– ¿Todavía queda mucho? -preguntó Donna con impaciencia
– Doce kilómetros más y habremos llegado a Roma -Toni la miró sonriente-. Eres tan guapa, carissima. Mi familia se enamorará de ti a primera vista… Igual que yo.
– Cariño, haz el favor de mirar a la carretera -le pidió intranquila.
– Sí, mamá -obedeció Toni en tono burlón.
– No digas eso. No pensarás que te trato como si fuera tu madre, ¿no?
– Por supuesto que sí, mi adorable mamaíta, siempre llamándome la atención: Toni, conduce más despacio; Toni, ten más cuidado: Toni…
– ¡Oh, No! -Exclamó Donna entre risas-. Haces que parezca una cascarrabias.
– Pero a mí me encanta. Me viene bien. Mi hermano Rinaldo te agradecerá mucho que me pongas firme. Él nunca lo ha conseguido.
Toni hablaba con su habitual alegría y buen talante, lo cual le recordaba a Donna que, con sus veintisiete años, era tres mayor que él. No es que le preocupara mucho, pero era complicado no reparar en ese detalle con lo infantil que a veces parecía Toni. Le dirigió una mirada afectuosa: tenía ese aspecto tan atractivo de los latinos del sur de Italia, donde había nacido. Recordaba lo mucho que sus amigas la habían envidiado cuando Toni Mantini había empezado a cortejarla…
Lo había conocido en el hospital donde ella trabajaba como enfermera, adonde lo habían llevado después de que el coche de Toni perdiera una pelea con una farola. Él le había referido el accidente con gran sentido del humor. Apenas estaba herido y el seguro pagaría los arreglos del coche; así que, ¿por qué iba a tener que preocuparse?
Donna no había averiguado aún qué podía haber atraído a ese despreocupado chico italiano, para que se fijara en una mujer tan seria como ella. Pero cuando le dieron el alta, Toni había seguido yendo a verla hasta que Donna había accedido a salir con él.
Luego le aseguró que la amaba en numerosas ocasiones, apasionadamente, lo cual la había dejado sorprendidísima, pues ella no se consideraba guapa en absoluto.
– De eso nada -le había dicho él al adivinar sus pensamientos-. Eres como una Madonna, con tu cara serena y ovalada, tu cabello negro y tus grandes ojos. Cerca de casa hay una iglesia pequeña con un cuadro de la Madonna sujetando a un bebé. Te llevaré para que la veas por ti misma. Así que no cambies nunca, carissima.
Donna estaba encantada de verse a sí misma a través de los ojos de Toni. Lo quería por eso y por otras muchas cosas: por su amor por la vida, por su infantil entusiasmo, que podía hacerle cometer algunas locuras, por su risa despreocupada… Pero, sobre todo, lo amaba porque él la amaba a ella.
Era ya mediodía y el sol calentaba en las alturas.
– ¿ Tienes calor? -se interesó Toni.
– Un poco -admitió-. La verdad es que después de estar en Inglaterra, me gustaría que me metieran en la nevera.
– Pobrecita. Esta noche te dejaré descansar en casa, a la sombra -concedió Toni-. Pero mañana iremos de tiendas y te compraré ropa nueva y alguna joya. Quiero verte reluciendo con rubís.
– ¡Siempre tan soñador! -exclamó Donna sonriente-. Sabes que no puedes permitírtelo.
– ¿Quién dice que no puedo permitírmelo?
– Bastante apurado estás ya con los plazos de este coche.
– ¿Apurado?, ¿yo?, ¿por qué dices eso? -preguntó poniendo cara de inocente.
– Recuerda que vivo contigo y me entero de las cosas -sonrió Donna.
– Sí, claro -Toni se encogió de hombros-. Pero sólo estoy un poco apurado. No estás enfadada conmigo, ¿verdad, cara?
– ¿Cómo vaya estar enfadada contigo? -le preguntó con ternura.
Ella sólo podía estar apasionadamente agradecida a ese jovenzuelo que había llenado su vida de calor y color. El la amaba, y eso la colmaba de felicidad.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un hombre la había querido. A los siete años, su padre se había ido de casa para arrojarse en brazos de otra mujer y, tras el divorcio, a pesar de que se habían visto en alguna ocasión. Donna había acabado comprendiendo que no había espacio para ella en la nueva vida de su padre.
Luego, tres años después, su madre había muerto.
Pero ni siquiera entonces se había ocupado su padre de ella y Donna había terminado por perder las esperanzas de recuperarlo
El resto de su infancia había transcurrido en un orfanato. Había tenido dos familias adoptivas, una de las cuales había acabado divorciándose. La otra tenía muchos hijos.
Donna había cumplido ya los catorce y había cuidado a los pequeños. Le gustaba saberse necesaria, pero su madre adoptiva le había dejado bien claro que ella estaba allí porque le resultaba útil, no porque la quisieran.
Al final, con dieciséis años, había salido del orfanato y, aunque había seguido escribiendo a su última familia, nunca habían respondido a sus cartas.
Con un pasado así, no resultaba extraño que encontrase a Toni irresistible. Todo lo que tenía que ver con él le parecía encantador, hasta su nacionalidad. Italia siempre había sido el país en el que Donna había soñado vivir. Había llegado a estudiar italiano, pero, debido a lo poco que podía ahorrar con su sueldo, nunca había tenido ocasión de irse allí, ni siquiera durante unas vacaciones. Siempre había imaginado Italia como un país alegre, colorido y de grandes y cariñosas familias. Le daba pena que la familia de Toni se redujera a un abuelo y a su hermano mayor, Rinaldo; pero algo era algo.
Pronto los conocería y pronto, muy pronto, dejaría de ser la solitaria Donna Easton, para convertirse en la Signara Mantini, embarazada de un bebé Mantini.
La idea llevó a Donna a acariciarse el estómago cariñosa y maternalmente. Aún era muy pronto para que se notara, pero el bebé ya estaba dentro de ella; el mayor tesoro que compartiría con Toni.
Le había costado comunicarle que estaba embarazada, temiéndose lo peor. Un joven tan atolondrado como él, pensó Donna, no querría verse atado con veinticuatro años. Pero Toni había reaccionado de manera maravillosa, emocionado.
– ¡Vas a ser mamá! -había repetido mil veces, contentísimo. Desde entonces, había sido aún más tierno y afectuoso con ella y Donna lo había empezado a amar más si cabe.
Había insistido en que tenían que casarse en cuanto conociera a su familia y, tras llamar a Rinaldo, le había anunciado que tenían que ir a Italia en seguida.
– Sólo les he dicho que les presentaré a mi prometida -la informó Toni-. Lo del niño se lo diremos cuando lleguemos allí.
– Pediré que me den la baja de maternidad en el hospital -comentó Donna.
– ¡No!, ¡no! Diles que no volverás a trabajar allí.
– Toni, no creo que ésa sea una buena idea.
– ¡Mi mujer no trabaja! -sentenció él con tal solemnidad que a Donna le costó no echarse a reír-. Está bien, ya sé que tendré que conseguir un trabajo mejor. Quizá me ponga a trabajar con Rinaldo.
– ¿En Italia? -preguntó entusiasmada-. ¡Sería maravilloso!
– Perfecto. ¡Pues ya está! ¡Decidido!
Toni era así: Donna estaba segura de que hasta ese preciso instante él no había pensado jamás en irse a Italia a trabajar. Pero, de pronto, estaba decidido.
Así, unos días más tarde, estaban metiendo sus cosas en el coche, dispuestos a emprender un largo viaje a través del Canal de la Mancha y pasando por Francia y Suiza antes de llegar a Italia. Habían parado varias noches, pues Toni no quería que Donna se cansara, y la última habían pernoctado en Perugia. Esa mañana habían amanecido temprano para cubrir el último tramo hasta Roma.
– Cuéntame algo más de tu familia -le pidió Donna.
– No hay mucho que contar. Rinaldo es una buena persona, pero es un poco aburrido. Sólo piensa en el trabajo, como si ganar dinero fuera lo único en esta vida.
– Bueno, si diriges una empresa, tienes que conseguir unos beneficios razonables -apuntó Donna-. ¿No dices que él te pasa dinero todos los meses?
– Si vas a hablar sensatamente, me rindo – Toni se encogió de hombros-. De acuerdo, gracias a los negocios de mi hermano, Rinaldo puede pasarme un sueldo todos los meses. Pero ése no es motivo suficiente para que esté pensando todo el día en trabajar.
– ¿En qué consiste exactamente su empresa? Nunca me has dado muchos detalles.
– Es una empresa de ingeniería. Diseñan y producen máquinas. Una de las fábricas se dedica a aparatos de medicina.
– ¿Fábricas?, ¿Plural? -Donna frunció el ceño.
Hasta entonces había tenido la impresión de que los Mantini eran una familia con una economía modestamente próspera, nada más.
– Hay seis fábricas en total… No, cinco. Rinaldo vendió una porque no estaba produciendo lo que se esperaba de ella.
Donna no sabía por qué, pero la posibilidad de encontrarse con una familia rica la incomodaba. Por primera vez, no estaba segura de encajar. Aunque, bueno, tal vez hasta un propietario de cinco fábricas podía llevar una vida sin lujos excesivos. Probablemente reinvertiría los beneficios en la empresa y viviría modestamente, intentó tranquilizarse.
– ¿Nunca hasta ahora te habías planteado trabajar con tu hermano?
– ¡Dios me libre!, ¡menuda pesadez! Rinaldo siempre me ha dado la lata para que aprenda el negocio, pero a mí no me llama la atención. Se alegrará de que me case contigo. Dice que me hará sentar la cabeza. Además, quiere un sobrino que se encargue del negocio en el futuro.
– ¿Por qué no tiene él su propio hijo?
– Porque para eso tendría que casarse y Rinaldo no se compromete en sus relaciones con las mujeres. Él lo prefiere así. Dice que no se puede confiar en ninguna.
– ¿Pero quiere que tú hagas lo que él no desea para sí mismo?
– Según él -sonrió Toni-, yo haré el tonto de una forma u otra: así que, en mi caso, no es tan mala opción. Dice que de esa manera, al menos, haré algo útil-explicó.
– ¡Qué encanto!
– Bueno, es un poco especial y tiene un genio muy fuerte -reconoció Toni-. Pero no te preocupes: te aseguro que le gustarás.
Estaban llegando al final de una autopista, de la que tendrían que despedirse para pasar a una serie de carreteras y giros, hasta llegar a una avenida ajardinada, flanqueada por cipreses.
– En esta avenida viven muchos actores italianos comentó Toni.
– ¡Qué emocionante! ¿Está muy lejos de tu casa?
– No, nuestra villa es una de ésas de ahí al fondo.
– ¿Quieres decir que tu familia… tiene toda una villa?
– Sí, claro -respondió Toni con naturalidad-. Ya hemos llegado.
El coche atravesó una vasta entrada y Donna se encentró avanzando por unos terrenos enormes que parecían no acabar nunca. Por fin empezó a divisarse un edificio. A primera vista parecía una casa normal, con paredes amarillas y un tejado de tejas rojas. Pero a medida que se acercaban, Donna pudo apreciar lo grande que era en realidad, y las muchas habitaciones de que constaba.
Estaba rodeada de árboles y había macetas con muy diversas flores en los balcones. Los pájaros trinaban y Donna pudo oír un suave chapoteo de agua.
Todo era muy bello, pero el placer de Donna se veía perturbado por una creciente sensación de inquietud. ¿Qué hacía ella en un lugar tan suntuoso?
Toni detuvo el coche frente a la puerta principal. No había señales de vida.
– Entremos a ver quién hay -dijo él, ofreciéndole la mano para ayudarla a descender del coche.
Donna se sintió más desazonada cuando entraron en la casa y vio el suelo y las escaleras de mármol. El recibidor era gigantesco y tenía muchas puertas, que conducirían a muy distintas zonas de la casa. Entre las puertas había pequeñas columnas con estatuillas. A pesar del calor del mediodía, el recibidor daba sensación de frescura y amplitud.
– Voy a ver si encuentro a alguien -dijo Toni-. Espérame aquí.
Desapareció por un pasillo, preguntando al vacío si había alguien allí y dejando a Donna sola, que ya estaba deseando que Toni regresara, no fuera a descubrirla antes algún desconocido.
Entonces notó algo. Un pasillo que había a su izquierda conducía a una puerta abierta, a través de la cual podía ver la luz del sol. Sabía que debía permanecer quieta hasta que Toni regresara, pero algo pareció arrastrarla a través del corredor, víctima de un extraño hipnotismo.
Se encontró en un patio rodeado por un claustro con arcos. El suelo ya no era de mármol, sino de losas rugosas. El patio tenía una fuente en el centro y en los balcones superiores había macetas con flores y alguna que otra paloma.
Donna contempló aquel escenario extasiada. El sitio tenía un encanto rústico, con sabor a antigüedad. Sin duda, aquélla era la Italia de sus sueños.
En una de las paredes había una incisión en la que ponía, simplemente, Il giardino di Loretta.
El jardín de Loretta, tradujo Donna. Fuera quien fuera, Loretta había amado aquel sitio con todo su corazón, y su amor aún podía respirarse al contemplar la belleza de aquel patio ajardinado.
Allá donde mirase, Donna encontraba flores que envolvían el aire con su fragancia. Empezó a caminar, en trance, con la sensación de estar deslizándose por un precioso sueño.
La fuente tenía la elegancia de la sencillez y carecía de ornamentos. Donna agradeció el refresco de unas gotas de agua y, después de mojarse el pelo, siguió explorando otras partes del jardín.
Por todos los lados aparecían pequeñas estatuas, una dio las cuales llamó su atención en especial: tenía un metro de altura y representaba a dos chicos, uno de unos diez años y el otro, casi un bebé. El mayor miraba al frente sobre la cabeza del pequeño y lo rodeaba con un brazo, como si estuviera protegiéndolo de algo. El menor miraba hacia el mundo, con los brazos abiertos, estirando los dedos de las manos para agarrar todas las cosas bonitas de la vida. Sólo que el niño mayor sabía que la vida podía ser peligrosa además de hermosa, razón por la cual adoptaba esa actitud defensiva.
Donna se sentó sobre un banco de piedra, admirando la tranquilidad y el primor de los alrededores.
– Sí -se dijo alegremente-. Este sitio es perfecto. Cerró los ojos y siguió un rato sentada, escuchando el agua de la fuente y el trino de los pájaros. Cuando los reabrió se dio cuenta de que ya no estaba sola. Un hombre la estaba observando al otro lado de la fuente. Al principio, sólo había visto una sombra. El sol la cegaba y era corno si una silueta amenazante y afantasmada se hubiera colado en su sueño.
El hombre rodeó la fuente y se quedó de pie mirándola, con expresión sorprendida, hasta que por fin se dirigió a ella:
– ¿Y bien?, ¿Te parece tan espléndida como esperabas? -preguntó abarcando la villa con un gesto del brazo.
Ahora podía verlo con claridad: era un hombre muy alto y de anchas espaldas. Su cara era una versión más adulta de la de Toni, por lo que debía de tratarse de su hermano Rinaldo. Tenía sus mismos ojos negros, su misma frente grande. En realidad, era como si todas las facciones hubieran salido de un mismo molde, para endurecer luego las del hermano mayor. Toni se reía mucho y aquel hombre parecía no haberse reído jamás. La boca de Toni parecía estar concebida para besar y la de aquel hombre, en cambio, tenía un matiz cruel.
Pero una cosa era evidente: Toni era un chaval, mientras que aquel hombre era ya una persona adulta.
– Soy Rinaldo Mantini -se presentó con un tono de voz frío-. El hermano de Toni.
– Sí, lo había supuesto -respondió tímidamente-, os parecéis mucho.
– Sólo en apariencia, signorina -advirtió Rinaldo-. Nuestro carácter es muy diferente: Toni es un entusiasta y va disfrutando por la vida sin pensar en los riesgos de ésta, motivo por el cual se mete en líos de vez en cuando. Yo soy todo lo contrario: nada ni nadie puede pillarme desprevenido.
Donna no estaba segura de qué esperaría Rinaldo que contestara a aquello. Lo único que sabía con certeza era que no estaba de humor para dar la bienvenida a nadie.
– Soy Donna Easton -dijo ésta extendiendo una mano-. Supongo que Toni te habrá hablado de mí…
– Toni me lo ha contado todo sobre ti -confirmó él, estrechándole la mano fugazmente-. De hecho, me ha contado mucho más de lo que él se piensa.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿No lo sabes? Bueno, no importa de momento. Estás aquí como la prometida de mi hermano y, por supuesto, te doy la bienvenida a nuestra casa -dijo con más ironía que calidez.
– Agradezco en extremo tu hospitalidad -Donna le respondió con la misma moneda-. Tenía entendido que los italianos eran famosos por lo amables que eran con sus invitados. Ya veo que es verdad.
– No tan amables… -contestó Rinaldo sorprendido después de reaccionar-…pues es evidente que mi hermano te ha dejado sola.
– No tengo ninguna queja sobre el comportamiento de tu hermano hacia mí -aseguró con firmeza-. Él siempre me trata bien.
– De eso estoy seguro. Toni es muy generoso. No siempre con las personas que debería, pero es muy generoso -afirmó Rinaldo con un tono que hizo a Donna sentirse incómoda.
– Toni me ha hablado mucho de ti -comentó ella-. Dice que tenías muchas ganas de que se casara y él parecía convencido de que tú estarías encantado con nuestro matrimonio.
– Toni siempre ha creído lo que le ha dado la gana. Siempre que trae a una prometida a casa, está convencido de que estaré encantado con ella.
– ¿Siempre?, ¿es que ha traído a otras? -preguntó Donna, extrañada.
– Tú eres la cuarta… ¿o la quinta? No sé, he perdido la cuenta. Siempre es igual: un buen día se presenta de buenas a primeras con una mujer totalmente inaceptable y anuncia que ella es la elegida. La dama y yo mantenernos una pequeña conversación y acto seguido la dama se marcha por donde ha venido, eso sí, mucho más rica de lo que había llegado. Pequeña, tú sólo eres una entre muchas.
– Si siempre asedias así a sus prometidas, no me extraña que no le duren nada -espetó enfurecida, indignada, por la actitud de Rinaldo-. Y si estás sugiriendo que me puedes sobornar, olvídate. Quiero a Toni y él me quiere a mí. Y nos vamos a casar.
– Bien, bien. No te rindas a la primera. Pon un precio alto. Aunque te advierto que hay un límite que no rebasaré, así que no pierdas el tiempo intentando superarlo.
– ¡Tú estás loco! -lo insultó -. Estás obsesionado con el dinero, con poseer, y ya sólo ves en los demás afán por robarte tu dinero. Eres incapaz de ver la realidad.
– Por supuesto que veo la realidad -respondió sereno-. La vi en la expresión de tu cara hace unos minutos. Has examinado este patio como si fueras un comerciante que va a cerrar un trato excelente. Desde luego, se te veía encantada.
– Estaba encantada con la belleza del jardín -aseguro furibunda-. Eso es todo. Éste es uno de los sitios más bonitos que he visto en mi vida. O lo era. Ya no. No desde que tú has entrado. Ahora es como el paraíso después de que entrara la serpiente.
– Tengo que reconocer que es un enfoque original -comentó aún calmado, aunque se notó que el ataque le había afectado-. De hecho, no eres el tipo de mujer que Toni suele escoger. Las otras eran todas jovencitas alocadas, dispuestas en seguida a negociar. Tú eres más sutil.
La miró de arriba a abajo de tal manera que Donna volvió a ser consciente de sus carencias en el aspecto físico.
– La vista tiene menos sitio donde recrearse -prosiguió Rinaldo con crueldad-. Y ya digo que eres mucho mayor que las otras. Demasiado mayor para Toni.
– Soy tres años mayor que él y nunca he pretendido aparentar lo contrario -afirmó Donna-. Puede que él no sea el niño pequeño por el que lo tienes.
– ¿Quieres decir que quizá ha madurado? -preguntó tras una risotada irónica-. Lo dudo.
– Que tú lo dudes no importa en absoluto. Y si crees que puedes persuadir a Toni para que desista en su idea de casarse conmigo, estás muy equivocado.
– Mira, ya he jugado a esto demasiadas veces como para prestar atención a los detalles. Basta con que me digas cuánto me va a costar esta vez y asunto concluido. No te daré más de un millón de pesetas. Millón y medio quizá. Cuanto más tiempo agotes mi paciencia, menos dinero nos robarás.
– Pierdes el tiempo. Mi amor no está en venta.
– El amor no tiene nada que ver con todo esto -la atajó Rinaldo.
– ¿Y tú qué sabes? Tú no reconocerías el amor salvo que llegara con una factura detallada. Me voy a casar con Toni porque lo amo y también porque… -se detuvo. No era el momento de hablar del bebé. Antes debía reunirse con Toni.
– ¿Sí?
– Me caso con él porque estoy enamorada -insistió Donna-. Y por mucho que lo intentes, no conseguirás hacer mella en nuestro amor. Puedes amenazar lo que te dé la gana.
– Eres muy brava, signorina -comentó Rinaldo tras un tenso silencio-. Y también muy estúpida. No permito que nadie me disguste y se escape sin sufrir las consecuencias. Es… malo para los negocios.
– Esto no son negocios.
– Sí lo son, sí. Y está claro que a mí se me dan mejor que a ti. Hace un momento habrías podido ganar una buena suma; ahora lo has perdido todo, como no tardarás en descubrir.
– De eso nada. Tú descubrirás que los sentimientos de las personas no se pueden comprar tan fácilmente.
– No seas tonta -dijo con hostilidad-. Podría volver a mi hermano contra ti en cuanto me lo propusiera.
– Si de verdad estuvieras tan seguro de eso, no me habrías llegado a ofrecer un millón y medio de pesetas -replico Donna, contrariando visiblemente a Rinaldo.
– Intentaba dirigir nuestras negociaciones de manera y…
– No, intentabas intimidarme. Pero a mí no me intimidas: así que no pierdas más el tiempo. Intenta indisponer a Toni en mi contra. Ya verás lo que consigues.
– Pareces muy segura -dijo Rinaldo con seriedad-. Arrogante incluso. En fin, ya descubrirás que en esta casa solo hay una persona con derecho a ser arrogante.
Pero el hecho de saber que estaba embarazada le infundía valor a Donna. Toni quería aquel hijo. Él nunca daría la espalda a la madre de su bebé. Prefirió no contestar con palabras y se limitó a sonreír a Rinaldo, lo cual descompuso la expresión serena de éste.
– Has cometido una gran equivocación, signorina -sentenció él con suavidad.
– Eres tú quien ha cometido una equivocación. Y muy estúpida -replicó Donna.
Rinaldo contuvo la respiración y luego, antes de que pudiera hablar oyeron un grito proveniente de algún lugar del claustro. Un segundo más tarde, apareció un hombre mayor, también muy alto, que igualmente compartía las facciones de los Mantini, si bien su expresión no era tan dura como la de Rinaldo y se veía suavizada por su cabello encanecido. Se acercaba a ellos apoyándose en un bastón y parecía lleno de júbilo.
– Así que tú eres mi nueva nieta -dijo por fin-. Bienvenida, querida. ¡Bienvenida a casa!