En alguna región de sus sueños, Donna oía el llanto de Toni. Lloraba y lloraba y Donna luchaba por despertarse; pero los tentáculos del sueño la agarraban con insistencia. Estaba tan cansada… pero su niño la necesitaba.
Por fin logró abrir los ojos y se dio cuenta de que el llanto había cesado. Por un momento se preguntó si todo había formado parte de un sueño, pero su instinto maternal le decía que Toni sí la había estado llamando, aunque ya se hubiera callado.
Entonces notó que la puerta de su habitación estaba cerrada, cuando ella la había dejado ligeramente entornada. Un rayo de luz se calaba por debajo de la puerta.
Se acercó sigilosamente a la habitación del bebé y escuchó. Al otro lado se oía el suave arrullo de una voz y Donna se preguntó si no seguiría aún soñando, pues la voz parecía la de Rinaldo. Abrió la puerta con suavidad.
Rinaldo estaba allí, con Toni, a quien estaba colocando sobre una mesita cubierta por una toalla. Sujetaba al niño con soltura, sosteniéndole la cabeza con una mano, como si estuviera acostumbrado a cuidar bebés, y lo hablaba con dulzura.
– ¿Te sorprende verme, piccolo bambino? ¿Pensabas que vendría tu mamma? Es que ella está muy cansada, así que esta noche vamos a dejarla que duerma tranquilamente, ¿te parece?
Donna no podía creerse lo que estaba viendo. Desde que Rinaldo había vuelto a casa, hacía dos semanas, apenas si había mostrado interés por el bebé; pero ahora, le estaba hablando como si, instintivamente, los dos hablaran un mismo idioma.
Toni lo miraba fijamente, con los ojos muy abiertos y curiosos. Rinaldo seguía hablándole en un suave arrullo que Donna apenas oía.
– No te creas que no sé lo que estoy haciendo. No es la primera vez que lo hago, aunque reconozco que hace muchos años desde la última vez. Cuando mi hermano era pequeño, mi mamá me enseñó a cuidar de él.
Donna no podía ver la cara de Rinaldo, que estaba sacando unos pañales limpios, pero podía oír la sonrisa de su voz mientras le confesaba:
– Yo no quería hacerlo. Tenía nueve años y no lo entendía. «Mamá, los bebés son para las niñas», protestaba yo. Pero ella contestaba que todos los hombres debían saber cuidar de un bebé. Y tenía razón.
Empezó a ponerle el pañal con habilidad, moviendo los dedos muy diestramente.
– ¿Está bien así? -le preguntó con seriedad, como si Toni pudiera entenderlo de verdad. Y quizá fuera así, pues éste emitió un ruidito de satisfacción-. Tendré que acostumbrarme a estos pañales modernos. Antes, los pañales eran toallas sujetas con un alfiler y había que practicar mucho para pillarle el truco al alfiler. Una vez pinché a tu pa… a mi hermano, y no paró de gritar durante una hora.
Toni emitió un ruidito parecido a una risa y, para deleite de Donna, Rinaldo sonrió. Donna podía ver la ternura con que Rinaldo miraba al pequeño. Ya había terminado de cambiarle, pero, en vez de devolverlo a la cuna, se sentó con él en su regazo. El bebé se acomodó relajado y se quedó mirando a Rinaldo.
– ¿Ya estás cómodo? -le preguntó éste-. No te molesta que haya venido yo, ¿verdad? Ya es hora de que nos vayamos conociendo, de hombre a hombre, y eso es imposible con tantas mujeres como tenernos siempre alrededor.
Donna saltó una risilla involuntaria y Rinaldo elevó la mirada al instante.
– Supongo que por hoy ya hemos tenido un primer contacto -le dijo sonriendo-. Hasta la próxima… ¿Quieres comprobar si lo he hecho todo bien? -le preguntó a Donna, después de colocar a Toni en la cuna.
– No, ya veo que eres todo un experto.
– ¿Qué fue de ese ratón que Selina nos regaló?
– Me temo que Sasha le tomó cariño. Nadie le explicó que no era un ratón de verdad y…
– No se te ocurriría encerrar al gato aquí por casualidad, ¿no?
– No, pero le di una buena sardina de cena al día siguiente como recompensa -reconoció Donna.
Ambos rieron. El corazón de Donna estaba henchido de alegría. Rinaldo apagó la luz de la lamparita.
– Gracias -dijo ella-. Estaba un poco cansada.
– ¿Estás cansada ahora? -preguntó tocándole la cara.
– No -susurró, con el corazón acelerado-. Ahora no -le devolvió la caricia en la cara.
Rinaldo la rodeó y le dio un beso suave, como pidiendo permiso. Permanecieron juntos un segundo, compartiendo el calor de sus cuerpos.
– Hueles a polvos de talco -murmuró Donna.
– Y tú hueles a sueño.
Nada estaba siendo como ella había temido. En vez de forzarla para acostarse con ella, Rinaldo se mantuvo prudente hasta que Donna le agarró la mano.
Segundos después, su camisón había caído al suelo, descubriendo una figura aún voluptuosa. Rinaldo recorrió su cuerpo de caricias delicadas y Donna lo invitó a que siguiera seduciéndola.
Después de quitarle el pijama de seda, Donna deslizó los dedos por el pecho de Rinaldo y, poco a poco, ambos fueron avivando la chispa de sus pasiones.
De los dos, ella era la que más urgencia tenía. Todo su cuerpo se derretía por fundirse con Rinaldo. Habían pasado cuatro meses desde el parto, y Donna había recobrado todas sus fuerzas. Su realización como madre le había dado un brillo en los ojos, y ahora quería realizarse como mujer. Amaba a ese hombre y esa noche no estaba dispuesta a aceptar una negativa.
Se abandonó gozosa a sus caricias, disfrutando con el olor de su cuerpo y de su excitación en los preliminares del amor. Estaba lista para recibirlo mucho antes de que Rinaldo la poseyera y, cuando por fin la penetró, Donna exhalo completamente satisfecha.
El dolor y la soledad habían desaparecido. Estaba haciendo lo que era natural: mostrarle amor a su marido. Ya tendrían tiempo de discutir problemas pendientes, los cuales, seguro, se resolverían mucho más fácilmente después de aquella experiencia tan gloriosa.
Lo miró a la cara y se preguntó si Rinaldo era consciente de la expresión de asombro que tenía. Pero en seguida olvidó su pregunta, abandonada a los placeres de la carne. La estaba haciendo gozar como jamás se había atrevido a soñar y después de culminar su unión, Donna se amansó entre sus brazos… y se durmió.
Al despertar, Rinaldo estaba junto a la ventana, su cuerpo iluminado por los albores del amanecer.
– Ven -dijo Donna, extendiendo una mano.
Pero, aunque se acercó, Rinaldo no se metió con ella en la cama, sino que se quedó sujetándole la mano, como inseguro de qué debía hacer.
– ¿Qué pasa? -preguntó Donna, desconcertada.
– Nada… o sea… tenernos que hablar, Donna… de muchas cosas. Quería haber hablado contigo antes de esto… Lo de anoche me pilló por sorpresa.
– A mí también, pero, ¿qué importa?
– Será mejor que hablemos primero -dijo. Le dio un beso fugaz y salió de la habitación.
¿Qué sexto sentido avisó a Selina para que ésta los visitara ese día? Quizá fuera el instinto de un gato que araña cuando huele el peligro.
Donna estaba en el jardín cuando María le comunicó disgustada que Selina estaba en casa y había subido a la habitación del niño «como si fuera la patrona».
Donna subió a toda prisa. Se detuvo en el vano de la puerta, sorprendida por lo que estaba viendo. Selina estaba de pie con Toni en sus brazos. Estaba sonriendo al bebé de una manera que perturbó a Donna. No había ternura, sino sentimiento de posesión. Toni parecía intuir que algo iba mal, porque se movía nervioso y ponía gestos de desagrado.
– Yo lo sujetaré -dijo Donna extendiendo los brazos.
– Si sólo estamos conociéndonos, ¿verdad, pequeñín? -respondió Selina sin soltar a Toni.
– He dicho que yo lo sujetaré -repitió Donna.
– No deberías ser tan posesiva, Donna. El no es sólo hijo tuyo, ya sabes.
– Por lo que a ti respecta, sí -dijo Donna con voz severa-. Dámelo.
– No creo que quiera ir contigo -Selina se rió-. Creo que prefiere seguir con su otra mamma, ¿a que sí, precioso? Sí, claro que sí. Tenernos que conocernos mejor.
– Dámelo de una vez -repitió Donna con una voz tan serena como intimidante.
Selina miró fijamente a los ojos de Donna, se encogió de hombros y le devolvió a Toni, que se relajó en cuanto sintió los brazos de su madre a su alrededor. Le colocó la cabeza sobre el hombro al tiempo que le daba palmaditas en la espalda para calmarlo.
– No vuelvas a hablar de él como si fueras su madre. Jamás -le ordenó Donna.
– ¡Qué barbaridad! ¡Sí que eres posesiva! -Exclamó Selina entre risas-. Sabía que las madres de ahora tenían un carácter protector, pero lo tuyo es ridículo. Deberías ir al psiquiatra, chica.
– Tú no tienes nada que ver con Toni y nunca serás su madre, ni su madrina, ni nada parecido.
– Bueno, yo que tú no estaría tan segura de eso.
– ¿ Y eso qué significa?
– Vamos, Donna, ¿es que no lo sabes? Rinaldo sólo se casó contigo para asegurar el bienestar del hijo de su hermano. Para él fue un sacrificio, porque él y yo somos amantes. Lo sabías desde el principio y no creo que seas tan estúpida como para haberlo olvidado.
El corazón de Donna latía con una especie de temor, pero se obligó a ocultarlo, clavó la mirada en los ojos de Selina y le devolvió el insulto:
– Sé que quieres casarte con Rinaldo desde que tu carrera como actriz se convirtió en una mediocridad -arrancó Donna-. La verdad es que nunca llegaste demasiado lejos, ¿verdad, Selina? Sólo algún papelucho en el que hacías de florero, una lástima. Claro que hay muchas actrices bonitas y los directores las prefieren adolescentes, en vez de treintañeras.
– Tengo veintisiete años -espetó Selina.
– Sí, claro. Llevas teniendo veintisiete desde hace cinco años. No te culpo por intentar mantener tu juventud, ya que eso es lo único que has tenido que merezca la pena. Pero eso pasó hace mucho tiempo, ¿verdad, pequeña? Y ahora intentas recuperar a un hombre que desechaste hace trece años. ¿De verdad crees que Rinaldo no lo sabe? Te estás engañando, Selina.
– No, me parece que eres tú la que se está engañando -respondió Selina después de sofocar su indignación-. Rinaldo y yo nos entendemos. Yo volví a su lado porque él me lo suplicó, y tuve que renunciar a un montón de papeles para complacerlo. El pobrecito seguía tan enamorado de mí que habría aceptado cualquier cosa con tal de retenerme.
– No te creo -la interrumpió Donna, luchando por mantenerse firme.
– ¿No sabes cuántas veces ha compartido mi cama después de casarse contigo? No, supongo que has preferido meter la cabeza debajo de la arena. Pero mientras tú te estabas hinchando como una foca, Rinaldo y yo hacíamos el amor en cualquier sitio y a cualquier hora. A veces venía a mi apartamento y a veces iba yo a su despacho. Tiene una habitación donde trabaja, ¿sabías? -Selina intentaba humillar a Donna-. Y no siempre lo hacíamos en la cama. Rinaldo es un hombre al que le gusta experimentar con el sexo, aunque supongo que tú no has tenido oportunidad de descubrirlo. ¿O me equivoco? ¿Ha sido amable contigo alguna vez? En realidad me da igual. Le dije que hiciera lo que fuera necesario para que estuvieras tranquila.
– ¡Estupideces! -Exclamó Donna-. Si Rinaldo hubiera querido, se habría casado contigo antes de conocerme.
– Cara, él me suplicaba que nos casáramos y que tuviéramos un hijo, y era yo la que se negaba. Te ríes de mi belleza perdida. Pues bien, yo no quería estropear mi figura con un embarazo. Gracias a ti, ese problema se ha solucionado. En cuanto Rinaldo me comentó que estabas embarazada, le dije que se casara contigo. Costó un poco convencerlo, pero…
– Espera un momento -susurró Donna-. ¿Estás diciendo que tú lo persuadiste para que se casara conmigo? Debes de estar bromeando; jamás me creería algo así.
– ¿Y a mí qué me importa lo que tú te creas? Rinaldo quería al bebé y yo le dije cómo podía conseguirlo.
– Estás… mintiendo. Rinaldo ya no siente nada por ti -afirmó Donna sin mucha convicción.
– ¿Sí? Entonces, ¿dónde ha estado los tres meses siguientes al nacimiento de Toni? No estuvo aquí cuidando de ti, eso seguro.
– Tenía trabajo…
– ¿Trabajo? No había nada de lo que sus empleados no pudieran encargarse. Ni siquiera sabes dónde estaba.
– Estaba en Calabria…
– Lo telefoneabas al móvil, ¿verdad?
– Sí, claro… -Donna se quedó callada al darse cuenta de que, efectivamente, siempre lo había llamado al móvil. Podía haber estado en cualquier sitio.
– En el fondo sabías que él estaba conmigo, ¿me equivoco? -Selina sonrió con crueldad-. Sobre todo después de que vinieras a mi piso a «visitarme»… Lo pasamos de maravilla. Después de estos últimos meses aguantándote, estaba desesperado por desfogarse con una auténtica mujer. Una vez llamaste justo cuando estábamos…
– ¡Basta! -gritó Donna.
– El plan era que se casara contigo para luego divorciarse, cuando ya hubieras tenido al bebé y no fueras de utilidad.
– Rinaldo nunca se divorciará de mí -aseguró Donna, después de recobrar la compostura.
– ¿Y por qué crees que sólo se casó contigo por lo civil? -Selina se rió burlonamente-. Porque así es mucho más fácil divorciarse. Ya está organizando los papeles. Te pagará bien por cerrar el trato y tú abandonarás el país para no volver nunca. Toni, por supuesto, se quedará con nosotros. Lo que me sorprende es que todo esto resulte novedoso para ti. Yo pensaba que Rinaldo ya te había ido preparando; aunque me dice que es difícil; que a veces eres tan obtusa que no hay manera de que te enteres de las cosas. ¿De veras no te ha soltado ninguna indirecta últimamente? No importa. Al final te rendirás. Ya sabes cómo es cuando decide salirse con la suya.
– Sal de mi casa ahora mismo -dijo Donna con una frialdad amenazante-. Y no vuelvas a poner un pie en ella en tu vida.
– Claro, claro. Olvidaba que es tu casa, ¿no es cierto? -Selina sonrió con ironía-. De momento. Pero pronto será mía. Rinaldo lleva años deseando traerme. Tú sólo eres una inquilina temporal.
Donna dejó a Toni en la cuna y luego se volvió hacia Selina, la cual no tu va tiempo de adivinar las intenciones de la primera. Levantó un brazo para defenderse, pero Donna lo esquivó y le pegó un puñetazo en la sien izquierda.
– Y ahora, ¡largo! -le ordenó Donna, que echó a Selina de la habitación a empujones.
– ¡Deja de empujarme! -gritó Selina inútilmente-. ¡Déjame!
– Te acompañaré a la puerta.
La agarró por una oreja y la hizo bajar así las escaleras, mientras todos los sirvientes se congregaban abajo para asistir a la humillación de Selina. Algunos se cubrieron la boca con la mano, pero otros no se molestaron. Dos de ellos llegaron a abrirle la puerta a Donna y se despidieron de Selina sonriéndola burlonamente. A ninguno le gustaba aquella mujer.
Sólo cuando llegaron a su coche la saltó Donna. Selina se dio media vuelta. La pelea le había alborotado el peinado y parecía una borracha; tenía la cara roja y le corrían lágrimas por las mejillas.
– Te arrepentirás de esto -la amenazó enrabietada.
– Más lo lamentarás tú si te vuelves a atrever a acercarte a mi marido o a mi hijo -la advirtió Donna.
– ¿Tu marido? -Selina quiso burlarse de Donna, pero no tuvo valor al ver sus ojos. Algo en su mirada la impulsó a refugiarse en el coche y a arrancar a toda velocidad.
Donna esperó hasta que el coche desapareció y luego regresó a casa a grandes zancadas. Se sentía muy desgraciada. Deseaba con todo el corazón no creer las despreciables afirmaciones de Selina, pero había muchos detalles que encajaban. La temprana ausencia de Rinaldo después de nacer Toni, su insistencia en darle sólo el número del móvil, la simultánea desaparición de Selina…
Y, sobre todo, lo que le había dicho que tenían que hablar, después de compartir una noche fantástica. ¿Qué querría contarle?, ¿estaría arrepentido de haberse acostado con ella?
Si ése era el caso y Rinaldo estaba participando de verdad en el plan tan infame que le había descrito Selina, no podía quedarse allí mucho tiempo. Puede que incluso en esos momentos, la otra mujer estuviera telefoneando a Rinaldo, avisándolo para que val viera a casa en seguida.
Donna empezó a meter ropa en una maleta. Estaba actuando por instinto, sin atreverse a consultar lo que sentía su corazón, pues, a pesar del comienzo tan desastroso con Rinaldo, éste había acabado ganándose su amor. A veces hasta había tenido la impresión de que él también la quería a ella. Su inesperada ternura con el bebé la había maravillado. Y, sin embargo, se había estado riendo de ella todo el tiempo de ella, viéndose a escondidas con Selina, su verdadero amor. Tenía que haber estado ciega para no darse cuenta antes.
Estaban en Italia, donde él tenía poder y ella no tenía nada. No podía arriesgarse a enfrentarse a Rinaldo en su territorio. Tenía que regresar a Inglaterra antes de que pudieran detenerla.
En el garaje había un segundo coche que Donna usaba de vez en cuando. Bajó su maleta a todo correr y las metió en el asiento trasero. Pero Donna sabía que no podía marcharse sin antes despedirse de Piero, el cual se extrañó nada más verla entrar con el niño en brazos.
– He venido a despedirme -dijo con suavidad-. Tengo que irme. Lo siento… Te echaré de menos… pero tengo que…
– No, no… -susurró muy afligido.
– Dile a Rinaldo… -estaba resultando más difícil de lo que había previsto-… sólo dile adiós de mi parte.
Se inclinó para que Piero pudiera tocar a Toni y luego le dio un beso en la mejilla. Se dio media vuelta y salió de la habitación.
Durante las siguientes dos horas, se notó un pesado ambiente de incertidumbre en Villa Mantini. Los sirvientes no sabían qué pensar y relacionaban la marcha de Donna con la escena que habían presenciado con Selina. Todos sintieron alivio cuando Rinaldo regresó, pero su alivio tornó en temor cuando éste preguntó por el paradero de su mujer y de su hijo.
– ¿Dejaste que se marchara sin saber adónde iba? -le preguntó furioso a María.
– No te enfades conmigo -respondió María-. Ella es la patrona. Nosotros no tenemos derecho a cuestionar sus decisiones.
– Creía que te caía bien -espetó Rinaldo.
– Es una mujer estupenda -aseguró María-. Y te digo esto: de no ser por la otra cosa que sucedió, te diría que se ha ido para escapar de tu desagradable temperamento. Y no me mires así. Te conozco desde que eras un bebé y no me das miedo.
– ¿Qué quieres decir? -Preguntó Rinaldo-. ¿Qué otra cosa sucedió?
– Selina estuvo aquí. No sé lo que se dirían entre ellas, pero la patrona la echó de casa.
– ¿Le dijo que se marchara?
– No, la echó a empujones.
– ¿Literalmente?
– La bajó por las escaleras tirándole de una oreja -le explicó María.
Antes de que Rinaldo pudiera contestar, oyeron la campana con la que Piero los llamaba cuando quería algo. Se notaba cierta angustia en el campaneo. Subieron rápidamente y se encontró a Piero en la cama, con una terrible cara de ansiedad.
– Tranquilo, abuelo. Estoy aquí -dijo apretándole la mano con suavidad-. Todo está bien -añadió, aunque en el fondo temía que nada iba bien en absoluto.
– Donna… -susurró Piero-. Donna…
– Vendrá a verte muy pronto -quiso tranquilizarlo-. Pero antes… ¡Dios mío! ¿Qué es ese ruido?
Venía de abajo, y allá fue Rinaldo a toda velocidad, hasta encontrarse con Selina a los pies de las escaleras.
– Rinaldo -chilló la mujer al verlo-. ¡Gracias a Dios que estás en casa!
Se había arreglado el peinado y el maquillaje. Subió hacia él, se tiró a sus pies y rompió a llorar. Rinaldo la levantó sin el menor afecto.
– ¿Por qué estás tan histérica?
– Donna… se ha vuelto loca… me atacó…
– He oído que te echó de casa. ¿Por qué, Selina?, ¿qué le hiciste?
– Yo no hice nada, te lo juro.
– ¿Has estado incordiándola? -le preguntó-. Donna no te habría echado si no hubiera tenido algún motivo.
– Yo sólo saqué al bebé de la cuna para mecerlo. Lo quiero mucho y ella… ella parecía haberse vuelto loca. Es muy posesiva con el niño. No quiere compartirlo con nadie, ni siquiera contigo.
– Es la madre de Toni -dijo Rinaldo-. Y siempre hay una relación especial entre madre e hijo. Es natural.
– ¿Es natural que sea tan egoísta que le dé igual cómo trate a los demás?
– ¿A qué te refieres?
– ¿Por qué te crees que se casó contigo?
– Porque la obligué -afirmó Rinaldo.
– Eso es lo que tú te crees. Después de aparentar que la boda contigo la disgustaba, aprovechó la oportunidad que se le presentaba. Ella quería el apellido de la familia, para ella y para el niño. Y ahora que lo tiene, sólo quiere divorciarse y llegar a un acuerdo económico contigo.
– ¿De dónde te sacas esas estúpidas ideas?
– Ella misma me lo confesó. Siempre ha sabido que a mí no podía engañarme, Por eso me odia, porque sabe que yo te quiero y que siempre lucharé por ti. Hoy se quitó la careta y vi a la Donna verdadera, egoísta e implacable. ¿Por qué no la traes aquí, a ver si se atreve a negar lo que estoy diciendo?
– Donna no está aquí -dijo Rinaldo-. Se ha marchado con Toni.
– ¿Lo ves? -Dijo Selina después de llevarse las manos a la boca en un gesto de fingido dramatismo-. Después de confesarme sus intenciones, se ha marchado en seguida, antes de que yo pudiera avisarte.
– Pero tú no me has avisado -dijo Rinaldo con frialdad-. Podrías haberme telefoneado, en vez de esperar a que volviera a casa.
– Yo… por teléfono no me habrías creído -Improvisó Selina-. Incluso a mí me parece increíble lo perversa y calculadora que es. Me da miedo…
– Razón de más para avisarme, antes de que se llevara a Toni -dijo Rinaldo, mirándola implacablemente.
– ¿Por qué estamos parados perdiendo el tiempo? Si saca al bebé del país, no volverás a verla jamás -lo atosigó Selina.
– ¿Oíste tú algo? -le pregunto Rinaldo a María, que subía por las escaleras.
– Ya te he dicho lo que oí -replico ella-. Hubo una pelea y la patrona la echó de casa -añadió. Luego, sin favorecer a ninguna de las dos, se metió en la habitación de Piero.
– Me atacó como si estuviera poseída -protestó Selina.
– Lo dudo -dijo Rinaldo-. Llevo muchos meses casado con Donna y la voy conociendo. Y te conozco desde hace muchos años, Selina, y sé que eres capaz de cualquier cosa para salirte con la tuya. Ya no soy el chico inocente de antes. Te lo dije cuando corte con nuestra relación, pero tú no quisiste escucharme.
– Piensa lo que te dé la gana sobre mi -repuso Selina con voz temblorosa-. Recházame si quieres. Puede que me lo merezca. Lo único que ahora importa es que Toni esté a salvo. Donna te lo ha quitado.
Rinaldo se dio cuenta de que Selina tenía razón: Donna se había llevado a Toni sin decirle a él ni una palabra. Por mucho que desconfiara de Selina, los hechos hablaban por sí solos. Sintió como si Donna le hubiera dado un puñetazo en el estómago.
Intentó expulsar el dolor, sofocarlo concentrándose en su rabia, que era como se había enfrentado siempre al dolor. Así había superado los peores momentos tras la muerte de su madre. Lo había ayudado a presentar una cara de indiferencia al mundo cuando su hermano se había ido de Italia y lo había rescatado del horror de su muerte. La rabia era buena, controlaba la debilidad, y a Rinaldo le aterrorizaba ser débil. Por eso, echó mano de la rabia una vez más.
Al principio le resultó sencillo. Donna no tenía derecho a desaparecer con el niño.
– Espérame abajo -le dijo a Selina. En ese momento, María salió de la habitación de Piero.
– Quiere hablar contigo -le dijo.
– Ahora no. Intenta tranquilizarlo y dile que volveré lo antes posible -fue a su dormitorio y llamó por teléfono a Gino Forselli, para describir el coche de Donna-. Probablemente vaya hacia el Norte, a pasar la frontera.
– Si sólo salió hace dos horas, aún no habrá llegado a la aduana -le aseguró Forselli-. Me encargaré de que no pase. ¿Quieres que la arrestemos?
– ¡No! -dijo Rinaldo explosivamente-. Simplemente no la pierdas de vista y tenme al corriente.
Colgó el auricular y se sentó en la cama, sorprendido de que el truco de la rabia le hubiera fallado. Estaba ahí, pero en vez de apagar el dolor, le producía una ingrata amargura. Donna lo había engañado, desafiado, burlado, pero todo eso no era nada en comparación con lo que más le dolía: lo había rechazado.