Capítulo 19. LAUREN

Amaury se acaricia los marcados abdominales, bajo las sábanas, a mi lado. Acabamos de hacer el amor con el canto matinal de los pájaros como banda sonora. Fatso está sentada en el marco de la ventana, molestándolos como si fueran a caerle en la boca, comida para llevar recién encargada. Nadie ha conseguido demostrar la inteligencia de esta gata. Amaury lleva un mes quedándose todas las noches y ya se ha acostumbrado a él. Yo también. No quiero que se vaya. Ni siquiera para ir a clase.

En los tres meses que llevamos juntos, he aprendido a querer a este hombre.

La ventana del dormitorio está abierta, y el increíble y salado aire primaveral de Boston acaricia nuestros cuerpos desnudos. Me siento libre, por primera vez en mi vida, realmente libre. Y feliz. Anoche, antes de quedarnos dormidos, me preguntó con una mirada asustada:

– ¿Te importaría oír algo que he escrito?

Era un pequeño cuento, a lo García Márquez. Me quedé de piedra. Mi español no es nada del otro mundo pero estar conAmaury me ha ayudado a pulirlo. Este chico sabe escribir. A pesar de ser un traficante. Hay música en sus palabras. Merengue. Y no merengue de Puerto Rico, que ahora lo distingo del dominicano. El merengue dominicano mola. ¿El puertorriqueño? No.

Las temerarias creen que estoy loca. Creen que un tipo tan guapo, con largas pestañas, que anda contoneándose, que huele a CK-1, que lleva un busca barato, al que le es indiferente llevar los cordones atados, que conduce pavoneándose por Centre Street y que conoce a cada personaje sospechoso… mierda, todas pensamos que un tipo así no puede ser bueno. Ni de casualidad. Se ríen de hombres como él. Y no sólo las temerarias. Cuando paseamos por Stop and Shop cogidos de la mano, todas las latinas de cierto nivel se ríen de nosotros. La gente de su clase también. Sus amigos creen que ha perdido el juicio por salir con una mujer independiente y educada como yo.

– Te quiero -le digo.

Se inclina sobre mí, me besa los párpados.

– Yo también te quiero.

– No vayas a clase. Quédate aquí todo el día. Vamos a jugar.

Amaury se ríe.

– Ojalá pudiera. Lo siento.

Sale de la cama y observo el corazón que tiene tatuado en la espalda. Está fuerte, hace pesas. Macizo.

– Voy a bañarme -dice en inglés-. ¿Vienes, mami?

– Quiero dormir -digo, soñolienta-. Unos minutitos más.

– Está bien -dice.

Cierro los ojos y floto de felicidad mientras el agua corre arriba.

No tenía previsto enamorarme de Amaury Pimentel, el camello. Admito que empecé a salir con él por despecho hacia ese engreído vaquero texicano. Pero después no. De repente, me vi mirando fijamente el cursor sin poder escribir ni una frase porque Amaury bailaba en mi cerebro. Un día Jovan vino a verme como suele, jugando con sus rastas, intentando coquetear. Y ya no me interesaba. Ni Jovan, ni Ed, ni nadie.

Sólo podía pensar en Amaury doblando cuidadosamente su ropa con las manos llenas de cicatrices. Sueño de día con la cicatriz de bala en su hombro y con su forma de llorar cuando oye una canción triste. Pienso en el collar de bolitas multicolores que lleva en el cuello, y en cómo lo coge con la mano como si fuera una única y flácida flor cuando se lo quita. Se santigua con él, se lo lleva a los labios con la cabeza inclinada en una oración por su salvación y seguridad en la calle, y por la salud y bienestar de su querida madre. Que Dios la bendiga, como dice siempre. Dios la bendice.

Amaury me sorprende constantemente. Hace cuentas en su cabeza que yo ni siquiera soy capaz de hacer con papel y lápiz. Tiene más sentido común que yo en toda mi vida junta, y nunca le da miedo decirme que actúo irracionalmente. Lee cuando veo la tele, dice que la vida es muy corta para perderla con la «caja boba», como la llama. Ahora lo único que quiero hacer es entregar mi columna e irme a casa, porque dentro de unas horas, Amaury llamará a mi puerta y entrará en mi mundo como el más bello y desafiante enigma al que me haya enfrentado jamás. Y adoro cómo se mueve en la cama, el poder de sus brazos, y la osadía de sus exploraciones. Nunca piensa que huelo mal, aunque así sea. No se molesta cuando no me depilo. Nunca piensa que estoy gorda.

¿Sigo llamando y colgando a Ed varias veces al día? Sí. ¿Me llama después y me dice que sabe que soy yo porque se registra mi número, y que si no dejo de molestarle me va a denunciar? No estoy orgullosa de ello, pero sí. Me da igual. Odio tanto a ese hombre que podría matarlo con mis propias manos.

Amaury vuelve al dormitorio, se pone los calzoncillos, sus vaqueros anchos, camiseta y cazadora, el collar, las botas y las gafas de sol. Y colonia. Olor a hombre. Me encanta ese olor a hombre. Me da un golpecito en el hombro para despertarme.

– Me voy -dice.

Me besa. Lo abrazo, cierro los ojos, y recorro su mejilla y cuello con mis labios.

– ¿Vuelves?

– Después de clase. ¿Quieres que compre algo?

– Copos de avena -digo.

Estoy comiendo mejor, y por primera vez no he engordado pese a sentirme feliz. Amaury me sugirió que comiera más a menudo, pequeñas cantidades, y que bebiera mucha agua. Está funcionando. Si me olvido, allí está él para recordármelo, con un vaso de agua y una tostada de pan integral. ¿Quién lo hubiera pensado?

Amaury acude a un curso de inglés para extranjeros y a uno de literatura española en el Roxbury Community College por las mañanas. Cuando se lo conté a las temerarias, no me creían. Es muy listo. No lo entienden.

Técnicamente, Amaury vive con su hermana, aquí en Jamaica Plain, no muy lejos, en la calle Washington por la parte de Franklin Park. Ella vive en ese barrio miserable, donde todas las casas de tres pisos se parecen: desvencijadas, desconchadas y tristes, como si alguien se les hubiera sentado encima. La madera del porche se deshace, cubierta de graffiti. Las latas vacías y las envolturas de caramelos parecen brotar de algún oscuro rincón. Hay unos cuantos arbustos esmirriados, pero no están allí por placer estético, sino para esconderse cuando la poli hace una redada. Hemos pasado por allí, pero todavía no me ha presentado.

Que conste, Amaury no vive en casas de protección oficial, como piensa Usnavys, y tampoco tiene ningún hijo. Le pregunté todo eso, y sacudió la cabeza.

– Ella cree que soy el Árabe -dice-. Hay un tipo en el barrio que se parece a mí y nos confunden todo el tiempo. Nos parecemos mucho, y eso me causa grandes problemas. Es un idiota. Le odio. La gente me para todo el tiempo porque creen que les debo dinero, pero es el otro tipo al que buscan.


Más tarde, ese mismo día, Amaury me recoge en la oficina en su Accord negro con un ambientador de manzana verde colgado del espejo retrovisor.

– Tengo que ir a ver a mi hermana -dice-. ¿Quieres venir?

– Está bien.

Nunca me había invitado a conocer a su familia. Me siento halagada. Miro mi aspecto en el retrovisor, y retoco lo que tiene que ser retocado.

El viaje es tranquilo, el coche huele bien. Nunca he visto a alguien cuidar el coche tanto como Amaury. Podrías pensar que es un ser humano, por cómo le habla, lo acaricia, lo alimenta, le da de beber, lo limpia, y le pasa un pequeño aspirador portátil que guarda en el maletero.

Tiene una cinta puesta y canta una canción que siempre le pone triste. ¿Creerías que un gran macho dominicano como él, un tipo de un país donde los hombres creen que tienen el derecho divino de enrollarse con cuatro mujeres a la vez, lloraría por cualquier cosa? Pero Amaury es diferente. Llora a la primera de cambio.

Conduce a casa de su hermana cantando con aire triste y una mano en el volante. Sacude la otra teatralmente, como si estuviera actuando para una gran multitud. Los caminos de la vida, no son como yo pensaba, no son como imaginaba, no son como yo creía.

– Era tan joven cuando vine -dice cuando termina la canción-. No es justo.

En ese momento, pasamos por el refugio de los sin techo en Jamaica Plain, a la altura de Franklin Park, y Amaury mira a unos tipos sentados fuera en una mesa de cemento fumando cigarrillos y vestidos con ropa de beneficencia.

– Ay, Dios mío -me dice, mientras los señala-. Eso si me da mucha vergüenza.

Verlos le pone tan triste que casi vuelve a llorar. En español, me pregunta:

– ¿Lo ves? ¿Ves cómo son las cosas para la gente como yo? Éstas son nuestras opciones.

Cuando llegamos a la desvencijada casa marrón de tres pisos donde vive su hermana, veo a un chaval en el balcón del primer piso, mirándonos. Está en camiseta y ropa interior, y empieza a saltar cuando ve a Amaury.

– Hey, Osvaldo -dice Amaury aparcando junto a la puerta principal-. Métete dentro antes de que cojas frío. ¿Qué haces aquí fuera?

Sólo he estado en apartamentos así por trabajo, normalmente cuando ha habido un tiroteo o durante un arresto. Cruzamos la puerta principal, que no es exactamente tal, porque falta la puerta. Es un agujero en la pared con bisagras oxidadas donde antes había una puerta. El vestíbulo comunitario huele a lejía y a pis, y está oscuro. La vieja lámpara se ha despegado de la pared, y los restos de lo que estoy segura es pintura de plomo cubren los escalones.

– Ese propietario cabrón todavía no ha arreglado la luz -dice Amaury, pegando un puñetazo en la pared-. Deberían meterlo en la cárcel por cómo trata a la gente que vive aquí. Cree que somos animales. Le digo a mi hermana que no pague el alquiler hasta que arregle las cosas, pero ella le paga igual. Le tiene miedo.

La hermana de Amaury vive en el primer piso. Cuando llegamos, está barriendo el pasillo cerca de la puerta de su casa. Su robusto cuerpo está embutido en unos pantalones vaqueros rojos muy ceñidos y lleva una sudadera blanca con lo que debió de ser una imagen de Santo Domingo. Lleva el pelo estirado, recogido en una coleta, y parece la joven más vieja que he visto en mi vida, con pronunciadas ojeras bajo unos bonitos ojos color avellana.

– Hola, Nancy -dice, y le da un abrazo.

Ella lo abraza también.

Entonces, en español, le dice:

– Quiero presentarte a mi novia.

Extiendo la mano para estrechársela, y ella parece sorprendida. Me extiende una mano que saca de atrás, donde intenta deshacer un nudo, y me la estrecha insegura.

– ¿Cómo le va? -le pregunto.

– Ahí voy -contesta.

Es una respuesta triste, de una mujer triste.

Osvaldo cruza la puerta astillada que comunica el pasillo con el balcón donde lo hemos visto. Lleva calcetines, camisa y ropa interior, y sostiene un gatito llorón en una mano. Tiene un ojo lleno de pus. Quiero llorar. En la otra mano sostiene un juguete, un robot de plástico al que le faltan los brazos. Sonríe y observo que este muchacho va a ser aún más guapo que su tío.

– ¿Qué te he dicho? -le grita Amaury, levantando la mano como para pegarle-. ¡Entra en casa! ¡Te vas a poner malo!

Y a su hermana:

– Pero ¿qué haces dejándole andar por ahí así? Hace frío. Le he comprado ropa, úsala. ¿Qué te pasa?

Nancy lo ignora y sigue barriendo. Si esta mujer alguna vez tuvo un ápice de energía o alegría en el cuerpo, hace tiempo que la perdió. Amaury y yo entramos en el apartamento.

No hay mucho que ver, sólo un largo y retorcido pasillo con una serie de habitaciones a cada lado. Hay tres dormitorios, un salón, una cocina y un baño. Un chico mayor, gordo y jadeante, está sentado en el suelo del salón jugando a las canicas. Las tira al suelo y mira cómo ruedan hacia un lado del cuarto. No tiene que empujarlas para que rueden; pura gravedad. El apartamento se inclina hacia un lado, y me da la impresión de estar en una atracción de feria.

– Jonathan -Amaury regaña el chico-. Levántate y ve a limpiar tu habitación. ¿Has hecho los deberes?

El chico lo mira con ojos caídos, como los de una vaca. No tiene pinta de ser muy inteligente, siento decirlo. Respira con la boca abierta, y me mira.

– ¿Quién es la guapa señorita? -pregunta.

Amaury levanta la mano de nuevo, como si fuera a pegarle.

– No seas maleducado -dice-. Ésta es Lauren, mi novia. Ahora vete a hacer los deberes.

Jonathan se levanta y se tambalea hacia la cocina en su chándal ajustado con camiseta de Bugs Bunny. Lo seguimos. De pie junto a una cocina diminuta y removiendo un par de ollas de aromática comida, hay una mujer mayor con un brillante pelo pelirrojo, raíces grises y negras, pantalones cortos negros y suéter de leopardo. Su arrugado pecho sobresale del escote. Sonríe con los labios pintados de rojo, el lápiz de labios decora sus dientes amarillos.

– Cuca -dice Amaury, mientras se inclina para darle un beso-. ¿Cómo estás hoy?

La mujer le devuelve el beso con un tintineo de pulseras baratas, y vuelve la cara hacia mí.

– Ésta es mi novia, Lauren -dice Amaury.

– Encantada de conocerte -dice Cuca en español.

Tiene una voz ronca de fumadora empedernida.

– Igualmente -contesto, en español.

– ¿Eres americana? -pregunta.

– Mi padre es de Cuba -digo con un español con marcado acento.

Ella y Amaury se ríen a carcajadas.

– Tú eres americana -dice Cuca, dándome una palmadita condescendiente en el brazo.

– Mi pequeña belleza americana -dice Amaury, y me besa.

Jonathan está de pie delante de la nevera abierta, comiendo trocitos de queso de la palma abierta de su mano, masticando con la boca abierta. Es un gordo. Amaury le aparta del camino y cierra la puerta de un golpe.

– Dame eso -dice quitándoselo-. Deja de comer tanto. Te estás poniendo gordo. Vete a hacer los deberes como te he dicho.

El chico se ríe, aunque veo en su mirada que está dolido.

– No hay por qué decirle eso -digo, cuando el muchacho sale del cuarto.

– Sí -dice Amaury-. Está gordo. Míralo.

– Estás hiriéndole. En su autoestima.

Una palabra que aprendí en un programa de televisión en español.

Amaury ignora mi comentario.

– ¿Quieres tomar algo? -pregunta.

Abre uno de los armarios, y me asusto al ver la calle dentro.

– Dios -digo-. Hay un agujero en la pared.

– Sí -dice Amaury con una sonrisa de sabelotodo-. A eso me refería antes. El propietario es un cabrón.

Nos sirve un zumo de uva en un par de frascos que hacen la vez de vasos, y volvemos al salón. Aparece una adolescente hablando por el teléfono inalámbrico. También es muy guapa. Habla en inglés, riéndose tontamente con un amigo. Se acerca al sofá de piel negra y se sienta. Lleva pantalones vaqueros anchotes, un suéter ajustado a rayas y pendientes de oro grandes. Algo en ella me recuerda a Amber cuando la conocí por primera vez en la universidad. En la parte delantera de su melena larga y oscura lleva mechas gruesas rubias y rojizas. Tiene unos bonitos ojazos. No lleva maquillaje. Tiene la piel lisa y perfecta. No sé quién desembarcó en la República Dominicana, pero dio lugar a gente guapísima.

El mobiliario de la habitación está bien, estilo nuevo inmigrante. Muebles de cuero, mesita de café de cristal, parecido al mobiliario de Usnavys. ¿Por qué será que los inmigrantes, no importa de dónde vengan, siempre compran este tipo de muebles y los cubren de plástico? Pueden ser de cualquier parte del mundo, pero siempre tienen esas vitrinas llenas de figuritas cursis y lámparas de pie que parecen flores de tallo largo. El dormitorio siempre es de madera barnizada con bordes dorados. Las cortinas son rosas, de encaje, y todo está impecable y ordenado. Un mueble acoge el televisor, que está apagado, y el equipo de música que enciende Amaury, liberando un merengue de Oro Sólido.

– Bájalo, estúpido -grita la adolescente en un inglés áspero y torpe que la ayudará a defenderse en las calles algún día, pero que nunca la ayudará a encontrar un buen trabajo o a entrar en una universidad, o, por qué no decirlo, a acabar la secundaria. Se tapa un oído haciendo un esfuerzo por atender a lo que le están diciendo por el teléfono.

– Vete a tu cuarto -dice Amaury-. Y deja el teléfono. Hablas demasiado por teléfono.

Le quita el teléfono y habla con la persona que está al otro lado de la línea. Contrae la cara enfadado y cuelga.

– Pero ¿qué haces? -grita la jovencita, intentando golpearle con unos brazos raquíticos y unas uñas largas muy pintadas, llena de anillos y pulseras.

– Ya te lo he dicho, no quiero verte hablando con chicos. Ningún chico, ¿me oyes? Eres demasiado joven. Céntrate en tus estudios.

– Te odio -dice, tratando de arrebatarle el teléfono.

Él lo sostiene por encima de su cabeza.

– ¿Qué te he dicho? Vete a tu cuarto.

La chica obedece, pero con una mirada de furia que hace mucho tiempo que no veía.

– ¿Siempre eres tan duro con ellos? -le pregunto en inglés.

Me contesta en español:

– Ésta es una de las cosas que más odio de este país. Aquí levantas la mano a un niño, y terminas en la cárcel. En Santo Domingo los niños te tienen respeto. Aquí no hay respeto porque no se les puede disciplinar.

– Al pegarle a un niño sólo se le enseña a tener miedo -digo-. Ser demasiado estricto con un adolescente es invitarle a rebelarse.

– Bueno, aquí es donde vivo. ¿Te gusta?

Otra cosa que me asombra de Amaury: nunca discute o guarda rencor. Deja las cosas correr. Te permite discrepar.

– Está muy bien -digo.

– Ven aquí.

Me lleva al dormitorio delantero, un cuarto diminuto con tres camas individuales.

– Aquí es donde duermo -dice-. Comparto el cuarto con Osvaldo y Jonathan. ¿Crees que está tan bien?

No. Es triste y pequeña. Pero está limpia. Hay cientos de libros en español apilados en una esquina. El apartamento entero está muy bien cuidado, decorado dentro de sus posibilidades, lleno de los olores de una buena comida y el sonido de la música.

– Podría ser peor -digo.

– ¿Por qué crees que estamos aquí, tonta? -pregunta-. Venimos de algo mucho peor. ¿Sabes esos niños de ahí fuera? A ellos esto les parece un palacio. Es cuanto conocen. Nunca han visto las casas donde viven mis clientes, en Newton. Nunca han visto un apartamento como el tuyo.

Volvemos al salón, y Nancy reaparece arrastrando los pies hacia su dormitorio. Sale vestida con el uniforme de guardia de seguridad y el pelo mojado y pegado a la cabeza.

– Me voy -nos dice, suspirando de agotamiento y haciendo sonar las llaves. Avisa a Cuca-. Me voy. Ya me voy.

Cuando se marcha, Amaury me cuenta que tiene dos trabajos, uno tras otro, todos los días menos el domingo. Limpia una oficina por las mañanas, viene a casa durante una hora para hacer labores domésticas, y vuelve a marcharse a trabajar por la tarde vigilando un edificio en la Universidad Northeastern. Llega a casa a medianoche.

– Su marido igual. Y aun así, tuve que comprarles los muebles, y que ayudarles con la comida. También contribuyo con el alquiler todos los meses. ¿Ves lo que quiero decir? Este país es despiadado.

– Dios mío.

– Nancy estudia informática en su tiempo libre. E inglés. Pero como ellos no están nunca, los chicos hacen lo que quieren. Por eso soy tan duro con ellos, mi amor, porque no tienen nadie cerca que les enseñe un poco de disciplina, excepto Cuca. -Baja la voz y pone los ojos en blanco-. Cuca es la suegra de Nancy, y está un poco loca.

Se apunta con un dedo en la sien haciendo circulitos.

Osvaldo entra en la habitación con una caja de pasas vacía. Le ha quitado la parte de atrás para podérsela colgar en el cinturón de los pantalones que se acaba de poner. Entra pavoneándose en la habitación, un enano de apenas ocho años, y se para delante de nosotros con una gran sonrisa. Hace como si la caja fuera un busca, y se la quita tal y como ha visto hacer tantas veces a Amaury.

– ¿Qué lo que…? -dice, como si estuviera en el teléfono.

Pone su diminuta mano sobre su diminuta bragueta.

Amaury coge la caja de pasas y la tira al otro extremo de la habitación.

– No hagas eso -dice, arrodillándose para estar a la altura del niño-. No tiene ninguna gracia. Te lo he dicho antes, no me copies. ¿Entiendes? ¿Dónde están tus deberes?

Osvaldo se ríe y sale corriendo, gritando palabrotas en inglés. Cierra de un portazo la puerta de su habitación. Amaury se sienta a mi lado en el sofá, apoya los codos en las rodillas, y reposa la cabeza en sus manos.

– ¿Ves cómo son las cosas? -me pregunta-. ¿Qué se supone que debo hacer? Piensan que soy genial, ¿sabes? He intentado ocultárselo, pero saben a lo que me dedico.

Me mira.

– Ése, Osvaldo, fue expulsado el otro día del colegio por fingir ser traficante. El profesor lo pilló con una bolsita llena de jabón en polvo, y creyeron que era cocaína. Pensaron que estaba vendiendo cocaína a sus compañeros. Dijeron que no era la primera vez.

– Vaya.

– Sí.

Se recuesta en el sofá, se coloca las manos detrás de la cabeza, y respira hondo.

– Ven aquí -dice, abriéndome los brazos.

Lo hago y nos quedamos así, sentados en el sofá de su hermana, escuchando música, hasta que Cuca nos llama a todos a cenar.

Nos sentamos a una mesa tambaleante en la pequeña y fría cocina, y comemos en platos distintos. Cuca ha preparado mofongo: un puré de plátanos, chicharrones y ajo, y un estofado de pollo con arroz blanco y frijoles. La comida está deliciosa, y Amaury parece haberse ablandado un poco con los niños en cuanto ha empezado a comer. Los chavales le cuentan su día, la chica le habla de una obra de teatro escolar en la que quiere participar.

– Qué bien -dice-. ¿Has leído el libro que te di?

– No -dice.

– ¿Por qué no?

– Estado ocupada.

– He estado ocupada -la corrige.

– Cállate -le dice.

Sé bien cómo se siente.

La mira dubitativamente, y termina de comer. Cuando todos acabamos, la joven quita la mesa y empieza a fregar los platos con agua fría. Cuando abre el grifo, la pared emite un gemido que despertaría a los muertos, y las cañerías resuenan. Me ofrezco a ayudarla, pero Amaury me aparta.

– Nos vamos -dice.

Al salir, el marido de Nancy llega a casa de su primer trabajo de mecánico, está tan cansado como su mujer. Me saluda y sube tambaleante las escaleras.

– ¿Cuántos años tiene tu hermana? -le pregunto cuando volvemos al Honda.

– Veintiocho.

– ¿Sólo? ¡Si tiene mi edad! ¡Parece que tiene cuarenta!

– Sí.

– ¿Y los niños?

– Ella catorce, y los chicos ocho y diez años.

– ¿Tuvo la niña con catorce?

– Eso no es raro en Santo Domingo -dice.

– Dios mío. ¿Son del mismo padre?

Me imita.

– Dios mío. No, no son del mismo tipo. No quiero hablar de eso.

– No tenía ni idea.

– Lo sé. Por eso quise traerte aquí. ¿Me entiendes ahora? ¿Entiendes por qué hago lo que hago?

– Sí.

– Bien.

– Pero tiene que haber una salida.

Se encoge de hombros.

– Quizá. Si se te ocurre una, me la cuentas.

– ¿Cuánto ganas a la semana?

– Quinientos dólares, sin impuestos.

Yo me río al oír «sin impuestos». Gana mucho menos de lo que esperaba. Entonces se me ocurre una idea.

– Tengo una amiga que acaba de conseguir un contrato discográfico -le digo.

– ¿Sí? Felicidades.

Aparcamos cerca de mi apartamento. Amaury tendrá que mover el coche a las seis de la mañana o se lo llevará la grúa. Andamos en silencio el resto del camino. Una vez dentro, nos sentamos a la mesa del comedor y seguimos hablando.

– Me llamó el otro día y me preguntó si conocía a alguien que quisiera unirse a su grupo callejero.

– ¿Qué es eso?

– Cosas del negocio del disco, tienes que preguntarle a ella. Creo que en las fiestas pones su disco, y regalas copias por ahí para despertar interés en la calle por su música.

– ¿Te pagan por eso?

– Te lo juro. Sí.

Se ríe.

– Me encanta este país -dice intrigado.

Llamo a Amber a su casa. Contesta al teléfono en un idioma que nunca he escuchado antes, me imagino que es náhuatl. Oigo a Gato cantando de fondo.

– Eh, Amber, soy yo, Lauren.

– Por favor llámame Cuicatl -dice-. Es mi nuevo nombre. No soy india a tiempo parcial.

Como siempre, no tiene ningún sentido del humor.

– Te llamaría por tu nuevo nombre si pudiera pronunciarlo, ¿vale? Pero no puedo. Así que para mí eres Amber.

No se ríe. Desde que empezó con todo esto del movimiento, parece haber perdido el sentido del humor. Como la vez que hablábamos por teléfono y estornudó; le dije: «¡Salud!», en español, pero se puso toda digna y me dijo: «No estoy enferma. No digas eso».

Vaaaaaale.

– Mira, te llamaba por lo que hablamos el otro día de los grupos callejeros para promocionar tus discos.

– ¿Ya has encontrado a alguien?

– ¿Cuánto pagas?

– Depende de las horas.

Le cuento toda la historia de Amaury. Me escucha tranquilamente y dice:

– Encantada de ayudarle, Lauren. La Raza está siempre expuesta al crimen. No es nada nuevo. Es parte del plan de los europeos para destruirnos. ¿Cuánto gana?

Supongo que sería el momento de decirle que Amaury no es exactamente indio, ya que los españoles borraron todo rastro de los indios en la República Dominicana y Puerto Rico. Que crea que es un Raza. ¿Qué más da?

– Escucha -le digo-. Habla tú con él. Está aquí conmigo.

Le doy el teléfono a Amaury, y habla con Amber en español por lo menos quince minutos. No puedo entender la mitad de lo que está diciendo, porque habla muy rápido. Pero oigo que le da su dirección y deletrea su nombre antes de devolverme el teléfono.

– Hola -digo.

– Ya está en mi nómina -me dice-. Voy a igualar lo que gana, pero quiero que te asegures de que hace lo que debe. Te enviaré un correo electrónico con la descripción del trabajo de un callejero a jornada completa.

– Gracias, Amb-Kweeecatel, o como sea.

– De nada. Me alegro de poder ayudar a nuestra gente. Parece un buen tipo.

«Parece un buen tipo.» Me gusta oír eso. No creo que ninguna otra temeraria hubiera hablado así de Amaury.

Colgamos. Amaury sonríe. Se ha quitado el busca, y lo está desmontando con una navaja, sacándole las tripas.

– ¿Qué haces? -le pregunto.

– Se acabó.

Se le ve feliz. Se levanta y me besa.

– Estoy haciendo lo que tú siempre me has empujado a hacer -dice-. Voy a empezar una nueva vida.


¡Feliz cinco de mayo! El otro día me puse a pensar lo que significa ser inmigrante. Con la prevención que hay contra ellos últimamente, olvidamos el valor que hace falta para dejar casa, idioma, familia y amigos, y cuánto miedo y desesperación hay que tener para dar el primer paso. Es realmente sobrecogedor pensar las dificultades a las que se enfrentan a diario tratando de empezar una nueva vida, cuántos desafíos para lograr las cosas que nosotros damos por sentadas: hablar con la cajera del súper, mandar una carta, pagar una factura, pedir un margarita en el bar de la universidad en Boylston…

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

Загрузка...