Capítulo 7

A la mañana siguiente, en su diaria visita a la tumba de Toni, Donna encontró a Rinaldo en el cementerio, pálido, con gran dificultad para hablar.

– Te estaba esperando -le dijo-. No te preocupes, no te entretendré mucho tiempo. Sólo quieto pedirte disculpas por anoche y asegurarte que no volverá a suceder.

– Rinaldo…

– Por favor, olvídalo todo. Tenías razón en lo de la tregua. Es lo que tenernos que hacer, sin duda.

– Seguro que sabremos llegar a un acuerdo -comentó Donna con elegancia.

– Y olvida lo que dije de que te encerraras en tu habitación. No hace falta. Nunca más volveré a molestarte -luego miró la tumba de Toni-. Y ahora, te dejo a solas con él.

Un par de días después, Rinaldo ingresó en la cuenta de Donna la misma suma que ésta había enviado a Inglaterra. Y también le abrió otra cuenta en Racci, una tienda de ropa situada en Via Condotti. Donna se quedó asombrada al leer la dirección de la tienda, pues durante los años en que había estado estudiando toda la información que iba recopilando sobre Italia, había aprendido que aquélla era la avenida más cara de Roma. Cuando se lo comentó a Rinaldo, éste pareció sorprendido.

– A mi madre le hacían ahí la ropa -respondió simplemente-. Es la mejor tienda.

– ¿Me acompañas? -preguntó con cautela.

– No, estoy muy ocupado. Enrico te acercará. Estará a tu disposición siempre que quieras desplazarte por Roma.

Pocos días más tarde, Enrico condujo a Donna a una calle estrecha y oscura del centro de la ciudad, cuyas tiendas eran tan caras que los dueños no se molestaban en poner los precios de los artículos en los escaparates. En uno de sus extremos, la calle se ensanchaba formando una plaza, en la que había unas escaleras muy bellas, llenas de flores y turistas, y punto de reunión de vendedores, que ofrecían sus mercancías a la sombra de la iglesia Trinita dei Monti, que se alzaba sobre los demás elementos del paisaje.

– Las escaleras españolas -dijo Donna sin aliento-. Siempre he tenido ganas de verlas. Son preciosas.

– En realidad, no son españolas -observó Enrico con una sonrisa-. Son italianas. Y Trinita dei Monti es francesa. Así es Italia. Nada es lo que parece.

– Sí -murmuró ella-. Ya lo sé.

– Aquí está Racci -apuntó Enrico, al tiempo que detenía el coche ante una tienda pequeña y discreta-. Yo voy a aparcar el coche. Cuando estés lista para volver, la tienda enviará a alguien para que me avise. Siempre aparco en el mismo sitio -explicó.

Donna se quedó obnubilada en el interior de la tienda.

Cuando se atrevió a comentar que era un derroche gastar tanto dinero en ropa, teniendo en cuenta el cambio de peso del embarazo, Elisa Racci replicó que vestir con elegancia era siempre imprescindible y acalló así sus protestas. Era una mujer pequeña que rondaba los cincuenta años.

– Por supuesto -convino Donna, intentando no sentirse intimidada-. Simplemente no quiero dilapidar el dinero.

– El signor Mantini dijo que no reparara en gastos -observó la dueña.

En ese momento, una dependienta le mostró un vestido color verde oliva que casi hizo llorar a Donna de felicidad. Después de aquello, Donna venció todos sus escrúpulos. Al finalizar la visita a la tienda, había comprado seis vestidos, tres de los cuales quedaban encargados para hacérselos a la medida.

– ¿Quieres volver directamente a casa? -le preguntó Enrico una vez dentro del coche.

– No, me gustaría ver algo de Roma primero.

– Muy bien -en ese momento oyeron el claxon de otro coche. Enrico realizó una complicada maniobra con gran habilidad y despachó al otro conductor con una bella colección de insultos romanos-. ¡Tu madrina era una vaca y tu padre un burro! ¿Por qué no te metes… el resto no se oía por el estrépito de los cláxones.

Olvidado el incidente, Enrico prosiguió alegremente, encantado de servirle a Donna de improvisado guía turístico.

– Ya has visto uno de los mejores espectáculos de Roma -dijo en broma, en referencia al tráfico de la ciudad-. ¿Quieres ver algo en especial?

Donna tenía en la punta de la lengua varios lugares bien conocidos. Por algún motivo inconcreto, acabó decantándose por Via Ve neto.

– Via Véneto es un lugar maravilloso. Mucha luz, colorido, artistas…

No tardaron en llegar a una amplia avenida cuyas tiendas eran tan caras como las de Via Condotti, pero con más glamour. También había hoteles de lujo y bares con terraza.

– Me apetece un café -comentó Donna.

– ¿Te recojo en media hora? -preguntó Enrico mientras buscaba dónde aparcar.

– ¿Por qué no me acompañas?

– Tengo un amiga en la calle de al lado -confesó Enrico.

– En ese caso -concedió Donna entre risas-. Tómate mejor una hora.

Se estaba de maravilla a la sombra, recostada sobre el respaldo de una cómoda silla, disfrutando de la música que tocaba la orquesta del bar, cuya calidad se reflejaba en el precio del café. A tres mesas de distancia había un famoso al que había visto la misma noche anterior en televisión, y una detrás de otra iban y venían mujeres que bien podrían ser modelos por su belleza y elegancia. Le llamó la atención una en especial, con un cuerpo de curvas perfectas y preciosa melena rubia. Al girarse, Donna reconoció a Selina.

No se sorprendió mucho, pues, al fin y al cabo, con ese propósito había ido a Via Véneto: a ver a Selina, por ejemplo, salir de una joyería con una bolsa negra. Donna se preguntó qué habría en el interior de la bolsa y a cuánto habría ascendido el caprichito de Selina.

Esta se aproximo a la calzada, sin mirar siquiera los coches. Donna ya había aprendido que en Roma el tráfico no respetaba a nadie, independientemente de lo que indicaran los semáforos. Pero Selina parecía tranquila, casi insolente, como si su belleza fuera un seguro de vida contra atropellos. Al cruzar la calle, se oyó el frenar de los coches, que se detuvieron para ceder el paso y admirar a Selina con reverencia, hasta que ésta conquistó la otra acera. Luego continuó el caos.

Selina se acercó a un bloque de apartamentos y entró por la puerta principal; sin duda, se trataba del piso en que vivía, gracias al dinero que Rinaldo le pasaba.

Intentó no prestar más atención, pero sus ojos no dejaron de mirar hacia el edificio. Una ventana se abrió en el tercer piso, tras la cual se movió una rubia melena; probablemente la de Selina.

Se sintió aliviada de que Enrico la recogiera.

Donna no tardó mucho en estar segura de que María la evitaba. La sirvienta siempre se escabullía cada vez que ella aparecía y, cuando se veía obligada a comentarle algo a su patrona, se la notaba tensa y se marchaba en cuanto le era posible.

Una noche oyó unas voces procedentes del despacho de Rinaldo. La puerta estaba algo entornada, lo cual la permitió oír a su marido y luego a María, que parecía estar llorando. Donna creyó oír su propio nombre.

Decidió que había llegado el momento de agarrar el toro por los cuernos y entró en el despacho. María estaba sentada en un sofá pequeño, sollozando, y Rinaldo intentaba consolarla a su lado.

– Creo que si he hecho algo que haya ofendido a María, debería saberlo -dijo Donna.

– No la has ofendido -respondió Rinaldo después de acercarse a su mujer-. Pero te tiene miedo.

– ¿Porqué?

– Porque eres enfermera y María sospecha que padece una enfermedad terrible. Su temor la ha hecho no ir al médico, pero piensa que tú acabarás descubriendo lo que le ocurre y que le darás la mala noticia -explicó Rinaldo. Luego bajo la voz-. Tiene un bulto en una mano y su hermano murió de una enfermedad que comenzó con un tumor. Está muy asustada.

– ¿Por eso me rehúye siempre? Pero… -Donna estaba estupefacta. Luego elevó la voz para que María pudiera oírla-. A mí me parece que María tiene una salud de hierro. Lo más seguro es que se esté preocupando sin motivo.

Las lágrimas corrieron mejilla abajo por la cara de María, al tiempo que ésta negaba con la cabeza.

– Bueno, ¿por qué no me dejas que le eche un vistazo a esa mano? -preguntó al tiempo que se sentaba junto a ella. María se resistió-. ¡Basta! -sentenció Donna.

María se rindió ante la autoridad y la serenidad de Donna, que ya estaba explorando el bulto de la mano izquierdo; un bulto blando. María había depuesto toda oposición y esperaba cabizbaja lo peor.

Cerca del sofá había una mesa baja con unos pocos libros encima. Donna colocó la palma de María sobre la mesa, agarró uno de los volúmenes y lo puso sobre el dorso de la mano. Luego, demasiado deprisa para que los demás supieran qué estaba haciendo, pegó un puñetazo sobre el libro.

María dio un grito, más del susto que de dolor. Entonces, Donna le retiró el libro con calma y vio cómo su intuición se veía corroborada: el bulto había desaparecido.

– ¡Santa María! -gritó María, santiguándose.

– ¿Qué has hecho? -le preguntó Rinaldo, maravillado.

– Sólo era un coagulo de grasa, totalmente inofensivo. Lo he machacado -explicó Donna. Luego rodeó a María por los hombros-. Y mañana vamos juntas al médico para que te diga lo mismo que yo y te quedes tranquila.

– No, no -María seguía recelosa, pero después de la actuación de Donna, le parecía un sacrilegio contrariarla.

– Sí -insistió Donna con firmeza-. María, tú me llamas patrona, ¿no? Pues trátame como a una patrona y obedece lo que te digo. Mañana te vienes al médico conmigo.

– Sí, signora -se resigno María.

– ¿Estás segura de tu diagnóstico? -le preguntó Rinaldo cuando se hubieron quedado solos.

– Prácticamente. Prefiero que lo confirme un médico, pero no espero ninguna sorpresa.

– Yo mismo os llevaré.

Cumplió su palabra y las escoltó a la consulta del médico al mediodía. María apretó la mano de Donna durante todo el trayecto, como si el contacto con ella le infundiese valor.

Tal como Donna había adelantado, el doctor Marcello, un hombre fuerte y de amigable sonrisa, confirmó que no había de qué preocuparse, y regañó a María por no haber ido a visitarlo antes. Ésta sonrió llena de alegría y miró a Donna triunfantemente.

Antes de volver a casa, Rinaldo las llevó a un local en el que no sólo se vendía alcohol, sino también té, café, helados y pasteles. Le compró un helado de chocolate a María y, cuando ésta se lo terminó, le pagó otro «para celebrarlo».

Rinaldo miraba a la mujer con cariño. Ahora que se había quitado de encima aquel peso, María parecía una chiquilla en un día de fiesta. Hablaba sin parar, lo repetía todo tres o cuatro veces, y no paraba quieta. Rinaldo la escuchaba con una sonrisa encantadora y no se impacientó en ningún momento, por mucho que María se repitiera.

Donna lo observó con un placer agridulce. No había imaginado que aquel hombre despótico y severo pudiera mostrarse tan cariñoso y tierno. Era evidente, comprendió Donna, que se trataba de una persona con muchas caras. Toni siempre había sido el mismo hombre, en todas las circunstancias. Pero Rinaldo unía a muchos hombres en uno solo y resultaba fascinante apreciar sus distintas facetas. Lo escuchó intercambiar bromas tontas con María y la entristeció que a ella no la tratara igual. Quizá algún día…

Entonces la sorprendió mirándolo y la sonrisa se borró de sus labios hasta adoptar la máscara educada tras la que se ocultaba Rinaldo normalmente.

– Te agradezco lo que has hecho por María -le dijo en cambio aquella noche antes de acostarse-. Ella significa mucho para mí.

– No ha sido nada -Donna se quitó importancia-. Simplemente me habría gustado haberlo sabido antes. Es terrible pensar en lo mucho que ha sufrido inútilmente.

– Cierto. Pero no fueron nada más tus conocimientos médicos; has sido amable e inflexible con ella, según correspondiera en cada momento -Rinaldo se detuvo-. Tú sabes tratar a las personas afligidas -añadió con un extraño tono de voz.

– Así conocí a Toni, en la clínica -comentó sin responder al halago-. No es que él estuviera afligido; a él en realidad le parecía todo una broma. Ya sabes cómo era… -no supo continuar.

– Sí, me acuerdo -dijo Rinaldo-. Es tarde. Estarás cansada. Déjame que te acompañe a tu cuarto. Luego me pondré a trabajar un poco. Y acepta mi agradecimiento por tu excelente trabajo.

El fugaz momento de armonía había pasado. Mencionar a su hermano había hecho que Rinaldo se retirara detrás de un escudo de hielo.

A partir de entonces, Donna se dedicó a preparar un cuarto para el bebé, lo cual la llevó a enfrentarse a Rinaldo, pues la habitación que había elegido a tal fin era la de Toni.

– Es muy bonita y tiene mucha luz -argumentó Donna-. Es el sitio idóneo.

– Pero es la habitación de Toni -replicó Rinaldo con dureza.

– ¿Qué mejor sitio para su bebé?

Rinaldo miró los pósters de las paredes, los trofeos de fútbol, todas las pertenencias de Toni.

– ¿Serías capaz de deshacerte de todo esto?

– Rinaldo, hacer de esta habitación un lugar inviolable no le devolverá la vida a Toni. Él está muerto y yo vaya dar vida a un bebé: a su bebé. Él sí logrará que su habitación vuelva a cobrar vida. ¿No te das cuenta de que es la mejor manera de mantener el recuerdo de Toni con nosotros? -Expuso Donna, sin obtener respuesta-. Toni siempre estará vivo para nosotros. Está vivo aquí -añadió. En su fervor, tomó la mano de Rinaldo y se la colocó sobre el vientre. Entonces, sus miradas se encontraron y Donna sintió una especie de vértigo al ver el dolor, la desdicha y la vulnerabilidad del hombre que tenía enfrente. Su tristeza era tan auténtica como la de ella misma yeso aseguraba la existencia de un puente que podría unirlos…

– Me encargaré de que saquen sus cosas del cuarto -dijo él, retirando su mano-. Después podrás hacer lo que quieras.

En pocas horas habían quitado todos los muebles y Donna tomó posesión no sólo de esa habitación, sino también de la anexa, en la que tenía intención de acomodarse ella. Era más pequeña de la que ocupaba en esos momentos, pero estaría al lado del bebé. Quería estar cerca de él todo el tiempo.

Rinaldo contempló la mudanza y las transformaciones sin decir palabra, habiéndolo dejado todo en manos de Donna.

Pero no permaneció igual de impávido cuando vio el vestido verde oliva de Racci. Se quedó sin saliva cuando Donna se lo puso por encima para ver qué tal la sentaba. María se maravilló de lo bien que combinaba aquel color con el tono de piel de Donna, y Rinaldo, por su parte, salió de casa de repente sin anunciar adónde iba.

El misterio se resolvió por la noche, cuando regresó con una cajita, la cual entregó a Donna. Esta se quedó sin respiración al abrirla y ver un collar de rubís.

– ¿Lo has comprado para mí? -dijo asombrada-. ¡Es precioso! Ayúdame a ponérmelo.

– Es un regalo de Toni -repuso sin acercarse a ella-. El collar que te había prometido.

– ¿El que me había…

– El día que viniste -la interrumpió sin brusquedad-, te prometió un vestido verde oliva y un collar de rubís. Dijo que el color te sentaría muy bien y él nunca se confundía en ese tipo de cosas. Es un detalle que hayas comprado el vestido en su honor. He pensado que podría terminar de cumplir la promesa de Toni regalándote en su nombre este collar.

Ahora recordaba la conversación de aquella primera noche. Al parecer, Rinaldo los había oído. Sin embargo, la verdad era que no había comprado el vestido en honor a Toni. Ni siquiera se había acordado de la conversación. Pero Rinaldo sí.

– Es una verdadera preciosidad… -repitió en referencia al collar.

– Te sentará bien con el vestido, y eso es lo que importa. Me gustaría que te pusieras el conjunto cuando Selina venga a cenar. Tiene un regalo para tu bebé y quiere dártelo personalmente. Le dije que la llamarías para fijar un día. Aquí tienes su número. Y ahora me voy; tengo trabajo que hacer y preferiría que no se me interrumpiera.

Donna se quedó confusa, pensando que nunca le habían hecho un regalo tan bonito con tanta frialdad. Devolvió el collar a su caja y se fijó en que estaba comprado en Via Véneto, en la misma tienda de la que había salido Selina con su bolsa negra.

Carissima Donna -la saludó aquélla empalagosamente cuando descolgó el teléfono-. ¿Qué tal te encuentras?

– Estupendamente, gracias.

– Rinaldo me ha dicho que estás decorando el cuarto para el bebé, y que te las estás apañando tú sola para casi todo. No para de repetirme lo preocupado que está por ti.

Donna no pasó por el alto el significado de «no para de repetirme», lo cual sugería un contacto constante entre ambos. Estaba segura de que lo había dejado caer a propósito, de manera que le siguió el juego.

– No podría pedir un marido más atento. Yo no paro de repetirle que estoy fuerte y que no se preocupe por mi embarazo, pero ya sabes cómo es -se sonrió Donna.

– Sí, sí lo sé.

– El caso es que ya he terminado la habitación del niño -dijo Donna-. Estoy deseando enseñártela. ¿Por qué no te pasas mañana a cenar?

– Me muero de ganas -respondió Selina.

Si Selina hubiera sido más agradable. Donna habría tenido remordimientos por haberle arrebatado a su marido. Sin embargo, siendo ella como era, Donna no lograba sentirse mal. Le parecía una mujer orgullosa, insulsa y egocéntrica, que se aprovechaba de la fortuna de un marido rico. Además, por sus comentarios en el día de la boda, había demostrado que no había renunciado a Rinaldo.

Por otro lado, los sentimientos de éste hacia Selina eran un misterio insondable. Si él hubiera deseado casarse con ella, probablemente ya lo habría hecho antes: sin embargo, era obvio que como amante sí lo satisfacía. ¿Seguiría Rinaldo viéndose con Selina, a pesar del matrimonio? Él se había casado para evitar que el hijo de su hermano pasara necesidad; pero, ¿cambiaba eso su relación con Selina?

Y si, después de todo, seguía compartiendo la cama de ésta, ¿qué más le daba a ella? Cada rasgo de su cuerpo revelaba que se trataba de un hombre de apetito lujurioso. Había llegado a desear a Donna aquella noche junto a la fuente, fugazmente; pero aquello había sido una anécdota en su relación de enemistad.

Al día siguiente, Rinaldo fue a recoger a Selina en coche, pues, según ésta, el suyo se había estropeado. Donna se vistió con mucho esmero para la ocasión. El vestido verde oliva le quedaba muy bien y formaba un conjunto perfecto con los rubís.

Pero al ver a Selina embutida en un vestido de satén escarlata, el cual resaltaba el precioso cuerpo de la actriz, Donna pensó que podría haberse ahorrado la molestia de acicalarse, pues era inútil competir con la otra mujer en ese terreno. La falda de Selina dejaba al descubierto sus largas y adorables piernas, y en los pies lucía unas sandalias con broche de plata. Había elegido un top minúsculo que realzaba sus pechos y sus curvas con cada movimiento. Donna, que poco antes se había sentido contenta al mirarse al espejo, se sentía de pronto como un espantapájaros.

La cena estuvo deliciosa. María había puesto todo su saber culinario para que la primera invitación de su nueva patrona fuera todo un éxito. Donna la sonrió agradecida y empezó a relajarse.

– No sé qué hacer -comentó Selina mientras cenaban-. Me han ofrecido un papel secundario en una película. Es un personaje maravilloso, pero no estoy segura de si debo aceptarlo.

– ¿Por qué no? -preguntó Donna.

– Porque tendría que actuar con… -nombró a un actor italiano de segunda fila, muy conocido en el círculo de películas de serie B-. De hecho, estoy segura de que fue él quien me propuso para el papel.

– No lo aceptes -intervino Rinaldo-. Ese hombre es basura. Ya sabes la fama que tiene.

– Pero sería una oportunidad fantástica para volver a las pantallas.

Su mensaje era evidente. Como había perdido a Rinaldo, estaba pensando en revitalizar su carrera acostándose con quien pudiera abrirle alguna puerta. Y se estaba asegurando de que Rinaldo se enterara. Donna resistió la tentación de mirar a su marido y ver cómo lo afectaba la noticia; pero los comentarios de éste ya dejaban claro que le parecía una idea odiosa.

– Bueno, ya está bien de hablar de mis problemas zanjó Selina en un momento dado-. Quiero hacerte un regalo -añadió dirigiéndose a Donna.

Llevaba consigo dos bolsas grandes. La primera estaba llena de ropa para bebés, toda blanca. Había prendas más que de sobra para vestir a diez niños: abrigos, pantaloncitos, guantes, botas, gorros, todo de gran calidad y mayor precio. Por último, había una preciosa bata de satén también blanca.

Puede que a algunas personas las hubiera encantado recibir un regalo así, pero Donna no pudo evitar sentir una chispa de enojo en su interior. A ella le habría gustado comprar por sí sola toda la ropa de su niño, con todo el cariño de su corazón; pero ya no era necesario. Aquella mujer sibilina, que se comportaba como si poseyera al marido de Donna, se estaba mostrando posesiva también con su bebé.

– ¡Qué bonito! -exclamó haciendo un gran esfuerzo por sonreír-. Parece que has pensado en todo.

– No es nada -dijo Selina, quitando importancia a su regalo con un gesto de la mano-. Va a ser el niño más bonito del mundo y se merece lo mejor.

– O la niña -apuntó Donna.

– O la niña -repitió Selina en un tono que daba a entender que no consideraba tal posibilidad.

Rinaldo había empezado a retirar la ropa, al tiempo que alababa lo bonita que era. Miró a Donna y le frunció el ceño, diciéndole que debía mostrarse más agradecida. Donna se contuvo y empezó a decir las cosas adecuadas en el tono más entusiasmado que logró, aunque en el fondo estaba furiosa.

Y llegó la segunda bolsa, de la cual sacó todo un diminuto juego de ropa de cama, con sábanas muy suaves y blancas.

– Lo compré para su cunita -comentó Selina.

– Muy amable -dijo Donna a duras penas-. Con todo lo que he trabajado en su cuarto, imagínate que se me olvidan las sábanas…

– Déjame subir, que vea lo que has hecho -le pidió Selina.

Antes de dejar el comedor, Selina tomó un paquete que estaba envuelto en papel de regalo. Era muy largo y abultaba mucho, de modo que Rinaldo tuvo que ayudarla a subir las escaleras.

– ¿Se puede saber qué hay aquí? -preguntó él con una sonrisa.

– Ya lo verás. Es una sorpresa. ¡Ay, que me caigo!

– Tranquila -dijo Rinaldo, sujetándola por la cintura para que no perdiera el equilibrio. Donna siguió adelante, decidida a no ver nada.

Por fin, Rinaldo abrió la puerta de la habitación en la que Donna había puesto tanto amor y esfuerzo. La moqueta era marrón claro y las paredes estaban pintadas en una tonalidad crema, con un reborde verde en la parte superior. Un armario y varios muebles blancos se alargaban por una de las paredes. Donna avanzó hasta el centro de la habitación admirando su obra con orgullo. Selina lo alabó todo, pero sus ojos no reflejaban emoción alguna.

– Es una monada, Donna. Una monada -decía esbozando una amplia sonrisa-. Me pregunto si… Claro que tú eres inglesa. Las habitaciones de niño son así en Inglaterra, ¿no? ¡Una auténtica monada! -añadió dejando la indirecta en el aire.

– No creo que a mi hijo le importe qué sea inglés y qué italiano -observó Donna con fingida afabilidad, enfatizando «mi hijo» posesivamente-. ¿Por qué no nos enseñas el misterioso regalo que escondes en ese paquete tan grande? Nos morimos de curiosidad, ¿verdad, Rinaldo?

– Por supuesto. ¿Te ayudo a abrirlo, Selina?

Se acercó a ella y empezó a luchar con una inmensa mata de papel de regalo, bajo la cual apareció un gigante ratón de peluche.

– Podéis ponerlo en la cuna, esperando al bebé para darle la bienvenida -sugirió Selina.

Donna se abstuvo de intervenir mientras Selina y Rinaldo colocaban el peluche, como si ellos fueran los padres del niño. A decir verdad, de alguna manera, hacían buena pareja.

– ¿Cómo lo llamamos? -preguntó Selina.

– ¿Qué tal Max? -propuso Donna.

– No, no, ese nombre no me gusta. Ya sé; se llamará laja. ¿Te parece bien, Rinaldo?

– Lo que tú digas -convino él, sonriente.

– Pues, entonces, laja -Donna forzó una sonrisa-. Gracias, Selina. Y ahora disculpadme, tengo que decirle una cosa a María.

Se alejó lo máximo posible para calmar su disgusto y luego, cuando el café estuvo listo, lo sirvió ella misma. Rinaldo y Selina ya habían vuelto al salón. Mientras se acercaba a ellos, Donna oyó a Rinaldo.

– No puedes trabajar con ese hombre. Te lo prohíbo.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer, caro? Lo único que me queda es mi carrera como actriz.

– No digas eso. Odio pensar que tú…

– El café -anunció Donna, interrumpiendo la conversación-. Lamento haber tardado tanto.

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