Capítulo 10

Todo era cálido y acogedor; todo un suave y agradable deslizarse hacia la nada.

Pero Donna no podía dar el último paso. Alguien se lo impedía. Alguien la estaba llamando, pidiéndole que regresara. Unos dedos poderosos le agarraban la mano, negándose a dejarla marchar.

– Donna, te necesito… Quédate conmigo, Donna… No podía ver su cara. Sólo sentía el firme abrazo de su mano, su voz susurrándole al oído.

– Te necesito, Donna. Te necesito.

Entonces abrió los ojos y descubrió que había vuelto a la vida. Estaba en la habitación de una clínica, rodeada de aparatos, con suero en el brazo. De pie, desde la pared, la miraba Rinaldo.

En cuanto vio que Donna despertaba, fue a la puerta y llamó a la enfermera, que acudió, muy sonriente.

– Así está mucho mejor. Nos has dado un buen susto.

– Mi bebé -susurró Donna.

– Tu bebé está bien. Lo hemos puesto en una incubadora por prevención, pero no le pasa nada. En realidad, estábamos más preocupados por ti. Han hecho falta tres transfusiones para que te estabilizaras.

– ¿Qué ha pasado?

– No podíamos frenar la hemorragia. Perdiste mucha sangre y te desmayaste.

Rinaldo se acercó a la cama. Tenía ojeras de no dormir, pero la espera ya había acabado y merecía la pena ver a Donna despierta.

– Siento como si hubiera estado muy lejos -comento esta.

– Lo has estado -respondió él con suavidad-. Durante dos días has permanecido en coma. Pensé que no lograrías recuperarte.

– Por poco -dijo Donna lentamente-. Era muy raro, como si todo estuviera dispuesto, pero en el último momento no pudiera marcharme. ¿Dos días?, ¿has estado aquí todo ese tiempo?

– Sí, claro que he estado aquí -respondió tras una pausa, lamentando no haberla acompañado desde el principio-. ¿Donde si no, estando mi mujer y mi hijo en peligro?

– Claro… ¿De verdad que Toni está bien? ¿Lo has visto?

– Varias veces. Está perfectamente. A pesar de las circunstancias en que nació, no parece que haya ningún problema con él.

– ¿Las circunstancias en que…? Ah, sí. Nació en el coche, ¿no? -recordó entonces que Rinaldo había preferido quedarse en el coche, en vez de acompañarla a la clínica. Se preguntó cuánto habría tenido que esperar la llegada de la grúa, pero se sintió demasiado cansada para preguntar.

Un repentino sentimiento de desolación la invadió.

Debería estar disfrutando un momento maravilloso un momento que tal vez los acercara el uno al otro. Pero recordar que la había dejado ir sola en la ambulancia había arruinado la magia de tan dichosa ocasión. ¿Cómo había sido tan estúpida de creer que las manos que la habían rescatado de la muerte habían sido las de Rinaldo? Volvió a cerrar los ojos pesadamente.

Rinaldo la miraba en silencio. Se sentía agotado.

Desde que dos días antes llegara al hospital, no había pegado ojo. No se había atrevido, para dar fuerzas a Donna constantemente. Había estado a su lado, animándola con todo su corazón para que siguiera viva, suplicándole, rogándole, ordenándole que se quedara con él.

Ahora se preguntaba de qué había servido todo. Ella no lo había reconocido y Rinaldo tenía la descorazonadora sospecha de que Donna había salido del coma en contra de su voluntad. ¿Qué la había mantenido con vida durante aquellas oscuras horas en las que había vagado por un valle de sombras?, ¿a quién había echado de menos?

Rinaldo sólo estaba seguro de una cosa: que no era él por quien había luchado Donna. Donna había luchado por amor a su hijo. Él podría haber regresado a Villa Mantini y nada habría cambiado.

Durante los siguientes días, Donna experimentó placer y angustia a partes iguales. Por primera vez, Donna había estrechado a su bebé entre sus brazos el día de Navidad. Había llegado a imaginarse que era Rinaldo quien entraba con bebé Toni y se lo entregaba, y que ambos compartían aquel momento inolvidable. Pero él se retiró mientras la enfermera le acercaba a Toni, y Donna fue consciente de que Rinaldo la estaba mirando desde la distancia.

Un segundo después había olvidado a Rinaldo y sólo tenía sentimientos para el niñito que tenía sobre el pecho. Nunca había visto a una criatura tan dulce ni tan bonita. Lo abrazó maternal mente y él se acopló entre sus senos como si aún fueran un solo cuerpo.

– ¿Lo ha visto Piero?

– Todavía no -respondió la enfermera.

– Tiene que verlo -dijo Donna, ilusionada.

La sentaron en una silla de ruedas y luego le colocaron a Toni entre los brazos. Rinaldo habría seguido manteniéndose alejado, pero Donna insistió en que fuera él quien empujara la silla por el pasillo, pues sabía que a Piero le gustaría verlos entrar así.

– Este es Toni -le dijo Donna al abuelo -. Un regalo de Navidad -añadió besándole la naricita a su bebé.

Piero y Donna se miraron conmovidos. Mientras tanto, Rinaldo los observaba sin decir nada. Donna sintió la misma pena hacia él que la que había sentido hacia su hermano. Ninguno de los dos podía disfrutar del bebé que había llenado su vida de alegría.

Permaneció en la clínica dos semanas más. Podía haber salido antes, pero se quedó unos días extra para estar con Piero, a quien ver al bebé lo revitalizaba más que cualquier medicina. Volvieron juntos a casa en un frío día de enero.

Donna se pasó las primeras noches en la habitación del bebé, cuidándolo. Cuando se despertaba, le daba de mamar y le cambiaba los pañales. Luego se quedaba a su lado, adorándolo como un avaro a un tesoro. Para ella, el pequeño Toni era más preciado que todo el oro del mundo.

– Deberías dormir más -le dijo Rinaldo una noche.

Estaba en el umbral del dormitorio, mientras ella alimentaba al bebé.

Donna miró a Rinaldo un momento, pero en seguida devolvió su atención al pequeño, que estaba muy concentrado en su tarea lactante.

– Duermo durante el día. Con dos enfermeras y María diciéndome que descanse y mimándome todo el rato, ¿qué otra cosa puedo hacer? -respondió Donna. Miró al pequeño y sonrió complacida-. ¿Verdad que se parece a Toni? Lo que le dije a Piero es verdad: él no nos ha abandonado del todo.

Dijo esto para consolar a Rinaldo, a quien la pérdida de su hermano le producía un gran vacío. Pero no pareció que el comentario le gustara.

– Hay algo que llevo tiempo queriéndote decir _ arrancó después de mirar a Donna de manera extraña-. Tengo que visitar algunas de las fábricas a las que no voy hace tiempo. Debería haberme ido antes.

– ¿Estarás fuera mucho tiempo?

– Puede que tres meses. Están en el Sur, en Calabria, y tendré que pasar varias semanas en cada una. Estaré de vuelta a mediados de abril aproximadamente.

Tres meses sin verlo, pensó Donna. Pero entonces Toni dio un pequeño eructo y ella rió gozosa, deleitándose con el calor de aquel cuerpecito.

– Estarás bien -prosiguió Rinaldo-. Como dices, hay tantas personas cuidando de ti que… no me necesitarás. «Claro que te necesito», pensó Donna. «Quiero que compartamos las primeras semanas de la vida de Toni. ¿Es que no te importa?»

– Estoy segura de que tu trabajo es muy importante -repuso, en cambio, con educación-. No te des prisa en volver.

Se fue a la mañana siguiente y a Donna le pareció que Rinaldo se alegraba de marcharse. Antes, se había asegurado de que anotara el número de su teléfono móvil.

– No te doy los números de las fábricas, porque no sabré dónde estaré en cada momento -Rinaldo vaciló-. Cuídate -añadió con voz ronca, justo antes de meterse en el coche.

Al principio lo echó de menos, pero el pequeño Toni absorbió toda su atención. Era imposible sentirse sola teniendo a ese niñito dependiendo de ella por completo.

Todo giraba alrededor del bebé. Todos los sirvientes lo adoraban y hasta los hombres se escabullían de su trabajo para echar «un pequeño vistazo».

Hablaba con Rinaldo casi todos los días y, generalmente, esperaba a que fuera él quien llamara. Sin embargo, nunca charlaban mucho tiempo. Donna le describía a Toni y le decía cómo crecía día a día o cómo había sonreído aquella mañana. Rinaldo respondía con educación y ambos se sentían aliviados cuando colgaban.

Pasó el frío de enero y febrero y ahora la lluvia reverdecía el jardín de Loretta, un año más.

Un día, al entrar en el salón, Donna encontró a María, que acababa de colgar el teléfono.

– Era la policía -anunció-. Han encontrado el coche de Rinaldo.

– ¿Quieres decir que ha tenido un accidente? -preguntó preocupada.

– No, que han encontrado el que le habían robado.

– No sabía que le hubieran robado un coche. Y eso que, ahora que lo pienso, el día que se fue no iba en el de siempre.

– El otro se lo robaron la noche en que nació Toni.

– Pero si él se quedó esperando a los mecánicos -Donna no entendía nada.

– No todo el tiempo. Llamó a la clínica y le dijeron que estabas enferma; así que dejó las llaves en el contacto para la gente del taller y fue haciendo autostop en una furgoneta. Cuando llamó al taller, le dijeron que nunca dieron con el coche. Alguien debía de haberlo robado. Y ahora lo han encontrado, aunque la policía dice que está en muy mal estado.

– ¿Rinaldo fue a la clínica? -preguntó Donna, que era lo único que había oído.

– ¿No lo sabías?

– Sé que estaba allí cuando desperté; pero… ¿fue a la clínica la misma noche?, ¿haciendo autostop?, ¿en una furgoneta?

– ¿Acaso piensas que te iba a dejar sola sabiendo que estabas enferma? Le llevé algo de ropa limpia para que se cambiase. Estuvo a tu lado día y noche.

– Pero, ¿por qué no me dijo que había estado conmigo desde el principio?

– Me parece que vosotros no os decís nunca nada la regañó María con amable desesperación-. Así que será mejor que empecéis a hablar claro, cuanto antes -y se marchó.

Con algo de ejercicio y una dieta equilibrada, Donna volvió a recuperar su línea habitual; de manera que decidió comprarse nuevos vestidos. Signora Racci se mostró encantada de atenderla, Donna pasó una mañana muy agradable dejando que le tomaran sus nuevas medidas.

– No creo que deba encargar nada más -dijo al final con un ligero sentimiento de culpabilidad.

– El signor Mantini no puso límite a tu cuenta -la tentó Elisa Racci.

– El signor Mantini puede haber cometido un grave error -sonrió Donna.

– Pero es lógico que quieras celebrar que hayas recuperado tu línea.

– En tal caso, veamos si conseguirnos que se arrepienta de no haber puesto límite a mí cuenta -decidió Donna.

Se sorprendía de lo que había cambiado. Tiempo atrás no habría pensado jamás en gastar tanto dinero en sí misma; pero el nacimiento de su hijo y el calor de los sirvientes que la rodeaban y agasajaban le habían dado confianza. En Italia, una madre tenía que demostrar finura y buen gusto, y más si el bebé era un niño.

Sólo necesitaba que Rinaldo volviera para terminar de afianzarse en todos los sentidos. Ya se sentía segura como madre de un hijo y como patrona de una villa; pero aún le quedaba sentirse segura como mujer, con su hombre.

Su hombre: lo había llamado así instintivamente, aunque él no le pertenecía. Sin embargo, de acuerdo con lo que María le había dicho, Donna confiaba en ganárselo para sí si luchaba por él. Dejó la tienda después de hacer muchos pedidos y se llevó puesto un nuevo vestido rojo, color que le sentaba a ella mejor que a Selina.

En esa ocasión, había prescindido de Enrico y había tomado un taxi a la ida. El tiempo aún era agradable para pasear, así que caminó hasta las escaleras españolas, que parecían desnudas sin los turistas que normalmente la atestaban. Y de ahí siguió hasta Via Véneto, donde tomaría un café antes de volver a casa.

Encontró la terraza en la que había visto a Selina salir de una ti en da con una bolsa negra. ¿Qué sería de su vida, ahora que Rinaldo no estaba?

No pudo resistir la tentación y, después de asegurarse de que tenía unas fotos de Toni en el bolso, la excusa perfecta, decidió hacerle una visita.

¿Por qué no iba a pasarse por su casa para anunciarle que le declaraba la guerra? Se levantó, cruzó la calle y llegó al bloque en el que Selina vivía; en un tercero, a juzgar por los nombres que había junto a los botones del telefonillo.

Subió en ascensor y llamó a la puerta. Una asistenta vestida de uniforme abrió.

– Soy la signora Mantini -se presentó-. ¿Está Selina?

– No, signora. Lleva fuera varias semanas.

– Ah… ¿Y sabe adónde ha ido?

– No me lo dijo con exactitud. Sólo sé que iba al Sur y que no se quedaría en un sitio concreto.

– ¿Sabe cuándo… regresará? -preguntó, sospechando ya de tanta coincidencia con el viaje de Rinaldo.

– Me dijo que a mediados de abril.

– Gracias -respondió Donna.

Salió del edificio confundida. Rinaldo y Selina estaban de viaje al mismo tiempo, los dos sin alojamiento fijo, los dos de vuelta a mediados de abril. Se sintió estúpida por no haber imaginado que algo así podría estar sucediendo. De golpe, y por mucho que deseó que se tratara de un cúmulo de coincidencias, Donna había perdido toda su confianza en recuperar a Rinaldo.

Volvió un día al anochecer, sin anunciar a nadie su regreso. Entró en la casa y en el jardín de Loretta sin ser visto y allí encontró a Donna, junto a la fuente, con la cuna del bebé a su lado. Estaba mirando hacia la cuna totalmente embelesada. Rinaldo no podía ver al niño por completo, pero sí una manita que se movía juguetonamente en el aire. Donna sonrió, agarró la manita y besó cada uno de sus dedos. La cara le brillaba de felicidad.

Rinaldo ya la había visto con el bebé antes del viaje, pero nunca había apreciado tanto amor en el semblante de Donna. Delante de él, ella siempre se había refrenado en sus mimos a Toni; pero ahora la había sorprendido llenándole de caricias y sonrisas. Madre e hijo existían en un plano distinto de la realidad en el que sólo el amor tenía cabida. Rinaldo sintió un dolor en el corazón que no le resultó desconocido.

Con nueve años, al volver un día del colegio, se había encontrado a su madre acunando a su hermano, recién nacido, mirándolo con una adoración que Rinaldo creía reservada para él.

Toda la vida había crecido sabiendo que era el cielito de Loretta, desplazando hasta a su padre en el corazón de ésta. Eso lo había hecho sentirse como un rey. Pero, de pronto, se había visto desplazado por su hermanito, el cual, con su indefensión, se había ganado la devoción de su madre.

Por supuesto, Loretta no había dejado de querer a Rinaldo; había seguido escuchándolo cuando éste quería contarle algo, interesándose por sus problemas, sintiéndose enormemente orgullosa de su hijo mayor. Pero todo había cambiado, pues el mundo ya no giraba alrededor de Rinaldo, el cual había perdido su privilegiada e indiscutible posición en el corazón de Loretta.

Todavía recordaba cómo había acabado aquel momento. Su madre lo había mirado y, sonriendo, le había dicho: «Ven a ver a Toni. ¿Verdad que es bonito?». Y mientras él se acercaba a ellos, Loretta había mecido a Toni entre sus brazos.

Siempre podría conseguir el aprecio de los demás siendo un buen hermano, había pensado Rinaldo; pero lo cierto es que Toni había poseído desde el principio un encanto y una sonrisa que había derretido los corazones de todos cuantos lo rodeaban. Incluso Rinaldo había sentido en seguida debilidad por su hermano y, desde muy pequeño, lo había defendido siempre que Toni se metía en algún lío, lo cual sucedía con frecuencia.

En su lecho de muerte, Loretta le había susurrado que cuidara de Toni y lo protegiera, y él le había prometido que lo haría.

Rinaldo había querido mucho a Toni y había intentado protegerlo, aunque en el último momento le hubiera fallado. Con todo, detrás de aquel afecto fraternal, siempre había subyacido un cierto resentimiento, pues Toni le había privado del amor que él siempre había querido tener. Rinaldo había pensado que aquello formaba parte del pasado. Hasta ese momento.

Claro que ahora era diferente. Donna no tardaría en advertir su presencia, le diría lo mucho que lo había echado de menos y lo alegre que estaba de que ya hubiera vuelto…

Entonces, Donna elevó la vista y, aunque en un principio pareció que fuera a acercarse a Rinaldo, feliz por tenerlo de nuevo junto a ella, una sombra de recelo empañó su alegría.

– Ven a ver a Toni. ¿Verdad que es bonito?

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