Capítulo 13. USNAVYS

– Navi, sé que estás ahí. Cógelo. Por favor. Tenemos que hablar.

No, umm, umm. No creo. Por lo menos hasta que se disculpe por lo de Roma. Me tapo con la manta y le dejo que hable al contestador.

Tres meses y no ha tenido el valor de llamar. Y de repente, la semana pasada, empieza a llamar otra vez como si nada hubiera pasado. Pero esta vez no caigo, mi'ja. ¿Qué se cree, que soy masoquista?

Además, he pasado por el hospital esta tarde, después de que Rebecca llamara para contarme lo de Sara. Me he quedado mirando esa cara amoratada rodeada de tubos por dentro y por fuera, y no podía creer lo que el médico me dijo: «Puede que no vuelva a despertar». Su marido la ha dejado así. Rebecca estaba tan sorprendida como yo. Piensas que conoces a la gente, de repente ocurre algo así, y es obvio, mi'ja, que no los conoces en absoluto. ¿Quién quiere casarse después de ver eso? Estoy decepcionada de los hombres.

Los odio a todos.

Me tumbo en el sofá de piel verde y cojo el mando para cambiar el canal en el televisor panorámico que tengo enfrente. El radiador se enciende con un reconfortante silbido, y veo por el visillo entreabierto que ha empezado a llover otra vez. Aunque ya hace un poco más de calor, mi'ja, algunas noches aún apetece dejar el radiador encendido, ya sabes. Comodidad. Necesitas comodidad. Coloco los recipientes de comida que he encargado en mi regazo, y empiezo. Sopa de pollo, arroz, frijoles rojos, ensalada. Comida cómoda. Dos raciones de cada plato. Cuando pides para llevar nunca te ponen suficiente.

Necesito una alfombra más grande para este cuarto. Con este frío húmedo, ésta no basta. Esta noche necesito calor. Es una de esas noches, mi'ja, en que sólo quieres abrazarte a alguien grande y fuerte, a menos que como yo, no encuentres a nadie grande y fuerte que valga la pena abrazar. Toda mi vida igual. En este momento, me compadezco tanto de mí misma que podría llorar. Necesito llorar. Puedo llorar sola, y puedo llorar con mis amigas. Pero no puedo llorar delante de un hombre.

Los hombres apestan.

Todo empezó con ese hombre de Baní que dejó embarazada a mi madre en Puerto Rico hace veintinueve años. Cuatro años más tarde, en Boston, decidió que ser padre era demasiado trabajo. Regresó a la República Dominicana y nos dejó aquí con una mano delante y otra detrás. Podrías pensar que no me acuerdo de él, tan pequeña era cuando se fue, pero sí me acuerdo. Me acuerdo de él perfectamente. Era un hombre grande y moreno. Grande en el sentido de pesado, no de alto. Era bajo, fuerte, negro, con un marcado acento español. Solía levantarse con una vuelta el bajo de los pantalones. Eso debe de haberle resultado duro. No creo que Boston fuera buena con él. Trabajó mucho mientras estuvo aquí, pero nunca prosperó. Y eso le molestaba. Recuerdo que me sentaba a sus pies y le miraba mientras me hablaba imitando voces de dibujos animados para hacerme reír. Me hacía reír. Era tan rechoncho y me sostenía con unos brazos tan fuertes…

Podríais pensar que no recuerdo su aroma, pero lo recuerdo, olía a madera. Solía trabajar en un camión de mudanzas, se pasaba el día subiendo pianos por las escaleras, y cuando llegaba a casa olía a madera y a sudor. Lo recuerdo como si fuera ayer. Es verdad. Mi madre dice que no hay forma de que me acuerde de todo eso, pero lo recuerdo.

También me acuerdo de mi hermano Carlos. Se parecía a papá, y empezó a trabajar con él en la empresa de mudanzas para traer dinero a casa. Se aseguraba de que hiciera los deberes y me cantaba hasta que me quedaba dormida. Recuerdo que no caía bien a unos chicos de su edad, porque le dijo a la policía que habían robado en una tienda. A la primera ocasión le pegaron un tiro. Esa primera ocasión ocurrió delante de mí, cuando me acompañaba a casa desde el autobús que cogía para ir al colegio de blancos del otro lado de la ciudad. Lo mataron delante de mí. Recuerdo cómo sonó, cómo fue y olió, pero no quiero contarlo ahora. No quiero pensar en ello. He tenido que escapar demasiadas veces de ese sueño en el que todo pasa de nuevo, y del que siempre despierto gritando.

Ésos han sido los dos hombres que me han querido y los perdí a los dos, no creo que mi corazón pueda soportarlo otra vez. Me miras y piensas que soy feliz y siempre estoy alegre, pero no tienes ni idea. Nadie sabe como yo lo que es perder, ya me entiendes. Al final se lo conté a las temerarias y no lo podían creer. Tardé ocho años en contarles lo de mi padre y mi hermano, y se quedaron heladas, mi'ja, totalmente heladas. Creían que me conocían, es lo que pasa conmigo. La gente cree que me conoce. Pero no es cierto.

Por lo que sé de mi vida, a los hombres pobres los matan o te abandonan. A los ricos se les ve felices con sus esposas e hijos. No es fácil encontrar un hombre en los suburbios, ¿sabes? Allí de donde yo vengo, encuentras un chico, y al cabo de un tiempo o está muerto o en la cárcel, o ha vuelto a Puerto Rico o a la República Dominicana, y nunca más lo vuelves a ver. Allí de donde vengo, los hombres te rompen el corazón.

A veces, cuando le doy demasiadas vueltas, siento que no puedo continuar. Aunque parezca una locura, en días como hoy -cuando los retoños empiezan a florecer en las ramas de los árboles, alegres y esperanzados, preparándose para la primavera y el amor-, me siento tan deprimida que no creo que pueda superarlo. Pero tengo que intentarlo, aunque sólo sea porque soy una propietaria con responsabilidades.

Mi inquilino está haciendo ruido arriba otra vez. Alquilar el piso de arriba ha sido la cosa más inteligente que he hecho en mi vida. El alquiler cubre la hipoteca menos cien dólares. Pero tengo que oírle. Oigo cuando mueve los muebles, cuando tira de la cadena, cuando se lava los dientes, cuando lava la ropa. Hasta escucho cuando se le cae un vaso y se rompe.

Pero merece la pena por el dinero que ahorro. Es una casa antigua de estilo Victoriano de tres pisos que todavía estoy arreglando. Falta un escalón en la escalera de atrás y todavía me queda por arreglar esa gotera del baño de arriba. Pero soy propietaria, y puedo deducirme impuestos.

He decorado mi zona a mi gusto, con espejos de marcos dorados y jarrones art déco en colores pastel por el suelo con plumones y juncos. He puesto esculturas de esbeltos gatos negros en los quicios de las puertas de algunas habitaciones, y una cama con dosel en mi cuarto. Tengo una mesa de comedor de cristal con sillas negras. El apartamento está completo, y el próximo fin de semana voy a comprar un dormitorio para la habitación de invitados, aunque mi madre diga que no vale la pena hacer semejante gasto en la casa hasta que encuentre un buen hombre. ¿Y si nunca lo encuentro? Le pregunto. Ni siquiera me contesta. Intento explicarle que soy feliz así, totalmente feliz de vivir en esta casa enteramente mía, llenando las habitaciones de cosas que me gustan, aunque sospecho que sabe que es mentira.

No soy feliz estando sola. Necesito un hombre. Un buen puertorriqueño.

Pero no se lo digas a Lauren. Pondrá esa fastidiosa mirada suya y empezará a largarme el discurso de que tengo el tipo ideal aquí y ahora, pero no puedo afrontar que sea pobre. Lo sé, vale. Lo sé. Pero ya he sido pobre. No quiero volver a serlo. ¡Joder! Lauren no tiene ni idea de lo que es ser pobre. No me refiero a lo que ella entiende por pobre, no poder ir a un colegio privado o algo así. Me refiero a cuando tu madre ha tenido que hurgar entre los cojines del sofá buscando monedas para comprar leche para la semana después de haber agotado los bonos de comida, hambrienta e irritable por el hambre. Así de pobre. No quiero pensar en aquella época. Quiero pensar en hoy.

Este edificio está bien, pero estoy demasiado cerca de Jackson Square y me preocupa el coche. Los únicos BMW que ves por aquí son los de los desguaces. Por la noche se oyen disparos, y no puedo decirte la cantidad de noches que no he podido dormir por la alarma de algún coche. También se oye a los chavales vagando en grupos por los alrededores, aullando como buhos y gritando a sus amigos. Hay una nueva cafetería una manzana más abajo, y un café francés con sombrillas en las mesas de fuera en verano. Estamos cambiando el barrio, yo y los demás yupis latinos. Y casi lo suficientemente rápido.

Cambio de canal buscando una buena película romántica. Tiene que haber algo, alguna mentira cinematográfica en la que se vean hombres buenos y decentes.

Al médico se le sigue olvidando acudir a nuestras citas. Ha sido así durante dos semanas. Llama para disculparse, me envía flores para arreglarlo, y una noche, después del trabajo, cuando estoy comprando queso en esa tienda al lado de Symphony Hall, ¿adivina quién aparece acompañado de una mujer con peluca roja, igual que la vieja Celia Cruz? ¡Él! Iba todo arreglado como los que acababan de salir del Symphony, ¿sabes? Abrigo de lana largo y negro y una bonita bufanda de cachemir. Empujé mi carrito de la compra, me puse detrás de ellos en la cola -estaban comprando huevos orgánicos, pan integral y zumo de naranja natural-, tropecé con él y me aclaré la garganta escandalosamente. Se volvió para mirarme y por la nariz le resbalaban enormes gotas de sudor, como champiñones después de la lluvia.

– ¿La conozco? -me pregunta, con ese acento tan argentino suyo.

¿Me conoce?

La mujer sonríe educadamente y le pone la mano en el hombro. Tiene garras como Cruella DeVille y un brillante enorme en el dedo anular. Es su maldita mujer, mi'ja. Resulta que estaba casado.

– No -le dije-. Usted no me conoce. Debe de haberme confundido con una puta barata.

Tuvo el valor de llamarme al trabajo al día siguiente con el cuento de que ya no quiere a su esposa. Se está muriendo de cáncer, dice, y tiene que quedarse con ella hasta que fallezca. Dice que está con ella por pena. Y le digo que cualquier hombre que usa la palabra «pena» para describir lo que siente por su esposa moribunda merece que lo tiren de un avión sin paracaídas. Me salió el gueto que llevo dentro. Podría haber sido La India. «¿Quién tú te crees que eres, eh? ¿Tú te crees muy hombre, eh, muy macho, eh, pero no sirves pa' na', eres un sinvergüenza, un guarro, no tienes corazón, no tienes na', y no creo na' de lo que me dices' ahora, oi'te? No te creo na'.» Colgué. No volvió a llamar.

Suena el teléfono, y lo dejo sonar una, dos, tres veces. Salta el contestador.

– Usnavys. -Es Juan otra vez-. Mira. Sólo cógelo, ¿vale? He pasado por tu casa y he visto el coche y las luces encendidas. Sé que estás en casa. Habla conmigo. Tenemos que hablar sobre esto. No podemos seguir fingiendo que no tenemos un problema. Te quiero.

Ignoro el teléfono e intento concentrarme en la película. Mi inquilino está dando golpes. Sé lo que hace. Ojalá no lo supiera. ¿Cómo coño se lo monta? Es feo y bizco, y encima lo hace más que yo. La próxima vez que consiga una casa y la reforme, voy a acondicionar la planta baja, para no tener que oír cómo lo hacen los demás durante toda la noche.

El agente del FBI quiere que me mude a Texas, ¿verdad? Odio Texas, chica. ¿Lo conoces? Es como si alguien hubiera cogido un cuchillo de mantequilla y hubiera extendido el lugar. Huele a petróleo por todas partes, a petróleo y a basura. He ido allí exactamente tres veces para verle, y no hay nada para una mujer como yo en Texas. No quiero discriminar o generalizar, mi'ja, pero cuando me dijo que había latinos por todas partes, pensé que quizá podría vivir en Texas, después de todo, pero necesito estar cerca de los caribeños. Esos mexicanos de allá abajo son tan callados, sobre todo las mujeres. Es otro mundo. Cada vez que abro la boca me miran como si estuviera loca, y los hombres creen que soy jamaicana. Allí no hay cultura. Puedes comprarte mucha casa por poco dinero, eso es verdad. Dijo que quería comprarme una enorme casa de ladrillo amarillo fuera de Houston, en un sitio llamado Sugarland. A eso me refiero. No quiero vivir en un sitio que se llama Sugarland. Me envió folletos con dibujos de las casas que están construyendo. Eran preciosas, mi'ja, con enormes escaleras, candelabros y tres chimeneas. ¿Sabes cuánto cuesta eso? Menos de lo que pagué por esta mierda en pleno gueto, ¿ves? Me dijo que estaba a punto de comprar una de esas casas grandes de muñecas y que quería ponerla a mi nombre para demostrarme cuánto me quería, y lo loco que estaba por mí. Ese tío también es un poco raro. Le gustan las mujeres grandes. Le gusta mi cuerpo. Fue el primero que me compró ropa interior sexy. Le gusta mirarme. ¡Está loco! Es un americano raquítico, medio italiano en realidad, blanco, y aunque lo intenta, no entiende lo importante que es mi cultura para mí. No tiene nada de malo, pero no es lo que de verdad necesito, mi'ja, que es un hombre latino, y mejor aún, un hombre puertorriqueño. Incluso me conformaría con un cubano. Un hombre con sabor. No hay forma de que convenzas a una puertorriqueña de que se marche a Texas con un americano como ése, a una casa enorme en las afueras de Sugarland. Me moriría. Necesito frijoles con arroz, tú sabes. Necesito metros y museos y vida urbana, ya me entiendes. Sin embargo, es un buen tipo y demás, tiene dinero y hasta me ha dicho que quiere estudiar medicina forense, ¿te lo imaginas? ¿Yo, esposa de un médico del FBI, viviendo en Texas? Oh. Oh, no creo. Así que se acabó.

Tan, tan decepcionada. Todos me decepcionan. Lauren me ha decepcionado saliendo con ese camello. ¿En que está pensando? Se va a buscar la ruina. No tengo ni idea de por qué. Es bastante lista, y no está mal. Pero lo suyo es dársela una y otra vez. Me estoy hartando de levantarla. Cualquier día de éstos me la encuentro en el hospital, cosida a balazos por un ajuste de cuentas. A veces me da pena, una mujer tan preparada que cree que tiene que ponerse a la altura de ese matón para demostrar que es tan latina como nosotras, sólo porque su piel es blanca y su español lamentable. Tiene ese complejo. Es una pena. Ese tío no es bueno. Amaury tenía tantas mujeres en mi barrio que le llamábamos el Árabe: parecía que tenía un harén.Y también está Sara. Pobrecita.

Y Elizabeth. ¿Qué le pasa a la gente? Si no te gusta con quién se acuestan los demás, no lo pienses. No es tu cama. No es asunto tuyo.

Vuelve a sonar el maldito teléfono.

– Navi, soy yo, Juan, estoy en la estación del metro, en una cabina. Voy a verte y más vale que me abras la puerta.

Ay, Dios mío. Lo que me faltaba. Tengo el pelo hecho un asco. No me he maquillado. Estoy en bata y zapatillas. Me huele el aliento a arroz amarillo con pollo. ¿Por qué me hace estas cosas? No quiero escenas. Lo único que quiero es tumbarme con mi arroz con pollo y mis pasteles y mi café con leche. Necesito a alguien que me dé un masaje en los pies, sabes, pero no a Juan. Necesito un hombre hombre, mi'ja. ¿Tan difícil es? No voy a abrirle la puerta cuando venga. Y punto.

Por fin encuentro una película en blanco y negro en el canal de cine romántico, una de Ingrid Bergman. Pongo el mando en la mesita de cristal; una base blanca esculpida imitando columnas romanas. Hasta la mesita me recuerda a Juan. Su madre tiene una exacta en su casa en Spanish Harlem. ¿Por qué será que todo lo que he hecho hoy me recuerda a él? Fui a la peluquería y había un hombre con gafas y perilla parecido a Juan esperando para cortarse el pelo. En el restaurante de comida para llevar sonaba Michael Stuart, su cantante de salsa preferido. Cada detalle. Hoy todo me recuerda al hombre más pobre del universo.

Llaman a la puerta. Todavía no he cambiado el timbre, que suena como una gacela moribunda y me pone los pelos de punta. No llama una vez, además, sino como mil veces seguidas. Y otra vez, y otra vez, y otra vez. Lo malo de esta casa es que el timbre suena en mi parte y en la de mi inquilino. Así que al cabo de un momento han dejado de llamar y se oye a mi inquilino bajar la escalera estruendosamente para ver quién está en la entrada.

Me ato bien la bata, abro la puerta y salgo al rellano de la escalera, donde me encuentro a mi inquilino como Dios lo trajo al mundo, excepto por una vieja toalla blanca que lleva en la cintura, de pie, con la puerta abierta, maldiciendo a Juan.

– Maldito imbécil -le dice-. ¿No sabes la hora que es? No tienes que tocar tantas veces, tío, tranquilízate que alguien vendrá. ¿Qué coño te pasa?

Juan me mira agachando la cabeza, como derrotado.

– Navi -me dice en español-. ¿Me dejas entrar?

Mi inquilino me ve, se da la vuelta y sube a toda pastilla.

– Dile a tu amigo que no sea tan pesado -me dice.

Menuda cara tiene. Creo que voy a subirle el alquiler.

– ¿Qué quieres? -le digo a Juan.

– Sólo quiero hablar, Navi.

– ¿Hablar? Son las diez y vienes aquí sin invitación, como Robert Downey, Jr. Vete a casa -le digo.

– Por favor, Navi, ¿puedo entrar y hablar contigo un minuto?

Lleva la misma chaqueta desde hace cinco años, una vaquera negra con forro de franela escocesa. No puede ser caliente. Sin guantes, por supuesto. Tampoco gorro. Y estamos bajo cero. Está empapado, como un perro abandonado. Este cabrón ha vivido en Nueva York y Boston toda su vida, y todavía no se ha comprado un buen abrigo. Mirad, se sacude como un perro mojado. ¿Qué demonios le pasa?

Suspiro.

– Entra, pero tienes un minuto.

Tengo que reconocer que, a pesar de todo, me alegro de verlo. Está guapo. Se le ve sano, tiene las mejillas rojas por el frío, y aunque esté flaco se le ve fuerte. Ojalá tuviera un buen abrigo y un buen gorro, incluso un móvil para no haber tenido que afrontar la aterradora idea de que me abrace en el sofá en una noche como ésta en la que lo único que quiero es ver pelis juntos. Me duele verle tan abatido.

– ¿Por qué no llevas un abrigo decente? ¿Qué demonios te pasa?

– Ahórrate las críticas, ¿vale? -me dice, entrando por la puerta al salón.

Se asoma y cierra la puerta él mismo, algo que no le he visto hacer antes.

– No te estoy criticando.

– Sí, lo estás haciendo. Siempre lo haces. Es lo que mejor haces, Navi.

Sonríe, seguro y extraño; nunca le he visto así.

Nos sentamos, yo en el sofá y él en el sillón de cuero verde. Mira los recipientes de comida de aluminio que hay en la mesita.

– ¿Estaba bueno? -me dice con una sonrisa.

Como me educaron bien -aunque fuéramos pobres- le ofrezco algo caliente para beber. No queda comida.

– No -me dice-. Quiero ir al grano. No has contestado al teléfono, vale, bien. No quieres hablar conmigo, vale. Pero quiero que sepas una cosa, Navi: te quiero. Odio que te quejes de mí constantemente, odio que me mires como si fuera mierda de perro y odio que siempre pienses en encontrar alguien mejor que yo, y odio que tengas hombres de repuesto para hacerme daño. Odio que me culpes a mí por todos los que te han hecho daño en tu puta vida. No soy tu padre. No soy tu hermano. Soy yo. ¿Y sabes qué? Estoy harto de esos hombres que merodean a tu alrededor. Reconoce de una vez que me quieres. Sinceramente. ¿No es así? Dime la verdad. Tengo razón.

No sé qué contestar. Tiene razón. Sé que tiene razón. Pero no quiero darle el gusto.

– Quizá -le digo-. Quizá.

– ¡Aja!

Se levanta y empieza a pasear por la habitación como enloquecido. Nunca he visto a Juan así.

– ¿No entiendes lo que está pasando? -pregunta-. Me quieres tanto que no me dejas quererte. ¿Lo captas? Eres tan complicada, mujer, que he tardado una década en entenderte.

Estoy a punto de llorar. Acaba de decir algo que no quiero oír. No quiero llorar delante de él.

– ¿Lo entiendes? Esos payasos, esos médicos y todos los que me restriegas por las narices, esos tíos son pura fachada. No los quieres como me quieres a mí. Admítelo. Finges dejarles entrar en tu vida porque sabes que no te van a hacer daño como tu padre. Tengo razón, ¿verdad? ¡Estás llorando porque tengo razón, reconócelo! No me puedo creer lo tonto que he sido todo este tiempo, pensando que estabas enamorada de esos idiotas, y que volvías conmigo porque no tenías a quién joder. Y yo, tan loco por tu estúpido culito puertorriqueño, lo acepté y te aguanté. ¿Sabes qué? No he besado a otra mujer en diez años, Navi. No he mirado a otra mujer, ni he pensado en nadie más que en ti. Casi me muero, casi me vuelvo loco. Siempre me insultas como si no tuviera sentimientos, ¿sabes? Y me quedo ahí de pie aguantando como un idiota. Sólo lo hacías porque soy el único que realmente te conoce, ¿eh? Soy el único que sabe que no eres una niña mimada como todas tus amiguitas. Soy el único que sabe que llevas toda la vida tratando de superarte. Y me odias y me quieres por eso, porque nadie te entenderá jamás como yo. Dime que miento, Navi, dime que no es verdad. Sí. ¿Lo ves? No puedes.

Ay, Dios mío. Me está haciendo llorar.

– Se acabó el minuto -digo.

– Mi minuto acababa de empezar, Navi. Escúchame. O ellos, o yo. No puedes seguir teniéndolo todo. No voy a repetir lo de Roma por ti. Moriría por ti, ¿lo sabes? De verdad lo haría. Tenemos casi treinta años. Quiero tener hijos contigo. Quiero pasar el resto de mi vida contigo, y quiero jubilarme en Puerto Rico contigo. Decide, ¿yo, o ellos? ¿Ellos, o yo? Depende de ti. Voy a darte cinco minutos para que lo pienses, y entonces me voy y, o vuelvo con un anillo de compromiso, o no volveré nunca más.

– ¿Me estás pidiendo que me case contigo?

– Sí, supongo que sí.

– ¿Supones?

– Pues sí, ¿vale? Sé que no puedo regalarte el anillo que te gustaría, y sé que no llevaré la ropa apropiada a la boda y que te burlarás de mí. Lo sé. Sí, te lo estoy pidiendo. Mira. Me estoy arrodillando aquí mismo, al lado de esta cursi mesita de gueto que tanto te gusta, esta mesa horrorosa que me pone enfermo, y te lo estoy pidiendo. Usnavys Rivera, ¿te quieres casar conmigo? ¿Te quieres casar con un hombre bueno, honrado, y mal vestido como yo? Nunca te engañaré, nunca te mentiré, seré un buen padre, haré todo por nosotros, y te amaré ahora y siempre, como llevo haciéndolo los últimos diez años. Navi, ¿qué dices? ¿Te casas conmigo? Deja de joderme y cásate conmigo ya. Sabes que quieres.

– Se me han pasado mis cinco minutos con tu verborrea.

– Está bien. ¿Okay? Está bien. Esto es lo que voy a hacer. Voy a subir a arreglar el escape de agua de tu estúpido baño porque no aguanto más ese goteo tan escandaloso como ese estúpido abrigo de piel blanca nuevo que llevas. ¿Dónde está? ¿En este armario?

Me levanto para impedirle abrir el armario.

– No, quieta ahí. ¡Aja! ¿Ves? -y se ríe-. Te quiero, estúpida chiquilla de gueto. Ni siquiera le has quitado la etiqueta. Es tan triste. Sé que mi chaqueta es triste, y puede que no te gusten mis zapatos de J. C. Penny, pero al menos los he pagado. Ahora voy a subir, y cuando vuelva me vas a dar una respuesta. ¿De acuerdo? Allá voy. Adiós.

Miro extasiada la película. Y lloro. Lloro y lloro. Lloro cinco minutos seguidos hasta que vuelve.

– Bien, ¿entonces qué? -me pregunta con las manos llenas de grasa negra.

Ya no oigo el goteo. Ha arreglado el lavabo.

– No es una verdadera petición sin el anillo -contesto.

– Cierto. -Y alza las manos como un policía haciendo retroceder al gentío-. Es verdad. Quédate ahí.

Sale corriendo y vuelve de la cocina con el cierre del pan de molde en forma de anillo.

– Esto tendrá que servir de momento -dice, manoseándolo torpemente, dejándolo caer y recogiéndolo de nuevo-. Y además da igual, porque ibas a sentirte decepcionada con cualquier anillo auténtico que consiguiera, así que toma. Tómalo. Tómalo y date cuenta de que el anillo no es lo importante. Es el hombre y es la mujer, y el amor que sienten y el hecho de que podrían perder sus anillos, pero se querrían para siempre igual. ¿Comprendes eso, Navi? Coge el maldito anillo. Y ahora, ¿qué respondes?

– Este anillo apesta -le digo.

Se ríe. Alza los brazos sobre la cabeza y grita a pleno pulmón:

– ¡Te quiero, mujer! ¿Eso no es suficiente?

Pienso en su pregunta. No le va a gustar la respuesta.

– No -le digo-. No lo es. No es suficiente.

Juan se derrumba. Se cubre la cara con las manos y cuando levanta la vista tiene lágrimas en los ojos y manchas de grasa negra en las mejillas. Me mira, y se vuelve hacia la puerta.

– Ya has elegido -dice-. Ahora me toca a mí.

Y se va.

Ay, mi'ja. Nunca pensé que lo hiciera.


El día de los Santos Inocentes, el uno de abril, es una de las fiestas más crueles de nuestra cultura. ¿En qué otro momento arrebatamos tan alegremente las esperanzas de los que nos rodean? Normalmente evito hablar con la gente el primero de abril, pero este año tuve que llamar a mi amiga Cuicatl. ¿La recuerdan? ¿La estrella de rock anteriormente conocida como Amber? Ayer vi el Billboard de esta semana, me avisó uno de los redactores de música del Gazette. Y allí, en la portada, estaba mi amiga Cuicatl. El artículo decía que la preventa del disco que estaba a punto de salir había superado cualquier expectativa, y un par de importantes críticos de rock la alababan como la próxima estrella del pop americano. No me lo podía creer, y la llamé para felicitarla. Me aseguró que no era ninguna broma de los Santos Inocentes, y casi me ahogué de alegría y de sana envidia. Una lección para todos: no te rindas nunca.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

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