Joanne despertó con el canto de un gallo. Miró al reloj. Eran las tres de la mañana. Pensó que debía ser el mismo gallo de siempre. No podía haber dos con ese extraño sentido del tiempo.
Ocho años atrás, a menudo, la había despertado a la misma hora, hasta que se acostumbró a ello. En ese momento, igual que en el pasado, volvió a quedarse dormida con el cacareo en los oídos.
Dos horas después volvió a despertar. El gallo había concluido por aquel día y reinaba el silencio cuando apartó las persianas y contempló los viñedos.
Todo era mágico. Una leve niebla se alzaba desde la tierra. En la distancia sonaba una campana. Poco a poco las formas adquirieron más precisión y vio a un hombre que de pie, bajo un árbol, miraba hacia el valle. No logró percibir su rostro, aunque no fue necesario. La altura, el ancho de los hombros, la cabeza erguida… todo proclamaba que se trataba de Franco.
Estaba tan inmóvil como una estatua. Recordó que incluso de joven había poseído el don de la inmovilidad. Se preguntó qué pensamientos pasarían por su cabeza.
Al rato volvió a meterse en la cama. Fue Celia quien la despertó la próxima vez al entrar con una bandeja con café para indicarle que il padrone quería empezar pronto el día. Joanne se duchó y se vistió. Se sentía un poco nerviosa ante la idea de montar, porque hacía años que no se subía a un caballo.
Franco bebía café cuando bajó. Alzó la vista con una sonrisa en la cara, y ella experimentó sorpresa. Parecía fresco y relajado, y sus ojos exhibían calidez. También él llevaba puestos unos pantalones de montar, con una camisa blanca que recalcaba su piel bronceada.
– Toma un poco de café -ofreció, sirviéndole una taza-. Luego nos marcharemos. Por el camino podemos parar a comer algo.
– ¿A dónde iremos?
– Quiero mostrarte cómo ha crecido la propiedad. He comprado algo más de tierra.
Los caballos los esperaban en la entrada. La montura de ella era una yegua zaina llamada Birba. Era hermosa y parecía bastante dócil; no se movió mientras ella la montaba. Pero en cuanto estuvo encima sintió que un temblor recorría al animal, y recordó que birba significaba «pilluelo».
Pero la yegua parecía encontrarse de buen humor. Joanne se sintió entusiasmada al avanzar junto a Franco hacia la hermosa campiña. El sol aún subía por el cielo y el día tenía una temperatura placentera. A lo ancho del valle pudo ver cipreses y álamos blancos, los techos de tejas rojas de las cabañas y acres y más acres de viñedos.
– Franco, antes de que vayamos a ninguna parte -comentó-, ¿podrías mostrarme dónde está enterrada Rosemary? ¿Se encuentra en el cementerio de la iglesia?
– No, tenemos nuestro propio cementerio. Ven, te lo mostraré.
Condujo su caballo por la pequeña huerta que salía por el jardín que había en la parte trasera de la casa, para descender por un sendero bajo los árboles. De lejos Joanne pudo oír el borbotear de la corriente y de pronto emergieron a un pequeño claro.
Se veían varias tumbas, pero una era más reciente que las otras. Se encontraba cerca de los árboles y exhibía una sencilla lápida de mármol rodeada de flores. Los sauces colgaban sobre el agua. Era un lugar hermoso, sosegado, sereno, donde resultaba posible creer que Rosemary descansaba en paz.
Desmontaron y Franco se apartó con los caballos mientras ella se acercaba a la tumba y se apoyaba en una rodilla para tocar el frío mármol. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Hasta ese momento casi había sido como si Rosemary se hubiera ido a alguna parte para no tardar en regresar. Pero había algo definitivo en su lugar de descanso que de inmediato le hizo comprender la realidad. Olvidando a Franco, se llevó los dedos a los labios y los depositó en el mármol al tiempo que murmuraba:
– Adiós, cariño. Gracias por todo.
Cuando dio la vuelta vio a Franco a unos metros de distancia, junto a la corriente. Alzó la vista al oír que se acercaba.
– ¿Quieres que te espere? -preguntó ella.
– Ella lo entenderá -meneó la cabeza-. Sabe que volveré en otra ocasión. Vamos.
La ayudó a montar y dirigió su caballo al norte. El aire estaba despejado y en la lejanía Joanne vio las montañas coronadas de nieve. Se deleitó con la belleza de la mañana y la proximidad del hombre que aún tenía su corazón. Era una sensación distinta del júbilo que una vez le había inspirado. Pero resultaba muy real.
Había ampliado mucho sus tierras y diversificado las cosechas. Isola Magia siempre había cultivado las uvas Barbera, que se empleaban para fabricar un delicioso vino tinto seco. Pero ya había incorporado la cepa Barela, más oscura, y la vivaz Brachetto.
– Fue gracias a ella -explicó Franco-. Rosemary tenía un don especial para los negocios. Se empapó con los detalles del comercio de la uva y me convenció para que nos expandiéramos -sonrió-. Mi madre se mostró muy irritada. Dijo que Rosemary debería quedarse en casa para cocinar, aunque no sé cómo podría haberlo hecho cuando mamá jamás salía de la cocina. No sé. Entonces mamá dijo que era un insulto para papá, porque aún era oficialmente el jefe del negocio.
– Recuerdo a tu padre -comentó Joanne-. Era el hombre más campechano que jamás he conocido.
– Tienes razón. Claro que no se sintió insultado. Mientras pudiera comer y beber con sus amigos, no le importaba nada de lo que sucediera. Además, su salud empezaba a fallarle. Se había ganado jubilarse.
– ¿Y a ti no te importó que Rosemary realizara cambios en el negocio?
– Éramos como una persona -repuso con sencillez-. ¿Dónde terminaba ella y empezaba yo? Nunca lo supe.
Se detuvieron en una pequeña taberna y bebieron unos vinos que el posadero les aseguro que estaban hechos con uvas de Isola Magia. Comieron un antipasto piamontese, un plato de carne cruda macerada en zumo de limón con trufas asadas, trucha con espliego y albóndigas.
– No puedo más -protestó Joanne.
– Pero si sólo han sido unos aperitivos.
– Para mí ha sido una comida completa.
– De acuerdo, pararemos aquí luego -Franco jugó un momento con su comida antes de añadir-: La querías de verdad, ¿no? Creo que no lo supe hasta hoy.
– Sí, mucho. Durante largo tiempo estuvimos muy unidas.
– Rosemary hablaba de ti como una hermana, a veces como una hija.
– Lo mismo me parecía a mí -corroboró, despacio-. Yo tenía seis años cuando mis padres murieron. Ella le pidió a su madre que me dejara vivir con ellos. No creo que la tía Elsie se mostrara muy entusiasmada. Era viuda. Pero Rosemary no cejó, y me fui a vivir con ellas. Cuando la tía Elsie murió, Rosemary sólo tenía dieciocho años, pero se convirtió en mi madre. Y fue una madre maravillosa. Tendría que haber estado saliendo por ahí, teniendo citas, divirtiéndose, pero lo hizo todo a un lado para cuidar de mí. Perdió un montón de novios por ello.
– Entonces estoy en deuda contigo -alzó la copa-. Tú la mantuviste libre para mí. ¿Qué pasa? -sus ojos intensos habían captado el cambio en el rostro de ella-. Has pensado en algo. Dímelo.
– De pronto recordé el don que tenía para escribir pequeños versos… ella los llamaba coplas burlescas. Había una junto a mi plato del desayuno la mañana que me esperaba un examen importante. Me hizo reír, pero también ayudó a que me sintiera segura y querida. Quizá por eso aprobé. Rosemary podía conseguir eso y más para los demás.
– Sí -musitó él-. Podía.
– ¿Te escribió a ti esos versos?
– Solían caerse de mis calcetines -sonrió-, por lo general cuando tenía prisa. No siempre los aprecié como debería. Solía decirle: «Cara, por favor», pero ahora ya no están. Si supieras lo que daría porque un trozo de papel apareciera en el cajón de los calcetines. Nico los echa de menos incluso más. Ella solía cantarle canciones al acostarlo. Me alegro de que supieras una anoche. Significó tanto para él.
– ¿Te habló alguna vez de que algún día anhelaba escribir un «poema de verdad»?
– Sí. Lo ambicionaba, pero al final no lo consiguió. «Un poema que signifique algo de verdad», solía decir ella.
– Todo lo que hacía Rosemary significaba algo -dijo Joanne-. De no ser por ella, me habrían llevado a un orfanato, y probablemente habría terminado yendo de un hogar adoptivo a otro. Me salvó de eso, y siempre me prometí que algún día haría algo por ella para darle las gracias por todo.
– ¿Lo hiciste? -preguntó Franco al percibir una extraña nota en su voz.
– Sí -repuso, pensando en los años que se había mantenido lejos de él por miedo a nublar la felicidad de Rosemary-. Lo hice.
– ¿Vas a contarme qué fue? -inquirió, pasado un momento.
– No, no puedo. Era entre Rosemary y yo, y ni siquiera ella lo supo.
– Lo próximas que debíais estar a pesar de la distancia. Tú guardas los secretos de ella, y ella guardó los tuyos.
– ¿A qué te refieres?
– Cuando volvió de visitarte en Inglaterra, comentó algo muy extraño. Dijo que al fin había entendido por qué nunca venías a vernos.
– ¿Te dijo a qué se refería? -se quedó muy quieta, sin mirarlo.
– No. Pero por primera vez pareció feliz por ti. Le había entristecido mucho que no vinieras, pero a partir de ese momento dejó de sentirse así. Dijo que lo mejor que había pensado sobre ti era verdad. ¿Por qué? ¿Qué sucedió entre vosotras?
– Nada especial. Fue maravilloso tener a Nico y a ella conmigo. Charlamos y fuimos de compras, vimos la televisión. Cosas corrientes.
– Debiste decirle por qué nunca viniste a vernos.
– No. Jamás se mencionó. Ni una sola vez.
– Entonces, ¿qué comprendió? ¿Y cómo?
¿Era posible que, de algún modo, su prima hubiera adivinado la verdad? La idea cortaba el aliento.
– ¿Qué fue? -demandó Franco, observándola-. Lo has recordado, ¿verdad?
– Franco, por favor, no puedo hablar de ello. Puede que me equivoque…
– No lo creo. Ambas os comprendíais.
– Sí. Empiezo a darme cuenta de la profundidad de esa comprensión.
Él hizo una mueca y se encogió de hombros al ver que Joanne lo miraba con curiosidad.
– No es nada -dijo con brusquedad-. Es que… estoy celoso. Es una estupidez, pero estoy celoso. No me gusta pensar que se siente próxima a otra persona que no sea yo. Salvo Nico.
– ¿Sabes que hablas de ella en tiempo presente?
– ¿Sí? Tal vez. Aún es muy real para mí.
– ¿Estabas celoso mientras vivía?
– Soy un hombre celoso. Lo que es mío, es mío. Lo que pasa es que nunca me dio motivos. Ni yo a ella. Jamás me sentí tentado -vació la copa-. Si estás lista, vámonos.
Birba se movió un poco al montarla de nuevo. Joanne casi había olvidado que la yegua la ponía nerviosa, pero en ese momento el animal comenzó a mover la cabeza, en ningún instante fuera de control, pero tampoco lo bastante tranquila como para que ella se sintiera cómoda.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Franco.
– Sí -repuso con valentía.
Pusieron rumbo a casa y cabalgaron durante una hora antes de que él se detuviera junto a una corriente.
– Descansemos aquí un rato. Los caballos agradecerán poder refrescarse un poco.
Mientras hablaba, desmontó. Joanne estaba a punto de hacer lo mismo cuando oyó un zumbido. Una avispa daba vueltas alrededor de su cabeza. Agitó la mano para espantarla, pero con ello consiguió que se trasladara a la cabeza de Birba; de pronto la yegua se alzó sobre las patas traseras con un relincho. Al siguiente instante salió al galope, con Joanne aferrada a ella.
Oyó a Franco gritar. Birba parecía ir cada vez más deprisa, saltando sobre setos y zanjas como si no fueran nada. Joanne estaba aterrada, y sabía que caería en cualquier momento.
A su espalda oyó el sonido de cascos y giró la cabeza lo suficiente como para ver a un hombre joven en un caballo negro que poco a poco le daba alcance. Cuando llegó a su lado, estiró el brazo para asirla por la cintura y levantarla para acomodarla en su propia montura. Joanne se aferró a él y sintió que el animal reducía la velocidad mientras Birba continuaba su galope.
– Muy bien -comentó el otro con tono despreocupado-.Ya estás a salvo -tiró de las riendas y frenó.
– Gracias -dijo jadeante, mirándolo.
– ¡Rosemary! -exclamó, desvanecida la sonrisa de su rostro.
– No soy ella -gritó Joanne.
El hombre saltó a tierra y la ayudó a bajar. La sostuvo un momento, estudiando su cara. Parecía que aún no había cumplido los treinta años; era muy atractivo, con un rostro expresivo y alegre.
– No, claro que no eres Rosemary -comentó al fin-. Ella era una amazona intrépida, y jamás habría perdido el control de su caballo.
Por ese entonces Franco los había alcanzado. Saltó de su caballo y aferró el brazo de Joanne.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó con voz ronca.
– Estoy bien, gracias a…
– Me llamo Leo Moretto -indicó el joven-. Ciao, Franco.
– Vi lo que sucedió y te lo agradezco -Franco estrechó su mano-. Me alegro verte de vuelta, Leo. ¿Puedes esperar junto a Joanne mientras voy a buscar a Birba?
– Por supuesto.
– ¿La conocías bien? -preguntó ella cuando Franco se marchó.
– Vivo por aquí. La tierra de mi padre está colindante con la de Franco. Somos viejos amigos. Pero dime quién eres. ¿Veo fantasmas? ¿He bebido demasiado?
– No, desde luego que no -su forma cómica de hablar hizo que sonriera-. Soy Joanne Merton. Rosemary era mi prima. Sé que somos muy parecidas.
– Pero sólo por fuera. ¿En qué pensaba Franco cuando te dejó montar el caballo de Rosemary?
– ¿Era el caballo de ella? -Joanne sintió un escalofrío.
– Claro. Era su montura preferida. La montaba a menudo cuando recorría los viñedos con Franco.
– Comprendo -dijo casi sin voz.
Franco regresaba con Birba, otra vez dócil. Leo se dirigió a él.
– Me preguntaba en qué pensabas al darle a Joanne ese caballo. Sólo es una amazona moderada. Perdona, Joanne.
– No, es verdad -corroboró ella.
– Sí. Debí tener más cuidado -dijo Franco-. He olvidado… muchas cosas.
– Estamos cerca de mi casa -indicó Leo-. Venid a tomar algo; además, así podré ponerme al día de lo sucedido durante mi ausencia.
– No me apetece volver sobre Birba -comentó Joanne.
– Claro que no, montarás conmigo -anunció Leo-. No te preocupes, estarás a salvo.
Saltó con facilidad sobre el lomo del animal y acomodó a Joanne delante de él. Al principio ella se mostró nerviosa, pero el brazo de Leo en torno a su cintura la mantuvo a resguardo.
El hogar de los Moretto era una granja antigua, amplia y cómoda. Leo los condujo a un sitio agradable bajo los árboles, donde había una mesa, un par de sillas y una hamaca. Dejó a Joanne sobre los cojines de la hamaca y ocupó el asiento a su lado, dejando para Franco la otra silla. La casera les llevó una bandeja con vino y pastas y se marchó.
– ¡Claro! -exclamó Joanne de repente-. Ahora me acuerdo de ti. En el palio. Franco y tú chocasteis.
– Él chocó conmigo y me negó la victoria -gruñó Leo-. Hay una diferencia.
– Tú me impediste que te pasara -corrigió Franco con una sonrisa-. Pero eso ya es historia. Ahora somos buenos amigos.
– Por supuesto -Leo sonrió-. Y este año voy a ganar.
– Si no pierdes la cabeza -observó Franco con ironía. Luego se dirigió a Joanne-: Es un demente cuando se sube a un caballo.
– Me alegro de que lo sea -repuso ella-. Jamás vi galopar a alguien como él cuando fue a mi rescate.
– Rescatar a las damas hermosas es mi especialidad -al hablar le besó el dorso de la mano con un gesto que fue tan galante pero, al mismo tiempo, tan histriónico que ella tuvo que sonreír.
Los dos hombres, que resultaba evidente que se conocían muy bien, se dedicaron a hablar de cosechas, caballos y vino. Cuando al fin Franco se levantó para marcharse, la luz menguaba con celeridad.
Leo trajo tres caballos de los establos.
– No debes volver a montar en Birba -le dijo a ella-, así que he puesto tu silla en uno de mis animales.
– No hacía falta -indicó Franco con cierta irritación-.Yo iba a montar a Birba. Joanne estará perfectamente a salvo en mi caballo.
– Lo estará aún más en el mío -repuso Leo.
Partieron, con Franco sobre Birba y ella montada en el tranquilo animal de Leo.
– Lo siento -se disculpó él con incomodidad-. Te di a Birba sin pensarlo. Olvidé que no eras una amazona experta.
– No te preocupes. Después de tanto tiempo, ¿cómo podías recordarlo? Y la llevé bastante bien hasta que se asustó, ¿no? Aunque no tan bien como… -contuvo las palabras y lamentó haberlas pronunciado. Como si hubiera entendido sus pensamientos, Franco asintió.
Mientras regresaban a casa bajo el crepúsculo, se pusieron a hablar de nuevo de Rosemary. Joanne recordó historias que ya creía olvidadas, y, extrañamente, encontró cierto grado de felicidad al contarlas. Franco habló poco; en un momento ella guardó silencio, preguntándose si le prestaba atención.
– No pares, te escucho -instó él.
– Ya casi hemos llegado. Nico nos estará esperando.
– Celia lo habrá acostado. Mira qué hora es.
Celia se hallaba en la cocina cuando entraron.
– Nico ha sido un santo -comentó la casera.
– Subiré a ver si está despierto.
Franco se desvaneció y Celia indicó unos platos con aceitunas, carne, queso y vino en la mesa.
– Es la cena -declaró-. He de ir a encontrarme con mi amante -se marchó con paso digno.
Franco bajó en silencio y con una sonrisa.
– Duerme como un tronco.
– Franco, Celia acaba de decir que iba a encontrarse con su amante. ¿A su edad?
– No tengas prejuicios -comentó sin perder la sonrisa-. En este país sabemos que desde la mayoría de edad no existe límite para el amor. El caballero amigo de Celia es un hombre respetable con una esposa gruñona que no sabe cocinar. Dos veces por semana ella va a prepararle una comida decente y a ser «amistosa».
– Pero ¿dónde está su esposa mientras Celia hace todo eso?
– Se va a ver a su amante, desde luego. Todo es muy romántico.
Rieron juntos.