Capítulo 3

El calor resultaba sofocante incluso de noche. Donna no lograba dormir, vehementemente resentida con Rinaldo por destruir su tranquilidad.

Un hombre cruel y rastrero había arruinado sus ilusiones y esperanzas, y Donna lo odiaba por ello.

Entonces recordó aquel instante en el jardín en el que Rinaldo la había acariciado, y se quedó sin saliva. La mera presencia de Rinaldo, su indiscutible masculinidad, la habían hecho ser consciente de que Toni era un chiquillo que aún no había madurado, y que quizá no maduraría nunca.

Se incorporó para intentar no pensar más en aquella caricia perturbadora. No podía permitirlo: ella amaba a Toni. Y, fuera como fuera, era demasiado tarde para cambiar las cosas: él era el padre de su hijo. Se esforzó por recordar su amabilidad, su ternura, lo orgulloso que Toni estaba de ella; pero, ¿por qué no le había dicho a la familia nada del niño todavía?

Pensó que estaba guardando silencio por temor a Rinaldo. Donna se sintió incómoda. Toni temía a su hermano, de la misma manera que un niño pequeño podía temer a un padre severo.

Se levantó de la cama, abrió las contraventanas y respiró un poco de aire fresco. Apenas quedaba una hora para que despuntara el alba.

Se puso el pijama y salió de su habitación. Tenía que pasear por el jardín un rato para intentar serenarse. No se orientaba bien en medio de la oscuridad, de modo que empezó a dar vueltas por la casa hasta que vio una franja de luz de luna bajo una puerta. Al abrirla, descubrió aliviada que estaba en unas escaleras que bajaban al patio. Descendió unos escalones y cerró los ojos, dejando que una suave brisa le acariciara la cara. Era una delicia.

Casi se quedó dormida en esa posición. Entonces oyó que en algún lugar cercano de la casa, dos voces discutían agriamente en italiano. De pronto, una puerta se abrió y Toni entró en el jardín con paso acelerado.

– No te marches cuando te estoy hablando -le ordenó Rinaldo, que lo segura a poca distancia.

– Llevo horas escuchándote -replicó Toni.

– Pues no he hecho más que empezar.

Se habían detenido cerca de la fuente. Donna podía verlos con claridad, sentada y escondida en las escaleras. Seguían llevando la misma ropa que durante la cena, como si hubieran estado toda la noche discutiendo y ninguno hubiera ganado.

– Voy a decirte un par de cosas, y vas a tener que escucharme -prosiguió Rinaldo.

– Ya me has dicho todo lo que tenías que decirme repuso Toni cansinamente-. Puede que con las otras chicas tuvieras razón: pero Donna es diferente.

– Para ti todas las chicas son diferentes -se burló Rinaldo-. Esta mujer que te tiene embobado -insistió Rinaldo con agresividad-. ¡Dios! Nunca te habías comportado de una manera tan estúpida y obstinada como ahora.

– Te digo que ella es distinta -repitió-. ¿Es que no puedes verlo?

– Puedo ver que ella parece distinta -concedió Rinaldo-. Pero no debes fiarte de las apariencias. Es muy astuta y a pesar de que parece inofensiva, seguro que está tramando algo.

– ¡Claro! ¡Para ti es imposible que una mujer astuta e inteligente se fije en mí sin tener segundas intenciones!

– Me cuesta creérmelo -reconoció Rinaldo-. En tu corta vida, has destacado por muchas cosas: por tus coches, por tus gustos caros, por tus roces con la Ley… Pero nunca por tu inteligencia.

– Piensa lo que te dé la gana. Donna me ama.

– Ama el dinero de tu familia: eso es todo. Ya la has oído esta noche. No tiene familia, no tiene pasado, es tres años mayor que tú. Debes de haberle parecido su oportunidad de oro y la ha aprovechado. Tenías que haber visto su cara mientras examinaba el jardín.

– Tú siempre piensas lo peor de todo el mundo.

– Piensa mal y acertarás.

– Te ha impresionado, ¿verdad? -Preguntó Toni de repente-. Por eso no te gusta.

– No niego que sea inteligente, pero escúchame: vosotros no seréis nunca felices. Sé sensato. Estás haciendo el tonto, pero todavía puedes remediarlo. Me puedo deshacer de ella rápidamente, con discreción.

– ¡Vete a la porra! ¡Deja de intentar manejarme como si fuera una marioneta! -exclamó Toni enfurecido-. Siempre igual: Toni, haz esto; Toni, haz lo otro. Nunca me has dejado respirar.

– No está mal que uno de los dos tenga un poco de sentido de la responsabilidad -replicó Rinaldo-. De no ser por mí, tu vida sería un desastre a estas alturas. Le prometí a tu madre que te cuidaría y esa promesa es sagrada para mí.

– No metas a mamá en esto -gritó Toni, como si le hubieran tocado su fibra más sensible-. Respeta su memoria y déjala fuera de tus sucios tejemanejes.

– Tengo que hablar de ella -insistió Rinaldo-. Ella fue la que hizo de esta familia una verdadera familia; la que protegió a sus hijos de todos los peligros. ¿Qué diría ella ahora si viera cómo quieres arruinar tu vida?

– ¡Ella sabría que no estoy arruinando mi vida, sino que la estoy salvando! -gritó Toni, como dándose ánimos -. Ella se alegraría por mí y diría que estoy haciendo lo correcto… ¡porque un hombre debe casarse con la madre de su hijo! -añadió desquiciado.

Las palabras quedaron flotando en el terrible silencio que prosiguió a tal declaración.

– ¿Te he entendido bien? -preguntó por fin Rinaldo en tono amenazante.

– Donna está embarazada, sí -la voz se le quebró un poco.

Donna aguardaba la reacción de Rinaldo con expectación.

– ¡Serás estúpido! -Exclamó por fin, golpeando la piedra de la fuente con un puño-. ¿Cómo puedes ser tan inocente? ¿Te ha engañado con ese truco tan viejo? Creía que eras más listo. No creerás que el hijo sea tuyo, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo necesitó tu angélica Madonna para quedarse embarazada?

– Bue… bueno… fue casi a la primera; pero…

– ¡Lógico! No quiso perder más tiempo después de seducirte para meterse en tu cama.

– Ella no me… sedujo -Toni la defendía a duras penas-. Casi tuve que suplicarle para…

– ¡Pero bueno! ¡Hasta fingió que se acostaba contigo de mala gana! ¡Santo cielo! ¡Es peor de lo que pensaba! ¡La había subestimado!

– ¡Y tanto que me has subestimado! -intervino Donna.

Los dos hermanos se giraron hacia las escaleras, donde encontraron a Donna con expresión iracunda. Fue hacia ellos a todo correr para enfrentarse a Rinaldo, demasiada furiosa como para tenerle miedo.

– Toni es el padre de mi hijo -gritó-. Y eso es verdad, por mucho que intentes ensuciarlo.

– Debería haber imaginado que andarías espiando por todos los rincones de casa -dijo Rinaldo con desprecio.

– No era mi intención. Bajé a tomar un poco de aire fresco, y ahora me alegro de haberlo hecho. Creo que eres el diablo en persona. No sabes nada de mí, pero das por sentado lo peor porque prefieres creer lo peor de todas las personas. Sí, me acosté con Toni. Porque lo amo. Y vamos a tener a nuestro hijo. Y no puedes hacer nada por evitarlo.

Envalentonado por la actitud de Donna, Toni se había puesto junto a ella, pasándole un brazo sobre los hombros.

– Bonito discurso -replicó Rinaldo con cara de disgusto-. Pero no te creo.

– ¡Al diablo con lo que tú creas! -dijo Donna sin más. Rinaldo contuvo la respiración y los ojos le brillaron con furia. Luego emitió un juramento, se dio media vuelta y desapareció entre las sombras. Oyeron un portazo.

– ¡Santo cielo! -Murmuró Toni-. Me daba miedo ver cómo se lo tomaría, pero no pensé que reaccionaría así de mal.

– No te preocupes, por favor -le pidió Donna-. No lo necesitamos. No necesitamos a nadie. Cuanto antes nos vayamos de aquí, mejor para todos.

Sin darle tiempo a responder, volvió hacia las escaleras, subió a su dormitorio y empezó a hacer las maletas. Tenía que marcharse de aquella casa en la que tan mal la estaban tratando.

Cara, ¿qué estás haciendo? -le preguntó Toni, que la había seguido hasta el dormitorio y la observaba con desmayo.

– Estoy haciendo lo que dije que tengo que hacer. Marcharme -dijo con suavidad.

– ¡Pero no puedes abandonarme! -Exclamó Toni-. Te necesito…

– ¡Mira esto! -Donna le enseñó el fajo de billetes-. Ha intentado comprarme. Y mira lo que se ha atrevido a escribir.

– ¿Has visto cuánto dinero hay! -preguntó Toni asombrado después de contarlo y de leer la nota.

– ¿Eso qué importa? -preguntó Donna furiosa-. ¿Pensabas que me podía sobornar?

– Claro que no, pero…

Donna no le dejó terminar. Metió el dinero en el sobre otra vez, escribió el nombre de Rinaldo en el exterior y lo colocó bajo la almohada.

– Alguna criada lo encontrará y se lo dará a Rinaldo mañana por la mañana -dijo Donna-. Y ahora me voy. No quiero verlo nunca más.

– Tienes razón – Toni le agarró las manos-. Yo también me voy.

– No quiero interponerme entre tú y tu familia…

– Mi familia eres tú -insistió Toni-. Tú y nuestro pequeño. Nos vamos los dos. Espera que meta algo de ropa en una maleta.

Desapareció. Donna se sentó en la cama, repentinamente agotada. Se había sentido tan enfadada que no había parado a pensar cómo se las habría arreglado si Toni no se hubiera marchado con ella. Estaba derrengada: tenía que alejarse de Rinaldo Mantini, la persona más cruel con la que jamás se había cruzado.

– ¿Lista? -le preguntó Toni tras regresar con una maleta.

– Sólo una cosa antes de irnos -le dijo Donna-. Por favor, cariño, tienes que comprenderlo: no puedo quedarme con el anillo de tu abuelo.

– ¡Pues claro que puedes! Él quiere que te lo quedes tú.

– Es un anillo de familia…

– Pero él nos lo ha dado a nosotros -protestó Toni.

– Lo siento, no puedo -Donna se quitó el precioso anillo y se quedó mirándolo-. ¿Dónde puedo dejarlo para que esté a salvo? -preguntó.

– Mételo en el sobre, con el dinero -sugirió Toni-. Si quieres lo hago yo, mientras organizas las cosas que tengas en el baño.

– Ya lo tengo todo.

– Será mejor que te asegures. Las mujeres siempre os olvidáis los cepillos de dientes y esas cosas.

– Está bien, está bien. Pero tenemos que darnos prisa. Efectivamente, Toni tenía razón, pues Donna se había olvidado el neceser en la bañera.

– Date prisa, creo que la gente empieza a despertarse.

– ¿Está todo…? -preguntó Donna, saliendo del baño instantáneamente.

– Venga, vámonos antes de que sea demasiado tarde -le dijo él con suavidad, agarrándole una mano.

Donna lo siguió por el pasillo. Bajaron las escaleras con sigilo, dando grandes zancadas y conteniendo la respiración. Por suerte, no tenían que salir por la puerta principal. Toni la condujo a una puerta lateral que daba directamente al garaje y, momentos después, habían metido las maletas en el coche y las puertas del garaje estaban abiertas.

Empezaba a amanecer mientras avanzaban lentamente hacia la salida. Donna no dejaba de mirar hacia atrás, convencida de que Rinaldo aparecería en cualquier momento, persiguiéndolos.

Por fin alcanzaron la carretera, Toni pisó el acelerador y, en pocos segundos, perdieron de vista la villa de los Mantini. Donna esperaba no tener que volver a verla jamás.

Permanecieron en silencio varios minutos, a medida que el paisaje se iluminaba con el ascenso del sol.

– ¿Recuerdas la cara de Rinaldo cuando bajaste de las escaleras y se dio cuenta de que lo habías oído todo? -Preguntó Toni de repente, tronchado de la risa-. Nunca en mi vida lo había visto tan desconcertado.

– No lo bastante desconcertado para insultarme observó Donna, que, de todos modos, se sintió contagiada por el buen humor de Toni-. Me acusó de hacer pasar por tuyo el hijo de otro hombre -dijo, sin embargo, con más dureza de la que había usado con Toni nunca.

– ¿ Y qué? Yo no lo creí.

– Pero no tenía derecho a decirlo. ¿O es que va a seguir mancillándome el día de nuestra boda?

– No tendrá oportunidad de hacerlo. Nos casaremos primero y luego se lo cantaremos.

– Ni hablar -se negó Donna-. Eso es justo lo que él quiere que hagamos. Que nos casemos a escondidas como dos fugitivos, para seguir criticándome. Nos casaremos delante de todo el mundo y le mandaremos una invitación. Lo tendrá que aceptar, por las buenas o por las malas -añadió. De repente, la expresión despreocupada de Toni desapareció.

Cara, tú no sabes cómo es Rinaldo cuando lo retan a algo por las malas. Hará cualquier cosa.

– ¿Qué puede hacer?

– Secuestrarme en plena iglesia, por ejemplo.

– Estoy hablando en serio.

– Y yo también. Rinaldo tiene amigos que lo harían, a cambio de una suma de dinero.

Donna miró a Toni, que tenía la vista puesta en la carretera. A juzgar por el ceño de su frente, era evidente que no estaba bromeando. Sabía que Rinaldo era un hombre despótico, arrogante y sin escrúpulos. Y ahora sabía que también era un hombre capaz de inspirar miedo hasta a su hermano.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Donna.

– A casa.

– ¿A casa? -repitió desconcertada.

– Quiero decir que volvernos a Inglaterra. A algún sitio donde no puedan encontrarnos. – Toni, no lo dirás en serio…

– ¡Claro que lo digo en serio! Pensaba que todo iba a salir mucho mejor, que le gustarías a Rinaldo y que te daría la bienvenida a nuestra familia. Todo habría sido mucho más sencillo…

– ¿Quieres decir que el hecho de que yo le gustara te habría evitado el enfado de tu hermano?

Toni se encogió de hombros, reacción que se clavó en el corazón de Donna como un pequeño puñal. Intentó convencerse de que no importaba; de que, al fin y al cabo, ella ya sabía que Toni era un hombre inmaduro. Pero aquello no alivió su decepción.

– Tenernos que echar gasolina – Toni desvió la conversación-. Creo que hay una gasolinera en seguida.

Avanzó unos metros, giró el volante y se detuvo frente a la expendedora de gasolina. Mientras él llenaba el depósito, Donna salió a estirar las piernas, agitada, consciente de que no podía seguir el viaje hasta no tener una charla en serio con Toni.

– Me apetece un café -comentó ella-. Y ahí enfrente están abriendo un bar.

Como a tantos otros italianos, a Toni le gustaba llevar sus pertenencias más necesarias en una bolsa de cuero, en bandolera. Sacó la suya del coche y siguió a Donna en dirección al bar.

– Siéntate mientras te pido algo -le dijo él.

Donna se sentó y cerró los ojos, estremecida por todo lo que había pasado. Le parecía imposible lo que había sucedido en solo un día; un día en el que su alegría y sus esperanzas se habían arruinado.

Pero no; no todo se había arruinado, se dijo colocándose la mano sobre el vientre. Todavía tenía al bebé.

Toni volvió con el café y le lanzó una sonrisa encantadora. Donna intentó recordarse que él seguía siendo el chico cariñoso al que amaba. Cuando estuvieran lejos de aquel lugar, todo val vería a ser perfecto.

Colocó una mano sobre la bolsa de cuero, pues Toni la había soltado de mala manera sobre una silla; sin embargo, ya era demasiado tarde y el contenido se cayó al suelo.

– ¡Maldita sea! -Exclamó Donna al recoger algo que se había caído-. ¿Cómo has podido hacer esto?

– Escucha, cara, ahora mismo iba a explicarte…

– Es el dinero que Rinaldo quiso obligarme a aceptar, ¿no? -preguntó furiosa-. ¡Te dije que no lo quería, pero lo guardaste entre tus cosas cuando me di media vuelta!

– Vamos, no montes un escándalo…

– ¿Un escándalo? Sabías de sobra lo que pensaba sobre ese dinero.

Cara, vamos a necesitar dinero -se defendió Toni.

– ¡Pero no su dinero! -Exclamó hecha una fiera-. Eso nunca.

– ¿Qué tiene de malo su dinero? Es tan bueno como el de cualquier otra persona. Rinaldo es mi hermano. ¿Por qué no iba a ayudarnos?

– ¿Es que tengo que explicártelo?

Donna lo miró a los ojos y vio que Toni no comprendía sus motivos. Se sentía enferma. Agarró con fuerza el sobre, intentando decidir qué hacer, y a punto estuvo de desmayarse al notar un pequeño bulto en el interior del sobre.

– ¿Qué es esto? -Preguntó horrorizada, aunque sabía muy bien que se trataba del anillo de Piero -. Ya te expliqué por qué no podía aceptarlo -dijo desesperada.

– Pues yo sigo sin ver por qué no puedes quedarte con él -protestó Toni-. El abuelo te lo dio.

– Para darme la bienvenida a la familia. Pero nosotros estamos escapándonos de ella. Además, debería habérselo dado a Rinaldo, que es el hermano mayor.

– El abuelo podía hacer lo que quisiera con el anillo suspiró Toni, cansado de la discusión-. Y nos lo dio a nosotros. ¿Es que no ves que ahora somos independientes?

– ¿Independientes? ¿Con el dinero de Rinaldo y con el anillo de Piero?

– Bueno, a mí me parece una buena jugada aprovechar el dinero con el que Rinaldo intentó chantajearte. Me encantaría ver su cara cuando descubra que nos hemos marchado con el millón y medio.

– Falso -dijo Donna con amargura-. Preferirías estar en cualquier sitio antes que cerca de él. Te faltaría valor. Tú siempre lo haces todo en secreto. Como cuando me engañaste para que volviera al baño, para así poder guardar todo esto. ¿Cómo has podido…?

– Sólo me preocupo por ti -respondió ofendido -. Vamos a necesitar dinero para vivir hasta que nos casemos. Estoy seguro de que luego el abuelo nos pasará una buena mensualidad.

– ¿Una mensualidad? -Repitió Donna-. ¿Es que pretendes pasarte toda la vida mantenido por los demás? Toni, yo no puedo vivir así.

– Vamos, no te pongas dramática -replicó Toni irritado -. ¿Qué tiene de malo? Es el dinero de la familia.

– El dinero de la empresa de la familia; empresa en las que tú no trabajas -puntualizó Donna.

Toni se encogió de hombros. Luego dieron unos sorbos de café en silencio.

– ¿A qué se refería Rinaldo cuando dijo lo de tus roces con la Ley? -prosiguió Donna.

– ¿Por qué sacas eso ahora?

– Porque no me lo habías contado antes. ¿Qué sucedió?

– No pasó nada. Me siguió un coche de policía porque iba muy rápido, y al final se convirtió en una persecución. El coche de policía se estrelló.

– ¡Santo cielo! ¿Hubo algún herido?

– No, te lo prometo. Los policías salieron del coche, llamándome de todo, pero no les pasó nada.

– ¿Cuánto hace de eso?

– Unos seis meses. Justo antes de ir a Inglaterra.

– ¿Quieres decir que te escapaste a Inglaterra para que no te detuvieran? -preguntó Donna, que empezaba a atar cabos.

– Rinaldo dijo que me convenía ocultarme mientras él se ocupaba de todo. Un mes después me llamó para decirme que ya estaba a salvo; pero para entonces ya te había conocido, cara -le lanzó una de sus irresistibles sonrisas, pero éstas ya no surtían el mismo efecto en Donna.

– No me extraña que Rinaldo estuviera en mi contra desde el principio -murmuró. De pronto, apuró el café, metió el sobre en su bolso y se levantó -. Vamos -le ordenó a Toni, que la siguió obedientemente hacia el coche.

– ¡Oye, oye! Conduzco yo -protestó él al ver que Donna ocupaba el asiento del conductor.

– No, Toni. Yo conduzco -luego arrancó el coche y dio media vuelta.

– ¿Adónde vas? -preguntó Toni, despistado -. Vas en dirección contraria.

– Voy perfectamente. Volvernos a tu casa.

– ¿Cómo? ¿Estás loca? ¡Rinaldo estará enfadadísimo! -exclamó Toni, aterrorizado.

– Tenernos que devolver el dinero y el anillo. No nos pertenecen y no pienso quedarme con ellos.

– Está bien, como quieras: lo devolveremos todo por correo certificado. Y ahora, por favor, da media vuelta.

– No podemos mandar algo de tanto valor por correo. Además, quiero ver la cara de Rinaldo cuando le dé el dinero y le diga lo que puede hacer con él.

– Su cara es justo lo que yo no quiero ver -murmuró Toni.

– No te preocupes, yo cuidaré de ti -lo tranquilizó Donna.

En vez de sentirse ofendido porque Donna sugiriera que él necesitaba su protección, Toni protestó de nuevo:

– Eso es lo que tú te crees. Tú no has visto a Rinaldo cuando está enfadado de verdad. Por favor, ¡da media vuelta!

– ¡No!

– Mira, primero nos casamos, y luego volvernos a verlo.

– No -repitió Donna obstinadamente. Y, al tiempo que se negaba, supo que no habría tal boda. Ni siquiera por el bien de su pequeño, no podía casarse con Toni. Nunca estaría tranquila con ese niño grande, siempre escondiéndose o huyendo de algo. Le dejaría ver a su hijo todo cuanto quisiera, pero era una locura atarse a ese hombre inmaduro. Debería de haberse dado cuenta antes.

– Donna, ¡por favor!

– Voy a enfrentarme a Rinaldo -dijo con determinación-. No puede hacernos nada.

– ¡Por Dios! -casi estaba llorando-. No tienes ni idea de lo que dices. Tú no sabes cómo es mi hermano.

Corno no respondía, Toni, en un arrebato de decisión, agarró el volante. Donna deceleró e intentó apartar a Toni y mantener el coche en línea recta… inútilmente.

El coche dio un violento giro de ciento ochenta grados.

Donna hizo lo posible por recuperar el control de la dirección, pero no logró que Toni quitara las manos del volante.

– ¡Toni! -Gritó Donna-. ¡Toni, por favor!

Demasiado tarde. El mundo empezó a nublársele mientras el coche se elevaba y daba vueltas y más vueltas de campana. Fue lo último que Donna vio, aunque aún tuvo tiempo para oír el chirrido de los neumáticos y el último golpe, justo antes de detenerse; aun tuvo tiempo de oír a Toni gritando su nombre una y otra vez, hasta que su voz se desvaneció en el silencio.

Donna, en medio de aquella confusión, comprendió lo que significaba aquel silencio y empezó a susurrar el nombre de Toni, aunque sabía que no podía oírla. Que nunca más podría volver a oírla.

Estaba perdida en un túnel oscuro, dando vueltas, mareada, sintiendo su cuerpo lleno de cristales, agonizando cada vez que respiraba. Por fin abrió los ojos. Le costó fijar la mirada, pero acabó comprendiendo que se encontraba en una pequeña habitación, blanca.

Había una sombra oscura junto a la cama. Giró la cabeza lentamente y vio a Rinaldo Mantini. La estaba mirando con más odio del que jamás había visto en ningún ser humano.

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