Capítulo 4

– ¿Mi bebé? -preguntó Donna, después de un tenso silencio.

– No corre peligro -dijo Rinaldo con frialdad-. Tuviste suerte.

– ¿Y Toni?

– Muerto.

– ¡Dios, no! -Susurró horrorizada ante la confirmación de sus temores-. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? -preguntó tras reponerse de la impresión.

– Dos días. Al principio, los médicos dijeron que también morirías. Pero has sobrevivido.

– Tú habrías preferido que también me hubiese muerto, ¿no es cierto? -preguntó asustada por la expresión de Rinaldo.

– Les diré a los médicos que estás despierta -respondió, poniéndose en pie-. Ya hablaremos más adelante.

Y desapareció. Luego llegaron unas enfermeras, y Donna volvió a dormirse. Le dolía todo el cuerpo y se sentía muy desgraciada. Lo único que la consolaba era que su hijo seguía vivo.

Permaneció en estado de semiinconsciencia durante varios días. Rinaldo estaba siempre allí, observándola y, en medio de sus pesadillas, Donna podía sentir el odio de sus miradas. Por fin, despertó por completo. Y él seguía allí.

– No lo he imaginado, ¿verdad? -Le preguntó Donna-. Me dijiste que Toni está muerto.

– Muerto -confirmó con voz neutra-. Ayer fue su funeral.

– ¡Dios!, ¡pobre Toni! -empezó a llorar.

– Eso, llora por él -dijo con desprecio-. Llora por el hombre al que has matado; pero no esperes que te compadezca.

– Yo no maté a Toni -protestó débilmente-. Fue un accidente.

– Sí, un accidente por culpa de tu codicia -repuso Rinaldo-. Por tu afán de quedarte con todo cuanto pudieras y escapar lo más rápido posible.

– No, no… yo iba de vuelta a Villa Mantini… Toni no quería… intentó detenerme -dijo entre sollozos.

– No mientas encima.

– No estoy…

– Te quedaste el dinero que te ofrecí y el anillo del abuelo y convenciste a Toni para huir por la noche. ¿Se te ocurrió pensar en algún momento en lo que estabas haciéndoles a los que lo querían? Cuando Piero se enteró de que Toni había muerto, le dio un ataque al corazón. Lo ingresamos en este hospital y, desde entonces, está a las puertas de la muerte.

– ¡No! -Donna dio un grito en señal de protesta. En esos momentos no podía soportar tanta desgracia. Se dio media vuelta y escondió la cara en la almohada, temblando, angustiada.

– Por favor, signore -intervino una enfermera que acababa de entrar-, no debe alterar a la paciente.

– ¡No se preocupe! Esta mujer no tiene corazón. Siembra de tormento los lugares por los que pasa, pero nunca sale herida -dijo Rinaldo.

El accidente había dejado a Donna inconsciente, le había roto un tobillo y dos costillas, pero, milagrosamente, su bebé no corría peligro. Pronto empezó a tomar nota de los alrededores y comprendió que se hallaba en una clínica privada de lujo. Una enfermera de mediana edad llamada Alicia parecía estar pendiente de ella exclusivamente.

– El signor Rinaldo dijo que te trajeran aquí. Que él corría con todos los gastos -respondió Alicia, cuando Donna le preguntó cómo había llegado allí.

– Qué amable -murmuró Donna con sarcasmo.

– Es un hombre muy generoso -reforzó Alicia -. Es copropietario de esta clínica y la ha dotado altruistamente del mejor equipamiento.

Pero Donna sabía que la amabilidad de Rinaldo no tenía nada que ver con la aparente preocupación de éste hacía ella. La había llevado a un sitio donde lo respetaran y pudiera dar órdenes, tal como le confirmaron las siguientes palabras de Alicia:

– La policía quiere hablar contigo sobre el accidente cuando te hayas recuperado; aunque ya les han dicho que tendrá que pasar algo de tiempo. No te preocupes. Nadie vendrá a molestarte.

Lo había dicho para tranquilizarla, pero Donna comprendió que estaba prisionera; prisionera de Rinaldo Mantini, que la mantendría aislada hasta decidir qué hacer con ella. Se estremeció.

La disgustaba sentirse impotente. Tenía que comprobar si estaba en condiciones de andar, así que, cuando la enfermera se marchó, Donna retiró las sábanas y apoyó los pies en el suelo con cuidado. Aunque tenía un tobillo escayolado, logró, apoyándose en la cama, ponerse de pie, lentamente. Permaneció quieta y respiró.

Empezó a dar tímidos pasos. Las piernas le temblaban, pero la sujetaron durante un pequeño trayecto. Había un espejo en una pared y logró acercarse lo suficiente para ver en qué estado había quedado su cara.

Estaba horrible, pensó. Totalmente pálida y con dos moretones en la cara. Donna se esforzó por sonreír y se giró, de vuelta a la cama. Entonces sintió un mareo y deseos de vomitar. Extendió los brazos, buscando desesperada algún apoyo, pero no alcanzó nada. Justo cuando estaba a punto de desfallecer, oyó que la puerta se abría, el bramido de una imprecación y notó que la mano de un hombre la agarraba.

– ¿Qué demonios crees que estás haciendo? -inquirió Rinaldo.

– Sólo quería… -le fallaron las palabras. Sin darse cuenta de lo que hacía, reposó la cabeza sobre el hombre de Rinaldo, el cual la rodeó con cuidado de no lastimar sus maltrechas costillas y la llevó hasta la cama. Allí la recostó y la cubrió con las sábanas.

– Voy a llamar a la enfermera -dijo con el ceño fruncido.

– No, estoy bien -susurró-. Creo que junto a la cama hay algo de azúcar. Basta con que…

Rinaldo la incorporó levemente con un brazo mientras le daba de beber un poco de agua azucarada. Luego la volvió a tumbar, con delicadeza, a pesar de la severidad de sus palabras:

– Te prohíbo que vuelvas a hacer algo así -dijo-. Si no eres capaz de comportarte sensatamente, haré que una enfermera te vigile las veinticuatro horas del día.

– ¿Y a ti qué más te da lo que yo haga? -preguntó con rebeldía.

– Estás embarazada del hijo de mi hermano… o eso me has hecho creer.

– Pero tú no te lo crees. Así que, ¿por qué no te olvidas de mí sin más?

– Cuando sepa con seguridad qué pensar de ti, sabré lo que hacer.

Sus palabras sanaron con timbre amenazante. Donna descansaba agotada sobre las almohadas. A pesar de que estaba atendiendo a todas sus necesidades, Rinaldo no la trataba con ninguna ternura. Estaba haciendo lo que tenía que hacer, hasta que estuviera seguro sobre lo que debía pensar de ella. De pronto, comprendió por qué Toni había querido desmarcarse de la sombra de su hermano.

– ¿Cuándo vas a dejar que la policía hable conmigo? -preguntó Donna.

– Primero hablaré yo contigo. Aunque, Dios lo sabe, no creo que merezca la pena. La verdad es bastante evidente.

– ¿Y cuál es la verdad según tú?

– Te ofrecí dinero para que renunciaras a Toni, pero la codicia te pudo. Lo convenciste para que huyera contigo aquella noche, con el dinero y con el anillo de Piero.

– No es verdad -negó desesperada-. Dejé el dinero y el anillo. Fue Toni quien se los llevó. Yo no lo supe hasta que paramos en una gasolinera. Me enfadé muchísimo con él y le dije que teníamos que volver a vuestra casa. Estaba deseando tirarte tu asqueroso dinero a la cara.

– ¡Venga ya!, ¡por favor! -exclamó irritado-. ¡Seguro que se te puede ocurrir algo mejor! Encontraron el coche rumbo al Norte. Os estabais alejando de Roma, no acercando. Tenías que ir muy rápido para que el coche cambiara de dirección.

– Te estoy diciendo la verdad. Di media vuelta hacia vuestra casa; pero a Toni no le pareció buena idea. Como yo no cedía, acabó agarrando el volante. Por eso se descontroló el coche. Sé que volcarnos y… -se detuvo al repasar fugazmente las imágenes que recordaba del golpe-. Seguro que fue entonces… cuando el coche… cambió de dirección.

– Una historia genial para echarle la culpa a Toni la recriminó Rinaldo.

– Seguro que alguien vio lo que ocurrió.

– No hay testigos. No había ningún coche más circulando cerca. ¿Cómo es posible que tuvierais un accidente con la carretera totalmente vacía?

– Ya te lo he dicho. Toni…

– ¡Ah, sí! Qué bien te vi ene que él no esté aquí vivo para defenderse, ¿verdad? ¿Por qué iba a negarse él a volver a casa?

– Quizá estaba harto de que controlaras su vida respondió sin intimidarse-. Mira en tu corazón, Rinaldo, y preguntare por qué la idea de hacerte frente lo asustaba tanto.

Rinaldo se quedó lívido y, después de un rato en silencio, salió de la habitación.

Donna se durmió, despertó y volvió a dormirse. La siguiente vez que abrió los ojos había amanecido. Después de lavarse la cara y comer algo, Rinaldo apareció. -No puedo seguir dando largas a la policía -dijo con frialdad-. Vendrán en seguida. Tengo que saber lo que les vas a decir.

– La verdad.

– ¿Quieres decir que les vas a contar el mismo cuento que a mí?

– Vaya contarles la verdad -insistió cansinamente.

La mera presencia de Rinaldo la debilitaba. Era como si nada ni nadie pudiese enfrentarse a aquel hombre. Pero ella iba a intentarlo.

Diez minutos después entró un joven agente de policía.

– La signorina se encuentra aún muy débil -dijo Rinaldo-. Espero que no le lleve mucho tiempo.

– Sólo quiero una simple descripción de los hechos, signor -respondió el agente, el cual, a pesar del uniforme, se dirigió a Rinaldo con deferencia. Luego miró a Donna-. ¿Quién conducía?

– Yo.

– ¿Adónde iba? -preguntó con seriedad.

– A Roma, a la Villa Mantini -afirmó con aplomo.

– Encontrarnos el coche en sentido opuesto -el agente frunció el ceño. -Eso me han dicho.

– Y tengo entendido que se habían marchado de la villa poco antes.

– Nos marchamos de madrugada y condujimos durante una hora. Paramos en una gasolinera y decidimos volver. Al menos, yo quería volver. Toni no estaba de acuerdo, pero era yo la que estaba al volante. Di media vuelta y entonces él… él agarró el volante para impedirme que regresáramos. El coche se descontroló y… Donna cerró los ojos.

– ¿Por qué decidió regresar habiendo pasado tan poco tiempo desde su marcha, signorina?

– Descubrí que llevábamos algo que no quería tener conmigo. Quería devolverlo antes de proseguir el viaje -respondió, eligiendo las palabras cuidadosamente.

– ¿Y el signor Mantini no estaba de acuerdo?

– No, él quería que siguiéramos adelante. Discutimos y… se abalanzó sobre el volante.

– Así que usted mantiene -guiso asegurarse el policía- que el signor Antonio Mantini fue el culpable del accidente.

– Sí -suspiró, atormentada por culpar al pobre Toni, aunque no le quedaba otra opción.

– Es una lástima que él no esté ya entre nosotros para confirmar su versión -murmuró con tono de desaprobación-. Luego le enviaremos su declaración para que la firme.

Rinaldo acompañó al policía a la salida y, después de unos minutos, regresó y cerró la puerta de la habitación.

– Así que te has salvado a costa de manchar la memoria de mi hermano -la acusó-. ¿Estás contenta?

– No estoy mintiendo -suplicó Donna-. ¿Por qué no puedes creerme?

– ¿Y por qué iba a creerte? ¿Puedes imaginarte la opinión que tengo de ti? Hace muy pocos días mi vida iba sobre ruedas. Hasta que irrumpiste en mi casa, con tu codicia, tus engaños y tú implacable empeño por llevarte por delante a todo aquél que se te pusiera por delante. Ahora mi padre está a punto de morirse y mi hermano yace en una tumba. ¡Y todo por tu culpa! -chilló.

– ¡Basta! -gritó Donna, escondiendo la cara entre las manos.

– ¿Te duele oír la verdad? -Se burló Rinaldo-. Bueno, tendrás que vivir con ella.

– ¿Ya ti? -Contraatacó Donna-. ¿Qué es lo que te da miedo afrontar a ti?

– A mí no me da miedo la verdad.

– ¿Te atreves a reconocer que Toni te temía?, ¿que ése es el motivo por el que no quería volver a vuestra casa?

– Déjalo -espetó Rinaldo-. No sabes lo que dices. ¿No te basta con haber mancillado el nombre de mi hermano delante de un policía?, ¿es que también quieres echarme a mí la culpa?

– ¿Lo ves? Eres incapaz de aceptarlo. ¿Por qué te da tanto miedo mirarte a ti mismo con sinceridad? -preguntó Donna desafiantemente.

– No me hagas odiarte más de lo que ya te odio respondió colérico.

– Creo que odias con mucha facilidad. Sin embargo, no tienes ni idea de lo que significa amar. Yo amaba a Toni; si no, no estaría embarazada de un hijo suyo. Yo lo hice feliz y él quería estar conmigo. Huyó de ti para refugiarse en mí. Ésa es la verdadera razón por la que me odias.

Rinaldo no contestó con palabras, sino con un puñetazo sobre la mesa que había junto a la cama. El cuerpo entero le temblaba de rabia.

– Deja de atormentarme -le ordenó-. ¿Por qué tuviste que aparecer en nuestras vidas?

– Porque Toni me quería -gritó Donna.

– Y tú querías lo que él podía ofrecerte.

– Exacto -afirmó sin vacilar-. Quería lo que él podía ofrecerme: cariño y ternura. Cuando Toni supo que íbamos a tener un niño, me hizo sentir como si fuera una reina, y nadie me había hecho sentir así antes… De haber sabido cómo eres, jamás me habría acercado a ti. Y ahora, cuanto antes me marche, mejor que mejor. Ojalá no tenga que volver a verte.

– Será un placer -dijo lívido.

– Sólo déjame ver antes a tu abuelo; una vez…

– ¡Ni hablar! -exclamó, usando las palabras como si fueran látigos.

– Entonces tendré que marcharme sin despedirme de él. Pronto podrás olvidar que existo.

– Ojalá pudiera -dijo Rinaldo con amargura-. Pero en casa hay un vacío; un vacío que nunca volverá a llenarse por tu culpa.

– Lo siento -dijo con suavidad. A pesar de la animadversión que Rinaldo le producía, notaba que su angustia era auténtica-. No tiene sentido que sigamos hablando. Siempre pensarás lo peor de mí. Todo te resultará más sencillo cuando me pierdas de vista.

– ¿Y tu hijo?, ¿ese hijo que tengo que suponer que es el hijo de Toni?

– Olvídame. Y olvídate del niño. Será lo mejor. Y… quiero que te quedes con esto.

Sacó su bolso del mueble que había junto a la cama y de aquél, el sobre con el dinero y el anillo.

– Al parar en la gasolinera descubrí que lo llevábamos -dijo Donna-. Pensé que ya lo habrías sacado de mi bolso.

– ¿Mientras estabas inconsciente? -Dijo con desabrimiento-. Yo no soy un ladrón rastrero. No me dedico a fisgonear en los bolsos de las mujeres enfermas. Además, quiero darme el gustazo de recuperarlo delante de tus narices.

– Pues adelante. Ahora ti enes la oportunidad -le entregó sus pertenencias-. No quiero nada de ti.

– ¿Cómo mantendrás al niño?

– Eso a ti no te importa.

– Contesta -dijo enfadado.

– Soy enfermera. Me las arreglaré para ganarme la vida.

– ¿Y quién se ocupará del niño mientras trabajas?, ¿canguros?, ¿niñeras venidas de Dios sabe dónde?

– ¿Qué más te da? ¿No estás tan seguro de que mi hijo no es de Toni?

– Reconócelo -dijo sujetándola por los hombros, después de arrebatarle el sobre y tirarlo al suelo-. Di que ese hijo no es de Toni y me encargaré de que no te falte para vivir. ¡Pero reconócelo, por Dios!

Donna sintió algo parecido a la compasión. Rinaldo no sabía qué creer, aparte de que, fuera cual fuera la verdad, estaba sumido en un profundo dolor. Pero aquel hombre no había hecho más que ofenderla, de modo que no podía abandonarse a aquellos sentimientos comprensivos.

– No quiero nada de ti -dijo Donna con hostilidad-. ¿Es que no lo entiendes?

– ¡Reconócelo! Di que no es hijo de Toni y tendrás todo lo que quieras -repitió con expresión torturada.

– Lo único que quiero es alejarme de ti -gritó Donna-. Toni es el padre de mi hijo, pero llevará mi apellido y no el suyo, porque no quiero que nada me recuerde a ti. Me marcharé tan pronto como me recupere. Y ahora, por favor, vete. Estoy cansada y quiero quedarme sola.

Rinaldo la miró un segundo. Y luego salió de la habitación.

Ya había anochecido. Rinaldo estaba sentado en el jardín, mirando la luz de la luna reflejarse en la fuente. Una sirvienta apareció y le comunicó que un agente de policía había llamado a la puerta. Rinaldo despertó de sus sombríos pensamientos, se recompuso y le dijo a la sirvienta que hiciera pasar al policía. Se trataba de Gino Forselli, un hombre de la edad de Rinaldo y de alto rango, que no tenía por qué molestarse en hacer ese tipo de visitas. Pero ambos habían ido juntos al colegio y se conocían, así que se saludaron con cordialidad.

– Me alegra que seas tú el que haya venido, Gino dijo Rinaldo haciendo un esfuerzo, como si le costara regresar al mundo real.

– Lamento venir tan tarde, pero pensé que te gustaría oír lo que tengo que decirte.

– ¿Sobre qué?

– Ha aparecido un testigo que presenció el accidente.

– ¡Por fin! -exclamó Rinaldo triunfalmente-. Por fin saldrá a la luz la verdad. Se acabaron las mentiras -. ¿Por qué no habíais sabido nada de este testigo antes?

– Le daba miedo descubrirse; estaba visitando a una mujer en ausencia de su marido -explicó Gino se marchó de la casa de su amante al amanecer y estaba andando por la carretera cuando vio acercarse un coche rojo descapotable. Su declaración y la de la signorina Easton coinciden en todo. Dice que el coche iba en dirección Sur, hacia Roma…

– ¿Cómo? -exclamó Rinaldo, incrédulo. Miró a Forselli con rabia contenida-. ¿Estás seguro?

– Completamente. Según él, conducía una mujer, con un hombre a su lado. Vio al hombre agarrar el volante y entonces, el coche empezó a derrapar hasta que los movimientos fueron tan violentos que acabó dando dos vueltas de campana, para acabar mirando en dirección contraria. Nuestro testigo regresó a casa de su amante, llamó a la policía por teléfono y desapareció -le refirió Gino-. Debo reconocer que la historia de la signorina Easton sonaba poco creíble; después de todo, ¿por qué iba a Toni a agarrar así el volante? Eso significaría que…

– No importa -lo interrumpió Rinaldo bruscamente.

– El caso está cerrado -comentó Gino, después de carraspear-. Como tengo entendido que la mujer es, digamos, cercana a tu familia, quería ser el primero en darte la buena noticia.

– Sí -respondió Rinaldo-. Muy buena.


Donna estaba muy preocupada por Piero. Sólo él le había dado la bienvenida y, a cambio, ella había sido la causa de su grave estado de salud. Alicia decía que el abuelo se encontraba «tan bien como cabe esperar», pero se negaba a ser más precisa; seguramente, de acuerdo con las indicaciones de Rinaldo.

Tuvo mejor suerte con su enfermera de noche, Bianca, que era bastante habladora y dejó escapar que Piero se encontraba en la planta inmediatamente superior del edificio. Donna ocultó su interés, pero al amanecer, en el vacío del cambio de guardia, subió las escaleras y fue pasillo por pasillo, mirando los nombres que había en cada puerta, con el corazón en un puño. No estaba segura de lo que ocurriría cuando viera a Piero. Sólo sabía que tenía que decirle a aquel amable ancianito lo mucho que lamentaba todo lo sucedido.

Por fin dio con el letrero de Piero Mantini. Las fuerzas estuvieron a punto de abandonarla, pero se armó de valor y empujó la puerta con suavidad.

La habitación estaba casi a oscuras, pero pudo distinguir la silueta de Piero sobre la cama. Estaba tumbado, con los ojos cerrados, y su cara daba muestras evidentes de agotamiento y dolor. Casi se puso a llorar, al recordar la última vez que lo había visto, tan lleno de vida y jovialidad. Ahora parecía que ya no quería seguir viviendo y ella había contribuido a su desaliento.

De pronto, Donna tuvo la impresión de que había hecho algo terrible al colarse en su habitación. ¿Por qué iba a querer verla el abuelo? Se dio media vuelta y casi se chocó con Rinaldo, cuya entrada no había advertido Donna.

– ¿Se puede saber qué haces aquí? -La regañó Rinaldo-. ¿Es que no puedes quedarte quieta en tu habitación?

– Quería decirle lo mucho que lo siento -dijo desesperada.

– ¿Acaso crees que tus lágrimas de cocodrilo servirán para algo?

– Lo que siento por él es auténtico -insistió en voz baja.

– No tienes ni idea de lo que estás diciendo -replicó él-. Sal de aquí antes de que te eche yo.

Hubo un ligero movimiento en la cama y Rinaldo se acercó a la vera de Piero.

– No pasa nada, abuelo -dijo Rinaldo con una dulzura que sorprendió a los oídos de Donna-. Tranquilo estoy a tu lado.

Piero estaba intentando decir algo, pero el infarto le había producido una parálisis casi total. Donna lo miró con impotencia, compasivamente, y empezó a salir de la habitación. Sin embargo, el abuelo la vio a tiempo, y de pronto, se transformó por completo: su boca se contrajo y emitió desesperados, frustrados e incomprensibles sonidos. Al principio, Donna pensó que se había molestado, pero luego vio que Piero estaba estirando un brazo, como para alcanzarla.

Haciendo caso omiso de Rinaldo, se acercó al abuelo y le estrechó la mano esbozando una amplia sonrisa.

– Estaba preocupada por ti. Cuando me dijeron que estabas enfermo, quise venir a verte en seguida, pero… -las lágrimas se le agolparon en los ojos; pero logró contenerse y seguir adelante-. Sé lo mucho que querías a Toni. Yo también lo quería. Y ojalá todo hubiera salido de otra manera. Ojalá… -no pudo continuar, emocionada por la memoria del que había sido su prometido.

Piero respondió, no con palabras, sino con una mirada suave que le daba a entender que él no la odiaba. Después de los ataques de Rinaldo, el perdón de Piero fue como un bálsamo para el alma de Donna.

– Ahora deberías marcharte -le dijo Rinaldo con tranquilidad y dureza al mismo tiempo-. Mi abuelo está cansado.

– Pero está intentando decir algo -dijo Donna, que no quitaba los ojos de Piero.

Hada terribles esfuerzos por hablar, pero sólo lograba articular sombras de palabras. Donna creyó entender que estaba diciendo «bebé».

– El bebé está bien -lo tranquilizó. A juzgar por el brillo de sus ojos, había dicho lo que Piero esperaba oír-. Sigue conmigo. Hace falta mucho más que un accidente para acabar con tu bisnieto -añadió animada.

Notó que a Rinaldo no le había sentado bien que llamara a aquel bebé bisnieto de su abuelo, pero a ella le dio igual, pues no era más que la verdad.

Los párpados de Piero descendieron para dormir tranquilo y el brillo de su cara se apagó, confiriendo a su piel una tonalidad grisácea. Donna sintió una mano de Rinaldo sobre su brazo, lo miró a la cara y entendió que le estaba indicando que saliera de la habitación. Se agachó impulsivamente y le dio un beso al abuelo en la mejilla antes de seguir a Rinaldo, que la esperaba fuera. Luego afrontó su cara, esperando su expresión de desprecio, pero su rostro resultó indescifrable.

– Ven conmigo -le dijo simplemente. Cuando hubieron regresado a la habitación de Donna, prosiguió-. No entiendo lo que pasa contigo. Mi abuelo estaba más muerto que vivo y, en cuanto has aparecido tú, causante de su infarto, parece que ha recobrado su vigor. No tiene sentido.

– Para mí sí lo tiene -dijo Donna-. Es un hombre lleno de amor y no está amargado como tú, Rinaldo. Sabe que yo llevo al hijo de Toni y eso le devuelve las ganas de vivir -explicó evitando mirarlo a los ojos, cuya intensidad la azoraba sobremanera.

– ¿Y cuando te marches? -Preguntó Rinaldo-. ¿Qué motivo tendrá para seguir viviendo?

– Tendrás que ser tú quien lo animes.

– Yo no puedo -respondió sombríamente -. Siempre fue Toni el que lo alegraba, con quien se divertía y se reía.

– Lo visitaré para que vea a su bisnieto, si me lo permites. Sé que piensas que estoy mintiendo, pero te juro… -se detuvo al ver que Rinaldo levantaba una mano.

– Anoche vino a verme un agente de policía -arrancó él-. Han localizado a un testigo que asegura haber presenciado el accidente.

– ¿Y? -preguntó inquieta.

– No me creía que estuvieras diciendo la verdad. Pero ahora parece que no me queda otro remedio. El testigo ha confirmado que ibais de vuelta a Roma… así como el resto de las cosas que cantaste.

Donna se sentó en la cama. Aquella imprevista noticia casi la había hecho perder el equilibrio. Un segundo después, miró a Rinaldo, cuya expresión seguía hostil como siempre. Su sentido del honor lo había obligado a admitir lo que sabía, pero su rechazo hacia ella parecía incorruptible.

– Así que no hay nada que me impida marcharme comentó Donna.

– Hay mil razones que impiden que te marches -la corrigió Rinaldo con vehemencia-. Llevas en tus entrañas al hijo de mi hermano. Supongo que tengo que aceptarlo.

– ¿Porque has descubierto que he dicho la verdad sobre el accidente? -preguntó enfadada-. Eso no tiene que ver.

Pero sí tenía que ver, y los dos lo sabían. Rinaldo se la había imaginado como una mujer perversa y mentirosa y ya no estaba tan seguro de que su juicio fuera acertado. Por su parte, Donna no se sentía triunfante y sólo deseó alejarse de Rinaldo, regresar a su país y ponerse a salvo. Poco antes había soñado con ir a Italia, pero su aciaga experiencia lo había cambiado todo y ya sólo quería escapar.

– Y aunque me alegre de que por fin me creas- prosiguió Donna-, eso no cambia las cosas.

– Por supuesto que las cambia. ¿Acaso piensas que vaya permitir que el bebé de mi hermano nazca de una madre soltera?

– Toni está muerto. No puedo casarme con él.

– Evidentemente -dijo con frialdad-. Tienes que casarte conmigo.

– Si es una broma -comentó Donna, indignada-, es de un gusto pésimo.

– A mí no me gustan las bromas -aseguró.

– Entonces es que estás loco.

– Nunca he estado más cuerdo. Es la única solución posible.

– ¡De eso nada! Ya te he dicho que me vuelvo a Inglaterra.

– ¿En tu estado? -Preguntó Rinaldo-. ¿Cómo pretendes viajar así?

– Ahora no; me iré dentro de unos días.

– Muy bien. Dentro de unos días val veremos a discutir esta cuestión. Te aconsejo que consideres mi sugerencia muy seriamente.

– ¿Era una sugerencia? -Preguntó con sarcasmo-. A mí me ha parecido una orden.

– Bueno, no puedo obligarte a que te cases conmigo, ¿no? -Respondió con suavidad-. Sólo puedo sugerirte y pedirte que recapacites. Cuando estemos casados, tu hijo tendrá un hogar y tú no tendrás problemas de dinero. ¿Por qué ibas a rechazarme?

– ¿Por qué? -repitió escandalizada-. Porque tú has sido mi enemigo desde que me conociste. Porque tú y yo nunca podremos hacer las paces. Porque me produces repulsión.

– Tampoco tú me gustas a mí -se encogió de hombros-. Pero hay que tener sentido del deber. No quiero que el hijo de Toni nazca ilegítimamente, como un bastardo. Estamos en Italia, signorina, y esas cosas tienen su importancia aquí.

– Pero yo no estaré aquí -le recordó.

– Está bien, vamos a dejarlo -suspiró impaciente-. Pero no te des demasiada prisa por marcharte. Tu visita le ha hecho bien a mi abuelo. Puede que si lo visitas más a menudo se recupere. Se lo debes.

– Sí, se lo debo -convino sin dudarlo-. Y me alegra poder hacer algo por él. Piero siempre ha sido muy amable conmigo.

– Bien. Tengo que irme. Volveré más tarde.

Rinaldo se marchó y dejó a Donna con un fuerte dolor de cabeza. Descubrir el verdadero estado de salud de Piero, su cálida reacción al verla, saber que un testigo había enterrado cualquier sospecha que hubiera sobre ella y, finalmente, la descabellada e indecente proposición de Rinaldo la habían dejado demasiado alterada como para pensar con serenidad.

Lo peor de todo era la idea de casarse con su enemigo. Porque ellos dos seguían enemistados. Rinaldo lo había dejado bien claro. Y a ella misma la repugnaba la presencia de aquel indeseable. ¿Cómo iba a casarse con un hombre al que odiaba? Por nada del mundo.

Con todo, no podía dejar de recordar, a pesar de sus esfuerzos por olvidarla, aquella noche en que habían estado juntos, en la fuente, cuando Rinaldo le había dicho que ella jamás sería feliz con Toni. Le había acariciado los labios y había hecho que su sangre hirviera con una sensación desconocida. Le había dicho que ella no era una niña, sino una mujer; que necesitaba a un hombre.

Y, en el fondo, Donna sabía que, en otras circunstancias, Rinaldo podría haber sido el hombre al que ella se habría entregado en cuerpo y alma.

Sintió un escalofrío que la devolvió a la realidad. Era demasiado tarde. De hecho, ya era demasiado tarde antes de haberlo conocido. Ahora eran rivales y su fugaz, traicionera y mutua atracción pasaría al limbo de lo que podría haber sido y nunca sucedió ni sucedería. Su corazón era de Toni, que la había amado a su manera y cuya muerte pesaba en su conciencia más de lo que estaba dispuesta a admitirle a Rinaldo.

Había sido Toni quien había provocado el accidente, pero, tal vez, si ella hubiera sabido manejar la situación mejor, él no se habría asustado tanto y seguiría vivo. Tenía que cargar con esa cruz, y el peso de ésta se multiplicaría cada vez que mirara a Rinaldo.

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