«¡Tortillera!», grita el tipo.
Presiono el siete para saltar el mensaje. No me hace falta oír el resto. He recibido docenas de recados que empiezan igual. Me quieren muerta. Me odian. Cada ministro evangélico de la zona parece haber pedido que se me echen encima, para salvarme de las llamas del infierno.
Unos chiflados incluso han peregrinado hasta los estudios de la WRUT-TV desde lugares como Montana, como si fueran a salir en Good Morning America. Pero en lugar de sostener carteles para felicitar el cumpleaños a alguien, hacen ondear pancartas proclamando, «Adán y Eva sí, Adán e Iván no». Más que estos lunáticos bienintencionados me preocupa que el productor del informativo nacional, que antes de que todo esto explotara me suplicó que me uniera a su equipo, ahora no me devuelve las llamadas. Se pone su asistente, y por el tono frío de su voz temo lo peor -después de perder a mi madre-: que ya no está interesado.
Mi vida cambió instantáneamente cuando salió el primer artículo en el Herald. Aquella mañana paré en el Dunkin Donuts que hay cerca de las oficinas de WRUT del centro para tomarme un café cargado. La cajera, Lorraine, una inmigrante haitiana mayor que suele ser muy amable conmigo, tiró el cambio sobre el mostrador en lugar de dármelo en la mano, e hizo un chasquido reprobatorio con la lengua. El Herald estaba en el mostrador de atrás, junto a la plancha de los bagels, abierto por la ya famosa foto mía besando a Selwyn. Lorraine no me deseó un buen día, como de costumbre. No me habló de sus hijos en la universidad. No dijo, como hacía a menudo, que le encantaría que fuera su hija. Murmuró «Repugnante», y se fue a la parte trasera.
Mi madre debe de haberse enterado. Pero aún no me ha dicho nada. No sé cómo sacar el tema. Sé que lee todos los periódicos de Boston en internet a diario, para implicarse en mi vida. No noto que nada haya cambiado. Hablaremos de ello, estoy segura. Pero ahora no es el momento.
Puede que esté paranoica. Solía esperar con impaciencia la llegada de la primavera en Boston para poder pasear por los parques del Commons. Ahora evito los lugares públicos. Mantengo las cortinas cerradas. Trabajo. Pero vuelvo a casa corriendo y me escondo. Selwyn y yo hemos intentado mantener cierta normalidad; alquilamos unos DVD por internet, comemos palomitas de microondas en el cuenco de plástico de Ikea, nos pintamos mutuamente las uñas de los pies en el suelo mientras se asa la carne. A Selwyn le han salido canas desde que todo esto empezó, y traga Maalox como si fuera agua. Es como una planta, y se muere poco a poco sin la luz del sol. No se queja de las nuevas cerraduras en la puerta, o de las amenazas en su buzón de la universidad. Pero lo sé. Lo sé. Si las cosas no cambian, la perderé.
– Tenía que enamorarme de una estrella de cine -bromea.
Pero hay un fondo de verdad en el tono de su voz.
El célebremente aburrido Gazette se unió a la caza de brujas, publicando encuestas y gráficos sobre la opinión pública del fiasco. Publicaron un editorial a favor de los gays, pero no fue de gran ayuda. Lauren se ha portado muy bien conmigo y ha escrito un par de artículos apoyándome, diciéndole al público que se meta en sus asuntos. Todas mis amigas me han apoyado excepto Sara, algo que no me esperaba. La gente no deja de sorprenderme.
Últimamente me preocupan más los locos, desde que el doctor Dobson está informando sobre mi sexualidad en ese programa de radio de la extrema derecha cristiana. Hay una cruzada nacional por e-mail para destruirme. Le han mandado a mi jefe una carta desde una página web que tiene colgado un mensaje de advertencia de difusión nacional. Soy una mujer perseguida, una mujer odiada, y el programa 60 Minutos quiere entrevistarme. (Les he dicho que no.)
Mis colegas ni hablan del tema. No me preguntan si estoy bien. Hacen como si nada hubiera cambiado, pero se sienten incómodos. Lo sé por cómo evitan mirarme en el ascensor. Lo sé porque somos la única fuente de información de la ciudad que no ha cubierto el tema de mi homosexualidad.
¿Qué hacer con tu corazón en un momento así? En la oscuridad y el frío del solitario comienzo de mis mañanas, siempre podía contar con la luminosa sonrisa y la charla de Lorraine para ayudarme a empezar el día. Compartíamos la solidaridad de quienes viven en la oscuridad, de quienes, ¿cómo decirlo?, sueñan despiertos. Soñábamos con una vida en la cara más remota del sol, levantábamos nuestras miradas soñolientas hacia las estrellas, esforzándonos por mantenernos despiertas. Solíamos hablar durante cinco o diez minutos. No era mucho. Pero era algo simbólico. Echo de menos la normalidad. Era reconfortante. A veces me regalaba el café. Ahora no soy bienvenida ni en mi propia vida.
Mientras esperaba en un semáforo en la camioneta ayer por la tarde, un vecino blanco, blanco como la miga del pan, se burló de mí en la entrada de su casa comiendo uvas de una manera grotesca.
Gritó:
– ¡Menuda pérdida! ¡Mírate! Además eres una negra guapa. Tú lo que necesitas es un hombre que te ponga en tu sitio.
Cacareó. Cacareó alto y claro como un loco. El mundo empezó a dar vueltas y no había dónde esconderse. ¿De verdad se sujetó el paquete con esas gordas manazas? ¿De verdad me sacó la lengua, grande, rosa e hinchada, este hombre al que saludaba por encima de mi valla?
Esta mañana he ido a trabajar aterrorizada, el corazón golpeándome contra el pecho, y ahora estoy aquí, en el oscuro aparcamiento subterráneo, con miedo a salir, borrando el contestador del móvil. Selwyn cree que le estoy dando demasiada importancia a lo que ella llama «la limitada y despreciable polémica de tu lesbianismo», pero Selwyn no es periodista. Yo sí. Tiemblo, y no de frío. El mundo me asusta. He dado las noticias durante cinco años. Padres que estrangulan a sus hijos. Hombres que torturan a los gatos. Gente que esclaviza a gente. Sé lo malo que es el mundo.
– No te obsesiones -dice Selwyn en mi cabeza.
Eso es imposible.
Enciendo la radio del coche y pongo la emisora de informativos AM. Tarda diez minutos, pero acaba saliendo. Liz Cruz es lesbiana. Cambio de emisora a un programa de debate con llamadas en directo.
El locutor se está riendo y dice:
– ¿Qué les pasa a estos hispanos, Jack? ¿Es que todos los guapos son gays? Primero Ricky Martin, ahora Liz. A mí Ricky me da igual. Mi esposa te desea, tío, así que tírate a todos los hombres que quieras, ¿me entiendes? Estupendo. ¡Pero Liz no! Mi esposa está feliz. Ahora se está vengando. Esta vida apesta. Lo próximo será que Penélope Cruz también es gay. Entonces me tiro por un puente.
Salgo corriendo del coche hacia el ascensor.
Paso por maquillaje y por la reunión matinal sin que nadie diga una palabra, aunque deduzco por cómo me miran de reojo que todos me quieren fuera de sus vidas. Por supuesto. Nuestros índices de audiencia están desplomándose. Todos fingen que les parece estupendo que siga aquí.
Preparo el informativo y hago lo que puedo para blindarme. Convertirme en la mujer de acero. Ahora soy invulnerable. Puede que no digan nada. Puede que me despierte de este sueño y todo sea como antes. No hay nada en las noticias sobre mí.
Acaba el informativo. Me dirijo al camerino para desmaquillarme. No me quito la chaqueta azul oscura ni las perlas. Llevo pantalones vaqueros porque nadie ve cómo visten los locutores por debajo de la cintura. Normalmente me cambio y me pongo un jersey o algo más cómodo, pero hoy no. Hoy no quiero sentir el frío aire de WRUT en el cuerpo. No quiero quedar expuesta.
El director de informativos, John Yardly, llama a la puerta, entra y suspira tres veces claramente antes de cerrar la puerta tras él. Es temprano, pero este hombre de pies enormes y gafotas ya brilla de sudor y huele a cebolla. No quiero ni imaginarme lo que desayuna.
– ¿Estás bien? -me pregunta.
Tamborilea con las manos en sus muslos. Siempre está inquieto como un gorrión, pero hoy más de lo normal. Fuerzo una sonrisa y le digo que sí.
– Me alegro -dice-. Porque todos estamos preocupados por ti. Ya lo sabes.
Sigo desmaquillándome y lo miro por un instante a través del espejo. Sus ojos mienten. Es la primera vez que ha mencionado el, cómo decirlo, escándalo. Y veo que le fastidia.
– Te lo voy a preguntar con toda normalidad -dice. Parece avergonzado-. Quiero decir, sin rodeos.
– Tranquilo, John -digo-. La palabra «normalidad» no me ofende.
Deja escapar una carcajada.
– Liz, ¿es verdad?
La rabia se apodera de mí. Me posee. Quiero irme volando. Necesito a Selwyn. Ella sabría qué decir. No se sentiría herida de esta manera. Ella lleva blindada muchos años. Esta ciudad, esta vida, es tan fría. Todo es frialdad.
– ¿Por qué? -pregunto-. ¿Habría alguna diferencia?
John niega vigorosamente con la cabeza y se ríe incómodo:
– No, claro que no -dice-. Soy tu amigo. Somos amigos, ¿verdad? Sólo quería que habláramos de ello y decirte que si es verdad todo el equipo de WRUT te apoyará y te defenderá.
– ¿Habéis hablado a mis espaldas?
– No, por supuesto que no. Pero como director del informativo, tengo que dejar claro que tienen que apoyarte. En otras palabras, nada va a cambiar.
– ¿Cambiar? ¿Como qué?
– Quiero decir que todavía eres nuestra presentadora favorita de la mañana.
– Oh, ¿hablas de bajarme de categoría o despedirme?
– No he dicho eso. He dicho que nada va a cambiar.
– No sería legal si lo hicieran -digo-. ¿Correcto? Massachusetts es uno de los estados donde es ilegal discriminar por ser homosexual.
– No, no lo sería -dice con sonrisa amarga-. Pero ése no es el tema. El hecho es que aunque cada día recibamos más llamadas e-mails (cientos de ellas, Liz, de dentro y fuera del país), pidiéndonos que nos deshagamos de ti, no vamos a hacerlo.
Cientos de llamadas. Han recibido cientos de llamadas.
– Podríamos preparar un comunicado -dice-. Intentar arreglar las cosas.
– ¿Declarando qué?
– Negándolo. Podríamos desacreditar a O'Donnell. De todos modos, todos la odian.
– ¿Por eso la mantienes en el programa cada semana? ¿Porque todos la odian?
– Honestamente, sí. La gente quiere escuchar lo que dice para discrepar con ella. Es cruel y vulgar. Tienes una gran ventaja sobre ella, Liz. El público piensa que eres buena y bonita. Piensan que Eileen es una zorra.
– Déjame pensar lo del comunicado -digo.
Tengo que reconocer que sería agradable recuperar el anonimato. Al mismo tiempo, sin embargo, hay algo liberador en que todos sepan la verdad al fin, incluida Sara. Sean cuales sean las consecuencias. Y la verdad es la verdad. Si le declaramos la guerra a Eileen O'Donnell y al Herald, habrá más gente siguiéndome, más secretos, más de la auténtica Elizabeth Cruz escondiéndose en los límites de mi vida, como si no tuviera derecho a ser yo misma.
– No tenemos demasiado tiempo, si decides hacerlo. Me gustaría entregar algo a los medios de comunicación en las próximas horas. Una cosa como ésta no puede quedar sin respuesta por mucho tiempo. Creo que ya hemos esperado demasiado, pero quería ver la reacción del público y ahora la conocemos. No están perdiendo interés. Tenemos que defendernos. Es mejor dar la cara.
– Lo sé. Te diré algo al final del día, ¿vale?
– De acuerdo. Buen trabajo esta mañana, como siempre.
Se levanta y abre la puerta. Cuando voy a pasar junto a él me detiene.
– Antes de bajar en el ascensor al garaje, creo que deberías ver algo. Ven conmigo.
Me lleva a su despacho, una vista de la calle desde el sexto piso. Es media mañana. El bullicio normal de un edificio oficial, gente con prisa de un lado a otro. Pero abajo, justo en la entrada de WRUT, hay seis personas embutidas en chaquetas y gorros, algunos con pancartas, otros con velas encendidas, la mayoría murmura al unísono. Un par llevan niños en brazos, otros alzan una cruz. Apenas oigo lo que dicen, pero puedo imaginármelo. Los he visto cuando entro y salgo del edificio durante las últimas ocho semanas. El fuego de su mirada me lo dice. Las pancartas lo dicen. «PENSAD EN LOS NIÑOS», dice una, y «¡NUESTROS VALORES SON NUESTRA SEGURIDAD!», dice otra. Las furgonetas de los informativos de las demás cadenas de la ciudad están aparcadas en la acera. Los periodistas entrevistan a los manifestantes.
– Todos me han pedido permiso para subir y entrevistarte -me dice John señalando con la cabeza a los periodistas que deambulan fuera-. Es justo la noticia que han estado esperando. Jodidos reptiles.
– Lo sé -digo-. Hijos de puta.
– Ya.
– ¿Por qué les importa? Es tan medieval.
John tarda en responder. Observa a la gente. Yo también. Los dos miramos fijamente durante un rato. Entonces me dice:
– Les importa porque todos te deseaban, los hombres. Y todas las mujeres querían ser como tú.
– No puede ser verdad -digo.
– Claro que lo es. Liz, el informativo no tiene nada que ver con informar. Tiene que ver con entretener. Es una cuestión de sex appeal. Si eres gay, o lesbiana, les da igual, ya no pueden fantasear.
– ¿Es eso lo que piensas?
– Es lo que sé. Mira a George Michael. ¿Cuándo fue la última vez que oíste una de sus canciones en la radio? Somos el número uno gracias a ti, Liz -dice-. Porque eres guapa, encantadora y dulce. Porque para esta ciudad eras la mujer perfecta. Una negra preciosa que habla como una blanca, pero que en realidad es hispana. Fue un maldito acierto. Nos quitamos todos los granos del culo cuando te contratamos. Nos enfrentaremos a esto juntos, ¿verdad?
Su última afirmación era tan ofensiva que no estaba segura de lo que hacer.
– No lo sé.
– Piénsatelo -dice con un suspiro de preocupación-. Sólo piénsatelo.
– Lo haré. ¿Puedo irme ya?
Asiente.
– Ten cuidado ahí fuera -dice-. La gente está loca. ¿Quieres que te acompañe el guardia hasta el coche?
Indico que sí con la cabeza.
La guardia, una gorda y masculina mujer, me mira con simpatía.
– No deje que le afecte -dice cuando monto en la camioneta-. No representan a la mayoría.
Me pongo un sombrero y gafas de sol antes de apretar el botón y abrir la puerta del garaje para salir a la luminosa luz del día.
Las luces de los flashes me ciegan.
– Jesús, María y José -digo.
Piso el acelerador hasta el fondo y me alejo de las cámaras, saltándome el primer semáforo en rojo para poner la mayor distancia posible. Los periodistas son peores que los manifestantes, forman un escándalo para aumentar sus niveles de audiencia. Tengo la extraña sensación de estar siendo devorada. Cruzo las tortuosas colinas del North End por calles secundarias y cojo la autopista por una entrada insospechada lejos de la estación.
He conducido tan bien para dar esquinazo a la gente que me siento como una delincuente. ¿Por qué tengo que sentirme así?, ¿sólo por ser quien soy? ¿Por qué tengo que esconderme y correr? Una vez en la autopista respiro hondo y acelero para que no puedan seguirme.
Pero ¿adonde voy? No quiero ir a casa o donde Selwyn. No puedo llamar a Lauren, o a Usnavys o a Rebecca porque todas están trabajando. Sólo queda Sara. Necesito hablar con alguien, desahogarme, y decidir qué hacer. ¿Me hablará? Tengo que pensar bien lo que estoy haciendo.
Uso el móvil para llamar a Selwyn a su oficina.
– No vayas a casa -le digo-. Los periodistas se han vuelto locos hoy.
– Dios mío.
– Mucho.
– De todas formas, vamos a cenar en casa de Ron esta noche -dice.
Ron es su compañero de trabajo, un profesor de voz amable que da un curso sobre literatura del odio. Él y su esposa nos han ofrecido su casa.
– De acuerdo -digo-. Pero ¿qué hago hasta entonces?
– Vete a algún sitio seguro donde no te hayan visto antes.
Sara.
Marco el número de Sara y contesta ella; suena cansada y aturdida.
No me cuelga, pero no habla.
– Por favor -le ruego-. Te echo de menos. Necesito hablar contigo.
– Liz, lo siento -dice-. No puedo. Estoy organizando un viaje con Roberto para la semana que viene. Lo siento. Estoy liada.
– ¡Sara! ¡Me quieren crucificar! -empiezo a llorar-. No sé qué hacer. Sé que no lo apruebas, pero ¿de verdad me odias tanto como para ver mi carrera destrozada por unos periodistas de mierda?
Después de unos momentos de silencio, cede.
– De acuerdo, puedes venir. Pero sólo un rato. Hasta que se nos ocurra qué hacer. Pero no puedes estar aquí cuando llegue Roberto. Me mataría.