Capítulo 10. REBECCA

Meto la llave en la cerradura, empujo la puerta y grito.

– ¡¿Brad?!

No hay respuesta. Cuelgo el chaquetón rojo detrás de la puerta, dejo caer el maletín y el bolso en el suelo de madera de la entrada y reviso los lugares habituales: la mesa del comedor, la nevera, el bloc de notas de mi escritorio. No ha dejado ninguna nota. Se me quita el dolor de ojos. Relajo el cuello y los hombros. Respiro hondo, abro de nuevo los puños. No está en casa. «Perdóname, Jesús», pienso, pero siento alivio. Lleva una semana sin aparecer.

Demasiado bueno para ser verdad.

La ducha caliente me sienta bien. Me recreo apoyándome en los azulejos blancos y cierro los ojos. Respiro hondo de nuevo. Me lavo el pelo sintiendo mis dedos en el cuero cabelludo por primera vez en mucho tiempo, sintiéndolos de verdad. Me froto el cuerpo tomándome mi tiempo. Hoy tengo la piel hipersensible. No puedo explicarlo. Me siento bien, joven.

«Tenemos que responsabilizarnos de nuestra propia imagen, porque nadie va a hacerlo por nosotros.» Repito en mi cabeza las palabras del discurso de esta noche. «No soy única. Hay miles como yo. Sólo necesitan una oportunidad.» Estoy lista. Esta noche será perfecta.

Una vez limpia, cierro el grifo de la ducha, coloco el tapón de caucho blanco en el desagüe, esparzo unas bolitas de especias y naranja en el agua, y lleno la bañera de agua caliente. Añado unas gotas de gel de sandía bajo el chorro, aprieto el botón del equipo de música del baño y empiezo a escuchar mi disco compacto de Toni Braxton. Me sé de memoria todas las letras. Me deslizo entre las burbujas, apoyo la cabeza contra la almohada del baño color melocotón y me pierdo en mis pensamientos.

Anulación. Anulación. Anulación.

Me da un vuelco el estómago cuando pienso en la ruptura con Brad.

Cierro los ojos, me deslizo en el agua, sumergiéndome e intentado eludir cualquier pensamiento negativo. ¿Es la anulación un pensamiento negativo dadas las circunstancias? No creo.

Anulación.

Salgo a coger aire, me miro las uñas rojas de los pies que se vislumbran entre las burbujas, me río en voz alta. Me siento bien. No puede ser un pensamiento negativo. He conocido a Marión Wright Edelman, a Colin Powell, y a Cristina Saralegui. Toda la gente famosa que admiro tiene algo en común: actitudes positivas. Evoco pensamientos positivos, todos los que puedo. Pero siento un cosquilleo en el vientre. No puedo concentrarme.

Mis manos recorren mi piel bajo el agua, los dedos buscan zonas placenteras que he ignorado demasiado tiempo. Me toco. Me siento culpable, pero siempre me siento culpable cuando hago esto.

Por algún motivo la cara de André sigue apareciendo ante mis ojos, sonriendo. Los hoyuelos. Muevo mi dedo en pequeños y lentos círculos en mi punto secreto, y siento una deliciosa tensión en las piernas. André, fuerte y grande. ¿Cómo tratará a una mujer en la cama? Casi digo su nombre en voz alta. Hoy ha vuelto a llamar a la oficina y ha dejado otro mensaje a mi asistente. Esta vez: «Espero que bailes». Es atrevido e inapropiado.

Me excita.

Oigo a Consuelo golpear la puerta con el aspirador mientras limpia la habitación. Modero mis pensamientos, detengo mis manos, temiendo que me descubra. Aprieto de nuevo las piernas, espero sin respirar, el silencio es tal que puedo oír las burbujitas estallar en la superficie del agua. Cuando se aleja el sonido del motor, empiezo de nuevo. Me pregunto si Brad encuentra a Consuelo «terrenal». Pensamiento negativo. Zas, zas.

Sumergida de nuevo en anaranjada agua de sandía con André. Sexy. Zas. Es inútil. Mi cuerpo vibra por él. Me toco cada vez más rápido, hasta que mi cuerpo explota en un millón de estrellas.

Abro los ojos. ¿Qué he hecho? Parece que hubiera demasiada luz. Que el aire estuviera demasiado quieto. Me invade la culpa. Como siempre, sigo adelante, intento olvidarme.

Cambio el paisaje a las montañas de Sandia después de una tormenta de nieve, limpia y fresca. Respiro el color del cielo de mi ciudad natal, un azul luminoso, claro y suave. Tiro del tapón y salgo del agua caliente, me envuelvo en una gruesa toalla de algodón blanca y entro en mi impecable vestidor.

Si no tuviera que hablar, me pondría algo un poco llamativo, quizá el vestido largo negro con la chaqueta de terciopelo bordada. Pero esta noche necesito algo que transmita fuerza, dignidad y el espíritu triunfante de una minoría emprendedora.

Alberto, mi comprador personal, eligió un elegante traje de chaqueta negro con un corte que me hace más alta. Lo llevó a la costurera para ponerle en los puños unos detalles mexicanos rojos y amarillos. También escogió los zapatos y el bolso, insinuantes sin ser provocativos. Los accesorios son pequeños y artesanales. Deben de ser de alguna parte del sur de la frontera. Un buen detalle.

Los conjuntos que llevan algunas mujeres a los encuentros de la Asociación de Comerciantes Minoritarios me dejan perpleja. Desgraciadamente, muchas mujeres hispanas se ponen en ridículo -y también a los demás- apareciendo con vestidos de baile de gala. Las de peor gusto son caribeñas. Les gustan los colores tan chillones como sus voces, y piensan que el escote es un recurso comercial.

Podrías coger una muestra al azar de los vestidos que llevan las mujeres a estas reuniones y asociar cada atuendo al grupo étnico exacto, sin ver a quien lo lleva. Un vestido ajustado con vuelo abajo, latina. Cualquier traje o vestido con un sombrero sofisticado o un broche excesivamente vistoso, afroamericana. Los trajes más conservadores son los de las americanas asiáticas. Un apretado corpiño con modestas zapatillas de boudoir, una hispana. No miento cuando digo que he visto mujeres en nuestras reuniones vestidas así.


Llego pronto al hotel y me inscribo con los organizadores. Haré la mayor parte durante el almuerzo, lo que es un alivio porque me siento incómoda comiendo delante de los demás. Poca gente entiende mis hábitos alimenticios y estoy harta de explicar por qué evito la cafeína, el azúcar, la grasa, la carne y los productos lácteos. El organizador me dice que me sentaré en el salón principal, en la mesa encabezada por André Cartier, a petición de André. Al escuchar su nombre se me acelera el pulso.

Hago acto de presencia en el cóctel informal previo que tiene lugar en una de las salas de conferencias pequeñas. Me trabajo a la gente dando la mano, memorizando nombres y moviéndome rápido para saludar al siguiente. Me asombra la cantidad de gente que parece no entender el propósito de un cóctel. Uno no va a un cóctel de negocios para socializar con sus amigos o con personas que ya conoce. Uno no va a un cóctel para comer y beber. Uno no va a dar rienda suelta a su agorafobia quedándose pegado a una pared mientras ve hablar a los demás.

El propósito de un cóctel es hacer posibles contactos de negocios y que lo conozcan a uno. Es increíble la cantidad de gente que todavía va a estas cosas con sus amigos de la oficina y se queda de pie en un sitio con una bebida en la mano derecha. Se supone que debes sostener la bebida con la izquierda, porque la derecha es la que ofreces a las personas que vas saludando. No das una buena impresión ofreciendo una mano fría y húmeda.

La gente empieza a entrar en el salón y se sienta a sus mesas. Me uno a ellos. Muchos cometen la equivocación de abrir la servilleta y ponerla en el regazo antes de tiempo, o lo que es peor, se olvidan completamente de ponérsela. El momento apropiado para ponerse la servilleta es, por supuesto, después de que lo haga quien preside la mesa (no nada más sentarse, como piensan muchos).

André llega justo a tiempo. Claro. Ése es uno de los motivos por los que tiene éxito, estoy segura. Es puntual. Es alto, con la piel muy oscura, negra, es atractivo en el sentido más clásico. Impresiona vestido de esmoquin, con pajarita y faja color terracota.

Lo veo al otro lado del salón, dando la mano, sonriendo y saludando a los asistentes. Sus modales son intachables y exquisitos. Como ocurre con las personas más sofisticadas, es tan natural en su gentileza que no te percatas de que está siendo gentil. Está totalmente centrado en los demás, en la gente que va encontrando a su paso. Les demuestra interés, hace que se alegren de conocerle. ¿No es ése el objetivo? La gente no te encuentra irresistible porque le impresione quién seas, te encuentra irresistible cuando haces que se sienta bien por haberte conocido.

Me levanto para saludar a André, y él pasa grácilmente de un leve apretón de manos a un cortés abrazo y a un caluroso beso en la mejilla. No ha saludado así a nadie más.

– ¿Cómo estás, Rebecca? -pregunta buscándose en mis ojos.

Los suyos son perfectos, almendrados y oscuros. Huele a canela. Me excita estar cerca de él.

– Estoy bien, André, gracias -digo con una ligera agitación en la voz-. ¿Y tú?

– Muy bien, gracias -dice con su acento británico.

Seguimos hablando de pie. Me felicita por un reciente artículo que ha publicado sobre mí la revista Boston. Le felicito por un artículo que vi la semana pasada en el periódico sobre la adquisición de una empresa de software más pequeña por parte de su empresa. La gente se acerca y socializamos con la confianza y la soltura de auténticos profesionales.

Cuando nos sentamos, todos prestamos atención al presentador. André se acerca y me susurra al oído:

– Estás deslumbrante esta noche, Rebecca. Verdaderamente deslumbrante.

Me ha sorprendido. Pienso en devolverle el cumplido, porque él también está sensacional, pero no creo que sea correcto por mi parte. Sonrío gentilmente y se lo agradezco, consciente del rubor en mis mejillas. Me observa y se me queda mirando más tiempo del apropiado.

Después de dar la bienvenida a los nuevos miembros y de ponernos al día respecto a los problemas de la organización, incluidas las contrataciones, promociones y otros hitos importantes, se anuncia la cena. Los camareros empiezan a llevar las ensaladas a las mesas, y los comensales empiezan a comer, algunos en el momento correcto, otros no, algunos con los tenedores correctos, otros no. Una de las organizadoras se me acerca para indicarme que debo acercarme al estrado. Me excuso y la sigo. Me sorprendo cuando la luz ambiente disminuye y proyectan un video de cinco minutos sobre el éxito de Ella en una pantalla al fondo del salón. No tenía ni idea. Contengo las ganas de llorar. Los asistentes aplauden y me aclaman cuando finaliza el video y subo los peldaños del podio. De pie aquí, frente a más de mil personas, vuelvo a darme cuenta: esto es lo mío. He alcanzado mi meta.

Pronuncio mi discurso. La gente se ríe cuando esperaba que lo hiciera y aplaude cuando esperaba que lo hiciera. No aludo a mi vida personal, salvo para agradecer a mis padres haberme inculcado una sólida ética laboral y un firme compromiso profesional. Con una sincera sonrisa cuento la increíble historia de André Cartier y su cheque mágico, utilizándola como ejemplo para que los asistentes que han triunfado sean valientes y ofrezcan ayuda a los demás. André se levanta cuando se lo pido y acepta la ovación. Siento que me estremezco involuntariamente cuando le miro. Me repongo y termino el discurso.

La gente se levanta para ovacionarme. Regreso a la mesa y a un André exultante. Me tomo los trozos de ensalada que no están contaminados de pastoso aliño.

André me ofrece champán para celebrar nuestro éxito con la revista, pero rehuso. No bebo. Él bebe solo, mirándome con una sonrisa en los ojos. Una sonrisa sexy. Me doy cuenta de que estoy muerta de hambre.

Miro a lo lejos y me lleno el estómago de agua.

Después de cenar, un grupo de rhythm amp; blues empieza a tocar los éxitos de Stevie Wonder, y la gente se acerca a la pista de baile. André me guiña un ojo.

– ¿Vas a acceder esta vez?

– No -digo-. No sé bailar.

– Todo el mundo es capaz de bailar -dice.

– No es que no me guste bailar -digo-. Honestamente, es que no puedo.

– Tonterías -dice.

Aunque jamás hablo de mí, le cuento la vez que intenté bailar en la universidad consiguiendo, tan sólo, que las temerarias se rieran de mí. Recuerdo que Lauren aprovechó la oportunidad para recordarme que era «india», y no lo soy. «Tu gente no puede bailar», me dijo. Jamás lo olvidaré.

– Eso no son amigas -dice simplemente.

– Sí, sí lo son. Sólo que son muy sinceras. Tengo dos pies izquierdos.

Continúa mirándome a los ojos en silencio. Alza una ceja y espera.

– No puedo bailar -repito.

Me siento incómoda.

– Tonterías -dice.

– Parezco una idiota cuando bailo.

Se levanta y me ofrece su mano.

– ¡No! -protesto.

– ¡Sí! -dice. Se acerca y me acaricia la mejilla con un dedo-. Puedes.

Y allí, zas, allí está. El deseo por segunda vez hoy. Y pensar que casi había olvidado lo que se siente.

Me coge la mano con suavidad.

– Ven.

Me pongo de pie.

– No sé.

– Tan sólo relájate -dice.

– Te lo advierto, no es culpa mía si te piso y te hago daño.

Se acerca, me mira a los ojos y susurra sugerente:

– Creo que me gustaría que me hicieras daño… un poquito.

Me ruborizo de pies a cabeza, pero no digo nada.

El grupo pasa de Stevie Wonder a algo vagamente reconocible. André me arrastra hasta la pista y sonríe. De repente me pongo muy nerviosa. La música es buena, el grupo es bueno, y reconozco la canción de mis tiempos de secundaria, una vieja canción funky con mucho bajo; algo sobre fresas. André se mueve con soltura, despacio, y no puedo evitar notarle, sexualmente. No es que esté dispuesto, es simplemente que es una de esas personas que están llenas de energía sexual, una persona poderosa, inteligente, segura y feliz. Las mujeres de alrededor le miran.

– Así -dice, sacudiéndome por los hombros con sus imponentes manos-. Suéltate. Disfruta de la música.

Doy un paso a un lado, acerco el otro pie, paso-juntos, paso-juntos. Incluso yo me doy cuenta de que estoy rígida. Podría estar en clase de aeróbic.

– Así -dice con una sonrisa triunfal-. Así.

Me siento como si marchara en un desfile militar. Mi cuerpo no se mueve con la música, por lo menos no cuando me miran. Paso-juntos.

André se adapta a mis movimientos y añade un poco de su cosecha, exhibiendo unos modales impecables incluso ahora. Me acuerdo de algunas letras de hace mucho tiempo, de cuando la vida era más sencilla. Musito la letra.

– ¡Así! -André grita por encima de la música-. Déjate llevar.

Siento la cabeza ligera. Estoy disfrutando. ¿Es eso un pecado? Cuando te casas con un hombre, ante Dios y tu familia, se supone que amputas de tu corazón la capacidad de sentir lo que estoy sintiendo ahora mismo. Se supone que no debes perder el aliento al lado de otro hombre. Se supone que no debes preguntarte cómo sería estar con él en lugar de con tu propio marido, no debes soñar con pasear juntos por la orilla del río Charles en primavera.

Cambia la música a una canción más lenta. André se acerca más a mí y retrocedo. Me deja guardar la distancia, pero seguimos bailando. La canción es melancólica y empiezo a ponerme un poco triste a mi pesar. Me acerco a su oído.

– ¿Crees que soy simple? -susurro.

Inclina su cabeza de lado como un pájaro para aparentar una extrañeza divertida.

– ¿Simple? No, no es lo primero que me viene a la mente cuando pienso en ti. ¿Por qué?

– Bien. ¿Cómo me describirías? Tengo curiosidad.

Sonríe abiertamente, me acerca más a él, me agarra firmemente y nos movemos juntos. La gente nos observa, lo sé.

André empieza a hablarme muy bajito al oído:

– Rebecca Baca, en mi opinión, es inteligente y lo sabe. Es culta y lo sabe. Es espectacularmente guapa, pero no lo sabe, y está muy sola, pero no lo confiesa.

Quiero dar la vuelta y salir corriendo, alejarme. Distanciarme de lo que siento. Me retiro, pero me acerca de nuevo dulcemente.

Prosigue, bajito, rápido y apremiante:

– Rebecca Baca es la mujer en la que pienso cuando voy a dormirme y la mujer en la que pienso cuando me despierto por la mañana. Es la mujer más asombrosa que conozco.

No puedo controlar mis latidos, siento la sangre fluir hasta derramarse por el suelo. Me siento débil de pura alegría. No sé qué decir; no estoy preparada para esto. Bailamos hasta que el grupo deja de tocar, pero ya no quiero parar.

– ¿Sabes? -dice cuando recogemos los abrigos del guardarropa y nos dirigimos al aparcacoches-, podríamos seguir. Es viernes por la noche. Conozco buenos clubes en la ciudad.

– Es tarde -digo.

– No es verdad, no es verdad -dice con una sonrisa amable mirando el Rolex-. Sólo son las once.

– No creo que sea correcto -digo-. Debes saber que…

Parece confundido, ofendido.

– Estoy casada, André. Y soy un personaje público. Quiero decir que… No porque, bueno…

Me sostiene la mirada y sonríe mostrando sus hoyuelos.

– ¿Sabes? -dice-, todavía no conozco a tu marido. No ha venido a un solo acto.

– Ya lo sé.

– No creeré que estás casada hasta que le conozca.

Frunce el ceño poniéndose serio y me coge la mano para besarla dulcemente.

– Si fueras mi esposa, estaría en todos los actos celebrando tu éxito.

– Estoy, estoy casada.

– ¿Felizmente?

Trago con dificultad. Me ha pillado.

– Sí -miento-. Felizmente casada.

Es la primera vez que recuerdo haber tenido un tic. La boca se me mueve.

André lo nota y sonríe.

– Me dijiste que no podías bailar -dice arqueando una ceja-. Eso era mentira. Estás completamente segura sobre tu marido, ¿no?

Entrego la ficha al aparcacoches, logro controlar mi cara y le sonrío.

– Buenas noches, entonces -digo-. Nos vemos otro día.

Nos quedamos en silencio hasta que traen mi coche. André me abre la puerta con delicadeza y subo. Cuando cierra, dice:

– Júrame que estás felizmente casada y dejaré de presionarte.

Evito su mirada, meto la llave en el contacto y me marcho sin responder.

No quiero que Dios sepa la respuesta.


No me gusta ilustrar esta columna con anécdotas sentimentales. Es un truco barato de esta profesión y juré en la escuela de periodismo que si alguna vez tenía mi propia columna no haría jamás lo que llamo «el Paul Harvey». Pero la rabia me obliga a compartir con ustedes momentos personales conmovedores. Vean, tengo una amiga cuya generosidad es incomparable dentro de mi círculo de amistades. La demostró por primera vez en la universidad, cuando al ver a una mujer pobre sin abrigo estremecerse en una tormenta de nieve, le regaló no sólo su propio abrigo sino el gorro, los guantes, el echarpe y la taza desechable de té caliente que acababa de comprar. Y veinte dólares. Siguiendo las enseñanzas de la Biblia, libro de cabecera de la citada amiga, dona el quince por ciento de su sueldo a obras benéficas, a veces más. Siempre que me burlo de la gente cuando estoy con esta amiga, que es aproximadamente cada seis minutos, me pregunta qué necesidad tengo de ser tan mala. Conozco mucha gente egoísta e irascible. Se encuentran fácilmente. Pero no conozco mucha gente como Elizabeth Cruz.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

Загрузка...