Capítulo Doce

– Otra semana -suplicó María-. Por favor, queremos que te quedes.

– Pero ya he terminado todos los cuadros -indicó Joanne-. Y me habéis pagado. No tengo excusa para quedarme.

– Salvo que nosotros queremos que lo hagas. La próxima semana daré una fiesta para exhibir los cuadros, y debes estar presente para explicarlos -indicó María con gesto triunfal.

– De acuerdo. Me quedaré hasta entonces.

Bene. Y en ese momento, ¿quién sabe? Puede que él haya llamado.

– No va a llamar, María. Se ha terminado. Y fue decisión de los dos. Quizá más mía.

– Si dejaste a un hombre así, es que eres stupida -declaró María, saliendo de la estancia indignada.

– Sí -murmuró ella-. Soy stupida. Pero no puedo evitarlo. Jamás habría funcionado. No sin la bendición de Rosemary. Y ya no puede dárnosla.

Había regresado a Turín tres semanas atrás, y muchas veces desde entonces había imaginado que volvía junto a Franco y se casaban, olvidándolo todo por el amor. Serían felices un tiempo. Pero entonces la sombra que pendía sobre ellos se haría más grande y los destruiría. Rosemary le había dado todo a su marido, luego había sacrificado su vida. Él no podía descartar semejante sacrificio con un encogimiento de hombros. Era un hombre de honor, con una marcada conciencia. Cuanto más amara a Joanne, más culpable se sentiría.

Acabados los cuadros de los Antonini, sólo disponía de sus propios cuadros para pasar el tiempo. Completó los de Nico y él. Luego, con algo de temor, comenzó a trabajar en el poblado pesquero, y descubrió que la magia seguía siendo poderosa aunque Franco no fuera el tema. Las imágenes cobraron forma bajo sus diestros dedos. Al fin era una artista de verdad.

Un experto en arte llegó a la villa para inspeccionar sus reproducciones. Resultó ser su viejo tutor de la academia de Turín. Declaró que eran unas copias excelentes y luego, ante la insistencia de María, examinó las pinturas de Joanne. Tras un prolongado silencio, la miró con una sonrisa curiosa en el rostro.

– ¡Vaya! ¿Al fin has encontrado ese «algo» que te faltaba?

– Sí -coincidió.

– Y ahora ya nunca te dejará.

Le pidió que se pusiera en contacto con él cuando tuviera más obras que enseñar, prometiendo que hablaría con un amigo en Roma propietario de una galería. Joanne puso a buen resguardo la tarjeta que le dio.

Tal como prometió, se quedó para la fiesta de María, y cada vez que sonaba el teléfono sufría un sobresalto.

En la fiesta enorgulleció a sus anfitriones. Recibió otro encargo por esa zona, pero lo rechazó.

A la tarde siguiente terminó de hacer sus maletas. Vito y María iban a llevarla al aeropuerto para tomar el avión de la noche rumbo a Inglaterra.

En alguna parte de la casa oyó el sonido del teléfono, aunque por ese entonces se había entrenado para no reaccionar. Vito apareció para ayudarla con el equipaje; bajaron y se dirigieron al coche.

– ¿Dónde está María? -inquirió con exasperación marital-. ¿No viene con nosotros?

– Creo que está hablando por teléfono… no, ahí está.

María apareció corriendo con el rostro iluminado por una sonrisa.

– Es él -gritó, entusiasmada.

– María… ¿quién?

– El Signor Farelli. Debe hablar contigo, es muy urgente. Date prisa.

Joanne entró a toda velocidad en la casa. Cuando dijo «Hola» contuvo el aliento. Por el tono de Franco sabría si eran buenas o malas noticias.

Pero él sonó extraño, no parecía el mismo.

– Lamento molestarte -comenzó con voz rígida-, pero debo pedirte que vuelvas aquí.

– Franco, ¿qué sucede?

– No puedo decírtelo por teléfono. ¿Puedes venir de inmediato?

– Claro que sí.

– Gracias -colgó.

– ¿Y bien? -demandó María con impaciencia.

– Quiere verme, pero no me ha indicado por qué.

La vieja pareja se mostró tan jubilosa como si fuera su propia hija. Casi la empujaron al coche; Vito le entregó las llaves y le dijo que se marchara.

– Invítanos a la boda -pidió María.

A pesar de lo mucho que lo intentó, no pudo extraer ningún mensaje de esperanza de la voz de Franco. Resistió la tentación de conducir a mucha velocidad. Al rodear el último recodo que daba al valle, vio una figura de pie en la cumbre que vigilaba el camino por el que Joanne debía aparecer. Aunque no podía distinguirlo, su corazón le dijo que se trataba de Franco. En cuanto él vio el coche, montó en el caballo y se marchó al galope en dirección a la casa.

La esperaba en la puerta delantera cuando entró en el patio, con el rostro sombrío y lleno de tensión. No abrió los brazos, ni intentó besarla ni darle algún tipo de bienvenida. Podrían haber parecido conocidos lejanos, salvo por su aspecto pálido y enfermo, como si las semanas de separación hubieran sido una tortura también para él.

– Perdona por exigir tu presencia de improviso, pero ha sucedido algo y te necesito.

– Nico…

– Nico está bien. Hoy se queda en casa de unos amigos. Tenía que hablar contigo a solas.

– Franco, no me mantengas en suspense. ¿De qué se trata?

– Ven conmigo -la llevó arriba, a su habitación. En medio del suelo había una caja grande. Estaba abierta, y su contenido diseminado por el suelo-. Eran sus cosas -explicó él-. Cuando murió las guardé. No podía soportar mirarlas. Pero hoy Nico me preguntó por ellas y abrí la caja. Encontré esto -extendió un sobre cerrado de color crema. Al aceptarlo, Joanne se dio cuenta de que contenía varias hojas de papel. Su nombre estaba escrito con la letra de Rosemary-. Lo escribió antes de morir -indicó Franco.

– ¿Lo has leído?

– Claro que no. Está cerrado. Pero el papel es el del hospital. Aparece el nombre del hospital en el sobre. Lo escribió ingresada allí -Joanne sintió que los ojos le ardían-. ¿No ves lo que significa? Sabía que se moría. Debió querer que la carta se te entregara después de su muerte. Por el amor de Dios, léela. Y si puedes, dime qué pone.

Con manos temblorosas ella abrió el sobre y leyó en voz alta las últimas palabras que le había dirigido Rosemary.


Mí querida Joanne:

Si alguna vez lees esto, será porque no estaré presente para poder hablar contigo, y hay cosas que anhelo que sepas.

Corrí un riesgo con este embarazo, y todos los días he temido que no saliera adelante. Ayer mi corazón empezó a ceder y me trajeron a este hospital. Sé que piensan que voy a sufrir otro ataque.

Soñé con envejecer con Franco y ver a nuestros hijos crecer y hacerse sabios. Ahora creo que nunca sucederá, y debo cuidar de él del único modo que sé.

Quiero que vengas a Italia y cuides de Franco y de Nico. Verás, cariño, conozco tu secreto. Sé que lo amas y que ésa es la causa por la que te has mantenido alejada de nosotros. Lo he sabido desde que te visité en Inglaterra. Nunca me lo contaste con palabras, pero irradiabas la verdad cada vez que pronunciaba su nombre. Lo amas, y eres la única persona a la que puedo confiárselo.

También Nico estará bien contigo. Veta cómo se acurrucaba en tus brazos y sé que te ocuparás de él con amor.

Espero que Franco llegue a amarte y que os caséis. Él se resistirá, porque es un hombre de honor, y sentirá que me está traicionando. Pero no es así. Me dio todo su amor mientras yo lo necesitaba, y cuando no lo requiera más deseo liberarlo para que pueda volver a amar. Quizá tú puedas enseñarle a entender. Espero que sí.

Pensé en escribirle esto a él, pero no serviría. Necesita tiempo para arribar a esta idea, cuando se sienta preparado. Lo dejo en tus manos. Tú sabrás escoger el momento.

Adiós, querida mía. Te confío mis dos tesoros más preciados. Sé feliz y enséñale a mi pobre Franco que no es malo que él encuentre una vida nueva contigo. Sé que siempre tendré mi propio rincón en su corazón, y tú eres demasiado generosa como para llegar a echármelo en cara. Con felicidad te doy el resto a ti.


A Joanne se le cortó la voz y por un momento los ojos se le nublaron por las lágrimas al pensar en el enorme corazón de Rosemary, cuya generosidad jamás había titubeado, ni siquiera hasta el final.

Cuando pudo ver otra vez, miró a Franco. Estaba sentado con el rostro hundido entre las manos. Quiso ir a su lado, pero debía esperar. Aún quedaba una última cosa.

Rosemary había escrito:


En este sobre encontrarás los pensamientos que le he escrito a Franco. Cuando creas que está listo para oírlos, quiero que tú misma se los leas.


– ¿Qué me ha escrito? -preguntó él con voz ronca.

Empezaba a oscurecer. Joanne se levantó y se sentó junto a la ventana para recibir toda la luz. Pensó que en ese momento debía parecerle la silueta de Rosemary. Una vez más debía «ser» Rosemary para él, para leerle el último mensaje de la esposa a la que había amado, y cuyo amor por él salía de la misma tumba.

– Es un verso breve -indicó mirando el papel-. Parece que al fin logró escribir su poema. Se llama… se llama Adiós.

– Léemelo -pidió con un temblor.

Joanne comenzó a leer en voz baja. Y al hacerlo sintió como si Rosemary estuviera en la habitación con ellos, una presencia fuerte y tierna, para brindar su último y mayor regalo a los que amaba.


Recuérdame un poco,

Detente en el huerto por el que a menudo paseábamos,

Cuando los días eran más largos y el mundo nuestro. Di, «Cara, por favor» una última vez y sonríe.

Junto al manzano

Alza la vista al lugar desde el que una vez te miré,

Y exhibe, una vez más,

La expresión que afirmaba que yo era tu amor,

Y tú el mío hasta el final. Yo lo supe en todo momento.

Échame de menos, pero no mucho tiempo.

Fui tu gozo,

No dejes que sea tu pesar,

Así que recuérdame y sonríe.

Luego déjame partir.


Al terminar reinó el silencio. Joanne agachó la cabeza y las lágrimas bajaron por sus mejillas. Todo estaba ahí, todo lo que había hecho de Rosemary la persona que era: comprensiva y compasiva, y, por encima de todo, el amor, más fuerte que el ego, más fuerte que la muerte.

Al rato Franco se incorporó y se acercó a ella. Se puso de rodillas a su lado y la abrazó, apoyando la cabeza en ella. Lloraba, y sus lágrimas se unieron. En ese instante no tenían pensamientos para ellos. Ese momento pertenecía a Rosemary, y se lo darían en su máxima plenitud.

– Te amaba tanto -susurró Joanne.

– Nos amaba a los dos -murmuró él-. Todo este tiempo… podría haberte enviado la carta a su muerte.

– No habría sido el momento adecuado, cariño. Entonces ninguno de los dos se encontraba preparado para ello.

– Siento como si me hubieran quitado un peso enorme del corazón -la miró.

– Era lo que ella pretendía. Fue su regalo. Queríamos su bendición y ya nos la ha dado.

– Ningún hombre tiene el derecho de que se le concedan dos milagros en una vida -indicó Franco.

– Tú tienes derecho a lo mejor que pueda ofrecerte el mundo. Y pienso dártelo.

– Lo mejor eres tú. Si te tengo, lo tengo todo.

– Y me tendrás siempre. Nunca volveré a dejarte.

– Prométeme que tu vida es mía, y la mía tuya -él se levantó y la alzó hasta sus brazos.

– Lo prometo -afirmó Joanne-. Tuya. Para siempre. Y Rosemary tenía razón. No le niego un sitio en tu corazón. Ese es el lugar que le corresponde, igual que a mí. Haz que las dos estemos a salvo en él, mi amor. Ahora y siempre.

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