Capítulo 9

Con el declinar del año, Donna descubrió que se había equivocado en otra de sus ideas preconcebidas sobre Italia, pues, aunque durante el verano el calor había sido aplastante, el invierno era como en Inglaterra, posiblemente un poco más suave. Una mañana se despertó y encontró que el jardín de Loretta relucía bella y mágicamente, todo cubierto por un barniz de brillante rocío. Días después nevó y la fuente y las escaleras y el patio entero se llenaron de copos silenciosos.

Una semana antes del día de Navidad, Piero cayó enfermo con una infección pulmonar.

– No hay por qué alarmarse -les dijo el doctor Marcello. Pero me gustaría que volviera a la clínica unos días.

– Lo visitaremos esta noche, si te sientes en condiciones para aguantar el viaje -le comentó Rinaldo a Donna al día siguiente de ingresar a Piero.

Ya estaba de ocho meses y últimamente se había sentido cansada, pero Donna convino de inmediato. Por la tarde empezó a desear haber dicho que no, pues le dolía la cabeza y tenía ganas de acostarse pronto. Pero no quería fallar a Piero.

Las calles estaban nevadas y soplaba un viento gélido. Donna sintió un escalofrío nada más salir de casa y se cerró con fuerza el abrigo.

– Ten cuidado -dijo Rinaldo-. El suelo está resbaladizo.

Encontraron a Piero de muy buen humor. Los antibióticos estaban haciendo efecto y tenía mejor color. Había fortalecido la mano izquierda y le gustaba abrirla y cerrarla para que lo vieran. Sonrió a Donna cuando ésta le sirvió una taza de té. Pero su sonrisa se desvaneció de repente y la expresión de su cara reflejó cierta ansiedad. Frunció el ceño, señaló a Donna, a Rinaldo y, finalmente, la puerta.

– Creo que quiere que nos vayamos -dijo Rinaldo-. ¿Estás cansado, abuelo?

Piero denegó con la cabeza y trazó una D en el aire.

– ¿Donna está cansada? -volvió a preguntar Rinaldo. Piero asintió-. ¿Lo estás? -se dirigió a ella.

– Un poco, sí.

– Entonces te llevo a casa.

Donna le dio un beso a Piero y se marcharon. Mientras salían de la clínica, sintió la mano de Rinaldo bajo el brazo, ofreciendo su apoyo atentamente.

Condujo rápido, con la mirada fija en la carretera.

Era un conductor muy diestro y, a pesar del estado de la calzada, Donna no se alarmó en ningún momento, hasta que Rinaldo dio un frenazo brusco y maldijo al ver el horizonte de la carretera.

– ¡Atasco! -se lamentó-. Me había olvidado de la facilidad con que se hielan las carreteras en esta época del año. Tendremos que ir a dos por hora.

– ¡No! Tardaremos horas en llegar a casa -dijo angustiada.

– Iremos por otro camino -giró el volante y se desvió hacia una carretera secundaria-. Da más rodeo, pero tendrá menos tráfico y llegaremos antes.

Donna no pudo retener los giros y desviaciones que Rinaldo fue tomando durante los siguientes minutos. Iban por una carretera mal iluminada y Donna sólo podía ver el campo al mirar por la ventana.

– ¿Dónde estamos? -Preguntó más tarde-. ¿Cerca de casa?

– Ya casi hemos llegado… ¡Dios! -exclamó sobresaltado al pasar sobre una placa de hielo. Agarró el volante con fuerza, intentando mantener el control del coche, mientras Donna esperaba horrorizada el desenlace. Ella ya había pasado por esa situación. El coche fuera de control, los esfuerzos por intentar retomar la dirección, el final aproximándose… Chilló.

Se detuvieron tras un violento golpe. Donna seguía sentada, temblando, intentando apaciguar el miedo que la atenazaba.

– ¿Estás bien, Donna? -preguntó Rinaldo con voz temblorosa. Como ésta no contestaba, se acercó y la miró fijamente a la cara-. Donna…

– Una y otra vez -susurraba Donna-. Una y otra vez… y él me llamaba hasta que se hizo el silencio…

– Donna -dijo con firmeza, agarrándole las manos-. Escúchame, eso ya pasó… la otra vez. No se está repitiendo. Sólo ha sido un susto y… ¡ay! -se quejó cuando Donna le clavó las uñas en las manos.

– El bebé -jadeó Donna-. Ya viene.

– ¿Cómo? Se supone que quedaba un mes…

– El golpe…

– ¡Dios mío! Tenernos que volver a la clínica. Está bien. Aguanta.

Intentó arrancar el coche, pero el motor relinchaba sin llegar a encenderse. Donna se llevó las manos al estómago, a la espera de la siguiente sacudida dolorosa, rezando por no dar a luz a su bebé en esas circunstancias.

Rinaldo salió y empujó con todas sus fuerzas para sacar el coche de la cuneta. Donna notó que el coche se movía al tiempo que otro pinchazo la desgarraba. Comprendió horrorizada que quedaban muy pocos minutos para el final. El choque había acelerado los plazos y las contracciones aumentaban.

– No puedo sacarlo a la carretera -dijo Rinaldo de vuelta al coche-. ¿Cómo estás?

– No muy bien. Falta poco tiempo.

– Tendrá que venir una ambulancia -sacó el móvil y telefoneó a la clínica para relatar lo que había ocurrido. Buscad un coche tirado en una cuneta con los faros encendidos -dijo Rinaldo antes de colgar el teléfono-. Tardarán una media hora. El bebé no se dará tanta prisa. ¿No?

– Normalmente no -respondió Donna entre retortijones-. Pero esta vez es diferente. Si pudiera tumbarme…

– En seguida -Rinaldo empezó a mover palancas y descender respaldos-. Venga, yo te ayudo.

La sujetó con las manos y Donna, medio a gatas, medio a rastras, avanzó hasta los asientos traseros. Un nuevo pinchazo la hizo morderse el labio para no gritar.

– Agárrate a mí -le dijo Rinaldo.

Y Donna lo agarró, clavándole las uñas en los brazos hasta que superó la contracción y pudo respirar profundamente. Lo miró a los ojos y en su mirada vio el reflejo de su propia preocupación: que el bebé naciera en esas condiciones.

– ¿Hay algo que tenga que saber? -Le preguntó Rinaldo-. Tendrás que decírmelo.

– El coche está inclinado -dijo ella-. Me caigo hacia la izquierda.

Rinaldo recogió las almohadillas que había arrojado a los asientos de delante para alisar la bancada trasera y los colocó bajo el costado izquierdo de Donna. Antes de que pudiera agradecérselo, sintió otra arremetida de dolor.

– Si quieres gritar, grita -dijo Rinaldo, desesperado-. Con un poco de suerte, la ambulancia nos oirá y nos encontrará antes.

Tenía sentido, pero Donna se negaba a gritar, pues el orgullo la impedía dar cualquier muestra de debilidad delante de Rinaldo. Apretó los dientes para soportar el dolor. Había atendido muchos partos como enfermera, algunos de ellos habían sido emergencias, pero siempre en un hospital, rodeada de los aparatos adecuados y con calmantes a mano. Ella, en cambio, sólo podía apoyarse en la fortaleza de su marido para soportar aquella cruda agonía.

Se giró hacia Rinaldo y escondió la cara contra su cuerpo mientras se retorcía de dolor. De alguna manera tenía que aguantar y ayudar a su bebé a que naciera sano y salvo.

– Tengo frío -susurró.

Rinaldo se quitó su abrigo inmediatamente y se lo puso por encima, cubriéndola hasta el cuello. La acunó entre los brazos, mirándola a la cara con ansiedad, pero Donna no lo veía a él. Donna había cerrado los ojos, intentando concentrar sus fuerzas para afrontar la siguiente contracción. El mundo era oscuro y doloroso. Parecía imposible que pudiera sobrevivir. Donna creyó ver un largo túnel y pensó que tal vez Toni estuviera esperándola al otro lado.

– Rinaldo -gimió Donna.

– Sí… sí. Estoy aquí.

– Si… me pasa algo…

– Calla -la interrumpió.

– Pero si… si yo no… no odiarás al bebé por mi culpa, ¿verdad?

– Donna.

En aquel desquiciante estado de dolor, apenas pudo advertir que la había llamado por su nombre, cosa que Rinaldo no acostumbraba a hacer.

– Prométeme que…

– Deja de hablar así -la cortó con firmeza-. Son tonterías, no te vas a morir.

El final del túnel estaba ya cerca. Ya podía ver a Toni…

– Toni me está esperando… -susurró Donna-. Él me necesita. Siempre me ha necesitado…

– Y yo también te necesito. Donna, él no está ahí. Es una ilusión. Abre los ojos. Mírame -le rogó Rinaldo. Donna seguía entre sus brazos, respirando suavemente-. Mírame -gritó aterrado.

El dolor redobló su ataque con cruel intensidad. Donna se irguió hacia Rinaldo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por alcanzar el cuello de su marido. Éste inclinó la cabeza y murmuró suaves palabras que ella apenas registró.

– Tranquila, carissima, tranquila. Ya no pueden tardar.

– No, sólo tu… -gimió-. Tú…

– Estoy aquí, agárrate a mí.

Habían olvidado su enemistad, poseídos por la necesidad de tan dramático momento. Toni había desaparecido y Donna, en su delirio, sólo era consciente de Rinaldo, que la estaba abrazando y transmitiendo fuerza.

Cada vez pasaban menos segundos entre contracción y contracción. Donna asumió horrorizada que estaba llegando el momento.

– Ya viene -gimió.

– ¡Dios mío! Voy a ver si localizo a la ambulancia.

– No -gritó y lo agarró con fuerza-. No me dejes.

Se recostó contra el asiento delantero y sintió la lucha de su bebé, que ya se estaba abriendo paso hacia el mundo. Rinaldo estaba allí para ayudarlo y en seguida lo acogió en sus manos, se quitó la chaqueta y la enrolló alrededor del diminuto cuerpo.

– Es un niño -anunció maravillado-. No respira -añadió luego con horror.

– Dámelo -Donna extendió los brazos y estrechó a su hijo entre los suyos. Le sopló dentro de la boca, le dio una palmada en el culo y, tal como esperaba y deseaba, el niño rompió a llorar, muestra de que los pulmones habían empezado a funcionar.

Se sintió exhausta, con vértigo y triunfante. Ahí estaba su hijo, por el que tantas peleas había tenido, vivo por fin, a salvo en los brazos de su madre. Era hermoso.

– Toni -susurró Donna-. Mio piccolo Toni, como tu padre.

De pronto sintió mucha pena por Toni, que habría deseado criar a su hijo con todo su corazón, pero jamás podría verlo. Antes había llorado por la tristeza que le producía la pérdida de su novio, pero ahora lloraba por lo que él se había perdido. De nuevo lo estaba viendo, en su trastornada cabeza, sonriendo como tantas veces había sonreído, y a Donna le pareció intolerable que su hijo jamás se viera iluminado con una de esas sonrisas. Toni había amado la vida, se la había dado a su hijo, pero la suya permanecería para siempre bajo una silenciosa lápida de mármol.

Ahora sólo lo veía débilmente. Ya no la llamaba, sino que se estaba despidiendo de ella. Donna se atragantó en sollozos al verlo desaparecer.

Tan sumida estaba en su dolor, que no había reparado en Rinaldo, el cual estaba mirándola fijamente. Se sintió segura junto a él. Sí, Rinaldo estaba allí para secar las lágrimas de Donna, para cuidar de ella.

– Donna -susurró él.

Pero ella no podía oír a Rinaldo. Se estaba despidiendo de Toni por última vez.

– Toni -sollozó-. Toni…

Rinaldo escuchó en silencio. Luego se separó Y se tapó los ojos con las manos.

La luz de un faro entró por una de las ventanas del coche. Rinaldo volvió en sí y miró afuera, donde la ambulancia se había detenido.

En seguida colocaron a Donna sobre una camilla y la llevaron al interior de la ambulancia. Donna no soltaba a su bebé de su regazo.

– ¿Viene con nosotros al hospital, signore? -le preguntó la enfermera.

Rinaldo vaciló. Deseaba con todo su corazón acompañar a su esposa e hijo… ¡no, no era su hijo! Era el hijo de Toni. Donna había llamado a Toni. ¿Habría sido consciente de que era él, Rinaldo, quien la había acompañado durante el parto? Había gritado «¡no me dejes!» y lo había abrazado; pero lo había dicho con los ojos cerrados. ¿Con quién habría estado hablando en realidad?

– No, me quedo con el coche -respondió a su pesar-. Tengo que pedir ayuda.

– Muy bien, signore -la enfermera entró en la ambulancia y cerró la puerta trasera. Rinaldo permaneció de pie, mirando la luz de los faros desaparecer en la oscuridad. Se había quedado solo, en silencio, congelado. Le costaba creer que unos pocos segundos antes, había estado totalmente unido a Donna, ayudándola en la experiencia que más puede acercar a un hombre y una mujer. Pero todo había sido una ilusión. Él sólo la había ayudado a que diera a luz al hijo de Toni, y Donna ya no lo necesitaba más.

Nada más llegar a la clínica llevaron a bebé Toni a una incubadora.

– Pero el niño está bien, ¿verdad? -preguntó Donna con ansiedad. ¿Cuántas veces había tranquilizado ella a otras madres en la misma situación? Pero esa vez era diferente. Tenía que hacer comprender a la enfermera que su niño había nacido en circunstancias mucho más adversas de lo habitual.

– No te preocupes -la tranquilizó la enfermera-. No le pasa nada, pero el accidente ha precipitado su nacimiento un mes. Es mejor que esté en la incubadora de momento.

– ¿Puedes decirle a mi marido… ¿dónde está?

– Se quedó en el coche.

– Ah… sí… Entiendo -balbuceó-. Es un coche caro… lo había olvidado.

Un nubarrón oscureció el corazón de Donna. Durante aquellos dramáticos minutos del parto, se había sentido cerca de él. Cuando el dolor la había atravesado, Rinaldo había estado a su lado para darle ánimos. Pero todo había sido una ilusión; él sólo estaba preocupado por el bebé, no por ella. Ahora que el hijo de Toni había nacido, Rinaldo no la quería para nada más.

Deseó que el mundo se detuviera. Era normal sentirse débil después de dar a luz, pero ese agotamiento tan enorme era nuevo para ella. Empezó a ver borrosa la cara de la enfermera. Donna no podía verla con claridad, pero sí distinguió su expresión de preocupación.

Mientras esperaba a que el taller remolcara el coche, Rinaldo paseó carretera arriba y abajo. Había recuperado su abrigo, pero había dejado la chaqueta en la ambulancia, protegiendo al bebé, y le costaba no quedarse frío. Se arrepintió de no haber obedecido su primer impulso y no haber ido con Donna. Pero ella ya no lo necesitaba ni lo quería. Sin embargo, ¿no habrían cambiado las cosas si la hubiera acompañado?

Llamó a la clínica desde el móvil y se alarmó al enterarse de que el bebé estaba en una incubadora.

– Es una precaución normal cuando un niño nace prematuramente -lo serenó la enfermera.

– ¿Cómo está mi mujer?

– La signora Mantilli está tan bien como cabe esperar después de lo sucedido -respondió con vaguedad.

– ¿Qué demonios significa eso? -preguntó con impaciencia.

– Empezó a sangrar mucho antes de llegar a la clínica.

Por suerte, su grupo sanguíneo es muy común y no ha habido problemas para hacerle una transfusión de sangre.

– ¿Su vida corre peligro? -inquirió apretando el auricular.

– No hay por qué alarmarse innecesariamente… ¿Hola? ¿Signor Mantini?

La enfermera estaba hablando sola. Rinaldo dejó las llaves en el contacto del coche para que el mecánico las viera y empezó a correr hacia la carretera principal. Le llevó bastante tiempo pasar por un tramo de suelo resbaladizo, pero por fin alcanzó la parte sin hielo y miró a lo lejos, con la esperanza de que alguien apareciera.

Cuando por fin vio los faros de un vehículo, se puso enfrente de éste, gesticulando como un loco. El conductor tardó en verlo, pero Rinaldo no se apartó. En el último momento, la furgoneta se detuvo. El conductor sacó la cabeza por la ventanilla y le dedicó un rosario de bellos exabruptos.

– Sí, ya lo sé -atajó Rinaldo con urgencia-. Tienes razón, pero tengo que ir a la clínica rápidamente. Mi mujer acaba de tener un niño…

El conductor abrió la puerta en el acto y retiró unas cajas que tenía en el asiento del copiloto. La furgoneta olía a perejil y el conductor, un hombre de mediana edad, de bigote poblado y alta voz, le dijo que era transportista de verduras. Luego empezó a hablar de su maravillosa familia: de sus cinco hijos, de su mujer… Hasta su suegra era maravillosa.

– ¿Es el primero? -le preguntó.

– ¿El primero? Ah, sí, nuestro primer hijo.

– Nuestro primero nació también en navidades.

Aquellas navidades fueron maravillosas. No ha habido otras igual.

Así siguió el resto del camino, sin parar de hablar alegremente, sin darse de cuenta de que estaba sometiendo a su acompañante a una tortura. Cuando llegó al hospital, se despidió de Rinaldo, rechazó el dinero que éste le ofreció y siguió su camino cantarinamente.

Donna estaba tumbada, con los ojos cerrados, la cara pálida y suero en un brazo. Se sentó a su lado, insultándose sin parar. ¿Cómo había sido capaz de dejarla marchar por culpa sólo de su maldito orgullo? La miró fijamente a la cara, deseando que despertara, pero Donna no podía oír los mensajes silenciosos que Rinaldo le estaba gritando con el corazón. Se había ido a algún sitio al que él no estaba invitado.

Quizá estuviera Toni con ella y Donna no quisiera volver a la realidad. Los celos lo poseyeron. Era el mismo sentimiento que había experimentado la primera noche que ella fue a Villa Mantini, cuando la había mirado a los ojos y había adivinado que no había en el mundo otra mujer como ella y que su infantil e inmaduro hermano se la había arrebatado.

Había sido tal su frustración, que se había comportado cruelmente con ella y con Toni. Había hecho lo posible por separarlos. Y en un momento delicioso, en el jardín, había sabido que Donna podría ser de él. También ella lo había sabido. Rinaldo lo había visto en sus ojos. Pero luego lo había rechazado y lo había acusado de intentar seducir a la mujer de su hermano.

Su embarazo había sido un golpe muy difícil de encajar. El amargo resentimiento hacia el destino, que se había reído de él presentándole a Donna cuando ya era demasiado tarde, lo había movido a atacar a los dos, a hacerlos huir y… Rinaldo se tapó la cara con las manos, incapaz de soportar su culpabilidad.

Se levantó y fue hasta la ventana para intentar conjurar aquellos pensamientos, estirando las piernas. Pero no lo logró. Una y otra vez retrocedía a aquel primer encuentro, cuando la había visto en la fuente, admirando la belleza del jardín de Loretta. Ya entonces pertenecía a Villa Mantini. Toni lo había visto. Piero lo había visto. Pero la presencia de Donna sólo había supuesto un tormento para él.

– Donna -le susurró al oído con ansiedad, arrodillado junto a la cama-. Donna, ¿me oyes?

Pero seguía quieta y callada, en un mundo secreto al que él no tenía acceso.

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