Capítulo 9. LAUREN

Estoy escondida detrás del cajón de cartón lleno de calcetines que hay en el armario de Ed. Llamé diciendo que estaba enferma, cogí el puente aéreo de Delta a La Guardia, y me fui en taxi al estupendo apartamento de dos habitaciones que Ed tiene en el Upper East Side. Chuck Spring volvió a darme la tabarra ayer por no escribir con un estilo lo suficientemente «latino», y en vez de arriesgarme a darle una patada en la boca, decidí tomarme un tiempo libre y husmear por ahí. Entré con mi llave. No me espera hasta el fin de semana que viene.

Hace unos minutos he registrado los cajones y bolsillos en busca de pruebas. He encontrado una caja grande de condones azules y faltan seis, y una pinza del pelo que no es mía. Ed no es de los que usan condón; la pinza podría ser suya.

Acaba de entrar por la puerta y no está solo. Espío por una rendija de la puerta del armario y la veo caminar sobre tacones vulgares, sandalias de plástico blanco de tacón alto. Fuera hace un frío glacial. Deduzco que debe de estar loca. También lleva una minifalda de punto rosa con triangulitos blancos y medias color carne. Le veo la cara de refilón. Parece tan joven como la voz que había en el contestador, pero tiene la piel más oscura de lo que esperaba. Por algún motivo su voz de niña bien no me sonaba a la de una puta callejera de Juárez, con los labios resquebrajados pintados de naranja y una fosca permanente en el pelo. Su último mensaje confirmaba su cita de esta noche para cenar.

– Cocinaré para ti -decía, ida y orgásmica-, en tu casa.

Soy una psicópata, claro. Pero tengo motivos. Necesito toser. Maldita sea. Aguanta, Lauren, aguanta. Trago, cierro los ojos, me concentro en otra cosa. Ya pasa. Abro los ojos justo cuando Ed le palmea el trasero. Se quita el blazer azul marino con botones de ancla dorados y se lo da a ella, riéndose. Oh, oh. Me paralizo. ¿Abrirá el armario? Susurro como si fuera un mantra:

– Por favor no, por favor no.

Y funciona. Suelta la chaqueta en una silla.

Oigo a Ed hacer un pis sorprendentemente largo con la puerta del baño abierta. Lola empieza a abrir armarios buscando ollas y sartenes. Ed tira de la cadena, sale silbando. Se para ante el armario y se estira, eructa, se va al salón. De hecho, cocina y salón forman parte de la misma habitación, delimitados tan sólo por los azulejos y la alfombra. Ed se desploma en un sillón de cuero, uno de esos de masaje, y pone la CNN en la tele. Vuelve a eructar. Es encantador. Hablan en pausado español mexicano mientras ella corta una cebolla con precisión y rapidez. Intento oír lo que dicen, pero las cañerías que pasan junto a mí han empezado a rugir. Edificio antiguo, calefacción de vapor. Me aclaro un poco la garganta confiando en que nadie me oiga. En un momento me llega el olor de aceite caliente y cebolla frita con chile en polvo, frijoles y carne. Se oye un anuncio del partido de los Cowboys y, como era de esperar, Ed sube el volumen, se levanta de un salto y alza un brazo a lo John Travolta en Saturday Night Fever. He visto ese gesto muchas veces; hace como si golpeara el suelo con un balón de fútbol americano, su pequeño touchdown personal.

– ¡Aja! -grita sacudiendo el trasero.

Lola no levanta la vista. Ed parece desilusionado por que no haya reparado en su proeza. Se encoge de hombros, se sienta y se ríe solo de un anuncio de cerveza con unos tíos haciendo estupideces. Me echo hacia delante y guiño un ojo en la rendija para ver a Lola delante del fuego removiendo la comida con tanto ímpetu que se le mueve el firme culazo. Una vez, cuando la madre de Ed me preguntó si sabía guisar los platos favoritos de «mi'jo», bromeé diciéndole que sabía hacer «la tostada con mantequilla perfecta, eso cuando no trabajo». Frunció el ceño, le dijo algo al oído a Ed, y salió de la habitación.

Me pica todo y tengo que hacer pis cuando Lola llama por fin a Ed a la mesa. Oigo ruidos, sillas desplazándose, Ed silbando la sintonía del programa de O'Reilly. Tengo un pie dormido. Estoy sofocadísima. Oigo cubiertos raspando los platos. Ed abre otra lata de cerveza. Y otra más.

– Delicioso -dice Ed-. Eres una gran cocinera, Chula, así como mi madre…

Oh, oh.

Si aparezco ahora, va a decir que sólo son amigos. Tengo que esperar.

Me encojo y espero hasta que Lola ha lavado los platos, los ha secado con un paño, los ha recogido y le ha dado un masaje en los hombros a Ed mientras él se hurga los dientes con el dedo. Finalmente, oigo el húmedo chasquido de un beso. Él muge como un toro enfermo, ella se ríe como un pollo. Le dice que es guapísima. Lola le llama «guapo», ahora sé que está loca.

Ed puede ser muchas cosas, pero guapo no es una de ellas.

Las voces retroceden hasta el dormitorio. Es sorprendente cuántas mujeres quieren acostarse con este mexicano feo y grande. Podría abalanzarme ahora, darle una patada en el culo. Pero quiero pillarle en plena faena. Le daré un minuto o dos, más allá de eso habrá terminado. Estúpido armario, huele como un almacén. Guarda los trajes en el dormitorio, la ropa de sport aquí. En el caso de Ed, eso son pantalones khakis, mocasines, botas camperas y gorras de los Dallas Cowboys que no quiere tirar por superstición.

¿Guapo? Quizá, si entornas un poco los ojos. Es casi guapo, que es peor que feo de remate, porque puede engañar con su buen tipo y el guardarropa. Es cabezón, creo que lo he mencionado un par de veces, y tiene la cara cubierta de cráteres de acné mal curado. Tiene los lóbulos de las orejas protuberantes, algo que pasa desapercibido inicialmente, pero que cuando reparas en ello no puedes dejar de mirar. Tiene la nariz torcida y ancha, y un ojo más caído que el otro, como un San Bernardo abandonado. Pero es alto -ya saben lo que cuenta eso en el caso de un hombre-, y tiene una dentadura preciosa y una bonita sonrisa. Su cuerpo es casi espectacular, fruto del squash y el sushi, pero tiene papada. No me preguntes por qué; no encuentro otra explicación que la predisposición genética. Fuma de vez en cuando, pero nunca lo notas porque siempre lleva chicle en el maletín. Con un tipo así, puedes escoger la botella medio llena o la medio vacía. Tú decides.

Empiezo a moverme, lo más clandestinamente que puedo, con las articulaciones doloridas y heladas, y la vejiga a reventar. Un par de pantalones me golpean la cabeza, bien bien almidonados. Los aparto de un manotazo; tiene unos veinte pares, todos planchados con raya. Viste como si hubiera crecido yendo a clubes de campo, en vez de a rodeos mexicanos. Al salir de trabajar los viernes, se pone cómodo y sale a tomar unas copas con «los chicos» (todos blancos) en los bares del UpperWest Side. Me dijo que le habían preguntado si era camboyano, paquistaní, o algo así. Nunca le han preguntado si es mexicano, ¿sabes? Cuando lo contó le miraron como quien ve pasar a Elvis desnudo montado en una cabra.

Cuando le conocí, era funcionario de información del alcalde de Boston; yo era una corresponsal novata que cubría el ayuntamiento. Andaba detrás de otros hombres, pero había perdido toda la fe. Él fue el primer latino que conocí capaz de distinguir de un vistazo a una mujer de una drag queen. La mayoría no pueden. Ven a algo ambiguo con nuez, piernas afeitadas, falda ajustada, peluca rubia y larga, labios rojos y grandes y tetas postizas, y se atropellan unos a otros, poniendo boca de beso y tarareando: Ay, Mami. Ven aquí, preciosa, bella, mujer de mi vida, te amo, te adoro, te quiero para siempre. Cerebros de mosquito.

Ed no era así. Fue el primer latino que conocí moderado y profesional, el primero que no se quejaba todo el rato de la opresión y el imperialismo. Fue el primer chicano que conocí sin ningún interés en lowriders o en murales de graffiti. Jugaba al golf, y se movía entre los blancos como ellos. Usaba la palabra «absolutamente» a todas horas, marcando cada sílaba, y movía la cabeza mostrando preocupación. Irradiaba tanto estilo y puro poder que me deslumBró. Ed es exactamente el tipo de hombre estable con el que me gustaría tener hijos. Parecía de los que nunca deja la manguera pudrirse al sol, como hacía papá. Un caballero ordenado. Así que qué importaba que no me atrajera lo más mínimo sexualmente. Pocos matrimonios conozco que tengan buenas relaciones sexuales.

Me arrastro fuera del armario y veo unos Tupperware amontonados sobre el mostrador con etiquetas amarillas: lunes, martes, miércoles, jueves. La hermana de Ed, María, viene los fines de semana a lavar la ropa y cocinarle. Es diseñadora gráfica, pero lo hace como si fuera su obligación. Deja enchiladas de pollo, menudo, tamales, frijoles y arroz rojo para cada comida, y se va sin sonreír. Tenía una oferta de trabajo mejor en Chicago, pero se quedó en Nueva York para estar cerca de su hermano. ¿Cuántos años cree que tiene? ¿Seis? Le pregunté a él, y me contó que fueron criados en un ambiente pobre y tradicional por una madre soltera mexicana que no tuvo reparos en usar el cinturón con ellos, por lo que María y él llegaron a estar muy «unidos». María me mira de arriba abajo y evita hablar cuando intento darle conversación, sólo porque soy la novia de su hermano. Eso es muy raro. No estoy segura de querer saber cómo de unidos llegaron a estar, ¿vale? Le cocina. Le lava los calzoncillos de Calvin Klein. Le plancha los calcetines.

Me acerco de puntillas a la puerta entreabierta del dormitorio, pasando sobre el sucio sostén amarillo de Lola. Es tan barato y vulgar como los zapatos de plástico. Oigo los muelles de la cama Ethan Alien chirriar. Se me hiela la sangre y no puedo ni respirar bien. Paro, escucho durante un buen minuto y trato de recordar por qué amo a este hombre.

Se declaró en Nochevieja, en un elegante hotel del centro de San Antonio, mientras su madre lagrimeaba en la servilleta, con servilletero navideño incluido. Fue una gran velada, con champán, cena y baile, y su familia al completo. Lo convirtió en todo un acontecimiento, arrodillándose y ofreciéndome ese anillo barato con tal dramatismo, que todo el mundo dejó lo que estaba haciendo y se puso a aplaudir, un puñado de absolutos desconocidos, todos texanos cabezones. Fui feliz durante una hora, mientras bailamos con un malísimo grupo tipo Huey Lewis, soplamos matasuegras y nos llenamos el pelo de confeti. Entonces fuimos a nuestra habitación para consumar el compromiso, por decirlo de alguna forma. A partir de ahí cambió. Se volvió brusco y empezó a hablar en español, algo que no suele hacer.

– ¿Eres mi puta? -mascullaba con la mirada ida-. ¿Eres mi puta? ¿Eres mi pequeña prostituta abierta sólo para mí? ¿Eres mi zorra?

Cuando le pregunté después, se disculpó y dijo que su primera experiencia sexual lo había marcado para siempre. Ocurrió en un pueblecito cerca de la frontera mexicana. Sus tíos le llevaron a una casa de putas para convertirle en un hombre cuando tenía trece años. Bebieron tequila y se fue a una habitación pestilente de color rosa con una prostituta embarazada. Cuando salió, sus tíos le dieron una palmada en la espalda y un fajo de dinero en una caja de zapatos. Se arrejuntaron en el Crown Victoria del tío Chuy y cantaron corridos hasta llegar a San Antonio. Como ya he dicho, debería habérmelo imaginado entonces. Pero decidí ver la botella, bien, ya sabes, medio llena. Lo que no sabía es que estaba medio llena, pero de bilis.

No me choca, pues, que jadee los mismos insultos a la señorita Lola cuando reúno el valor suficiente como para plantarme en el umbral del dormitorio.

– ¿Eres mi puta, mi putita estúpida, abierta sólo para mí?

Sólo que ella dice:

– Sí. Sí, papi, soy tu putita estúpida, dámelo duro papi, dámelo duro, así de duro, chíngame, si quieres, métemela por detrás. Con ganas, mi amor, rómpeme.

Él agita su peludo culo arriba y abajo, los pantalones como un acordeón por las rodillas, la hebilla del cinturón sonando al golpear. Todavía lleva la camisa blanca almidonada y la corbata. De Lola sólo veo unos pies pequeños con las uñas color rosa sucio, embutidos todavía en las sandalias, sacudiéndose cerca de las orejas de él. Rómpeme, repite. Rómpeme.

El tiempo transcurre despacio. Me veo empuñar el recipiente metálico donde guarda los gemelos relucientes y los alfileres de corbata, incluidos los nuevos con la bandera americana, y lanzarlo contra ese enorme culo. Le da en todo el centro. Gruñe como el perro que es. Oigo a Lola gritar, pero de lejos, un eco agudo. Cojo otras cosas de su armario, escritorio y estantes. Marcos de fotos, botes de colonia, libros, un teclado de ordenador, un par de tijeras, un pisapapeles de Snoopy golfista, un teléfono en forma de balón de fútbol, y les lanzo lo que puedo.

Ed coloca a Lola delante de él como un escudo. Durante un instante, tiene cara de pánico, rojo, sudado y feo. Boca abierta, dientes descubiertos. Gruñe. Veo el perfecto cuerpecito oscuro de ella despatarrado, tratando de incorporarse. Grita, se libera y va trotando al baño con esos ridículos zapatos. Parece pequeña, perfecta, asustada… y joven. No puede tener más de dieciocho. ¿Dónde ha conocido a una mujer así?

– No es lo que piensas -dice Ed, sustituyendo el miedo por un gesto encantador, manos vueltas hacia arriba delante de su cuerpo.

Viene hacia mí arrastrando los pies, con los pantalones alrededor de sus tobillos como cadenas de preso.

– ¡Bastardo! -le grito.

Le ataco con puños, rodillas y pies.

– ¡Eres un hijo de puta! ¡Cómo te atreves! ¡Cómo has podido!

Me agarra por las muñecas.

– Para -dice-, estás sangrando. Vamos a ver ese corte antes de que se te infecte.

Protector, da un chasquido con la lengua como si yo fuera una niña que acaba de romper el bote de las galletas.

– No me toques -protesto-. Tú eres la infección.

– No seas ridicula, Lauren. Sabes que te quiero. Tenía que desahogarme. Los hombres somos así. Mejor ahora que después de la boda, ¿no?

– ¡Dios mío! -le araño los ojos y le escupo en la cara-. ¡Te odio!

Retrocede y veo el preservativo azul colgando pringoso en la punta de la erección perdida. Huelo en su piel el perfume barato de la chica, su juvenil sudor de almizcle. Me dice:

– Sabes que te quiero. Tranquilízate. Respira hondo. Hablemos.

– ¿Estás loco? En tu baño hay una jovencita…

– ¿Ella? Bah. No significa nada para mí. -Se sube los pantalones y se encoge de hombros-. Es a ti a quien quiero.

Le miro con la boca abierta. Casi contesto, pero me lo pienso mejor. Me doy la vuelta para irme.

– Espera, cielo -llama, siguiéndome-. ¿Qué pasa con San Valentín en el lago Tahoe? ¿Vendrás? Hablemos.

Abro la puerta de la calle.

– El viaje de esquí con mis compañeros y sus novias. ¡Ese viaje me ha costado una fortuna! ¡Ya no puedo cancelarlo!

Le miro por última vez.

– Lleva a Lola.

Doy un portazo, y me abalanzo por las escaleras hasta la calle. Iba a tirarle el anillo, pero he pensado que igual puedo empeñarlo y comprarme algo útil, como un boli. Querría matarme. Paro en la tienda coreana de la esquina y compro una bolsa de Cheetos picantes, una caja de donuts, tres tabletas de chocolate y una lata de Pringles, y paro un taxi. Me como hasta la última miga salada y dulce camino del aeropuerto.

Después de alcanzar la altitud de crucero, me encierro en el baño del avión y me meto los dedos en la garganta sobre el retrete metálico. Cuando salgo, le pido a la azafata vino blanco frío. Cuando el avión aterriza en Boston, ha empezado a atardecer y me siento «fatanomenal».

Llamo a Usnavys desde una cabina del aeropuerto, y le cuento lo ocurrido. Me cuenta que su médico le ha dado plantón.

– Los hombres son unos chupones, mi'ja -dice.

– Bingo. (Hipo.) «Chupombres.»

– ¿Has bebido?

– (Hipo.) ¿Quién, yo? No. ¿Por qué me lo preguntas? (Hipo.)

– Me alegro de que no tengas coche, mi'ja. Voy a buscarte. No debes estar sola ahora mismo. Vamos a divertirnos.

Usnavys me lleva a un verdadero antro de barrio cerca de Dudley Square. Los lugares donde creció están por aquí, entre edificios medio derruidos y bodegas de toldos amarillos. El pincha pone «ambos» tipos de música, salsa y merengue, para atraerlos a todos: puertorriqueños y dominicanos. Usnavys habla. Yo bebo. Hablo. Ella bebe sorbitos de vino blanco.

Estoy enfadada. Ya lo creo. Las dos lo estamos. Enfadadas y defraudadas. Hablamos de nuestras situaciones respectivas y nos damos consejos. El mío: dale una oportunidad a Juan y deja de preocuparte por el coche o los zapatos que lleva. El suyo: date tiempo, espera a que aparezca un buen hombre, y asegúrate que tenga mucha pasta.

– Bah -digo, sumergiéndome en el tercer vaso de Long Island Iced Tea-. ¿Sabes lo que voy a hacer?

– ¿Qué?

Miro a mi alrededor en ese vertedero, veo dominicanos de mandíbulas cuadradas, afros cortos, bocas enormes y ropa holgada de diseño. Mueven las caderas de forma antinatural al bailar. Se mojan los labios constantemente, siempre igual. Veo uno más guapo que el resto. Mandíbula fuerte, pestañas largas, labios carnosos, nariz perfecta, hombros anchos y atuendo con buen gusto. Podría ser modelo de Ralph Lauren. ¿Saben a quién se parece? Al presentador de «Soul Train», la estrella negra de la televisión. Tiene una mirada inteligente. ¿Por qué me sorprende? Quiero oír su historia. Probar su sal.

Levanto mi vaso hacia él.

– Navi -mascullo-. Yo, querida, voy a irme a casa con ese tipo.

– ¿Cuál?

– El guapetón con camisa de cuadros verde y chaqueta de cuero de la Warner Brothers.

Lo mira y sacude la cabeza.

– Ay, mi'ja -dice, arrugando la nariz. Mueve la mano delante de su nariz como si oliera mal-. Ése no vale la pena.

– A mí me sirve hoy.

– Ay, Dios mío. Tas loca. ¿Sabes qué? Tas muy bca, mi'ja.

Coloca su mano sobre el vaso que el camarero acaba de ponerme delante.

– Ya has bebido bastante. Ya sé que estás dolida, mi'ja, pero vamonos a casa, ¿vale? No seas tonta. Conozco a ese tipo. No es bueno.

– Claro que es bueno. No hay más que verlo. -Aparto su mano y me bebo la copa de un trago, limpiándome la boca con el dorso de la mano cuando termino-. En serio. Es guapísimo. Parece un revolucionario, un guerrillero.

Se da cuenta de que le estoy mirando y me sonríe. Es como cuando a los dibujos animados les brilla la dentadura: ¡ping! El corazón se me sale del pecho.

– Es un narcotraficante, como dijo Rebecca. Confía en tus temerarias. Tienes que dejar de caer en las redes de tíos así.

No veo por ninguna parte el parecido entre este joven y atractivo dominicano, y el estirado putero de Ed. Así que me pongo a la defensiva.

– Ah, y supongo que tu sobrio doctor es mejor.

Un golpe bajo, le duele.

– Lo siento -digo rápidamente-. No quería decir eso. Es que lo quiero. ¡Lo quiero! -Golpeo la mesa con el puño-. Lo que Lauren quiere, Lauren lo consigue, waa, waa.

– Ya basta -dice retirando mi copa-. Suficiente.

– Está caliente. Míralo. Está ardiendo.

Usnavys hace una mueca como si le hubieran pedido que se comiera un huevo podrido. Bucea en su resplandeciente bolso negro buscando la polvera de Bobbi Brown.

– Me parece que no, mi'ja. Puedes aspirar a algo mejor. Ten paciencia.

– No quiero algo mejor. Tenía algo mejor, ¿recuerdas? Algo mejor está jodiendo ahora mismo a una niña en tanga. Algo mejor te ha plantado esta noche. Algo mejor no tiene por qué ser mejor, ¿ves adonde voy a parar?

Usnavys se empolva la nariz, el dedo meñique estirado. Se ríe estruendosamente para asegurarse de que alguien, quien sea, cree que se lo está pasando en grande, aunque no sea así. Miro al guaperas otra vez y veo dos cositas jóvenes mariposeando a su alrededor. Tienen el pecho plano y coletas. Adolescentes. Más adolescentes. Me dan ganas de acercarme y aplastarlas, hasta que me doy cuenta de que pasa de ellas. Sigue mirando hacia donde estamos.

Le quito el vaso a Usnavys y lo vacío en dos rápidos tragos antes de que me lo arrebate. Y, sólo por molestarla, me bebo su vino también. Sintiéndome invencible, me bajo del taburete y voy hacia él dando tumbos. Usnavys pone los ojos en blanco y no intenta detenerme. Me conoce lo suficiente como para saber que ya no hay vuelta atrás.

Está con otros jóvenes. Bromean hablando muy rápido en un español con argot. La mayoría lleva pendientes de aro de oro. Cojo algunas palabras aquí y allá. Finjo ir a otro sitio, pero le sonrío al pasar. Me dice hola en inglés, o más bien, «hohla», y sonríe. Sus amigos me miran y se dispersan haciéndome sentir incómoda. Supongo que no ven mucha gente como yo por aquí. No llevo el uniforme que llevan las demás, que consiste en minivestidos ajustados de mal gusto, o pantalones pitillo con taconazos. De repente, me siento muy cohibida. Llevo pantalones anchotes de lana de Gap, de cuadros, y un suéter de cuello vuelto marrón a juego. Ah, y gafas. No estoy precisamente sexy. El pelo lo llevo recogido, porque después del día que he tenido no tenía fuerzas para secármelo. Mi maquillaje también es distinto. Ellas llevan los labios muy pintados y poco maquillaje en los ojos. Yo apenas llevo brillo en los labios y he marcado más los ojos.

– Lauren Fernández, su casa es tu casa, Boston -dice el guaperas, dando saltitos como un niño feliz.

Ah, claro. Los carteles. Me reconoce por los estúpidos carteles.

– Eres más clara -dice-. En los anuncios pareces más morena.

Habla en serio.

No sé muy bien qué hacer. Todos sus amigos me dan la espalda, no estoy segura de por qué. El guaperas me mira fijamente a los ojos mojándose los labios, tal y como había imaginado, cruza las manos delante de su entrepierna y se apoya en la barra.

– ¿Tienes número? -pregunta yendo directo al grano.

Habla un inglés con una mezcla de acento español y acento callejero de Boston. Recuerdo lo gorda, tonta y poco atractiva que soy, y me vuelvo para ver si su pregunta va dirigida a alguien más delgada, más guapa o mejor vestida. No. Me habla a moi.

¿Es así de fácil de verdad? ¿Es así su mundo? Ni un prolegómeno, nada sobre su graduación o su cartera de inversiones. El local da vueltas. La sangre se agolpa en mi pelvis. Me siento caliente y sudada y gorda y fea y tonta y engañada y triste y curiosa, todo a la vez. ¿Puede un hombre así de guapo interesarse de verdad en alguien como yo? Ya he bajado hasta la talla treinta y ocho, estoy segura, pero aún no he llegado a la treinta y seis.

– Sí -digo.

Saca un boli y un pequeño libro de direcciones del bolsillo de su chaqueta y lo abre por la F de Fernández. Le doy el número.

– Tan bonita -me dice en su extraño inglés-. Tan bonita, nena. Te quiero.

¿Me quiere? Miro hacia Usnavys. Está observándome, tapándose los ojos como quien ve un terrible accidente de coche. Con curiosidad, pero sin querer ver lo que va a pasar.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunto.

– Jesús -dice.

Sus amigos se ríen. No sé por qué. Entonces dice:

– Jesús, no. Tito. Sí. Tito Rojas.

Sus amigos vuelven a reírse. Añade:

– No, Amaury.

Ni una risa.

– ¿De dónde eres?

– De Santo Domingo.

– ¿A qué te dedicas?

– Limpieza.

Eso es bastante noble.

– Llámame -le digo.

El suelo se mueve bajo mis pies y tengo que agarrarme a su brazo para no caerme. Estoy borracha. Le señalo y digo:

– Esta noche -digo mientras me alejo gritando-: Llámame esta noche. Yo también te quiero.

Los amigos levantan las cejas y Amaury parece avergonzado. Vuelvo donde Usnavys y le digo:

– ¿Ves? No es narcotraficante, como dijiste. Es un hombre de la limpieza. Limpieza.

Le saco la lengua.

– ¿Se llama Amaury? -pregunta la listilla.

Asiento.

– ¿Es de Santo Domingo?

Asiento de nuevo.

– ¿Te ha hablado de sus hijos?

Deniego con la cabeza. No sé si está de broma. Se ríe en voz alta.

– Ay, mi'ja. Tienes mucho que aprender sobre los latinos.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Na. Olvídalo.

– ¿Crees que no soy latina? ¿Por qué? ¿Porque soy clara? ¿Crees que hay que haber crecido en los suburbios para ser latina?

– No, lo eres, técnicamente. Pero tu parte blanca, sin embargo, te da bastantes problemas. Chica, me vuelves loca.

– Mi parte latina es blanca, ¿recuerdas? Somos de todos los colores.

– No empieces a redactar uno de tus artículos ahora, ¿vale?

Finge un bostezo de aburrimiento.

– No estoy de humor. Además, ya sabes lo que quiero decir.

– Cállate.

– Como quieras, mi'ja.

No pienso ni tocar el tema, no esta noche.

– Va a llamarme esta noche -presumo-. Cuando llegue a casa. Le deseo. Después del día de hoy, chica, me lo merezco. Saborearlo, comérmelo, vomitarlo. Eso es lo que hacen ellos, y eso es lo que voy a hacer a partir de ahora.

Usnavys se encoge de hombros.

– Entonces no puedo detenerte -dice-. Sólo te digo, mi’ja, que tengas cuidado. Quiero decir mucho cuidado. Conozco a su familia desde hace tiempo. Y no ha tocado una fregona en su vida, ¿vale, sucia? Créeme. Ese tipo no sirve pa'ná.

Para nada, ¿eh?

Suena a mi pareja ideal.


Amaury llama cuando llego a casa, tal y como dijo que haría. Me pide la dirección. Contra mi sentido común, se la doy.

– Yo en quince minutos -dice asesinando el inglés-. Prepárate a mí, nena.

Cuelgo y me siento, aturdida, en el sofá de flores de Bauer, el que compré en oportunidades en los bajos de Jordán Marsh. Miro el montón de fotos destrozadas que hay en la mesa de cristal. Las he roto todas, hasta la última reliquia de Ed. ¿La que nos hicimos en la entrada de la exposición de Botero en Manhattan el año pasado? ¡Destrozada! ¿Esquiando juntos en New Hampshire? ¡En pedazos! ¿Ed con gorro de chef sonriendo sobre una fuente de lasaña quemada con sabor a jabón, su único esfuerzo por cocinar para alguien? Ras, ras. Mi disco compacto de Ana Gabriel languidece. Yo languidezco también hasta que mi octogenario vecino de arriba da bastonazos en el suelo.

Me comí dos tarrinas de helado mientras rompía las fotos, vomité, tomé un poco más, me bebí un par de cervezas, vomité de nuevo, y volví a beber. Y lloré. Como una idiota. Quiero decir, ¿por qué llorar si te has librado de un feo e ignorante texicano como Ed antes de que te atrape? Por la misma razón por la que los exiliados cubanos hablan de Cuba todo el rato. La Cuba que dejaron atrás ya no existe. Lloras por el sueño perdido, no por el lugar verdadero, o por una persona determinada. La pérdida de la persona que creías que era, no la que es. Papá Noel no existe. Ya no hay un futuro con un Ed que enseñe a nuestro hijo a recoger la manguera.

¿Quince minutos? Hundo los dedos de los pies en la alfombra azul de pelo largo, le pongo boquita de beso a mi gata, Fatso, que duerme en el enorme ventanuco en forma de media luna. Como me ignora, la beso aún más fuerte. Beso, beso, beso, beso. Hasta que la despierto. Bosteza enseñando los colmillos y levanta su enorme corpachón redondo. Se estira, se deja caer y me lanza las patitas. Está gorda por mi culpa, por supuesto. Yo soy quien le pone cuatro latas de Fancy Feast al día. Así le demuestro mi amor. Ella me demuestra el suyo frotándose contra mis espinillas dejando restos de pelo blanco a su paso. La rasco detrás de las orejas hasta que ronronea.

– Vale, grandota.

Cojo la caja de pienso de salmón de la mesa auxiliar y la abro; el sonido hace que se ponga a dar vueltas maullando desesperada. El gato de Pavlov. Le lanzo unos granitos. Los atrapa como puede, para ser gato es lenta de reflejos, se los come con gusto, ronroneando y mascando a la vez.

– ¿En qué nos hemos metido ahora?

Me pongo en pie, me tambaleo, y me doy cuenta -de nuevo- de que no estoy sobria. Sigo borracha. Me agarro a la barandilla blanca de la escalera y bajo con cuidado al piso del apartamento donde están cocina, comedor y baño.

Este apartamento mola. Techos altos, moderno. Al menos tengo esto, aunque sea gorda, fea y no tenga novio.

Es diáfano y tiene un montón de luz, muy artístico. Es el mejor sitio en el que he vivido. Usnavys hizo que me mudara aquí, mira por dónde. Pensé que no podría permitírmelo. Y ella:

– Mi'ja, basta de ser tacaña y tener mentalidad de pobre. Ahora puedes permitírtelo. Problemas. Problemas.

Tenía razón. Todavía no me he acostumbrado a tener dinero. Mucho dinero. Recuerdo demasiados días en que papi me daba dinero para el almuerzo sacándolo de su bolsillo arrugado en una bola. Siempre me decía suspirando: «No estamos hechos de dinero, recuérdalo». Y siempre se lo tenía que pedir, además. Cada mañana. Papi olvidaba esas cosas. Era un buen padre, pero mal profesor. No se acuerdan de las cosas más prácticas, aunque no se debe generalizar tampoco. Nunca teníamos dinero suficiente.

Vale, de acuerdo. No volveré a hablar de papá. Perdón.

Así que ahora que tengo dinero no sé qué hacer con él, excepto ahorrarlo para el inexorable hambre. ¿Este comedor? Usnavys me hizo comprarlo. También el dormitorio de abajo.

– No esperes -dijo-. Vive.

Me apoyo en la pared para equilibrarme y «ando» -o algo parecido- hasta el baño. La caja de la gata está sucia otra vez. Tengo que limpiarla. No puedes recibir a un hombre en casa con la caja de la gata sucia. Probablemente todo el apartamento apesta a sus pequeños torpedos cubiertos de pelo gris. Yo ya no lo noto. Soy inmune. Pero quiero causarle una buena impresión a mi narcotraficante.

¿Narcotraficante?

Dios mío, Lauren, ¿qué has hecho?

Dejo correr el agua caliente en la bañera. Saldrá caliente en unos tres minutos. Es un buen apartamento, recién reformado, pero como todos en esta sobrevalorada ciudad de hielo, tiene las cañerías rematadamente viejas. Todos los apartamentos de Boston dan problemas a las personas con mi nivel adquisitivo. Sé que gano más que la media, vale, pero he aquí la cuestión: cuesta más vivir en Boston que en cualquier otra ciudad del país, mucho más, aún más que en San Francisco. Así que acabas ganando cifras con seis ceros, pero vives como un estudiante.

Debería volver a Nueva Orleans, donde las cosas tienen más lógica. Palmeras, humedad, huracanes, los hermanos Neville, el Café du Monde, los cangrejos, los funerales con jazz. Sólo he tenido mala suerte desde que llegué.

Cojo el pequeño recogedor rojo y empiezo a echar la caca de Fatso en el retrete. Plop, plop. Quiero demasiado a esta gata, ¿vale? Demasiado esfuerzo también. ¿Lo aprecia? ¿Tú qué crees? Entra y empieza a remolonear en la alfombrilla del baño, la primera alfombrilla de baño buena que he tenido, una cosa morada carísima que compré en una tienda de la calle Newbury. La gata la deja llena de pelo. La acabo de lavar. Por su culpa tengo que lavar la alfombrilla cada dos o tres días. Y que pasar el aspirador cada dos. Hay pelo suyo por todas partes. Ésa es una de las razones por las que no me siento la mujer de éxito que la gente cree que soy. Las mujeres de éxito tienen gatos, sí, pero son capaces de mantener el pelo a raya, ¿entienden lo que quiero decir? No andan por ahí rodeadas de una nube de pelos de gato, como en una pocilga. Yo sí. Esta nube de pelos me sigue a todas partes. El otro día, cuando fui a Bread and Circus a comprar comida sana que me ayudara a superar lo de la bulimia, una señora en la cola me estornudó encima y me preguntó si tengo gato. Le dije que sí, y me respondió que se lo imaginaba por la pelusa que tenía en la chaqueta.

– ¿Nunca ha pensado en usar un cepillo para la ropa? -preguntó muy digna.

Y yo pensé: «¿Qué coño le pasa, señora? ¿Es una completa desconocida y se atreve a decirme eso a la cara?».

Fatso se tumba boca arriba y me mira. Cuando termino de limpiar, tiro de la cadena y relleno con arena nueva, rociándolo todo con Lysol, y entonces va ella de puntillas, se coloca despacito y hace otra caca gigantesca.

Me ignora.

Ésta es mi vida. Lysol, la caja del gato, y Ed jodiendo a esa flaca putita.

– Pensé que por lo menos podía contar contigo -le digo a la gata.

Estallo en sollozos otra vez.

Fatso termina de hacer sus necesidades, escarba indiferentemente, y sale disparada, llenando el pasillo de arena con sus patas traseras. No es lo que se entiende por una gata veloz. El veterinario no deja de decirme que la ponga a dieta. ¿A dieta? ¿Una gata? Mis parientes en Cuba se esfuerzan por reunir calorías suficientes con sus estúpidas libretas de racionamiento, ¿y quiere que ponga a dieta a mi gata? Qué mundo.

Además, es cosa de Fatso, no mía, según la ley. Todavía está vigente una ley en Massachusetts que prohibe tener gato porque aquellos hombres que ahorcaron a las mujeres de Salem creían que los gatos eran personas, o algo así. Así que supongo que Fatso no me pertenece, no legalmente. Me ha elegido como esclava. Debería sentirme honrada. Por lo menos alguien me quiere. Limpio su último regalito y vuelvo a rociar de Lysol. El agua ya está caliente, aparto la cortina de la ducha (también buena, morada, a juego con la alfombrilla) y tiro de la llave de la ducha.

Me desnudo y me miro un segundo en el espejo que hay sobre el lavabo. Parezco enferma, hinchada y cansada. Parezco vieja, gorda y tonta. ¿Cómo voy a adecentarme lo suficiente en quince minutos como para impresionar a un tipo como Amaury? ¡Ya has visto las chicas que le rondan! Dejaron el colegio en noveno para dedicar todo su tiempo a cosas como depilarse las piernas y perfilarse los labios. ¿Por qué iba alguien como él a interesarse remotamente en este pálido monstruo de pelo absurdo y gafas? Tengo una teoría: si trabajas en prensa más de tres años, empiezas a parecerte a un cadáver de los del video de Michael Jackson. Los periódicos son fábricas, aunque creen que son oficinas. Cada tarde, el edificio entero tiembla cuando arranca la rotativa, los rodillos empiezan a girar y la tinta sale disparada por las grietas. No hay luz natural, sólo una gran sala donde la gente se sienta a mirar fijamente al ordenador. No hay nadie más espeso, más grasiento, más enfermizo, con aspecto más lamentable, que los que trabajan en los periódicos.

– Me pones enferma -me digo a mí misma-. Eres tan fea.

Tiempo. Transcurre. Habitación. Gira.

Me doy cuenta de que llevo un rato pasmada haciendo muecas. El suelo se ha llenado de agua. Estoy borracha. ¿Ya lo había dicho? Creo que sí.

¿Cuánto tiempo he estado así? No lo sé. ¿Funciona el timbre de la puerta? Ni idea, el agua hace demasiado ruido. No tengo tiempo. ¿Qué estaba haciendo? Ah, sí.

Llorar e insultarme.

Río, me meto en la ducha y empiezo el largo proceso femenino de transformarme en algo atractivo. Ya sabes a lo que me refiero, no disimules. Afeitarte, lavarte, exfoliarte, salir de la ducha, secarte, hidratarte, retocar con la maquinilla esos pelitos que han quedado en el tobillo izquierdo, y fingir que no duele cuando te cortas. Ponerte desodorante por todas partes. Bañarte en perfume. Meterte en un sujetador que levanta el pecho, y afrontar la invasiva amenaza del tanga. Encontrar algo provocativo en el armario, algo que esperas no te haga parecer gorda. El negro es la mejor apuesta. Medias y un suéter de Limited. Tampoco tiene que parecer que te has arreglado especialmente. Adelante. Ah, pero aún no has acabado. Aún te queda la cabeza. Quiero decir, el exterior, no el interior. (Eso no tiene solución.) Te recoges la melena con una toalla para que no te moleste, y utilizas esa crema que dice reducir las arrugas, aunque eres la prueba viviente de que es mentira. (¿Por qué nadie me dijo que una empieza a parecer vieja a los veintitantos?) Después te pones la base, el colorete, la base para los ojos, la sombra; te depilas las cejas, las rellenas con lápiz negro, ahora la raya de los ojos, y te das el rímel así, con la boca abierta. Intenta ponerte el rímel con la boca cerrada, bonita. Es imposible. Y ahora los labios. Perfilador, barra, lanzar un beso al aire, quitarte el sobrante de los labios con un papel. Después polvos sueltos encima del conjunto, para fijarlo, como dicen. Te sueltas el pelo, lo cepillas, te lo secas con secador en cinco minutos, entonces coges un cepillo redondo grande y trabajas cada mechón, más de cien en total, hasta que quede liso, brillante y parezca «natural». Yo tengo el pelo superrizado. Ser mujer es como cuidar un jardín Victoriano.

Examino el resultado final en el espejo de cuerpo entero del dormitorio de abajo y tengo que reconocer que bajo la luz adecuada, desde un ángulo bueno, no estoy ni la mitad de mal de lo que suelo pensar. Elizabeth y las demás temerarias siempre me están diciendo lo guapa que soy y que tengo que dejar de menospreciarme. Tal vez sea verdad, pero si tienes que hacer tanto esfuerzo para parecer guapa, entonces es que probablemente no lo eres.

Es posible que las guapas no lancen la ropa sucia al fondo del armario. Ahora tengo trajes chaqueta, como otras temerarias, pero yo los deformo. Los plancho porque creo que no puedo pagar la lavandería, y dejo el tejido quemado en parches de distintos colores y brillos. Los trajes terminan oliendo a sustancias químicas porque se supone que no deben plancharse. Intento arreglarlo echándoles perfume. Ahora imagina el desastre completo, añade el pelo de la gata y la bulimia. Mi boda se ha fastidiado. Y ahora viene a verme un narcotraficante.

Perdedora.

Subo, meto los platos en el lavaplatos, quito las migas de la mesa del comedor, recojo los trozos de las fotos rotas y los botes de helado, y los tiro a la basura que hay debajo del fregadero. Ya. Se acabó. Lista para que me seduzcan.

No, espera. Él es dominicano, de la isla. Entonces debe de gustarle la música latina. Miro mi colección de discos compactos, descarto a Miles Davis y Missy Elliot, y escojo uno de merengue. Eso es lo que les gusta a esos tipos, ¿no? Merengue. OlgaTañón. Pongo el disco compacto y me siento en el sofá a esperar. Estoy borracha, como seguro ya he dicho. Olvídate de Ed y de su cabezón lleno de cráteres. Le odio. Cojo el teléfono, marco su número y cuelgo cuando contesta. Vuelvo a hacerlo. Cuatro veces. Empiezo a llorar otra vez. Llamo a Usnavys y le digo que quiero matar a Ed. ¿Podemos contratar un asesino a sueldo? ¿Podemos?

La voz de Usnavys arrastra un sueño interrumpido.

– Café, mi'ja -murmura-, tómate un café. Vete a la cama. Descansa, sucia. Mañana te llamo.

– Alguien que le pegue un tiro. No es tan difícil. Es tan cabezón que es imposible fallar.

Suspira.

– ¿Está Amaury ahí?

– No.

– Me alegro. Es peligroso. No necesitas peligro. Tienes que quererte más, cielo.

– ¡Qué buena idea! Amaury podría matarle.

– Buenas noches, mi'ja. Vete a la cama, sucia. Sola. Te llamo por la mañana. No hagas ninguna estupidez.

Cinco minutos más tarde, la estupidez llega envuelta en una chaqueta de cuero.

Suena el timbre del interfono. Cojo unos cuchillos grandes del escurridor y corro de un lado a otro como un psicópata, dejándolos en oportunos escondites en cada habitación: bajo los almohadones del sofá, entre mi colchón y el somier, entre las toallas amontonadas en el armario de la ropa blanca. Por si acaso. Reviso mi aspecto en el espejo una vez más. Me atuso el pelo. ¡Luces, cámaras, acción! Debo de estar ovulando.

Abro abajo, y le espero aquí, en el descansillo del piso de arriba. Lleva la misma camisa de cuadros verde y blanca, chaqueta de cuero, pantalones khakis y botas Timberland. Aunque yo he degenerado hasta convertirme en una vieja espantosa desde mi momento de mayor gloria en el bar, él está igual. Mejor. Él está mejor. Él no camina, levita. Se le ve seguro y contento de verme.

– ¿Qué es lo que…? -dice sonriendo.

Está cantando, tarareando. Pasa junto a mí, directo al interior, sin esperar a que le invite a entrar, y empieza a pasarle los dedos a todo, asintiendo con la cabeza. Hasta abre mis armarios y mira dentro, cantando y bailando con Olga Tañón.

No le teme a nada.

– ¿Qué haces? -le pregunto en mi correoso español.

– Nada -contesta en español.

Es la primera vez que le oigo hablarlo, y suena más educado de lo que pensaba. La mayoría de la gente de barrio, por ejemplo, sólo dice «na'», como Usnavys. Pero él dice «nada», con sus dos sílabas.

– Estaba comprobando -dice él.

– ¿Comprobando?

– Yeah -dice en inglés.

– ¿El qué?

Me ignora y continúa su recorrido. Al final se queda en el salón de arriba, tirándose en el sofá como si fuera el amo. Pone los pies encima, botas incluidas, se tapa sus partes con las manos y sonríe con la plenitud de un cachorro de tigre. Jamás había visto nada igual. Ni saludos, ni charla de cortesía. Sólo esto.

– Siéntete como en tu casa -le digo sarcásticamente en inglés acercándome a él con cuidado mientras el apartamento gira sobre su eje.

– Tienes una bonita casa -me dice en español abriendo los brazos como un viejo amigo pródigo. Y después en inglés-: Ven aquí, muñeca.

– No sé -le digo.

Ríe y dice:

– ¡Oye, ahora!

Me siento en el suelo del salón y le digo:

– Primero, cuéntame algo sobre ti.

Esto lo hace reír más fuerte, una carcajada escandalosa. Oigo un ruidito electrónico. Coge un buscapersonas de plástico rojo del cinturón, lo mira, y se pasa la lengua por los labios.

– ¿Qué quieres saber? -pregunta en inglés-. Ya lo sabes todo.

No sé nada de este tipo, ¿vale?

Y en español me dice:

– ¿No saldrás ahora con que querías que te llamara para hablar, no?

– ¿Vendes drogas? -le pregunto.

Frunce los labios y se hace el sorprendido burlándose de mí.

– Usnavys dice que vendes droga. Me mentiste con lo de la limpieza, ¿no?

Se ríe tanto que tiene que llevarse las manos a la tripa. Monstruo.

– Oye, ahora -dice otra vez-, escucha esto, man.

No tengo ni idea de lo que dice.

– En serio. Tengo que saberlo. ¿Vendes drogas o qué?

Me echo para atrás, sobre las manos, tratando de parecer natural y tranquila. Me doy cuenta, poniéndome enferma, de que lo más probable es que le esté mirando como mis culpables y liberales colegas blancos me miran a mí. «No me hagas daño, por favor, cosita latina.»

Me mira, aún sonriendo, y dice en inglés:

– Qué te importa, ¿eh? ¿Qué más da lo que haga?

– Es que no quiero involucrarme con alguien que venda drogas.

Se encoge de hombros.

– Bueno -dice.

– ¿Entonces?

Se incorpora y comprendo que se siente tan incómodo conmigo como yo con él. Me da auténtica pena.

– ¿Entonces qué, mamita?

Da golpecitos sobre la mesa con todos los dedos a la vez.

– Lo de vender drogas.

– Drogas, no.

Se inclina sobre la mesa de café y coge la caja del compacto de Olga Tañón, lo abre y saca el folleto fingiendo interés. Entonces, sin mirarme, añade:

– Droga. Sólo una. Cocaína.

Entonces me mira y hace una mueca.

Debería saber que éste es el momento en que hay que decirle al narcotraficante que se largue. Lo escoltas hasta la puerta y no vuelves a hablar con él. Rebecca debe de tener algún libro de etiqueta con el protocolo para este tipo de situaciones, ¿no? Una no va a la universidad, trabaja duro, se convierte en redactora de uno de los periódicos más importantes del país y se gasta miles de dólares en terapia sólo para empezar a acostarse con un camello.

Pero ¿sabes qué? En cuanto lo dice, quiero decir, en el instante en que lo dice, en cuanto lo confiesa, mi cuerpo hace boing. Para ser más concreta, mi clítoris se incorpora y presta atención. La espina dorsal me castiga, mis pezones se ponen erectos y saludan al sostén push-up. Me doy cuenta, asqueada, de que este joven gánster me pone a cien.

– Es mejor que te vayas -miento.

Una temeraria debe guardar las apariencias.

Él dice algo en español, rápido, y no le entiendo. Le pido que lo repita, y lo hace en inglés.

– Nunca la he tocado.

Me mira con una sinceridad que me deja perpleja. Llevo años entrevistando a gente y suelo tener un buen detector. Sé cuándo alguien miente. Él no está mintiendo.

– ¿Quieres decir la cocaína? -pregunto.

– Sí, claro -dice.

Claro. Se encoge de hombros de nuevo y mira la librería que hay junto a la mesa del ordenador. Sigue hablando en español, despacio para que pueda entenderle.

– Nunca le vendo a mi gente, Lauren. Se la vendo a los abogados. A los gringos. Ellos son los que la compran. -Y riendo añade-: Mi gente no puede permitírsela.

Me siento a su lado en el sofá, con toda la ternura y frialdad de un asistente social.

– ¿Y por qué lo haces? -pregunto.

Me sorprende por segunda vez, y se levanta. Camina hacia la librería y examina los títulos.

– ¿Te gusta éste? -pregunta sacando una versión en español de Retrato en sepia, de Isabel Allende.

Una vez llegué hasta la página treinta aproximadamente usando mi diccionario de español-inglés, buscando una de cada tres palabras, e hice una buena lista de las que tenía que aprender. Recuerdo bien las primeras frases, porque tuve que leerlas varias veces para poder entenderlas.

Con el libro cerrado en una de sus fuertes y oscuras manos, Amaury recita de memoria las primeras frases: «Vine al mundo un martes de otoño de 1880, bajo el techo de mis abuelos maternos, en San Francisco. Mientras dentro de esa laberíntica casa de madera jadeaba mi madre montaña arriba con el corazón valiente y los huesos desesperados para abrirme una salida, en la calle bullía la vida salvaje del barrio chino con su aroma indeleble a cocinería exótica, su torrente estrepitoso de dialectos vociferados, su muchedumbre inagotable de abejas humanas yendo y viniendo deprisa».

– ¿Lees? -pregunto.

Se ríe de nuevo, empieza a bailar al ritmo de la música.

– Sé leer, sí.

– No, no lo decía en ese sentido, quería decir…

– No pasa nada.

Se encoge de hombros y empieza a mirar las fotos enmarcadasde la repisa de la ventana. Se detiene en una de Ed. Ups. Se me ha pasado ésa.

– ¿Quién es? -pregunta en inglés.

– Nadie.

– Ah, entonces debe de ser alguien -dice en español, pestañeando.

– Eres listo -digo.

Examina mis compactos.

– Hay demasiados puertorriqueños -comenta.

– ¿Qué?

– No hay ninguno dominicano. Todos son puertorriqueños.

Entonces, con voz burlona:

– Puerto Rico, Puerto Rico, Puerto Rico. Tía, estoy harto de Puerto Rico.

– ¿Y éste? -pregunto, refiriéndome a Olga.

De nuevo la risa.

– Boricua.

– Oh. Perdona. No tenía ni idea. Creía que era dominicana. Canta merengue.

– Nada, nada.

Intento seguirle, pero tropiezo al levantarme y aterrizo en el suelo.

– Deja que adivine -dice lentamente en español ayudándome a levantarme-. Ese Nadie te plantó, te fuiste al club con tu amiga y ahora quieres venganza. Así que me elegiste para vengarte, ¿no?

– Eres muy listo.

Me examina con ojo crítico. Inteligente. Verdaderamente inteligente el tío. Entonces me besa, fuerte. Me fundo en él, le devuelvo el beso. Nos vamos al sofá y nos tumbamos. Me detengo.

– Tu turno -digo, o más bien gimo-. Eres traficante, eres inteligente, eres guapo, y puedes conseguir la mujer que quieras, las utilizas y después las dejas tiradas como un trapo.

Sacude la cabeza.

– Tú no lista -dice en ese horrible inglés-. No conoces en absoluto.

Seguimos besándonos, fundidos los dos cuerpos extraños. Empiezo a quitarle la ropa. Es, huele y sabe tan bien como imaginaba. Salado. Manoseo la cremallera de sus pantalones.

Me detiene.

Lo intento de nuevo.

Me detiene.

Me para.

A mí.

¡A mí!

– ¿Qué pasa? -pregunto-. ¿No te gusto?

– Sí, mi amor, sí que me gustas, muchísimo -dice.

Le gusto. Mucho.

– Entonces ¿qué pasa?

– Estás borracha -dice en inglés-. Y nunca me aprovecho de mujeres borrachas. -Entonces, en español-: Tengo mi ética.

– No estoy borracha -digo.

Mi lengua de corcho y mis frases de goma indican lo contrario. Ups.

Mira su busca otra vez, se pone de pie, se inclina sobre mí y me levanta del sofá.

– ¡No hagas eso! -lloro en su salado cuello moreno-. Estoy demasiado gorda, te harás daño. Me vas a tirar.

– No estás gorda -dice-. ¿Quién dice eso? ¿Don Nadie? Eres muy guapa.

Me lleva a la cama y me arropa. Empiezo a llorar, grandes lágrimas alcohólicas. El rímel tiñe la colcha.

– Crees que soy fea, ¿eh? -pregunto-. Lo sabía. Puedes conseguir a todas esas chicas bonitas del club. Yo soy tonta y gorda.

– No, no, mi amor -dice sentándose a mi lado en la cama.

Me seca las lágrimas con los dedos y me dice en inglés:

– Eres tan bonita…

Parece sorprendido y entregado.

– No, no lo soy. Mírame. Doy asco. Nadie me quiere. Ed me odia. No puedo creer que se tirara a esa estúpida niñata.

– Bien -dice-. Me voy. Te llamaré después.

– Sí, claro.

– Te quiero.

– Oh, lo que tú digas.

Me derrumbo sollozando en la almohada, el peso de lo ocurrido me aplasta contra la nada. Me repugna que mi prometido me engañara, y ahora, además, ni siquiera puedo echar una cana al aire con un traficante vividor. Incluso él es demasiado bueno para mí, ¿es eso? La vida apesta.

– Me gustan tus libros -dice de pie desde el umbral-. Por eso me largo ya. ¿Entiendes?

– ¿De qué hablas? Sal de aquí.

Entierro la cabeza bajo la almohada.

Me dice en inglés:

– Cuando una mujer con malos libros, lo hago una vez, dos, ¿sabes?

Se acerca, levanta la almohada, me besa en la mejilla y sonríe.

– Tú y yo, nada de lo que hablar si tuvieras malos libros. O si tuvieras ningún libro.

– ¿Qué?

– Me gustas -dice en español-. Eres una mujer buena, decente e inteligente. Una mujer profesional. No quiero estropearlo. Ahora mismo podría aprovecharme de ti, pero sería inaceptable.

– Tienes que estar bromeando.

En español, despacio para que lo entienda, me dice:

– Creo que has bebido demasiado. Puedes tomar una decisión errónea y arrepentirte. Y no quiero que te equivoques conmigo. No quiero ser el hombre al que te aferras porque estás herida. No soy tonto. Reconozco a una mujer buena cuando la veo. No hay tantas. Eres una buena mujer.

No me lo creo. ¿El señor Peligro, el traficante, es el bueno? ¿Está pensando en mí?

– Vale -digo. Me incorporo, llorosa-. Si eres tan inteligente, si te gustan tanto los buenos libros, ¿qué haces vendiendo drogas? Eso no es demasiado inteligente.

Vuelve a la cama, se sienta y se inclina para sacar la cartera del bolsillo trasero del pantalón. La abre y empieza a pasar fotografías.

– Aquí -dice deteniéndose en la foto de una mujer de unos cuarenta años muy parecida a él-. Éste es el motivo.

Señala. Miro su cara y me sorprende de nuevo cuando compruebo que tiene lágrimas en las comisuras de sus ojos castaños.

– Mami.

– Es guapa -digo.

– Es preciosa -me corrige en inglés-. Y está muy enferma, que Dios la bendiga -continúa hablando muy despacio en español-. Tiene cáncer. No puede trabajar. Y está criando a los hijos de mi tía, uno de ellos es retrasado mental. Vive en Santo Domingo. ¿Sabes cómo nos cepillamos los dientes en su casa? Con un vaso de agua, fuera, en el patio.

Imita ese ritual.

– Donde vive mi madre no se ha oído hablar del agua corriente. Allí las cosas son muy difíciles. Así que hago lo que tengo que hacer.

Lo intento, pero me cuesta imaginarme a este hombre que habla sosegadamente, que mira intensamente, atractivo, fuerte y poderoso, viviendo en esa miseria. ¿Realmente vienen de sitios así las personas como él? Quiero decir, mi buena educación de izquierdas me dice que sí, que hay, por supuesto, personas inteligentes e increíbles en todas partes. Pero supongo que una parte de mí nunca se lo creyó.

– Podrías estudiar, conseguir un trabajo normal.

Saco un kleenex de la caja que hay sobre la mesilla y me sueno la nariz sintiéndome algo mejor, pero todavía gorda y fea.Vuelve a reírse y dice en español:

– No se puede vivir con lo que pagan aquí. No tengo tiempo de ponerme a estudiar. Esa gente necesita dinero ya. Ella moriría antes de que pudiera terminar los estudios. Lo intenté. He tenido trabajos normales. No podía mantenerme ni a mí mismo. Necesito dinero suficiente para traerla aquí y ponerla en tratamiento.

Se me pasa por la cabeza que me esté engañando, manipulando. Pero hay algo en él. No es un mentiroso. Está llorando. A menos que sea un consumado actor, este tipo está diciendo la verdad.

– No quise dedicarme a esto -dice-. Cuando vine aquí, no pensé que acabaría así. ¿Crees que nos gusta?

– ¿Cómo empezaste?

– Te contactan -dice-. Buscan tipos como yo. No siempre vestía así. Vine aquí con sandalias y un abrigo de mujer de mi hermana. No sabía lo que era el frío. ¿Sabes? Y no tenía ni para comprarme una hamburguesa. Tenía hambre. Estos tíos siempre vuelven, ya sabes, vuelven a Santo Domingo desde Nueva York y Boston y visten bien, llevan móvil, le cuentan a todo el mundo que trabajan limpiando edificios o lo que sea. Así que cuando mami enfermó, me vine. No soy el primer idiota que cree que todo sería fácil. Eso es lo que cuentan allí.

– ¿Y tu padre?

– No tengo padre. Vive en Puerto Rico. Es un boricua. Bastardo.

– Lo siento.

Se encoge de hombros de nuevo y dice en español:

– Me consiguieron la ciudadanía y no tuve que lidiar con inmigración. Era un niño cuando llegué y no sabía nada. Los traficantes que me encontraron me lo pusieron fácil, me dieron pasta y un coche, y aquí estoy, vendiendo droga.

– ¿Cuántos años tienes?

– Veinte.

Sabía que era más joven que yo, pero no sabía cuánto más. Sólo es un niño.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Tres años.

– ¿Dónde oíste hablar de Isabel Allende?

– Por ahí. Hay una librería de libros en español en Cambridge. Podría haber ido al colegio en Santo Domingo, pero ¿sabes lo que les hacen a los chavales que quieren estudiar como yo? Les disparan. La policía. Solían dispararme para verme saltar cuando iba hacia el colegio. Nada es como aquí, Lauren. Es otro mundo. No lo entenderías. Todo el mundo es pobre en Santo Domingo.

– Pero ¿no puedes simplemente trabajar y aspirar a una vida mejor?

– No. Eso es lo que hace la gente como tú. Allí no. No la gente como yo.

– Dios mío.

No sé qué más decir. Me está contando su verdad, y su verdad es horrible. No quiero oírla. Sólo quería un guapo matón para usarlo y desecharlo. Ahora no puedo hacerlo. Todavía creo que es guapo, pero ahora siento compasión por él.

Y me gusta. ¿Qué me está pasando?

– Acuéstate -dice comprobando el busca otra vez, y después me susurra en inglés-: Tengo que ir. Vuelvo mañana, ¿vale, cariño? Mañana vuelvo verte.

Y yendo contra mi propio sentido común por segunda vez esta noche, digo que sí.

Me da un beso de buenas noches.

Y así empieza mi relación con Amaury Pimentel, el traficante culto.


A dos semanas del comienzo de la temporada de béisbol. Todos los que estén a favor de que los Red Sox se marchen del estadio Fenway que levanten la mano. ¿Qué es esto? ¿Todos están de acuerdo conmigo en que no hay mejor lugar para ver un partido que el gran monstruo verde de Back Bay? Hay muchas cosas que adoro de esta ciudad en primavera -los cerezos en flor de la calle Newbury, las fiestas-, pero lo que más me gusta es el Fenway Park en abril. Adoro el fresco olor de la primavera. Adoro los perritos calientes, cubiertos de chili y queso. Adoro la cerveza en vasos de plástico. Por encima de todo, sin embargo, adoro el culo de Nomar Garciaparra en esos ajustados pantalones de béisbol. (Nomar, cuando estés disponible, yo también lo estoy, ¿vale?) ¡Tres hurras por los Red Sox, Fenway Park y los pantalones de béisbol! A veces, cuando algo está viejo e inservible es mejor dejarlo atrás, pero en el caso de nuestro maravilloso estadio, vamos servidos.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

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