Capítulo Nueve

– ¡Leo! -repitió-. ¿Qué haces aquí?

– No pareces muy encantada de verme -repuso él con tristeza-. Sobresaltada, sí. Pero no encantada. Deja que te invite a un café -fueron a sentarse a la terraza de Luigi's-. Iba a llamar a tu puerta. Qué suerte encontrarte sin la mirada asesina de Franco.

– ¿Qué haces aquí, Leo? -preguntó otra vez. Empezaba a mostrarse suspicaz.

– ¿Qué crees que estoy haciendo?

– Creo que has venido para alguna maldad.

– Bueno… -sonrió-, reconozco que eso me gusta. Vamos, ¿no estás un poco contenta de ver a un hombre que te adora?

Las palabras hicieron que se enfrentara al hecho de que no le gustaba nada. Se sentía más bien irritada con él por amenazar con estropear esos días mágicos.

– Claro que sí -insistió él-. Quizá no muy contenta, ya que te aferras como una tonta a Franco. Pero sí un poco -su actitud era bromista pero confiada, como un niño que supiera que podía librarse de todo.

– Ni siquiera un poco -informó.

– Podrías ser deprimente para un hombre que no tuviera mucha seguridad en sí mismo -se quejó.

– ¿Qué sabes tú sobre la falta de seguridad? -inquirió ella con una sonrisa renuente.

– Pongámoslo de esta manera. Si dijeras que no te gustaba nada, no te creería. Porque aún recuerdo el beso que me diste aquella noche en casa de los Antonini. Si Franco no hubiera aparecido… ¿quién sabe?

– Me gustabas un poco -expresó-. Me recordabas mucho a alguien, aunque no se me ocurría a quién. Desde entonces lo he descubierto.

– ¡Aja! ¡Eso está mejor! ¿A quién te recordaba? ¿A Mel Gibson? ¿A Warren Beatty?

– A Franco, tal como era hace unos años.

Por una vez Leo se quedó atónito. Abrió y cerró la boca, y soltó el aire.

– Bueno, supongo que ha vuelto a hacerlo -indicó.

– ¿Hacer qué?

– Hace años me frenó en el palio. Y ahora se repite la misma historia. No puedo ganarle.

– Depende de lo que intentes ganar. En realidad a mí no me quieres. Sólo estás jugando.

– ¿Y tú no quieres jugar conmigo?

– No.

– Entonces, ¿no me acompañarás esta noche a cenar?

– No, pero te invitaré a cenar a casa con Franco, Nico y yo.

– Gracias -hizo una mueca-, pero declino una invitación tan encantadora. Apenas dispongo de tiempo para volver a casa. No hay nada que me retenga aquí, ¿verdad?

– No -contestó con firmeza-. No lo hay. Adiós, Leo.

De regreso a casa debatió si contarle a Franco la visita de Leo, pero decidió en contra. Puede que pensara algo equivocado.

Los dos ya habían llegado. Era evidente que había sido un día agotador, ya que no tuvieron mucho que decir sobre lo que habían hecho. Franco parecía un poco distraído, y rechazó la invitación de Gina de ir a cenar con ellos.

– Gracias, pero esta noche no -esbozó una sonrisa fugaz-. Cenaremos fuera.

Encontraron una pequeña trattoria y pidieron pasta y sopa de pescado. Joanne estaba desconcertada. Sobre ellos parecía haber caído un extraño silencio. Todos se alegraron cuando la velada terminó.

La noche anterior había dormido como un tronco. Esa noche se sintió inquieta y no paró de moverse hasta las dos de la mañana. Al final se levantó y se puso una bata con la intención de bajar.

Pero en el pasillo oyó su nombre y se detuvo. El sonido procedía del cuarto de Nico. Por la puerta abierta Joanne pudo ver a Franco sentado en la cama, escuchando a su hijo.

– Pero ¿por qué la tía Joanne no nos contó que quería ver al tío Leo, papá? ¿Por qué fingió que no le gustaban los botes?

– Quizá pensó que no nos gustaría que lo viera.

– ¿A la tía Joanne le gusta más el tío Leo que tú?

– Tal vez. Nosotros le gustamos de forma diferente. Sabes que no somos sus dueños.

– Pero ¿no vas a casarte con la tía Joanne?

Había estado a punto de empujar la puerta, decirles que los había oído y aclarar el malentendido. Pero ante esa pregunta se quedó quieta. El silencio pareció prolongarse una eternidad hasta que Franco habló.

– No lo sé.

– ¿No sería estupendo si lo hicieras? -comentó Nico con añoranza.

– Sí, lo sería -coincidió él en lo que Joanne consideró una voz extraña.

– ¿No puedes hacer que el tío Leo se vaya?

– ¿Y si no se va?

– Lo hará si le dices que a la tía Joanne tú le gustas más.

Silencio.

– Ya ha sido suficiente por esta noche, hijo -dijo él con tono atribulado.

Joanne retrocedió. Había oído demasiado y demasiado poco. Suficiente para saber que Franco estaba al tanto de su encuentro con Leo y que pensaba que ella lo había arreglado. Suficiente para saber que le importaba. Pero no lo bastante como para saber por qué o qué sentía realmente por ella. Quiso reír y llorar.

Franco arropó a su hijo, le dio un beso y se dirigió hacia la puerta. Se quedó allí largo rato contemplando al niño dormido. Al salir al pasillo se detuvo y se preguntó si había oído un ruido. Pero el corredor estaba vacío y la casa silenciosa.

– A propósito -comentó de forma casual a la mañana siguiente durante el desayuno-, ayer me encontré con Leo en el poblado; tomamos un café.

– ¿Y por qué tuvo que venir? -preguntó Nico con tono rebelde-. No lo queremos.

– Nico, no seas descortés -amonestó Franco. Pero habló sin énfasis, como si en secreto estuviera de acuerdo con su hijo.

– Bueno, pues ya se ha marchado, así que no volveremos a verlo -indicó Joanne con alegría-. Sólo venía de paso.

– ¿Seguro que no volverá? -demandó Nico.

– Si lo hace, le diré que no lo queremos -prometió ella.

Nico pareció más feliz y Joanne se sintió aliviada. Lo peor habría sido que el pequeño pensara que los había engañado para ver a Leo en secreto. Franco le sonrió, como si también él se hubiera librado de un peso.

– ¿Podemos ir a la playa? -inquirió Nico.

– Podemos hacer lo que te apetezca -señaló su padre con cariño-. A la playa pues.

En su habitación Joanne no se decidía por el traje de baño o el biquini. Al final respiró hondo y se puso el biquini, cubriéndose con la falda de colores vivos.

Los dos la esperaban impacientes al pie de las escaleras.

– Nico dice que si no te das prisa el agua se habrá ido -comentó Franco. Salieron de buen humor.

En el acto los vio la familia Terrini, que se unió a ellos con algarabía. Nico se fue a jugar con los otros niños, mientras dos de los jóvenes Terrini, adolescentes, se sentaron a admirar a Joanne.

El día anterior la habían tratado con distante respeto, como correspondía a la esposa de un hombre mayor que ellos. Pero era evidente que habían descubierto que Franco y ella no estaban casados, aparte de que Gina les habría contado que tenían habitaciones separadas. Se sintieron libres para arrojarse a sus pies.

Al quitarse la falda para ir a nadar silbaron con admiración y se pelearon para ver quién se mantenía más cerca de ella en el agua. Luego, mientras todos disfrutaban de un refrigerio, los jóvenes se desvivieron por anticipar cualquiera de sus deseos. Pero la situación se volvió un poco caótica cuando anunciaron su intención de salir en el bote con ella.

– Imposible -Joanne trató de descartar el asunto con una sonrisa-. Me pongo nerviosa en los botes.

– Pero te mantendremos a salvo -protestaron ellos-.Vendrás con nosotros.

Durante unos minutos hubo un tira y afloja, hasta que por último la agarraron de las manos y comenzaron a empujarla por la arena hasta el borde del agua.

– ¡No! -gritó, algo alarmada.

– Está bien. Cuidaremos de ti.

– ¡Basta! -la voz de Franco fue como el restallar de un látigo-. Soltadla.

Los jóvenes se lo quedaron mirando, asombrados por la transformación de alegre compañero a hombre con una encendida ira en los ojos. Para recalcar su orden rodeó la cintura de Joanne y la apoyó con firmeza contra él, soltando un comentario seco en veneciano. Ella no entendió el significado, pero los chicos la soltaron y se apartaron con expresión avergonzada.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Franco sin soltarla.

– Sí… estoy bien -esperó no sonar tan jadeante como se sentía. El biquini ya no parecía tan decoroso al notar la piel de él.

– Sólo son niños. No pretendían asustarte, pero no saben cuándo poner fin a una broma.

– Sí, desde luego.

– ¿Estás segura de que te encuentras bien? -le tocó levemente la cara-. Aún pareces inquieta.

No estaba inquieta, sino agitada por su proximidad. ¿Cómo podía sostenerla de esa manera, medio desnuda, delante de todo el mundo y mantenerse tan tranquilo?

Entonces vio palpitar la vena de su cuello y comprendió que no se sentía nada tranquilo. Sin previo aviso apretó más el brazo en torno a su cintura y le plantó un beso. Fue algo breve, y de inmediato él se apartó riendo un poco nervioso.

– Ya no volverán a molestarte -musitó-. He dejado bien clara la situación.

– ¿Y está clara para ti? -susurró ella.

– No, en absoluto -respiró entrecortadamente-. Se torna más confusa por momentos.

La soltó y se volvió con rapidez. Joanne sintió que se le ruborizaba todo el cuerpo mientras el clan de los Terrini miraba e intercambiaba unos gestos de asentimiento y sonrisas de comprensión.

Después de aquello no tuvo ninguna posibilidad de disfrutar de un momento de privacidad. Las madres de los jóvenes se acercaron para disculparse por la conducta de sus hijos. Para que se sintieran mejor las acompañó a la casa a tomar un café y a charlar; todos rieron ante las dificultades idiomáticas y lo pasaron bien. Pero Joanne sabía que pensaban en la escena de la playa y la miraban con curiosidad.

Después de la cena se sintió aliviada al poder dejar de ser el centro, salvo durante un incómodo momento en que los jóvenes se disculparon, con los ojos nerviosos posados en Franco. Les dijo que lo olvidaran y ellos salieron alegres.

Al ver el cansancio de Nico, Joanne se despidió de todos. Franco la observó con mirada tierna mientras llevaba a su hijo en brazos. Al rato se dio cuenta de que Papá Terrini le hablaba.

– Perdón -se disculpó en el acto.

– Preguntaba si querías un poco más de vino.

– No… sí… gracias.

– ¿Es un sí o un no? -preguntó Papá con paciencia.

– Hmm… un no, supongo.

– Amigo mío, estás en mala forma.

– Sí, creo que sí -musitó Franco. Se obligó a sonar alegre-. Quiero decir, sí, gracias, tomaré otro vaso.


Joanne depositó al pequeño en la cama y comenzó a quitarle la camisa y los vaqueros. Él la ayudó un poco moviéndose en su sueño, y cuando lo cubrió con el edredón aún no había abierto los ojos.

Pero una parte de su mente aún seguía con ella, ya que se aferró a su mano. Joanne se sentó en la cama y esperó. Cuando la respiración regular le indicó que dormía, se soltó con gentileza. Se agachó, le besó la frente y salió de la habitación.

Gina se encontraba en la cocina después de seguirla. Joanne le sonrió y salió de la casa. Necesitaba un paseo bajo la fresca brisa.

En la playa se quitó los zapatos y paseó hasta el borde del agua, dejando que la paz del lago la invadiera. En la atmósfera flotaba el dulce sonido de un acordeón.

– ¿Se ha quedado dormido?

Sobresaltada, giró y vio a Franco sentado en un bote invertido en la playa. No había notado su presencia.

– ¿Nico? Sí, ni siquiera despertó cuando lo desvestí.

– Confía en ti. Me alegro -sus ojos la invitaron y ella fue a sentarse a su lado en el bote, reclinándose un poco para observar las estrellas-. Ten cuidado, no te eches demasiado atrás -le sostuvo los hombros con el brazo.

Joanne no se movió y disfrutó de la sensación de su cercanía. En ese momento no pensaba en la pasión, sólo en la dulzura de estar juntos en silencio.

Franco quitó con gentileza el brazo y juntó las manos con la vista clavada en el agua. Al rato habló sin mirarla.

– ¿Qué me dices de Leo, Joanne?

– Ya lo sabes. Pasaba por aquí.

– Esa historia es apropiada para Nico, no para mí. Condujo hasta aquí con un objetivo claro. ¿Intercambiasteis las palabras de los amantes? Sé que no tengo derecho a preguntártelo. Pero, de todos modos, lo hago -su voz y su actitud no revelaron nada, pero ella percibió su tensión y se preguntó si el corazón le latía con tanta fuerza como el suyo-. No me respondes -añadió él al fin-. Tal vez esa sea mi respuesta. ¿Te marcharás pronto con él?

– Desde luego que no. ¡Como si pudiera abandonar a Nico de esa manera!

– ¿Y a mí, Joanne? -preguntó en voz baja.

– No, tampoco te abandonaría a ti.

– ¿Le dijiste a Leo que se fuera y que volviera más tarde?

– No, le dije que se fuera.

– ¿Sólo eso? -se volvió para mirarla.

– Sólo eso. Nunca hubo nada -sonrió-. Aún sigue furioso contigo por provocar que cayera en el palio.

– Lo sé. Siempre lo estará. Somos cordiales en nuestro trato, pero no para de buscar formas de molestarme. Y en esta ocasión lo ha conseguido -le tomó la mano-. Me importa. Puede que no tenga derecho, pero me importa.

– No hay nada de qué preocuparse, Franco. De verdad.

No respondió directamente, sino que se quedó sentado contemplando la mano de ella en la suya.

– He empezado a recordar cosas de ti de hace ocho años. El modo en que cuidaste de Ruffo para mí aquella vez que tuve que marcharme y tú te quedaste con él toda la noche. Le salvaste la vida.

– Tú lo salvaste al rescatarlo de aquellos brutos.

– Ese sólo fue el comienzo. Tú le diste amor. Vi cómo te recibió después de todos estos años. Te recuerda. Igual que yo te recuerdo.

Guardó silencio. Joanne tuvo la impresión de que se hallaba sumido a medias en un sueño. ¿Cuánto de lo que decía era recuerdo y cuánto proyección desde el presente? Sea cual fuere la respuesta, era muy dulce estar sentada allí sosteniendo su mano.

– ¿Qué recuerdas, Franco?

– ¿De ti? Muchas cosas. La forma en que siempre tenías prisa, tu vitalidad, tu deseo de hacerlo todo en el acto. Eras tan joven y abierta. En ti parecían anidar todas las posibilidades del mundo. Pero a veces captaba una expresión extraña en tu cara, como si tuvieras un secreto que te entristeciera. ¿Por qué?

– No lo recuerdo -repuso-. Todo parecía tan importante a esa edad.

– ¿Y luego creciste y las mismas cosas ya no son importantes?

– Bueno… algunas lo son. Otras incluso lo son más.

Él enarcó una ceja con curiosidad, pero ella se cerró. Se había acercado a la verdad lo más que se atrevía, pero ya no pensaba avanzar más.

– Solíamos poder hablar como amigos, ¿no? -inquirió Franco.

– Casi todas nuestras conversaciones se reducían a la promesa que me pedías de no contarle a tu madre algo que habías hecho -rió.

– Es verdad -también él sonrió.

– Pero si ahora necesitas una amiga, aquí estoy para ti.

– ¿Y es lo único que serás para mí Joanne?

– No lo sé -musitó-. El tiempo lo dirá.

– Qué sabia eres. Al principio me mostraba renuente a traerte aquí, donde fui tan feliz con ella. Pensé que no sería justo para ti, y me daban miedo los recuerdos. Pero ahora los recuerdos son todos amables. Esta noche me siento en paz por primera vez en un año, como si el mundo volviera a ser un lugar bueno, un lugar donde puedo encontrar un hogar. Y eso es gracias a ti.

Sin soltarle la mano, se levantó y la condujo de vuelta a la casa. Se despidieron de Gina, y mientras él echaba los cerrojos, Joanne se deslizó arriba para comprobar el sueño de Nico. Dormía en la misma postura que lo dejó. Franco se acercó por detrás y los dos se quedaron mirando un rato antes de retroceder en silencio.

– Joanne -susurró ante la puerta de ella-. Joanne…

La besó con gentileza, sujetándole la cara con una mano mientras exploraba su boca con movimientos lentos y tentativos. Cuando sintió que se apoyaba en él dejó caer el brazo y la pegó a su cuerpo.

No se pareció en nada a la última vez, cuando Franco la besó con fiera urgencia. En ese momento ella pudo sentir su incertidumbre, como si cada paso fuera un campo de minas. Ambos estaban inseguros, sin saber qué les aguardaba delante, pero queriendo hallar el camino hacia el otro.

– ¿Estoy loco? -murmuró Franco contra su boca.

– Si lo estás, entonces yo también.

– Llevo todo el día deseando besarte… y ayer… cuando te vi con Leo podría…

– Shh, ya te lo he explicado.

– Te lo advertí, soy un hombre celoso. Y ahora dime que no tengo derecho a estar celoso. Dime que lo que haces no es asunto mío… si puedes.

Resultaba difícil buscar palabras mientras su boca abría un surco ardiente a lo largo de su mandíbula. Sus palabras la tentaron, pero su boca la tentó aún más. Respiró agitadamente.

– No tienes necesidad de estar celoso -musitó con dificultad.

– Tengo celos de todos los hombres que te miran. No me faltaron ganas de juntar con fuerza las cabezas de esos muchachos.

– Si son sólo niños -le recordó sus propias palabras.

– Te miraban con ojos de hombres, y quise apartarte de su vista. Ahora lo único que me importa eres tú, y la sensación tan grata que es tenerte en mis brazos. Dime que tú sientes lo mismo.

Le respondió, pero no con palabras, sino con la boca y el movimiento de sus manos. Se encontraba donde quería estar, y no había nada más salvo ese hombre y el amor que sentía por él. Sin palabras ni discusiones, sólo la maravillosa sensación de su proximidad, que la anhelaba con todo su ser. Y la gloriosa certeza de que podía darle lo que él necesitaba.

En silencio abrió la puerta y de la mano lo condujo al interior de la habitación. El cuarto se hallaba a oscuras, salvo por la luz de la luna que penetraba por el ventanal. Fuera el lago estaba en calma, centelleante, como una escena sacada de un mundo hermoso y nuevo. Ése era todo el mundo que Joanne anhelaría alguna vez.

Franco la aprisionó con los dos brazos al tiempo que apoyaba la mejilla en su cabello.

– ¿Estás segura? -susurró.

– Estoy muy segura. Shh, no hagas preguntas.

Le enmarcó el rostro entre las manos y la observó con intensidad. La besó, no en la boca, sino en la frente, luego en los ojos, casi sin tocarla. Al fin depositó los labios en los suyos y la besó como si reclamara su posesión. Ella se entregó sin ninguna reserva. Si la deseaba, era suya para que la reclamara.

Aún llevaba la falda amplia sobre el biquini. Franco hizo a un lado las tiras y luego soltó la presilla a su espalda. Joanne tenía los pechos llenos por la potencia de su deseo, con los pezones como dos cumbres orgullosas. Supo que al verlos y tocarlos comprendería la pasión que sentía por él. Respiró hondo cuando bajó las manos para cubrirlos en su totalidad.

La delicadeza de él fue una revelación. La acarició como si pudiera romperse, o quizá lo que temía quebrar era el hechizo que había entre ellos. Se quitó la camisa por la cabeza y la atrajo hacia su pecho. La sensación fue tan grata que ella jadeó.

Perdida en esa experiencia, apenas notó cuando él soltó la hebilla de la falda y ésta cayó. Con gentileza le quitó el resto de la ropa, luego se desprendió de la suya para conducirla hasta la cama y tumbarla con él. Se apartó un poco para mirar su cuerpo esbelto y elegante, la diminuta cintura, los pechos firmes y generosos. Se alegró por él, porque quería darle un regalo perfecto.

El cuerpo desnudo de Franco fue un deleite para Joanne. Lo había visto en pantalones cortos y conocía el ancho torso y los muslos musculosos. Pero la promesa de sus caderas estrechas y poderosas hizo que la sangre le hirviera. Quiso que le hiciera el amor en ese momento, pero qué dulce era yacer allí, dejando que él la preparara despacio y con ternura para el gozo que iban a sentir.

Allí donde él posaba la mano Joanne era consciente de unas sensaciones sobre las que sólo había soñado; se entregó a ellas con ansiedad. Franco pegó la cara entre sus pechos, amándola con suavidad con los labios y la lengua. Ella plantó las manos detrás de su cabeza y se arqueó, buscando un placer más hondo de sus hábiles manos y boca. Con cada movimiento sentía que un torrente de fuego corría por su cuerpo, hasta que sólo fue un centro de placer palpitante.

Ella había temido su inexperiencia, pero la fuerza de su amor desterró todas las dudas e hizo que todo surgiera de forma natural. Supo cuándo estuvo listo para colocarse encima de ella, y con fervor le dio la bienvenida. En el momento de su unión percibió su sorpresa al descubrir que era virgen, aunque en ese instante todo se perdió en la fusión de las sensaciones y emociones.

Joanne se movía con facilidad y naturalidad a su ritmo, dejando que él la guiara. Gimió de placer en voz baja, deseando más al tiempo que confiaba en él para lo que iban a experimentar. Al mirar su cara, vio su sonrisa de reafirmación y le respondió con una propia. En esa sonrisa estaba su corazón. Si después de aquello su vida se convertía en un desierto, aún tendría ese momento de júbilo.

Movió los labios sin pronunciar palabra. El placer subía en una espiral, transportándola en él. Su respiración se aceleró al sentirse atrapada en una fuerza que se hallaba más allá de su control. Cuando tuvo lugar la explosión de placer, sintió los brazos fuertes de él a su alrededor, protegiéndola mientras alcanzaban la cima y caían en un remolineante abismo.

Pero Franco seguía allí, abrazándola mientras temblaba. Cerró los ojos y se aferró a él, sintiendo que el éxtasis se convertía en satisfacción. Al fin había llegado a casa, y era un lugar maravilloso, como siempre había sabido que sería.

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