Donna se despertó al oír las campanadas. Se levantó, fue a la ventana, abrió los postigos y admiró la maravillosa vista. En la lejanía quedaban las siete colinas de Roma, mientras que en primer plano aparecían carreteras zigzagueantes y pueblecitos con pequeñas iglesias, cuyo campaneo envolvía la débil brisa del amanecer. Donna se quedó absorta ante tanta belleza.
Podía ver la propiedad de los Mantini en toda su extensión. Cerca de la casa, a la sombra de los árboles, había un terreno apartado de todas las carreteras, que hacía las veces de cementerio familiar, en el cual debía de hallarse ya Toni.
Se vistió deprisa y notó que la ropa que había usado antes del accidente le apretaba más. Antes de dejar la habitación, tomó el ramo de flores de la boda, el cual había colocado sobre la mesita de noche al acostarse.
No le costó encontrar el camino al cementerio. Allí estaban las tumbas de Giorgio y Loretta Mantini, junto con otras que, a juzgar por su fecha, debían de ser de abuelos, tías y tíos. Y allí también, en el suelo mismo, había una lápida de mármol más nueva que las demás.
Bajo ella yacía lo que quedaba del vital joven que había llenado la vida de Donna con cariños y risas. Donna ya no se imaginaba a sí misma enamorada de Toni; pero el destino de éste la desgarraba de lástima. Toni había sido irresponsable y débil, pero también había sido amable y muy generoso. No se había merecido una muerte así.
Abrazó el ramillete contra el pecho y luego, al colocar las flores sobre la tumba, los ojos se le arrasaron de lágrimas.
– Lo siento -susurró -. Lo siento mucho.
De pronto, tuvo la certeza de que allí había alguien más y, al alzar la vista, se encontró con Rinaldo, el cual la había estado observando. Sin embargo, antes de que Donna pudiera decir nada, él se retiró y desapareció entre las sombras.
Volvieron a encontrarse en el desayuno. Rinaldo ya habla llegado y estaba sentado en la larga mesa en que habían cenado la noche en que ella llegara a aquella casa. Se levantó y le corrió una silla con caballerosidad, frente a él.
– Normalmente no compartiremos los desayunos dijo Rinaldo-. Madrugo mucho para ir a trabajar, antes de que haga demasiado calor. Llegaré a casa a las ocho de la tarde y lo lógico es que nos vean cenar juntos. No te preocupes: no te molestaré en ningún otro momento.
Donna no supo cómo responder a aquel último comentario, aunque Rinaldo no parecía necesitar contestación alguna. Simplemente la estaba informando de cómo había organizado su vida, y ella no podía sino aceptar su plan.
– Necesito que firmes estos papeles -prosiguió Rinaldo, entregándole unos documentos-. He abierto una cuenta corriente en el banco para ti. Mañana mismo la tendrás a tu disposición.
– No necesito tanto -protestó Donna al ver el dinero que había ingresado en la cuenta.
– Tonterías, por supuesto que lo necesitas -afirmó con brusquedad-. Mi esposa tiene que ir bien vestida, y eso cuesta dinero. Por favor, no discutamos por esto.
– Está bien.
– Además, necesitarás comprar cosas para el bebé. Tú firma y ya está. Tengo que irme. Encontrarás un paquete en tu habitación. Ha llegado esta mañana de Inglaterra. Metió los papeles firmados en su maletín y se fue. Donna desayunó poco, un café bebido nada más, y luego subió las escaleras a toda velocidad, ansiosa por abrir el paquete.
Tal como había supuesto, era de un amigo que tenía una llave del piso que había compartido con Toni. Había recogido las cartas que le habían llegado allí y se las había enviado a Roma.
También había un par de enseres pequeños y un recibo con los gastos de la tarjeta de crédito de Toni. Se quedó asombrada al ver a cuánto ascendían su dispendio; ella siempre había sabido que Toni era muy derrochador, pero nunca había imaginado algo así. Sus deudas eran mucho mayores de lo que él le había confesado. Aparte, todavía tenían que pagar los plazos que quedaban pendientes del coche.
No podía pensar con claridad. Lo metió todo de cualquier forma en el paquete, salió al pasillo y entró en la habitación de Piero. Estaba vestido, sentado en la silla de ruedas junto a la ventana, con Sasha sobre su regazo. La cara se le iluminó al verla. Sólo él sentía cariño hacia Donna en aquel mundo hostil y solitario, y con ese amor tendría que soportar los siguientes meses, hasta que naciera su bebé.
Pasó la mañana con Piero. Luego, mientras comía, María le dijo lo que tenía pensado preparar de cena, para asegurarse de que cantaba con la aprobación de la patrona.
– Me parece perfecto -aseguró Donna.
– Grazie, patrona.
María desapareció en un segundo y dejó a Donna con la extraña sensación de que había querido alejarse de ella lo antes posible. Al conocerla aquella primera noche, Donna la había tomado por una mujer afable, pero ahora parecía que siempre la rehuía. ¿También ella la culpaba de la muerte de Toni?
Dedicó la mayoría de la tarde a echarse una siesta y a escribir a su vecino de Inglaterra. Luego llegó Rinaldo y, después de visitar a Piero, marido y mujer cenaron juntos formalmente. El se mostró educado, pero nada más. A Donna la alivió que Rinaldo se recogiera a su estudio, con la excusa de que se había llevado trabajo para casa.
Ese primer día sirvió de modelo a los que les sucedieron. Alguna vez veía a Rinaldo durante el desayuno, pero normalmente se marchaba muy temprano y Donna se quedaba sola. Pasaba todo el tiempo que podía con Piero, cuyas enfermeras la tomaron al principio por una aficionada con buenas intenciones; cuando supieron que ella misma era enfermera, se relajaron y lo fueron dejando un poco más en sus manos.
Se había propuesto mejorar el estado de salud del abuelo, pero el infarto lo había dejado con una parálisis casi total. A veces lograba esbozar una palabra, pero el esfuerzo lo agotaba y tampoco le servía para hacerse entender: Era un hombre inteligente, de complejos pensamientos, y no poder comunicarse adecuadamente lo frustraba sobremanera.
Donna leía para él, conversaba con él o, simplemente, se sentaba a su lado, escuchando la radio o viendo la televisión. Para su desaliento, Piero no mostraba indicios de recuperación. Se había estabilizado y parecía que tenía que asumir el pasar el resto de su vida encerrado en aquel cuerpo que no le respondía.
Una noche estaba sentado junto a él, oyendo música y acicalando las orejas de Sasha. Era tarde, Rinaldo aún no había regresado, y ella no tardaría en acostarse. Miró a Piero, que estaba tumbado con los ojos cerrados, acaso dormido. Entonces advirtió que los dedos de su mano izquierda estaban siguiendo el ritmo de la música con suavidad.
Donna se emocionó. Hasta entonces. Piero había logrado mover un poco el brazo, pero nunca los dedos. Sin embargo, ahora estaba moviendo cada dedo por separado, lo cual le inspiró una idea.
– Piero -lo llamó, tomó su mano y la colocó sobre la de ella-, ¿puedes dibujar una letra? La que sea.
Lentamente, haciendo un gran esfuerzo de concentración, formó una letra con la punta del dedo sobre la palma de Donna. Una D.
– Otra -le pidió muy contenta.
Formó una o y luego, por propia iniciativa, una n, otra y luego una a. Donna.
– ¡Puedes hablar! -exclamó radiante-. Puedes expresar todo lo que quieras.
Piero empezó a escribir de nuevo sobre la palma de Donna: L, e, n…
– Sí, será lento, pero puedes hablar. Eso es lo que importa.
El abuelo siguió escribiendo: eres muy lista.
– No, tú sí que eres listo. ¡Verás cuando se entere Rinaldo!
– H, a, b, l, e, m, o, s.
Cuando Rinaldo regresó, una hora después, se quedó sorprendido al oír risas provenientes de la habitación de su abuelo. Abrió la puerta y vio a Donna sentada junto a la cama, alzando un vaso de naranjada. Estaba brindando con Piero, quien, con un poco de ayuda, sujetaba otro vaso.
– ¡Por nosotros! -exclamó ella.
– ¿Qué pasa? -preguntó Rinaldo.
– Piero puede hablar -dijo Donna mirando a Rinaldo con una sonrisa-. Mira -añadió, después de quitar el vaso de la mano de Piero.
– G, r, a, c, i, a, s, C, i, e, l, o.
Rinaldo se quedó atónito. Estaba completamente estupefacto. Donna dejó que se sentara junto a su abuelo y se marchó de la habitación para que pudieran hablar a solas.
Era tarde y estaba cansada por la excitación. Fue a su dormitorio directamente y se tumbó, preguntándose si Rinaldo iría a hablar con ella. Pero pronto se le cerraron los ojos, quedando sumida en un profundo sueño.
Cuando Rinaldo salió de la habitación de su abuelo, vaciló en el pasillo. Sabía que los adelantos de su abuelo se debían, en gran medida, a Donna, pues el mismo Piero se lo había dicho; eso y que se alegraba mucho de que ella se hubiera quedado en Villa Mantini. Había preguntado que qué habrían hecho sin ella y Rinaldo, forzando una sonrisa, había respondido que no sabía.
Ahora sentía que debía ir a verla y darle las gracias; sin embargo, tenía sentimientos contradictorios que lo dejaban indeciso. Antes había sido más sencillo, cuando sólo sentía hostilidad hacia ella. Aunque, se corrigió, sus sentimientos hacia ella nunca habían sido nada simples.
Llamó a su puerta, pero Donna no respondió. Rinaldo giró el pomo y miró. Donna estaba tumbada sobre la cama, aún con la lámpara de la mesita de noche encendida, como si hubiera intentado permanecer despierta y no lo hubiera logrado.
Rinaldo se acercó sigilosamente a la ventana y la cerró. Antes de apagar la lámpara, la miró un segundo a la cara. Era tan suave e indefensa como la de un niño y, en un segundo de desesperación, deseó saber qué debía pensar de ella en realidad. Pero no lo sabría nunca, pues sólo era capaz de verla a través de unos filtros que todo lo distorsionaban.
Apagó la lámpara y salió sin despertarla. Luego bajó las escaleras y dio un paseo que lo condujo hasta el cementerio familiar. Se retorció de dolor al recordar que Donna había colocado el ramo de flores de la boda sobre la tumba de Toni. La había visitado todos los días, y todos los días le había llevado nuevas flores del jardín de Loretta. Rinaldo miró los pétalos de las flores que Donna había puesto esa mañana, recogió una, se la llevó a la cara y tuvo la sensación de que estaba humedecida de lágrimas.
Donna pasó el día siguiente hablando con Piero. Con su nuevo método para comunicarse, el abuelo fue capaz de decirle por qué no la culpaba del accidente:
– Toni… mal chico. Encantador, cariñoso, pero siempre problemas. Decía muchas cosas, no ciertas. ¿Por qué… accidente? -preguntó el abuelo. Donna dudó, pues no quería herirlo con los detalles. Piero, en cambió, insistió-. Dímelo.
Le refirió lo sucedido en pocas palabras y, después, Piero le agarró la mano para seguir hablando.
– Algo así… me imaginé. No culpa tuya. Él siempre evitaba dificultades.
– Sí, ya me estaba dando cuenta -comentó Donna con tristeza.
– Debes educar a su niño para que sea más fuerte. Rinaldo te ayudará. Es un hombre fuerte; Rinaldo hombre bueno.
– Pero no es capaz de perdonar -replicó Donna-. ¿Por qué es tan insensible?
– Porque no se atreve a mirar en su corazón. Ayúdalo. Tú querías a Toni. Ahora debes querer a Rinaldo. No se deja querer, pero necesita mucho cariño.
Donna sintió un cosquilleo en el estómago. ¿Sería tan difícil querer a Rinaldo? Si lo hubiera conocido antes que a Toni…
Prefirió no seguir pensando. ¿De qué serviría? La actitud de Rinaldo hacia ella seguía siendo de hostilidad y desconfianza. Había aprendido a tenerle algo de respeto, pero seguía siendo tan duro como siempre.
Le había agradecido que hubiera ayudado a Piero a expresarse y, a pesar de asegurarle lo mucho que lo alegraba comprobar que su abuelo iba recobrando interés por la vida, se había mostrado muy tenso al hablar.
Después de descubrir aquel método, Donna había empezado a buscar alguna manera que le facilitara la expresión. Así, le había acercado un alfabeto infantil con todas las letras, para que pudiera formar las palabras que quisiera con sólo ir tocándolas. Pero Sasha, convencido de que se trataba de un juego, golpeaba las letras y confundía a todos. Finalmente abandonaron la idea y le entregaron el alfabeto entero al gato, el cual perdió interés por su juguete acto seguido.
Aunque Rinaldo quería mucho a su abuelo, era demasiado impaciente como para sentarse a su lado mientras él iba deletreando palabras sobre la palma de la mano; así que le compró un procesador de textos con un teclado especial. Pero Piero no parecía sentirse a gusto con el teclado, o quizá es que prefería las personas a las máquinas. Así las cosas, tampoco la idea del procesador prosperó y el abuelo siguió escribiendo sobre la palma de Donna.
Una noche, un mes después de la boda, Donna estaba sentada, esperando la hora de la cena. Aquella tarde, Piero le había repetido insistentemente que Rinaldo necesitaba mucho cariño. Se lo decía con frecuencia y observaba su reacción, como intentando decidir si aún era demasiado pronto para que Donna lo amara. A pesar de sus diferencias, las palabras de Piero la hicieron concebir esperanzas y Donna esperó con impaciencia el regreso de Rinaldo.
Sin embargo, nada más entrar éste en casa, notó que algo iba mal. Estaba especialmente tenso y los ojos le brillaban de forma extraña.
– ¿Te ocurre algo? -se interesó Donna.
– Sí. Pensaba que podríamos esperar hasta más adelante, pero dado que me preguntas, quiero que me des una explicación, y espero que sea convincente.
El brillo de sus ojos era todavía más intenso. No cabía duda de lo furioso que Rinaldo estaba.
– No sé qué quieres que te explique -respondió.
– ¿Seguro? Muy bien, empecemos por el vestido que llevas. Lo has arreglado con mucho esmero, pero no lo has comprado en Italia. De hecho, es el que trajiste el día que te conocí. Me gustaría saber por qué estás retocando tu vestuario, en vez de usar mi dinero para comprar ropa nueva.
– Me… me pareció un desperdicio comprar ropa nueva, cuando me quedará grande en cuanto pase el embarazo.
– ¡Por Dios, Donna! -exclamó disgustado-. ¿Por qué no me dices la verdad? Estás mandando dinero a Inglaterra. Lo he descubierto hoy. Has enviado casi todo el dinero de tu cuenta corriente a un tal Patrick Harrison. Haz el favor de decirme en menos de diez segundos quién es ese hombre, qué significa para ti Y por qué le has dado mi dinero.
De resultas del embarazo, Donna se encontraba cada día más susceptible, de manera que no tardó nada en estar tan disgustada como él.
– Para pagar las deudas de Toni -respondió desafiante.
– ¿Qué quieres decir?
– Pensaba que podría hacerlo discretamente. Quería evitar que te enteraras, pero no tolero que me hables así. Espera aquí.
– No pienso moverme -respondió con ironía. Donna regresó un par de minutos después y arrojo unos papeles sobre la mesa, frente a Rinaldo. Eran los recibos que le habían llegado de Inglaterra con las deudas de Toni.
– Tú sabías mejor que yo cómo era Toni -dijo Donna-. Me sorprende que no se te haya ocurrido, pero el hecho cierto es que dejó un montón de dinero a deber entre la tarjeta y los plazos del coche.
– Deberías habérmelo dicho -comento Rinaldo, visiblemente mortificado.
– Prefería evitarte el disgusto.
– Pero era a mí a quien le correspondía saldar sus deudas.
– Y las has saldado.
– En fin, te pido disculpas por haberte hablado así – dijo Rinaldo después de suspirar.
– No pasa nada -respondió con sequedad-. Dentro de poco, Patrick me mandará todos los recibos pagados y te los entregaré para que compruebes que no estoy mintiendo.
– No hace falta, te creo.
– Me crees porque tienes las facturas delante de tus narices -Donna sonrió irónicamente-. Me pregunto si algún día me creerás aunque no pueda demostrarte lo que digo.
– Me he equivocado en muchas cosas -admitió después de un largo silencio-. Lo reconozco.
– De mala gana.
– Es que no me gusta equivocarme.
– ¿Y no es eso un poco ilógico, dada nuestra situación?
– ¿Qué quieres decir?
– Tú me tenías por una mujer malvada y codiciosa, carente de cualquier buen sentimiento. ¿Preferirías haber tenido razón?
– Visto así, no -respondió Rinaldo, esbozando una media sonrisa-. La verdad es que eres una mujer desconcertante. Nunca sé por dónde vas a salir.
– Tal vez no debí ocultártelo, pero… -hizo un gesto de impotencia-. Supongo que tú no eres el único que tiene un montón de orgullo mal entendido. Sólo estaba intentando proteger la memoria de Toni.
– ¡Por amor de Dios!, ¿por qué! -Bramó al tiempo que daba un golpe en la mesa-. ¿Por qué ibas a tener que protegerlo?, ¿antes o ahora?
– Porque lo necesitaba -gritó Donna.
– ¿Era eso lo que te gustaba de él?, ¿lo indefenso que era?, ¿su debilidad?
– Es posible. Me gusta cuidar a la gente, y él necesitaba que lo cuidaran. El me necesitaba y yo tengo que sentirme necesaria. Si no, la vida no tiene sentido para mí.
– ¿Ese es el tipo de hombre que quieres, Donna?, ¿un polluelo que se cobije a tu amparo, en vez de un hombre?, ¿un niño con cuerpo de adulto que se agarre a tus faldas para que lo protejas?
– Es una forma de amar.
– Para algunas mujeres es la única -replicó con los ojos bien abiertos-. ¿Es que necesitas que los hombres estén indefensos para poder quererlos?
– El hombre al que ame deberá necesitarme -respondió con fiereza.
– Algunos hombres preferirían morirse antes que aceptar a una mujer bajo esas condiciones.
– Algunos hombres no tienen ni idea de lo que significa amar -contraatacó Donna.
El aire que los separaba estaba muy cargado. Ya no estaban hablando de Toni, y Donna sabía que debía poner punto final a aquella discusión lo antes posible. Podía oler el peligro, y no en Rinaldo por una vez, sino en sí misma. Llevaba unos días con un genio impredecible y, en esos momentos, notaba que estaba perdiendo el control de sus emociones.
– Y mi hermano sí sabía lo que significa amar, ¿no? -dijo con sarcasmo.
– A su manera, pero sí, lo sabía. Era amable y cariñoso, y cortés. Me encantaba lo atento que era.
– Amabas su debilidad -insistió Rinaldo.
– ¿Y qué si así era? ¿Es que los hombres débiles no tienen derecho a que los amen?
– ¿Y qué habría ocurrido dentro de unos años?, ¿qué atractivo tendría para ti su debilidad cuando te hartaras de venir a pedirme ayuda cada vez que tuvieras un problema?
– Nunca habría ido a ti en busca de ayuda -aseguró Donna.
– Eso es lo que tú te crees.
– Jamás lo habría hecho. Y tampoco habría dejado que Toni te la pidiera.
– ¿Cómo se lo habrías impedido? Llevaba toda la vida haciéndolo. ¿De verdad piensas que habrías conseguido cambiar las cosas entre él y yo?
– ¡Sí!, ¡porque se habría aferrado a mí, en vez de a ti! -espetó con violencia. Le daba igual lo que pudiera salir por su boca; lo único que quería era borrar de la cara de Rinaldo aquella mirada despectiva y llena de odio-. ¡No habría seguido necesitándote! Es de eso de lo que me echas la culpa, ¿verdad? ¡De que murió porque estaba intentando huir de ti!
Antes de terminar de pronunciar aquellas palabras, supo que era una acusación monstruosa, imperdonable. No había querido ser cruel, pero Rinaldo la había arrinconado con su propia crueldad hasta no darle otra opción para no verse asfixiada. Ahora sabía que había hecho algo horrible. Rinaldo parecía un cadáver de blanca que se le había quedado la cara.
– Márchate -dijo suavemente.
– Rinaldo, por favor…
– Márchate.
Y, atormentada, desapareció.
Eran las dos de la madrugada. Donna no había logrado dormirse aún cuando oyó que Rinaldo subía las escaleras. Había permanecido muchas horas solo y en silencio abajo, sumido en quién sabe qué terribles pensamientos.
Se arrepentía amargamente de lo que le había dicho.
Daba igual que sólo hubiera intentado defenderse de los ataques de Rinaldo. Se suponía que a ella le gustaba cuidar de las personas y, sin embargo, sabía que había infligido una nueva herida a un hombre ya lastimado.
Por fin oyó cómo rebasaba el último escalón, moviéndose despacio, como si tuviera que arrastrarse para trasladar todo el peso de sus sentimientos. Se incorporó al intuir que las pisadas de Rinaldo se acercaban a la puerta de su alcoba, frente a la cual se detuvo. Donna esperó a oscuras, con el corazón latiéndole a toda velocidad.
Pero entonces las pisadas prosiguieron su marcha y un momento más tarde, Donna oyó a Rinaldo encerrarse en su habitación. Se tumbó, quieta, y siguió atormentándose con sus pensamientos, que no le daban tregua y la impedían dormir. Cuando ya no lo aguantaba más, se levantó y se puso el camisón.
Aún había un rayo de luz bajo la puerta de Rinaldo, de manera que se decidió a llamar, con delicadeza.
– Adelante -respondió él. Estaba de pie junto a la ventana, con una copa de vino en la mano. Tenía cerca una botella y saltaba a la vista que Rinaldo estaba bebido. Los ojos le brillaron al verla-. ¿Has venido a contarme más verdades desagradables? -preguntó suavemente.
– No, he venido a decirte que lo siento. No debería haber dicho eso.
– ¿Por qué no? Es verdad, ¿no? Toni estaba intentando dar media vuelta para no tener que regresar a casa y enfrentarse a mí. Tú, por el contrario, estabas decidida a enfrentarte a mí y a restregarme tu victoria por las narices. Tengo que reconocer que tienes mucho valor.
– No es así de sencillo -dijo Donna, desesperada.
– Al contrario. Algunas cosas son muy sencillas. Debería haberme dado cuenta antes. Hace unas semanas ya me contaste cómo sucedió todo, pero, de alguna manera, logré esquivar los hechos para no prestarles atención… en vez de asumirlos, como acostumbro. Pero tú sabes cómo hacer que un hombre descubra el lado más oscuro de sí mismo… -apuró la copa de vino.
– Rinaldo, por favor… Yo no sé cómo eres en realidad, igual que tú tampoco sabes cómo soy yo.
– La verdad es que yo tengo mucha más culpa que tú de que mi hermano esté muerto -afirmó salvajemente-. Ésa es la única verdad. Destruyo a todos los que me preocupan, porque no sé hacer otra cosa.
– No me lo creo -dijo Donna.
– ¿No?, ¿no es lo que llevas diciéndome todo el rato? ¿Por qué ibas a cambiar ahora de opinión?
Lo único que Donna sabía era lo mucho que la afectaba ver a Rinaldo martirizándose de esa manera. Era como contemplar un león desprovisto de sus garras, sus fauces y su melena y, a pesar de todo, ver cómo intentaba recobrar sus fuerzas, su autoridad y su altivez. Impotencia. Estaba frente a un hombre lastimado; pero un hombre que nunca dejaría de luchar por recuperarse.
– ¿Por qué no te marchas? -dijo después de servirse otra copa, sentado en la cama.
– Porque no podemos dejar las cosas así -respondió-. Los dos nos estamos enfrentando a una situación difícil y lo hacernos lo mejor que podemos; pero será imposible superarla si no dejamos de atacarnos constantemente. Tenernos que pactar una tregua, ¿no te das cuenta? -su pregunta fue secundada con un largo silencio por parte de Rinaldo, que la miró con desconfianza.
– ¿Por qué tuviste que entrar en nuestras vidas? -Se preguntó en voz alta-. ¿Por qué tuvo que enamorarse de ti Toni?
– No lo sé -dijo con impotencia.
– ¿Por qué? -Dejó la copa de vino, colocó una mano sobre el cabello de Donna y examinó su rostro-. No eres guapa… pasable sí; pero él salía con mujeres más guapas que tú. Ninguna puso nuestras vidas patas arriba como tú has hecho.
Pasó la mano por las mejillas y los labios de Donna, la cual no era capaz de retirarse. Rinaldo había perdido su autocontrol y eso lo hacía muy peligroso. No se podía predecir lo que iba a hacer. Donna sabía que debía separarse inmediatamente, pero, por alguna razón, no se podía mover, hipnotizada por el arrullo de su voz y por el lento ritmo de sus caricias. Parecía que estuviera sumida en un sueño; un sueño que empezaba a disparar la velocidad de sus palpitaciones.
– ¿Qué eres? -Susurró Rinaldo-. ¿Eres humana o un espíritu cruel enviado a mi casa para atormentarme? ¿Qué tienes que hace que los hombres deseen… -se interrumpió y experimentó un escalofrío.
De pronto, su mano agarró el cabello de Donna con más fuerza, atrayéndola hacia él, y rodeó sus hombros con el otro brazo, estrechándola contra su pecho mientras sus labios descendían hacia los de ella.
No se trataba de un abrazo tierno, sino de una muestra de autoridad y posesión, que no admitía negativas. Donna intentó desasirse, pero Rinaldo la sujetó con mayor firmeza y cubrió su cara de besos.
– Rinaldo… -suplicó Donna.
– ¿Qué eres? -repitió éste, mirándola con ojos febriles.
– Sólo soy una mujer normal y corriente -respondió-. Con buenas intenciones… aunque a veces tropiece y…
– No, tú no eres una mujer normal. Ésa sólo es la careta que llevas para engañarme. Debajo hay un demonio, una bruja, una Madonna…
– Madonna -suspiró ella-. Toni decía…
– ¡No hables de Toni! -exclamó virulento-. Olvídalo; él no está aquí. Yo sí. Son mis brazos los que te sujetan. Y es mi boca la que te besa.
Deslizó los dedos por sus mejillas y luego fue bajando hacia sus senos, súbitamente turgentes y voluptuosos. Donna supo que Rinaldo se daría cuenta del violento golpear de sus latidos.
Volvió a estrecharla, pero en esa ocasión la besó con más delicadeza, acariciándola con suavidad y destreza. La sensación la hizo suspirar. Tenía que detenerlo; pero no aún. Era tan dulce… Susurró su nombre e inmediatamente los brazos de Rinaldo apretaron su presión. Luego la fue llevando hacia la cama sin dejar de besarle la cara, el cuello y los pechos. Donna se sentía extasiada y colocó sus manos en la nuca de Rinaldo para acercarlo más y más.
– Deberías haber venido a mí la primera noche -murmuró él.
– Demasiado tarde -susurró Donna-. Toni…
– ¡Toni está muerto!
– No lo estará mientras su bebé…
– ¡Dios mío! -susurró él-. ¿Qué estoy haciendo?
Lentamente la liberó de su abrazo y se retiró. Donna despertó de aquel bello sueño y se encontró con la horrorizada mirada de Rinaldo. Se incorporó y se levantó de la cama, mientras él permanecía quieto, completamente inmóvil, hasta que agarró su copa de vino y la arrojó con violencia por la ventana.
– Vete -la ordenó-. Vete y enciérrate en tu habitación. Por el bien de los dos, ¡márchate!