogo

La lápida se alzaba a la sombra de los árboles. Un pequeño arroyo corría cerca y las flores llegaban hasta el pie del mármol blanco. El grabado ponía que allí yacía Rosemary Farelli, amada esposa de Franco Farelli, y madre de Nico. Indicaba que había muerto un año atrás, a la edad de treinta y dos años, y con ella, su hijo nonato.

Había otras lápidas en la parcela mortuoria de los Farelli, pero sólo ésa tenía la hierba muy hollada, como si alguien se viera atraído a esa tumba una y otra vez, alguien que aún no se había reconciliado con el demoledor final que indicaba esa piedra.

Tres figuras aparecieron por el pequeño bosque que rodeaba la parcela. La primera era una mujer de mediana edad con expresión sombría y porte erguido. Detrás de ella iba un hombre que había pasado los treinta años, cuyos ojos oscuros exhibían una desolación terrible. Apoyaba levemente una mano sobre el hombro de un niño pequeño que caminaba a su lado, con las manos llenas de flores silvestres.

La mujer se acerco a la tumba y la contempló un momento. El rostro era duro e impasible. Un desconocido que hubiera pasado por allí podría haberse preguntado si sentía algún afecto por la mujer muerta. Al final se hizo a un lado y el hombre se adelantó.

– Deja que me lleve a Nico a casa -dijo ella-. Éste no es lugar para un niño.

– Es el hijo de Rosemary -el rostro del hombre estaba ceñudo-. Es su derecho… y el de su madre.

– Franco, está muerta.

– Aquí no -musitó al tiempo que se llevaba la mano al pecho-. Nunca -bajó la vista al niño-. ¿Estás listo, piccino?

El pequeño, que era tan rubio como su padre moreno, alzó los ojos y asintió.

– Son para ti, mamá -dijo.

Cuando dio un paso atrás, la mano de su padre reposó de nuevo en su hombro.

– Bien hecho -le susurró a su hijo-. Estoy orgulloso de ti. Ahora ve a casa con la abuela.

– ¿Puedo quedarme contigo, papá?

– Ahora no -el rostro de Franco Farelli se mostró amable-. Debo permanecer a solas con tu madre -no se movió hasta que se fueron. Cuando sus pisadas se perdieron en el silencio, avanzó hacia la lápida y se arrodilló ante ella, musitando-: Te he traído a nuestro hijo, mi amore. Mira cuánto ha crecido, lo fuerte y hermoso que es. Pronto cumplirá los siete años. No te ha olvidado. Todos los días hablamos de «mamá». Lo estoy criando como tú querías, para que recuerde que es tanto inglés como italiano. Habla la lengua de su madre y de su padre -los ojos se le nublaron por el dolor-. Cada día se parece más a ti. ¿Cómo puedo soportarlo? Esta mañana me miró con aquella sonrisa tuya, y fue como si tú te hallaras presente. Pero al siguiente instante volviste a morir, y el corazón se me partió. Ha pasado justo un año desde que falleciste, y el mundo sigue oscuro para mí. Al partir te llevaste el júbilo. Intento ser un buen padre para nuestro hijo, pero mi corazón está contigo y mi vida es un desierto -alargó una mano para tocar el frío mármol-. ¿Estás ahí, amada? ¿A dónde has ido? ¿Por qué no logro encontrarte? -de pronto perdió el control y con dedos nerviosos se aferró al mármol, cerró los ojos y emitió un grito de aguda angustia-. ¡Vuelve a mí! Ya no puedo soportarlo más. ¡Por el amor de Dios, vuelve a mí!

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