Capítulo 5

– Vas a dejar esta habitación -la informó Alicia poco después de desayunar- y te cambias a otra más cercana a la del signor Piero.

Donna no necesitó preguntar de dónde venía tal orden. Recogió sus pertenencias y dejó que Alicia la acomodara en una silla de ruedas para llevarla a su nueva habitación, que resultó ser más acogedora.

Donna se pasó inmediatamente a la puerta de al lado.

La enfermera de Piero, sin duda avisada, la esperaba con una sonrisa en los labios. Era como si el mundo entero se doblegara dócilmente a las órdenes de Rinaldo.

– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó a la enfermera, después de sentarse junto a la cama de Piero, que estaba dormido.

– Vivirá, aunque su calidad de vida no será buena: tiene una grave parálisis y apenas puede hablar.

En un momento dado, Piero abrió los ojos, sonrió a Donna y volvió a sumirse en un sueño profundo instantes después.

– ¿Está todo a tu gusto? -le preguntó Rinaldo esa tarde, en referencia a su nueva habitación.

– Es agradable, pero me habría gustado más que me comentaras antes el cambio, en vez de trasladarme como si fuera un paquete.

– No pensé que fueras a oponerte.

– A lo único que me opongo es a que no me has consultado primero -matizó Donna.

– A mí la gente me obedece.

– Es posible que la mayoría lo haga; pero yo no. Yo haré lo que esté en mis manos por Piero, pero no porque tú lo ordenes, sino porque yo quiero. Y en cuanto esté mejor, me marcharé lejos de aquí.

– ¿Pretendes cerrarle la puerta a la familia de Toni por completo? -preguntó Rinaldo casi con indiferencia.

– Digamos que no pienso dejarte interferir. Creía que ya había dejado claro esto.

– Sí, muy claro -concedió él -. Sólo espero que no te marches de la clínica demasiado rápido. Deberías quedarte aquí al menos otras dos semanas.

– Esta clínica es privada, ¿no? Lo pregunto porque no me gusta que la factura corra a tu cuenta.

– Lo hago por el bienestar del hijo de Toni. ¿No puedes entenderlo?

– Visto así, no me queda más remedio que dejarte pagar.

– ¡Eres tan magnánima! Y si te preocupa deberme dinero, me daré por recompensado con la compañía que le haces a Piero -una veta de tristeza ensombreció su mirada-. Tú presencia lo anima más que la mía. A partir de ahora, te molestaré lo menos posible.

Para su sorpresa, Rinaldo cumplió con su palabra durante la siguiente quincena. Visitaba a Piero todos los días y, si coincidía con Donna, ésta desaparecía para dejarlos a solas.

En una ocasión, estando Donna sentada junto a Piero, sujetándole la mano y hablando con él cariñosamente, elevó la vista y descubrió que Rinaldo la estaba mirando apesadumbradamente. Había entrado en la habitación con sigilo y ella lo había sorprendido con la guardia bajada. Se notaba su tristeza en la cara, pero, por una vez, no había rencor en su expresión. Cuando Rinaldo se dio cuenta de que Donna lo estaba mirando, suspiró profundamente y volvió a la realidad.

– ¿Está mejor? -le preguntó.

– Cada día está más fuerte. Todavía no puede hablar ni moverse mucho, pero me habla con los ojos -respondió Donna-. Ya os dejo solos.

– No hace falta.

– No, querrás hablar con él en privado -insistió Donna, que se esfumó de la habitación en seguida.

Así era la relación entre ambos: se trataban con educación y no se miraban a los ojos salvo por accidente, como si los dos tuvieran miedo de lo que podrían encontrar al cruzarse las miradas. El tiempo transcurría tranquilamente. Lo único que había perturbado a Donna había sido la temporal pérdida de su pasaporte, que había extraviado en el traslado a la nueva habitación, pero que, finalmente, había localizado en un cajón.

Ya habían pasado tres semanas. Tenía que regresar ya a Inglaterra, y lo que más la preocupaba era cómo decírselo a Piero.

– Dentro de poco dejaremos de vernos con tanta frecuencia -le comunicó Donna un día, para que Piero fuera haciéndose a la idea-. En seguida volverás a casa y… bueno, todo cambiará.

El abuelo sonrió y empezó a mover una mano, con la que apuntó hacia la mano izquierda de Donna. Ésta comprendió, acongojada, que estaba señalando el dedo en el que debía llevar el anillo de los Mantini.

Mo… moglie -logró articular Piero después de muchos esfuerzos.

Donna se quedó atónita. Moglie significaba esposa. Pero ella ya no iba a convertirse en esposa de Toni. ¿Habría perdido Piero la cabeza después de todo?, ¿no era consciente de la muerte de su nieto?

– Piero, no puedo ser la mujer de Toni -dijo con suavidad.

– Ri… Rinaldo… -acertó a decir.

Lo miró aterrorizada después de oírlo. ¿Habría convencido Rinaldo a su abuelo para forzarla a que se casara con él contra su voluntad? Sin duda, era algo tan descabellado como posible. ¿Por qué no? El estaba acostumbrado a salirse con la suya, apisonando cualquier oposición que pudiera encontrar en su camino.

Estaba tan enfurecida que decidió marcharse de inmediato, sin permitir que Piero se disgustara al ver su enojo.

– Vuelvo… en seguida -le dijo, y se marchó a todo correr.

Una vez en su habitación, sentada sobre la cama, empezó a temblar de confusa y nerviosa que estaba. No sólo la consumía la rabia, sino también un cierto miedo a Rinaldo. Durante los últimos días, parecía haber olvidado su inconcebible proposición y, sin embargo, era evidente que había estado maquinando qué debía hacer para retenerla.

Alguien avanzaba por el pasillo, hacia la habitación de Piero. Poco después, Rinaldo entró a ver a Donna y ambos se quedaron mirándose.

– No he entendido mal, ¿verdad? -preguntó ella malhumorada-. Piero espera que nos casemos. Llevas todo este tiempo organizando los preparativos de nuestra boda, a pesar de que te había dicho que no quería saber nada de eso.

– Exacto.

– ¿Eso es todo lo que tienes que decir?

– No se me ocurre nada más. No tenía intención de que te enteraras así. No pensaba que Piero pudiera comunicarse lo suficiente como para decírtelo.

– ¿Y cuándo tenías intención de decírmelo? -preguntó indignada-. ¿Camino de la iglesia?

– Mira, comprendo que estés irritada…

– Espero que comprendas mi irritación mejor de lo que comprendiste mi opinión acerca de la boda. ¿Es que nadie te ha dicho nunca «no» a algo que querías? ¿No entiendes el significado de esa palabra?

– Estaba seguro de que entrarías en razón cuando tu salud mejorara. Lo más sensato era ir preparándolo todo. Y eso es lo que he hecho.

– ¿Incluido decírselo a tu abuelo? ¡Qué falta de escrúpulos!

– Saber lo de nuestra boda le ha dado un motivo para seguir viviendo. Le rompería el corazón que te dejara escapar.

– ¿Qué quieres decir con eso de «dejarme» escapar? No necesito tu permiso. Me iré y punto.

– No lo permitiré.

– ¿Cómo que no…? ¿Quién eres tú para permitirme o no permitirme nada? Yo no obedezco tus órdenes.

– Donna, va siendo hora de que nos entendamos -dijo lanzándole una mirada autoritaria-. No estoy pidiéndote tu consentimiento para que nos casemos. Te estoy diciendo que ninguno tenernos otra opción. Es algo que tenernos que hacer.

– Yo no tengo por qué hacerlo -dijo desesperada.

– Muy bien -dijo Rinaldo con impaciencia -. Lo he decidido yo para salvaguardar el honor de mi familia y el bienestar del bebé de mi hermano. No puedes negarte.

– Eso ya lo veremos.

– A Toni no le gustaría que te negaras. El te amaba. Él habría querido que su hijo estuviera seguro.

– ¿Cómo puedes ser tan ruin como para usar a Toni en mi contra?

– No lo estoy usando en tu contra -dijo desabrido-. Te estoy recordando que tienes ciertas obligaciones hacia él. A Toni le gustaría saber que yo vaya proteger a su familia. En este país, la familia significa mucho.

Donna se dio media vuelta y se tapó los oídos con las manos, intentando olvidarse de Rinaldo. Aquel hombre era capaz de formular las peticiones más descabelladas y hacer que sonaran razonables. No había forma de escaparse de él.

Rinaldo se acercó a Donna despacio, la giro y bajó sus manos para que lo escuchara:

– Escúchame: la boda está prevista para pasado mañana. No tiene sentido seguir discutiendo.

– ¡Pasado mañana! -exclamó estupefacta, indignada-. ¿Cómo has podido organizarlo? ¿No hay que realizar trámites en los que yo…?

– Sin duda -atajó él-. Pero en vista de tu estado de salud, conseguí arreglarlo para que tu presencia no fuera necesaria. Me bastó con tu pasaporte.

– Mi… ¿me robaste el pasaporte?

– Lo tomé prestado. Tengo entendido que ya te ha sido devuelto.

– Así que por eso había desaparecido. ¿Cómo has podido…?

– Era necesario -cortó con impaciencia-. No podía solucionar todo el papeleo sin él.

– Pues haberte ahorrado todas las molestias. Me marcho mañana. Y no volverás a verme jamás.

Rinaldo se miró las uñas un segundo y, al levantar la cabeza, su expresión resultó indescifrable.

– Puede que tengas razón -dijo-. Fui tonto al pensar que te rendirías a la fuerza. La noche que nos conocimos ya me quedé admirado por tu tesón.

– Me alegra que lo entiendas -comentó algo más aliviada.

– Tú y yo nos hemos entendido desde el principio, ¿no es cierto, Donna? -le preguntó, lanzándole una extraña mirada.

– ¿A qué… a qué te refieres?

– ¿No lo sabes? ¿Sólo fueron imaginaciones mías? -Su mirada la hizo recordar caricias que habría preferido desterrar para siempre al olvido-. ¿Nunca te has preguntado qué habría sucedido si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias?

– Nunca lo sabremos -suspiró Donna -. Y ya no importa. Hay demasiadas barreras entre nosotros. Yo era la mujer de Toni.

– Pero si me hubieras conocido antes a mí…

De pronto, Donna vio el peligro y se retiró. Era otra de sus trampas endiabladas.

– Eres un hombre inteligente, Rinaldo -le dijo-. Por suerte para mí, soy consciente de lo inteligente que eres.

– No te he engañado, ¿verdad? -preguntó después de soltar una risotada.

– Ni un segundo. Sé bien que eres capaz de cualquier cosa con tal de lograr lo que te propones.

– Bueno -se encogió de hombros-, será mejor que le diga a Piero que no habrá boda.

– ¿Se levará un disgusto muy grande?

– Enorme -respondió Rinaldo a la altura de la puerta-. Pero eso ya no es asunto tuyo -añadió.

Donna se quedó sola, desgarrada por unos sentimientos que tiraban de ella en diez direcciones a la vez. Sabía que había hecho lo correcto, pero le do1ía pensar en la decepción que se llevaría Piero.

– Quiere verte -le comunicó Rinaldo, después de ver a su abuelo.

– ¿Cómo se lo ha tomado? -le preguntó en voz baja, una vez en la habitación de Piero.

– No se lo he dicho -susurró Rinaldo-. Tú se lo dirás.

Se quedó sin respiración e intentó retirarse, pero Rinaldo la estaba sujetando con fuerza por los hombros, impidiendo su salida.

– Venga, díselo -la atosigó Rinaldo-. Rómpele el corazón. Dile que la ilusión que lo mantiene con vida se ha acabado.

– ¿Cómo puedes ser tan cruel? -murmuró Donna.

– Porque nuestra boda tiene que celebrarse. ¿Es que aún no lo entiendes?

La levó a la cama de Piero, empujándola con suavidad, pero con implacable determinación. Donna suspiró profundamente. Tenía que decirle la verdad a Piero en

Ese mismo momento.

Pero, al contemplar el brillo que iluminaba los ojos del anciano, no encontró las palabras adecuadas. Ella tenía la culpa de que se encontrara en tan mal estado no podía hacerle más daño.

Piero extendió tímidamente su mano débil en dirección a Donna, que la agarró y se la colocó sobre las rodillas.

Figlia -dijo Piero con grandes esfuerzos.

A pesar de su confusión, el corazón le dio un vuelco al oír la palabra figlia. Ni siquiera significaba nieta, sino hija. Hacía años que nadie la llamaba así. De pronto, rompió a sollozar. Le elevo la palma de la mano y reposó la mejilla sobre ella, secándose las lágrimas en el movimiento. Sabía que no podía seguir luchando. Rinaldo la había atrapado, tal como había pretendido desde el principio.

– Está intentando decir algo más -observó Rinaldo.

Donna alzó la vista y soltó la mano de Piero para que pudiera apuntar. La señalo a ella, luego a Rinaldo y, finalmente, suspiro bene. Piero les había dado su bendición.

Siguió moviendo los labios. Donna creía que estaba repitiendo bene, pero luego se dio cuenta de que pronunciaba otra palabra que también empezaba por «b». Por fin la descifró y se quedó horrorizada. Estaba diciendo bacio.

– ¿Qué dice? -Le preguntó Rinaldo-. No lo entiendo.

– Nada importante -se apresuró a responder.

– Deja que sea yo quien decida si es importante.

Bacio -repitió Piero un poco más alto y más claro.

Donna se apartó de la cama, pero Rinaldo la detuvo agarrándola por un brazo.

– Mi abuelo quiere que nos besemos -dijo.

– No -dijo con seguridad -. No puedo. Imposible. ¿Cómo va a querer algo así sabiendo que…

– No lo mal interpretes: lo que Piero quiere es que nos demos un beso cariñoso, no apasionado. Sabe que nos casamos por Toni, pero necesita saber que habrá paz entre nosotros.

– ¿Paz? -respondió atribulada-. ¿Paz entre nosotros?

– Eso mismo -murmuró él-. Sé que no es posible; pero podemos fingir para contentarlo… Mírame -le ordenó después de posar los dedos sobre la barbilla de Donna, sin que ésta opusiera resistencia.

Lo miró a su pesar y creyó que se hundiría en el negro abismo de sus ojos. Rinaldo inclinó la cabeza y acercó los labios a los de ella, en una suave caricia.

Apenas se habían rozado, pero había bastado para que todo su cuerpo se calentara. Donna había querido alejarse de él, pero no había logrado moverse. De nuevo, había tenido la certeza de que estaba frente a todo un hombre, y no junto a un niño. Rinaldo la había sujetado con firmeza y decisión, con una mano en uno de los hombros y la otra, detrás de la cabeza.

Nunca debería haber accedido a aquel beso. Sólo podría soportar estar casada con Rinaldo si conseguía olvidarse de que, en otra vida, podrían haberse amado. Pero, ¿cómo iba a olvidarse de algo así mientras saboreaba sus labios y notaba la fuerza de su cuerpo contra el de ella?

Una parte de Donna quería que el beso acabara, pero la otra deseaba que el beso se prolongara eternamente, desarmándola con aquellas sensaciones tan dulces y novedosas. Nunca antes había soñado con experimentar vibraciones y calores tan trepidantes. Y ya era demasiado tarde. En ese momento del beso, justo cuando había convenido que se casaría con él, se había dado cuenta de que, aun así, siempre habría barreras insuperables entre ambos.

Piero sonrió satisfecho y dibujó con los labios el nombre de Rinaldo.

– Sí, abuelo -dijo el nieto.

Piero apuntó con los ojos hacia la mesita que había junto a la cama, sobre la cual había una caja pequeña. Rinaldo la abrió y descubrió el anillo que Piero le había regalado a Donna la primera noche.

– Insiste en que te quedes tú con el -le dijo Rinaldo a Donna, que asintió sin más. Él tomó su mano y habló con suavidad-. Nadie te impedirá marcharte, Donna. A pesar de lo que he dicho, si de verdad te niegas a casarte conmigo, nadie impedirá que te vayas. Decídete.

– Sabes que no puedo abandonar a Piero -susurró.

– Déjame oírte decir que te casarás conmigo.

– Me casaré contigo.

Rinaldo introdujo el anillo en su dedo y Donna supo que ya no había vuelta atrás.

Al día siguiente, el día anterior a la boda, Donna y Piero abandonaron la clínica y regresaron a Villa Mantini. Rinaldo había contratado los servicios de dos enfermeras para que atendieran al abuelo; pero Donna permaneció con él hasta que éste se hubo acomodado a la nueva disposición de su dormitorio. Parecía más feliz cuando Donna estaba cerca de él.

No pudo asistir a la boda en el ayuntamiento. Normalmente se habrían casado por la iglesia, pero Rinaldo decidió que bastaría con una boda por lo civil, de lo cual se alegró Donna, que consideraba un sacrilegio celebrar religiosamente aquel incongruente matrimonio.

Extrañamente, Selina había insistido en estar junto a la novia antes de la ceremonia, para darle ánimos, decía.

– Lo hace como muestra de amistad -le explicó Rinaldo -. Para ella significa mucho.

– ¿Qué le has dicho a ella? -le preguntó Donna.

– La verdad, por supuesto -respondió Rinaldo sorprendido -. No podía engañarla. Sabe que estabas prometida a Toni.

– ¿ Y el resto del mundo?

– El resto del mundo no se atreverá a preguntar.

– Pero seguro que murmurarán…

– Al principio, sí. Con suerte, se olvidarán de los detalles con el paso del tiempo y acabarán creyendo que el niño es mío.

– A no ser que Selina les diga la verdad -advirtió Donna.

– No sé por qué la has tomado con ella -dijo Rinaldo, enfadado-. Es mi amiga y sólo quiere mostrarse amable contigo..

– Pero no es normal -protestó Donna-. Toni me dijo que ella quería casarse contigo.

– Toni lo exageraba todo -replico Rinaldo-. Si Selina hubiera querido casarse conmigo, podría haberlo hecho hace trece años.

– ¿Estabas enamorado de ella?

– Desesperadamente -dijo con indiferencia-. Enamorado como sólo puede enamorarse un crio de veinte años. Me rechazó para intervenir en una película. Y no se equivocó. Nuestro matrimonio habría fracasado. Ella decía que yo era muy posesivo. Y lo era. Ella quería tener otra vida distinta. Aquello se acabó. Ahora es mi arruga y te pido que la trates con corrección. ¿Es mucho pedir?

– En absoluto -respondió Donna-. Al fin Y al cabo, no es asunto mío.

– Cierto.

Selina llegó temprano el día de la boda, toda sonrisa y buenas caras, y abrazó a Donna con aparente sinceridad. Insistió en arreglarle el peinado y lo hizo con destreza. Pero el estilo era demasiado extravagante para Donna y no le pegaba. Selina lucía un vestido color crema, una gargantilla de perlas y una pamela. Estaba radiante como si ella fuera la novia.

Enrico condujo a los tres al ayuntamiento. Era el sobrino de María, un joven grandullón y alegre, al que su tía solía referirse como «el idiota». Alternaba trabajillos como jardinero, chófer y otros apaños.

Cuando llegaron, Rinaldo se encargo de ultimar los trámites para la boda. Donna y Selina se quedaron solas, extrañamente Juntas. La primera se miro de reojo en un espejo y volvió a decirse que aquel peinado no le sentaba bien.

– Ojalá hubiera tenido más tiempo para ponerte guapa -suspiró Selina-. Deberías haber tenido un vestido más adecuado para la ocasión.

– Te agradezco todo lo que has hecho -dijo Donna, intentando ser educada-. Pero prefiero que todo proceda con mucha sencillez. Esta boda no es… normal.

– Claro, claro. Rinaldo me lo ha explicado todo. Se casa contigo por obligación. Si no, él y yo… -se interrumpió y se encogió de hombros-. Soy realista. Y espero que tú también lo seas.

– ¿Qué quieres decir?

– Venga, mujer. Las dos somos mayorcitas. Rinaldo es un hombre con un marcado sentido del deber y del honor familiar. Eso lo obliga a hacer sacrificios que, en otro caso, no haría jamás. Después de todo, él te importa tan poco como tú le importas a él. Os casáis por el bien del bebé. Y os admiro por ello -Selina sonrió-. Tengo la sensación de que vas a ser una madre excelente. Ya sabes lo que se dice: hay mujeres que nacen para ser esposas, y mujeres que nacen para ser madres.

– ¿Y algunas para ser amantes? -añadió Donna.

– Sabía que nos íbamos a entender -Selina volvió a sonreír-. Claro que no me extraña, porque eres mucho más lista de lo que pareces.

– Sin duda, soy más lista de lo que tú te piensas afirmó Donna.

No tuvieron ocasión de seguir hablando, ni había necesidad de ello, pensó Donna. Todo lo que tenían que decirse ya se lo habían dicho en ese intercambio tan intenso. Ya sólo le quedaba formalizar aquella disparatada boda con un hombre que no sentía nada por ella, e intentar reconciliarse con los tumultuosos sentimientos que habían destruido su paz interior.

El día de la boda transcurrió como un sueño para Donna, y luego no fue capaz de recordar nada con claridad. En algún momento de aquel trance fantasmal había estado de pie junto a Rinaldo, frente a unos funcionarios del ayuntamiento, y habían pronunciado las palabras que los unían como marido y mujer a ojos de la ley. Donna pensó que era Toni quien debía haber estado a su lado. ¿Tendría aquel matrimonio alguna posibilidad de éxito, después de cómo se había fraguado?

Todo el tiempo estuvo pendiente de Selina, que estaba radiante de guapa, en contraste con la palidez y la inquietud de Donna.

Luego regresaron a casa, en coche, los tres intentando aparentar naturalidad. Selina no paraba de hablar y los novios se esquivaban la mirada.

Al llegar a Villa Mantini, se encontraron con una fiesta para celebrar la boda; pero Donna se escabulló lo más airosamente que pudo, valiéndose de Piero como pretexto. Se ocupó de acostarlo y charló con él durante un rato, a pesar de que éste, con el dedo, le indicaba que regresara abajo, a la fiesta.

– Prefiero estar contigo -repuso Donna.

Se preguntaba de qué estarían hablando Rinaldo y Selina. ¿La estaría comparando con ella? De repente, Donna se sintió demasiado cansada como para que aquello la preocupara. Había sido un día muy agitado y ya estaba embarazada de cuatro meses.

Entonces, súbitamente, Donna vislumbró la causa de sus tormentosos sentimientos. ¿Cuántas veces había advertido a otras madres embarazadas acerca de esa cuestión?

– Ahora mismo se está produciendo un cambio hormonal muy grande dentro de ti -les decía a las madres-. Probablemente, estés más sensible que de costumbre, pero no te preocupes. Pasará.

Exacto. Se trataba de eso. Su desasosiego no tenía nada que ver con Rinaldo. Estaba, en realidad, directamente relacionado con su embarazo. ¿Cómo podía haber temido estar enamorándose de él? Se sintió muy aliviada al descubrir que lo suyo era una fase normal del embarazo y emitió una sonora risotada.

Podía oír ruidos provenientes de abajo. Miró por la ventana y vio el coche de Rinaldo, a cuyo volante estaba Enrico. Selina entró y el sobrino de María se la llevó. Poco después, Rinaldo empezó a subir las escaleras.

– Me he despedido de Selina de tu parte -le dijo a Donna tras entrar en la habitación de Piero.

– Gracias -Donna le dio un beso al abuelo-. Me voy a la cama. Estoy cansadísima.

Rinaldo le abrió la puerta y Donna entró en su dormitorio. No habían convenido cómo dormirían, como no habían hablado de casi nada, pues con Rinaldo no se discutía, sino que uno se limitaba a escuchar mientras él dictaba las leyes. Se sintió aliviada al observar que no había nada de Rinaldo en su alcoba.

– ¿Puedo pasar? -preguntó éste media hora después, tras llamar a la puerta.

– Sí, adelante -respondió. Ya estaba en camisón y se había deshecho el peinado de Selina.

También él se había cambiado. Llevaba un pijama de seda, cuyo cuello dejaba ver el tupido vello de su pecho. Donna no pudo evitar sentir placer ante tal contemplación. Por mucho que Rinaldo la desagradara, era un hombre muy atractivo. Donna se alegró al recordarse que aquella atracción era ilusoria, producto tan sólo de sus revolucionadas hormonas.

– ¿Todo bien? -le preguntó él-. ¿Estás muy cansada?

– Estoy perfectamente, gracias -respondió con educación.

– ¿Necesitas alguna cosa?

– No, gracias.

– Entonces, buenas noches.

– Buenas noches.

Donna tuvo la impresión de que a Rinaldo le habría gustado decir algo más, pero, después de dudar unos segundos, éste se marchó.

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