– Tiene que ir a ver al signor Piero -lo presionó María, que acababa de entrar en la habitación de Rinaldo-. Es muy importante.
Lo encontró incorporado en la cama, sofocado y nervioso.
– Tranquilízate, abuelo -le dijo-. Todo saldrá bien.
– No… no… -Piero se esforzaba por hablar, pero cuanto más nervioso se ponía, más le costaba articular palabra-. Donna… -se tumbó sobre las almohadas.
– ¿Qué pasa con Donna?
Pero Piero no podía decir nada más. Rinaldo lo miró a los ojos y vio en ellos que su abuelo sabía algo importante que él desconocía.
– ¿Qué le pasa? Intenta decírmelo, traza las letras en mi mano -Rinaldo agarró la mano del abuelo y la colocó sobre su palma. Piero trazó una D-. Donna, ¿verdad? ¿Qué le pasa a Donna?
Piero trazó más letras. Al principio, Rinaldo no entendía nada; pero, María, que lo había seguido a la habitación del abuelo, sacó a Rinaldo de su aturdimiento.
– Amor -dijo ella con firmeza-. Donna te ama.
Eso es lo que está diciendo tu abuelo.
– Eso parece, ¿verdad? -Dijo Rinaldo con amargura-. Mirad, agradezco lo que los dos…
– ¡Basta! -lo interrumpió María. Rinaldo la miró sorprendida, pues María no le había hablado así desde que él era muy pequeño-. ¡Basta ya! Cuando eras un niño sabías escuchar. Ahora que eres un hombre no oyes nunca a los demás. De lo contrario, habrías entendido lo que tu mujer lleva intentando decirte todo este tiempo. Ella te ama. Lo sé. El signor Piero lo sabe. Hasta el idiota de Enrico lo sabe. Todos menos tú. Porque tú no escuchas.
– De acuerdo, María. No escucho -respondió con docilidad-. Pero no me lo creo, lo siento. ¿Por qué se aleja de mí sí me quiere? Explícamelo.
– Yo no puedo. Pero él sí -dijo señalando a Piero.
– ¿Por qué se ha ido, abuelo? -le preguntó. Piero trazó una S y una e-. ¿Selina?, ¿qué pasa con ella?
– M, e, n, t, i, r, a, s.
– ¿Mentiras? ¿Selina dice mentiras?, ¿qué mentiras?
– S, e, l, i, n, a, a, m, a, n, t, e.
– Sí, pero eso fue hace tiempo. Se acabó antes de casarme con Donna.
– D, i, j, o a D, o, n, n, a.
– ¿Le dijo que ella y yo todavía…? ¿Estás seguro?
– La oí -le indicó letra a letra-. Calabria… tú y ella… Selina dijo.
– ¿Le dijo a Donna que había estado conmigo en Calabria? -preguntó Rinaldo, asombrado.
– ¿Es verdad? -le preguntó Piero.
– No, por supuesto que no es verdad -explotó Rinaldo. Piero siguió trazando letras y Rinaldo adivinaba lo que quería decir antes de que terminara las palabras-. ¿Le dijo a Donna que nuestro matrimonio fue idea de Selina?, ¿que yo había planeado divorciarme, casarme con Selina y quedarme con el bebé?, ¿lo oíste todo? -preguntó indignado.
– Selina estúpida -sonrió Piero-. Cree que no puedo hablar… Pero por Donna…
– Sí, sí que es estúpida -suspiró Rinaldo-. Y yo he sido más estúpido dejando que me engañara. Y ahora mi mujer huye de mí porque piensa que estoy maquinando un plan monstruoso. ¿Cómo puede creerme capaz de algo así, por mucho que se lo dijera Selina?
– ¿Y por qué iba a pensar bien de ti? -Lo atacó María-. ¿Cómo la has tratado desde que llegó a esta casa?
– Lo he hecho lo mejor que he podido. No ha sido fácil para ninguno de los dos.
María emitió un sonido que se acercó peligrosamente a una risa cínica. Rinaldo frunció el ceño, pero ella estaba sonriendo a Piero y no lo vio. Rinaldo salió de la habitación y fue en busca de Selina.
La encontró en el jardín de Loretta, sentada en la fuente. Se giró hacia él y lo miró como si estuviera sufriendo lo indecible. Luego, cuando oyó a Rinaldo, se quedó helada.
– Sal de esta casa y no vuelvas a poner un pie en ella en toda tu vida -le ordenó él.
– ¿Por qué? -Más que sus palabras, era el tono de su voz lo que la había intimidado-. Rinaldo…
– Cállate y escucha, porque ésta es la última vez que vamos a hablar tú y yo. Hace dos años, cuando reapareciste en mi vida lanzándome indirectas sobre los viejos tiempos, te dejé bien claro que nosotros jamás nos casaríamos. Me acosté contigo porque mi orgullo me exigía salirme con la mía. No estoy orgulloso de mi comportamiento, pero nunca te mentí -arrancó Rinaldo-. Debería haberme olvidado de ti por completo después de casarme, pero me rogaste y suplicaste que siguiéramos siendo «sólo amigos», para que no fueras el hazmerreír de todos. Fui tonto y te hice caso. Hasta presumí de mi amistad contigo, aunque me dabas lástima. Y tú, mientras tanto, has estado todo el rato intentando volver a mi mujer en mi contra. Sé las mentiras que le has dicho hoy. Piero te oyó y me lo ha contado todo.
– No te creo -dijo azorada-. ¡Si ni siquiera puede decir dos palabras seguidas!
– Encontró una manera de comunicarse, gracias a Donna. Jamás pensé que fueras capaz de algo tan miserable.
– ¿Cómo puedes hablarme así? -preguntó Selina llorosa-. No lo entiendo.
– Exacto -dijo Rinaldo con ironía-. No entiendes nada. Nunca has entendido nada. Tú no conoces a las personas y por eso haces el tonto. Tú jamás podrías apreciar a una mujer como Donna. Su belleza interior, su forma de hacerse querer por todos. Y, por supuesto, de lo que no tienes ni la más remota idea es de lo que significa amar.
– ¡Vamos! -Protestó Selina-, ¡Si ahora me vas a venir con el cuento de que la amas!
– No pienso discutir contigo lo que siento por Donna -dijo con frialdad-. El mero hecho de hablarlo contigo ensuciaría mis sentimientos. Y considérate afortunada porque no te eche de casa igual que mi mujer.
La pequeña posada estaba alejada de la carretera y no sajía hospedar a muchos inquilinos. Eso era esencial, pues en un hotel grande le habrían pedido el pasaporte a Donna y, al reconocerla, habrían llamado a la policía. Porque seguro que Rinaldo había dado la voz de alerta a la policía.
Había aparcado el coche entre unos matorrales y se había acercado a la posada caminando, llevando al bebé en brazos. Los posaderos le ofrecieron una habitación para pasar la noche, juguetearon con Toni un rato y le pusieron una buena cena a Donna, que, aunque no tenía mucha hambre, se obligó a comer para reponer fuerzas.
Se retiró a su habitación pronto y se sentó en la cama junto a Toni. Había cerrado las contraventanas, de manera que no se viera luz en su habitación desde fuera. Estaba a salvo, pero no se sentiría segura hasta no haber llegado a Inglaterra.
Donna sabía que debía intentar dormir, pero le resultaba imposible. Estaba muy inquieta y, a pesar de que la habitación estaba caliente, Donna no paraba de temblar. Nunca había llegado a conocer a Rinaldo del todo, pero había llegado a creer que podía confiar en él. Ahora veía que no era así, que se había ido enamorando de él tontamente y que, cegada por su amor, no había sido incapaz de ver la realidad.
Rinaldo era un hombre dominante e inflexible, obstinado en salirse siempre con la suya, sin importarle si tenía que pasar por encima de alguien para conseguirlo.
Pero Donna no podía olvidar aquellos momentos en que Rinaldo se había mostrado inesperadamente tierno. Se estremeció al pensar que sólo habían formado parte de un plan diabólico para engañarla; pero no le quedaba más remedio que aceptar que aquélla era la cruda realidad.
Toni se despertó y ella atendió sus necesidades. Luego volvió a quedarse dormido, mientras Donna lo abrazaba y sentía el agradable calor de su precioso cuerpecito. Correría cualquier riesgo por su bebé, superaría cualquier miedo, soportaría cualquier padecimiento.
Pero la cabeza la traicionaba. Seguía empeñada en recordar el amor con que Rinaldo había sonreído a Toni, la ternura con la que le había cambiado los pañales, cariñoso como el mejor de los padres. Había perdido a su hermano Toni, y ahora estaba perdiendo al hijo de su hermano. Era terrible hacerle algo así, pero no tenía más remedio que alejarse de él.
Cuando estuvo segura de que el bebé estaba bien dormido, lo devolvió a la cunita de viaje en la que lo había llevado hasta la posada.
– Buenas noches, mi vida. Pronto estaremos en Inglaterra -le dijo. Acercó la cara a la cuna y empezó a llorar. Sería la última vez que se permitiría el lujo de llorar, pero en esos momentos no podía reprimir las lágrimas.
Llamaron a la puerta con suavidad. Donna se secó los ojos y se acercó para abrir una rendija. Y nada más hacerlo, intentó cerrarla de golpe… demasiado tarde. Rinaldo había introducido la mano por el hueco. Horrorizada, Donna retrocedió y se interpuso entre él y Toni.
– ¡Tú! -la voz le temblaba-. ¡Dios!, ¡debería haber imaginado que acabarías encontrándome! -se lamentó Donna.
Rinaldo cerró la puerta y se quedó quieto, de pie, mirándola. Su rostro reflejaba tensión y tenía los ojos hundidos, como si estuviera sufriendo mucho.
– Es una pena que no me conozcas mejor de lo que parece -dijo él-. ¿Cómo pudiste dejarte engañar por Selina?
Así que ésa era la táctica que pretendía utilizar, pensó Donna. Quería seducirla para volver a atraparla.
– No te esfuerces, Rinaldo -respondió Donna-. No te servirá de nada. No vaya volver, y no puedes obligarme.
– ¿Acaso he dicho que quiero obligarte?
– Es tu estilo. Siempre fuerzas a los demás para salirte con la tuya, ¿no?
– Quizá en el pasado -admitió con pesar-. Pero sé que eso no me serviría ahora de nada. Quiero que vuelvas, pero por propia voluntad. Si te niegas…
– Me niego.
– Si te niegas después de oír lo que tengo que decirte, yo mismo te llevaré a Inglaterra.
– No -gritó Donna-. Esta es otra de tus trampas. No dejaré que vuelvas a engañarme.
– De veras piensas que soy el diablo, ¿verdad? -se quedó pálido-. Tal vez tenga la culpa de algunas cosas; pero te juro que puedes confiar en mí. Yo sólo quiero que seas feliz. Quizá puedas ser feliz conmigo, pero si no… -se quedó sin palabras, apesadumbrado por la mera posibilidad de dejar escapar a Donna.
– Nosotros no sabemos hacernos felices, Rinaldo -afirmó ésta-. Es mejor que acabemos con esto ahora y nos olvidemos el uno del otro.
– Jamás podría olvidarte, y jamás lo desearé -dijo con lentitud-. Te amo.
– No -se tapó las orejas con las manos.
– No puedo culparte por no creerme. Me he comportado mal porque he estado atormentado, Desde la primera vez que te vi en el jardín, supe que tú eras la mujer de mi vida. No confiaba en ti. Ni siquiera me gustabas. Pero siempre te he querido y he hecho todo lo posible por alcanzarte. Sabes lo lejos que llegué aquella primera noche en mi afán por alejarte de Toni. Y todo el tiempo me he odiado por codiciar a la mujer de mi hermano -comenzó Rinaldo-. Pero no era todo egoísmo. Yo sabía que mi hermano y tú erais incompatibles. Tú te habrías arrepentido si te hubieras casado con él. Cuando me enteré de que estabas embarazada, me entraron ganas de romperlo todo, porque eso significaba que te había perdido. Intenté creer que el hijo no era de él pero en el fondo sabía la verdad. Cuando Toni murió… -Rinaldo se quedó sin palabras y cerró los ojos.
– Eso jamás lo olvidaremos -dijo Donna-. Y siempre se interpondrá entre nosotros.
– No tiene por qué -replicó Rinaldo con fiereza-. Hemos pasado juntos demasiadas cosas como para despedirnos ahora. Si no puedes amarme, dímelo. Pero te advierto que no te creeré. No del todo.
A pesar de su desconcierto, Donna no pudo evitar el esbozo de una sonrisa desmayada al observar ese arrebato del viejo y dominante Rinaldo.
– Sigues intentando salirte con la tuya, ¿verdad? Como siempre has hecho.
– Eso creía -respondió después de una risa con la que se burlaba de sí mismo -. Años atrás decidí que en el futuro todo se haría conforme a mi voluntad, que ninguna mujer volvería a tener tanto poder sobre mí como para volverme loco. Pero entonces apareciste tú. Con Toni. Al principio intenté resistirme, pero tu ve que acabar aceptando que lo querías de verdad… Él siempre ha estado entre nosotros. Cuando el bebé nació, pensé que te dirigías a mí, pero era a él a quien llamabas. Me moría de celos. Me fui de casa porque no soportaba verte mirar al bebé y pensar en su padre, cuando era yo quien debería haberlo sido… Si realmente hubiera podido salirme con la mía, habría borrado a mi hermano de tu cabeza. Pero no pude. No podía hacer nada… -se estremeció.
Donna se quedó mirándolo estupefacta, intentando creer lo que estaba oyendo. Era imposible y sin embargo…
– Creo que tú me amas -prosiguió Rinaldo-. Quizá sólo lo crea porque es lo que más deseo en el mundo; porque no soporto la idea de perderte. Y sé que nunca me amarás como amabas a mi hermano. Lo acepto. Me quedaré… con el cariño que te quede. Sea lo que sea, lo aceptaré. Pero tengo que saber que sientes algo por mí.
Estaba hablando en serio. Rinaldo, a pesar de todo su orgullo, se estaba rebajando para no perderla.
– Tonto -susurró entre lágrimas-. Lo siento todo. Tienes todo mi corazón, todo mi amor.
– No digas eso si no es verdad, Donna -Rinaldo estaba muy pálido-. No lo digas sólo para arreglar las cosas. Todo será como tú desees. Sólo tienes que estar ahí y quererme un poco. Puedo vivir con las sobras de tu amor, pero no con mentiras piadosas -añadió.
Donna se acercó a él, enmarcó su rostro entre sus manos y habló con sencillez:
– Podrías haber tenido mi amor hace mucho… Sólo tenías que quererlo.
– ¡Que sólo tenía que quererlo! -repitió asombrado -. Siempre lo he querido, pero no podía competir con tus sentimientos hacia Toni… -se calló, pues Donna había puesto una mano sobre su boca.
– De eso hace mucho tiempo. La mañana del accidente, antes de irnos de casa, ya había decidido que no me casaría con él. Me había dado cuenta de lo débil que era y supe que no podría vivir con él. Pero al morirse, olvidé sus defectos. Sólo me acordaba de lo simpático que era y sentía mucha lástima por él. Pero tú tenías razón: él y yo no habríamos sido felices, sobre todo, después de haberte conocido. Yo también supe que tú eras el único aquella noche junto a la fuente, pero me negaba a admitirlo.
– ¡Si lo hubiera sabido! -La estrechó entre sus brazos y hundió la cara en su cabello-. He pasado un infierno, amándote, pensando que tú preferías a Toni, odiándote y odiándolo y odiándome a mí mismo…
– Yo creía que aún querías a Selina.
– Hace trece años que dejé de amar a Selina -aseguró con firmeza-. Y después de las mentiras que te dijo, no quiero volver a verla en toda mi vida, No puedo perdonarme que te haya hecho sentir tan herida y traicionada.
– ¿Cómo sabes lo que me dijo?
– Piero lo oyó todo. Selina pensaba que nadie podría delatarla, pero ahora sé que te dijo que ella fue la que propuso nuestra boda que había estado conmigo en Calabria y que yo tenía pensado divorciarme de ti y casarme con ella. No es verdad ni una sola palabra. Cariño, amor mío, ¿cómo has podido creerte una historia tan monstruosa?
– No sabía qué creer. La traías a casa cada dos por tres…
– Sólo intentaba no dejarla en ridículo -se arrepintió Rinaldo-. Me rogó que siguiéramos siendo amigos. Pero te juro que eso era todo. No estuve con ella en Calabria y no tengo ni idea de dónde estuvo ella durante esos tres meses. Supongo que desaparecería para que su ausencia te resultara sospechosa; pero no estaba conmigo.
– Lo dijo todo con tanta convicción… -comentó Donna-. Dijo que por eso habías decidido que nos casáramos por lo civil.
– Quería retrasar la ceremonia por la iglesia hasta que de veras me pertenecieses. Cuando juremos nuestro amor en el altar, será un juramento verdadero, no un mero trámite burocrático en el ayuntamiento. La noche que hicimos el amor pensé que estabas preparada para convertirte en mi esposa de verdad. Pero antes quería que lo habláramos -Rinaldo sonrió-. Sabía de memoria lo que quería decirte. Había pensado que debíamos hablarlo todo antes de hacer el amor, olvidando que el amor siempre sabe encontrar su propio momento para expresarse. Quería que vinieras a mis brazos voluntariamente y no porque te hubiera sorprendido una noche.
– Siempre he querido -confesó Donna con suavidad-. Y siempre querré.
– Has estado llorando -le dijo acariciándole una mejilla-. Ámame y te juro que nunca val veré a darte motivos para llorar…
Donna lo besó antes de que terminara de hablar. Rinaldo la levantó y la llevó a la cama, se tumbó junto a ella y la abrazó contra el pecho protectoramente.
– Dime que eres mía -le suplicó.
– Cuando tú me digas que eres mío -coqueteó Donna.
– Sí, soy todo tuyo, mi amare, vida mía, corazón de mi corazón.
– Y yo soy tuya -susurró Donna, para luego suspender las palabras con el silencio de un beso.
Tenían todas sus vidas por delante y lo mejor de ambas estaba aún por llegar. Toni llenaría sus días de alegría y su matrimonio estaría lleno de pasión y de ternura… y de risas, cuando Donna enseñara a reírse a aquel hombre tan serio y que tanto la necesitaba. Pero eso formaba parte del futuro. Por el momento, les bastaba con haberse encontrado el uno al otro, por fin felices y reconfortados en su mutuo y encendido amor.