Gato y yo miramos perplejos la revista Billboard. Está abierta en la página de la lista latina, y allí estoy, Cuicatl, N.° 1, por el sencillo y el álbum. Voy a la lista de los cien principales, y allí estoy otra vez, N.° 32, con una marca. Compite con todos los discos del país, en inglés o en español. Bebo té, me vuelvo hacia Gato, y nos besamos.
– Lo conseguiste -me dice rotundamente.
Su voz suena distante, y no me mira como siempre. Tiene los ojos puestos en la funda de la guitarra de la esquina. Los brazos colgando a los lados.
– ¿Qué he hecho?
Le cojo la barbilla con las manos y vuelvo su cara hacia mí. Su mirada se fija en la pared que tengo detrás.
– Has llegado a número uno.
La frente se le arruga con tristeza. ¿Por qué está tan triste?
– Gato -digo. Se aparta de mí-. Gato, mírame.
Se levanta y se acerca a su guitarra. Suspira.
– ¿Qué pasa? -pregunto-. ¿Por qué te portas así?
Coge la funda de la guitarra, la deja en el suelo, da unos pasos hacia la puerta, vuelve.
– No sé -dice.
– ¿Qué es lo que no sabes?
Por fin, se detiene y nuestra mirada se encuentra. Tiene los ojos rojos. Ha pasado casi toda la noche despierto, dando vueltas, moviéndose y lloriqueando al filo de una pesadilla de la que no ha podido hablar por la mañana, por más que le he preguntado.
– Nosotros -dice.
Cruza los brazos sobre el pecho y vuelve a suspirar. «Nosotros» nunca hemos sido un problema. Jamás. Se encorva y me doy cuenta de que desde que tengo éxito ha ido achatando los hombros, el pecho hundido sobre el corazón. No puede afrontar lo que me está pasando. Le empequeñece y no lo soporta.
– Nada ha cambiado, Gato -digo intentando parecer amable y delicada.
Es difícil para cualquier hombre, pero mucho más para un mexicano. Me levanto y me acerco a él. Se aleja de nuevo, esta vez tocando al pasar las cortinas de bolitas con la imagen de la Virgen de Guadalupe, va al comedor y se sienta en una mesa rústica pintada a mano con colores chillones, junto a su taza de té, ya frío, de esta mañana. Lo sigo y me repito. Intento frotarle los hombros, su sumisa geisha. En el espejo con el marco de estaño, parezco alta, demasiado alta. Me inclino, para encogerme. Algo, lo que sea. Le beso la coronilla como una madre cariñosa. Una parte de mí odia lo que estoy haciendo. Parte de mí quisiera estar sola con mi guitarra.
– ¿No ha cambiado nada? ¿Verdad? -pregunto.
– Todo ha cambiado -dice bajando la vista, sin mirarme.
Me retira la mano como si temiera contagiarse.
Me quedo con la boca abierta, como mi madre cuando ve un precio exorbitante en una etiqueta.
– ¿Estás de coña? -pregunto.
– No, no lo estoy.
Se levanta y se pasea, alejándose de nuevo. Le sigo.
– Pero lo único que ha cambiado es que tenemos dinero, Gato. Lo demás no.
– Exacto.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– ¿No has oído lo que dicen de ti? -pregunta, y me mira enojado apoyando las manos sobre la mesa que nos separa.
– ¿Quién?
– El movimiento. La gente del movimiento.
– No -digo. Me da un subidón de adrenalina por lo que acaba de decir-. ¿Mi gente habla de mí a mis espaldas? ¿Qué dicen?
– ¿Lo ves? Tienen razón. Te has vuelto comercial. Te has olvidado de tus raíces.
– ¿Qué? ¡Es una locura!
– Llevan hablando de ello en el Red Zone, y en otros programas de radio durante semanas. Tú ya ni los oyes. Estás demasiado ocupada escuchando tu canción en las emisoras de cuarenta principales.
– ¡No las oigo porque estoy agobiada de trabajo! ¿Cómo pueden decir eso? ¿En qué se basan?
Gato mueve la cabeza.
– Cantas en inglés -me dice.
– ¿Y? ¿En qué se diferencia el inglés del español? Ambos son idiomas europeos. Además, es mi primer idioma.
Gato se ríe disgustado.
– Juraste que nunca grabarías en inglés.
– ¡Pero estuviste de acuerdo cuando te dije que lo hacía por compromiso! ¡Es uno de los sacrificios que tengo que hacer para que nuestro mensaje llegue a más público! Tú mismo lo dijiste. El inglés es el idioma universal.
– Eso era antes.
– ¿Antes de qué?
– Antes de todo esto.
– ¿Todo el qué?
– La Raza está decepcionada contigo. Muestras el ombligo en MTV. Dicen que ahora no eres mejor que Cristina Aguilera.
– ¿Y qué? -Me invade la rabia-. ¡No me parezco en absoluto a ella! ¡Y tú lo sabes!
– ¿Y tú? Están poniendo mezclas de Hermano oficial en Jack in the Box. Por Dios, Amber.
– ¿Amber?
– Deberías haberte quedado con ese nombre. Te va mejor.
– Soy Cuicatl. Y no puedo controlar cómo editan mis videos. Es puro marketing.
– Dicen que has traicionado a Atzlán. Como Shakira. Y yo no puedo vivir con eso.
– No puedo creer lo que estoy oyendo. No puedes pensar eso de mí en serio. ¿De mí? -Me golpeo el pecho como un gorila-. ¡Me conoces demasiado bien!
– Dicen que estás encantada con la etiqueta de «princesa del pop latino».
– ¡Tú sabes que eso no es verdad! Es como me llaman los periodistas porque no saben hacer otra cosa. Yo no me hago llamar así.-Bueno, pues deberías enseñarles.
– ¿Crees que no lo he intentado?
– No lo parece.
– Gato, les digo la verdad, pero escriben lo que les da la gana. ¡No puedo controlar lo que escribe cada desgraciado sobre mí!
Gato vuelve a irse de la habitación, pero esta vez va a nuestro dormitorio. Lo oigo mover cosas. Vuelve con tres bolsas de viaje.
– Gato, por favor -le digo-. ¿De qué va esto?
– Me marcho a casa de un amigo.
Tiene en la mano un sobre familiar de papel hecho a mano con bonitas flores secas estampadas.
– ¿De quién?
– De un amigo.
Parece sentirse culpable y se mete el sobre en el bolsillo de los vaqueros. Así que es eso.
– ¿De una amiga?
No dice nada. Recuerdo a la joven admiradora, una bella mexicana con el pelo largo hasta las rodillas, que siempre intenta ser la primera en llevarle agua en las danzas. Nos reíamos juntos de su obsesión por él, de cómo se colocaba pegada al escenario en todos sus conciertos. Le enviaba regalos, le escribía cartas de amor. Se las enviaba en sobres de papel hechos a mano que olían a agua de lluvia. No me acuerdo de su nombre. No quiero saberlo. Ella lo adora. Claro que quiere irse con ella ahora.
– Un hombre puede irse de México -digo-, pero supongo que México no termina de irse de un hombre.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– ¿Tan frágil es tu amor propio, Gato? ¿Necesitas correr en brazos de una chavalita que te adora porque yo ya no puedo ser eso para ti? Nunca creíste que yo lo conseguiría primero, ¿verdad?
– Eso no tiene nada que ver.
– Tiene mucho que ver -digo.
Estoy cansada. El dolor que me ahoga es tan profundo, que no siento nada. Me dará fuerte después, cuando me envuelva el silencio.
– Tiene que ver con que le hayas dado la espalda al movimiento -dice.
– Vete -digo-. Si piensas que me he vendido como Cristina «mira-mis-nuevas-tetas» Aguilera, entonces vete. Si no ves lo que intento hacer, Dios mío. Creía que me querías. Creía que me conocías. Ni me quieres, ni me conoces. Fuera. No te necesito.
– Bien -dice.
– Te habría pasado lo mismo -le digo mientras abre la puerta.
– ¿El qué?
– Un contrato discográfico. Todo esto.
Me mira fijamente, fríamente.
– Pasará. Sólo que yo no me vendo.
– Mi disco no es comercial.
– ¿Por eso es número uno? Nadie alcanza el número uno haciendo arte. Todos en el movimiento lo sabemos. Lo sé yo. Y lo sabes tú.
– Y una mierda -digo-. Yo no he cambiado nada.
– Así lo vemos nosotros -dice, sintiéndose con el derecho de hablar en nombre de toda la comunidad del rock en español.
– Entonces me parece que todos sufrís un complejo de inferioridad masivo -digo-. ¡Por eso preferís elogiar a un grupo de pendejos que apenas sabe tocar antes que a mí! ¡No podéis aguantar que uno de los vuestros triunfe! ¡Sobre todo si es mujer!
– Amber, ya no eres una de las nuestras.
– Cuicatl.
– Amber -pronuncia mi nombre como un insulto.
Cruza el umbral y cierra la puerta.
Me derrumbo en los cojines haitianos del suelo, tumbada en silencio miro la revista Billboard abierta en el suelo y me siento culpable. El batería me trajo Billboard y otros artículos de prensa sobre mí. Seventeen, YM, Latina, The Washington Post. The New Cork Times me llama «una Zach de la Rocha latina, mezclada con Eminem en Cancún».
Las hojeo todas, leo resaltadas citas inventadas que ni se parecen a lo que dije, escritas de una forma que nunca las diría por gente demasiado vaga para tomar buenos apuntes o utilizar una grabadora. Si no me conocierais y no hubierais oído mi música, creeríais que es verdad, que soy una chica difícil, una malhumorada «Allanis latina», o una «Joplin latina», o una «Courtney Love latina». Los medios de comunicación americanos escriben como si una «latina» no fuera lo suficientemente buena para ser ella misma, sin calificación étnica, sin comparaciones con la música blanca (o negra). No me extraña que los radicales del movimiento piensen que les he dado la espalda. La mujer de estos artículos no se parece en nada a mí. Así se hace la historia. Los periodistas hacen autoterapia con su contexto delante y el mundo como testigo, y las palabras, aunque falsas, permanecen, siempre al alcance de futuras generaciones de historiadores. Ninguno sabemos de verdad lo que sucedió en el pasado, nunca, ni lo que está pasando ahora mismo. Todo se filtra a través de periodistas e historiadores. Me pongo enferma. Furiosa. En otras palabras, me siento inspirada para escribir.
Pero primero quiero saber si es verdad que La Raza piensa que le he dado la espalda. Voy a la cocina y llamo a Curly al móvil. Le cuento lo que ha pasado con Gato, lo que ha dicho Gato.
– No es cierto -me asegura Curly.
– Me ha dicho que todos hablan mal de mí.
– No es verdad -le oigo incómodo.
– ¿Qué pasa, Curly? ¿Qué es lo que no quieres decirme?
Se le escapa un silbido.
– Escupe -le digo.
– No he querido decírtelo antes -confiesa-. Pero de quien se habla mal es de Gato.
– ¿De Gato? ¿Por qué?
Otro suspiro.
– Cuicatl. Sé fuerte.
– ¿Qué pasa?
– Desde que dejaste de venir a las danzas, ha pasado mucho tiempo antes y después de las ceremonias hablando con Teicuih, la jovencita del Diamond Bar.
– ¿Desde hace cuánto?
– Mucho. Vienen juntos. Se van juntos.
Gato me había estado diciendo que nuestro amigo Leroy lo llevaba y lo traía. Una noche llamó para decirme que se quedaba en casa de Leroy porque estaba demasiado cansado de bailar como para traerle.
– ¿Estás bien? -pregunta Curly.
¿Lo estoy? No lo sé. No puedo saberlo.
– Sí -digo.
Curly duda y continúa.
– ¿Sabes cuánto quería Gato que le diera su nombre?
– Sí.
Gato lleva años detrás de Curly para celebrar la ceremonia de su nombre.
– Tenía el nombre. Dije que no lo tenía aún porque no quería hacerte daño.
– ¿De verdad?
– El nombre de Gato es «Yoltzin». ¿Sabes lo que significa ese nombre?
– ¿«Corazón pequeño»? -pregunto.
– Así es.
– Nunca lo he visto así.
– Lo sé.
Tiene razón. De repente lo sé. Sin embargo, me siento como si me hubieran apaleado.
– Reuniré a Moyolehauni y a los chicos, iremos a tu casa y nos quedaremos esta noche contigo -me dice-. Te haremos la cena.
– Claro.
– En un momento así debes estar con tu familia.
– Vale.
Miro a mi alrededor, mi estupenda casa nueva. ¿Echo de menos a Gato? ¿Le echo de menos? Ya lo creo. Pero sobreviviré. Están pasando tantas cosas. No puedo creer lo rápido que ha cambiado mi vida. Primero el dinero. Después el reconocimiento. Y ahora he perdido al hombre que amo. ¿Habéis oído hablar de gente que tiene éxito de la noche a la mañana? Pasa. Bueno, lo mío no ha sido precisamente instantáneo, llevo tocando casi toda mi vida, y he tenido que pagar muchas deudas estos años, pero nunca imaginé algo así.
El dinero entró a espuertas. En una semana, Gato y yo pasamos de vivir en un apartamento diminuto sobre una relojería en Silver Lake Boulevard, a tener nuestra propia casita en Venice, a tres manzanas de la playa, con un sótano lo suficientemente grande para poder ensayar. Es normal, la casa, pero cara comparada con lo que estábamos acostumbrados. Al mes de comprarla, me di cuenta de que podía haber adquirido algo mucho más grande. No estaba acostumbrada a gastar dinero y ni siquiera estaba segura de si podía hacerlo.
El otro gran cambio fue el trato de mis padres, sobre todo después de que me volviera loca y les pagara una semana en Las Vegas en ese hotel que parece veneciano. Casi se mueren del susto. No se lo esperaban de mí, como no esperaban que pagara la camioneta de mi padre, o que le comprara una nueva bici de montaña. Les sorprendí con todo esto. Ya no me miran como si estuviera loca. Son amables con Gato, y me preguntan por él. ¿Qué voy a decir ahora? «Lo lamento, mamá, papá, Gato cree que me he vendido.» Ni siquiera sabrían lo que significa, ¿por qué cuestionaría alguien el éxito?
¿Cómo puede pensar eso de mí? ¿Cómo? El cabrón. ¿Quién necesita ese culo famélico cerca?
La última vez que fui a visitar a mi familia en Oceanside, no podía creer lo que vi en la mesita, junto al mando a distancia y el folleto de la Tienda en Casa de mi madre. Un libro sobre la historia del movimiento Mexica. Qué raro que ahora sean ellos los que preguntan sobre la historia mexica, y Gato el que me rechace. ¿Es verdad? ¿Han estado todos hablando de mí como dice? ¿Son tan lamentables?
Gato y yo no derrochamos en nosotros. Le pagué a Frank su quince por ciento, aunque no lo había pedido, pero se lo había ganado. Le pedí que fuera mi mánager y agente. Accedió. Tenemos una buena relación. Dimos algún dinero a Olin, el del grupo del movimiento Mexica en Boyle Heights, para que pudieran permitirse corregir esas notas de prensa que envían a todas partes. Es un buen hombre, y tiene buenas intenciones, pero debería ser más profesional. Los mexicas tienen que ser más prudentes y persuasivos a la hora de presentar el movimiento a los medios de comunicación. Tal y como están las cosas, demasiada gente cree que estamos locos. ¿«Estamos»? ¿Tengo derecho a usar esa palabra? Se supone que ya no me admiten, ahora que me han invitado a actuar en los premios MTV. Pienso en la cantidad de veces que he criticado a mujeres como Shakira y Jennifer López -¿acaso era mejor que los que ahora me critican a mí?- o Cristina Aguilera. La insultaba y no sabía de ella más que lo que contaban los medios. Odiaba a alguien que ni siquiera conocía. Pero ahora verán. La gente en el movimiento verá. Pondré su filosofía al alcance de la gente normal.
Verán.
Atzlán está surgiendo. En mí.
Con el dinero que consigamos vamos a producir nuestra propia versión de The Road to El Dorado, y esta vez diremos la verdad. Esta vez, las indias no serán putas que coquetean con los avariciosos españoles. Esta vez el sacerdote indio no será un salvaje que necesita ser rescatado. Esta vez el mundo sabrá lo que los españoles hicieron con nosotros. Esta vez hablaremos de veintitrés millones de personas exterminadas por los españoles. Esta vez se oirán las voces del noventa y cinco por ciento de los indígenas de México y Centroamérica asesinados como animales por los europeos. Nuestro holocausto resonará en cada nota tocada en el escenario, y yo seré su portavoz.
Cuicatl hablará.
Las canciones brotan en mi cabeza. Todos estos sentimientos. Empiezo a tararear, a cantar unas cuantas letras, me doy la vuelta y miro fijamente al techo. Canto tan fuerte como puedo. Nadie me oye. Puede que no sea tan malo. Quizá esté mejor sola, sin tener que preocuparme del delicado ego de un hombre como Gato. No me derrumbaré como Lauren. No me engañaré, como Sara. No pasaré la vida deseando un imposible, como Usnavys. Me quedaré aquí, en este espacio donde las palabras y las melodías me encuentran. Haré música. Nada cambió en mi corazón cuando llegó el dinero. Necesito fuerza para estar sola. Eran los hombres quienes vendían a las mujeres en el pasado azteca, ¿verdad? Había casi quinientos nombres masculinos en el censo azteca del siglo XVI y menos de cincuenta femeninos. Los hombres recibían sus nombres según las posibilidades de vida. Las mujeres en relación con otros hermanos -la primera, la segunda-, o bien tenían nombres como «mujercita». Me siento más ligera, como si por fin pudiera respirar.
Estoy contenta de cómo ha quedado el disco. Ha salido tal y como quería. Mola. No te das cuenta de lo que cuesta hacer un buen álbum. Podría haber gastado más dinero, mucho más dinero, lo haré con el próximo disco.
La compañía discográfica cumplió sus promesas. Han estado promocionando mi trabajo en Estados Unidos, en Latinoamérica -odio llamarla así-, y en Europa. He estado dando entrevistas los últimos dos meses, y ahora están empezando a salir. Me invitaron a tocar en el programa en directo de Regís y Kelly, y lo hice la semana pasada. La semana que viene salgo en el Tonight Show y en Saturday Night Live.
Voy a estar de gira los próximos doce meses, y quiero que el concierto no se me vaya de las manos. No tengo ni tiempo ni energía para echar de menos a Gato. Lloraré su pérdida en un par de canciones y punto.
La versión inglesa de mi primer sencillo (no quería grabar en inglés, pero Gato me convenció diciendo que sería la mejor manera de difundir nuestro mensaje) suena en KISS-FM en Los Ángeles y en las emisoras más importantes. Mi canción suena en MTV, y los chicos llaman y la piden en TR2. Grabé el video hace tiempo. No puedo creer que la versión final de este video se centre en los músculos de mi estómago, en mi cuerpo, en mis tetas, y en mis ojos, pero bueno. Al principio me cabreé mucho, pero Gato me tranquilizó y me recordó que en todo hay que hacer concesiones, que era el precio que tenía que pagar para tener control total después, que es el precio que pago para que el mundo escuche a mi gente.
No puedo ir al súper sin que me paren para pedirme un autógrafo, sin que alguien me diga que parezco más pequeña que en la televisión. Supongo que en la tele pareces más grande, y por eso a mi madre le gusta tanto, piensa que todo lo que ve allí es mejor que en la vida real. Por eso le gusto más ahora, porque por fin me ha visto por televisión. Es la primera vez que yo y mis ideas somos reales para ella.
El único sitio público donde puedo ir sin que me molesten es el West Side, donde casi todo el mundo es famoso y nadie le da importancia. Si voy a cualquier sitio al este del río de Los Ángeles, olvídate. Supongo que la mayoría de los chicos mexicanos no oyen en la radio los programas de rock mexica que me ponen verde, según Gato. Los chicos salen de sus Chrysler, me señalan, y gritan, será porque les gusto, ¿no? Me imagino que es el precio de la fama. Tuve que dejar de ir a bailar a Whittier Narrows, porque se me echaban encima y arruinaban la ceremonia. Probablemente fue lo que hizo que la gente del movimiento pensara que me había vendido, ahora que lo pienso.
Di mi primer concierto en Los Ángeles la semana pasada, y mi hermano vino a verme. Canté el primer sencillo en inglés, Hermano oficial mientras me observaba desde la primera fila. Estaba nervioso, pero creí ver un destello en sus ojos, el poder del águila surgiendo en él. Creo que hasta aquel momento no me conocía. Ahora sabe quién soy. Y empieza a darse cuenta de quién es él. Es indio. Un orgulloso hombre mexica. Es lo único que me importa. Predico para los que necesitan oír mi mensaje. Los convertidos pueden rechazarme, pero les daré más seguidores. Ya verán.
Enciendo el ordenador en mi oficina y abro el correo electrónico. Hay un mensaje de Frank, con todas las fechas de mi gira mundial. Todo está preparado. Miro las fechas y el nombre de las ciudades. Llevaré mi mensaje a más de treinta países. Se me pone la carne de gallina.
Le contesto a Frank:
– Todo perfecto, menos el treinta de mayo en Managua. No puedo ir.
Esa noche, se reúnen las temerarias.
Debería estar deprimida. ¿Por qué? Bueno, porque fue mi cumpleaños la semana pasada y ya estoy a un año de los treinta. No estoy casada, prometida o divorciada. No tengo niños.
Ahí está. Ah, y además están todos esos artículos sobre cómo las mujeres empiezan a ser menos fértiles a partir de los veintisiete, lo que significa que llevo dos años con óvulos de calidad menguante y no hay ni rastro de la posibilidad de ser madre.
Pero contra todo pronóstico nada de esto me deprime. Al contrario, soy feliz. Por primera vez en mi vida, creo, soy feliz. Ahora bien, aquellas que leáis habitualmente mi columna -con entusiasmo o reticencia, no me importa mientras la leáis- pensaréis que soy feliz por mi nuevo ligue. Y es verdad, ha mejorado mi vida. Pero la causa fundamental de mi felicidad es que me he dado cuenta de que ya tengo lo que he estado buscando todos estos años. Y lo he tenido durante una década.
Me refiero a la familia. Ya sabemos que aquella en la que nací no era muy buena. Y que he tenido mala suerte para encontrar al hombre ideal para formar una propia. Pero he estado muy ciega para darme cuenta de que las mujeres que han sido mis amigas durante los últimos diez años son mi familia. En todos los sentidos importantes, son la amorosa, loca, creativa, divertida y vivaracha familia que siempre he querido tener.
Cuando empiezo a dudar de mí misma, cuando el doloroso pasado vuelve a tirar de las perneras de mis pantalones, son mis amigas -no mi madre, ni mi padre, ni mis novios, ni mis jefes- las que me respaldan. Son las que me recuerdan que soy guapa. Son las que me ayudan a ver las cosas con perspectiva.
Cuando empiezo a sentirme vieja y me desespero pensando que nunca tendré familia, son mis chicas las que salen al paso y me dicen alto y claro: «Ya tienes una».
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ