Brad se muda un soleado y fresco lunes de primavera. Los pájaros cantan en los árboles, y las flores bailan bajo la brisa por la avenida Commonwealth. Cuando se muda, no estoy en casa. Estoy muy ocupada todo el día con reuniones, cerrando la revista, arreglando temas de impuestos con mi contable, y visitando a Sara en el hospital otra vez. He coordinado a su familia y amigos para que siempre haya alguien con ella. No quiero que esté sola. Nunca he rezado tanto por algo en mi vida.
Después de trabajar, quedo con mi agente de la propiedad, Carol, en un café de moda de color amarillo que hay en South End, para picar rápido una ensalada de alcachofas, y salir a ver casas. Llevo meses buscando, y todavía no he encontrado nada que me guste. Carol está a punto de rendirse. Por eso de vez en cuando le envío algún regalo, para hacerle saber que valoro su esfuerzo, y que busco casa en serio. Debe de ser muy difícil trabajar a comisión cuando dedicas meses a alguien sin cobrar un centavo. Quiero que sepa que la aprecio. Me ha asegurado que me está enseñando todas las casas disponibles en South End, pero la oferta en el mercado inmobiliario es escasa. Lo comprendo. No soy impaciente. Si he aprendido algo de este matrimonio ficticio con Brad, es a esperar el momento oportuno y confiar en mis instintos. A no volver a conformarme.
Como de costumbre, el primero es un apartamento de alquiler inaceptable, sucio y en mal estado. El segundo tiene posibilidades. Pero el tercero, me encanta. ¡Por fin! Meses buscando y aquí está, la casa de mis sueños. Creo que es una señal de Dios de que por fin mi vida va a cambiar.
La casa está en una tranquila calle con árboles y un camino de piedras y césped. Tiene cinco alturas, un par de habitaciones espaciosas y elegantes en cada planta, y una gran cocina en forma de isla en el nivel del jardín. Cuando revisamos la sobria y oscura biblioteca, le susurro a Carol que quiero hacer una oferta; lo hago a pesar de que la anciana rubia que vende la casa insinúa varias veces que está fuera de mis posibilidades. Cuando inspecciono el baño principal, por ejemplo, la dueña me muestra el bidé y me explica en voz demasiado alta y lenta que es lo que usan los europeos para enjuagarse después de usar el inodoro. Cuando admiro los candelabros del vestíbulo, me dice:
– Sí, son Minka, es una iluminación muy cara.
Y lo primero que dijo cuando llegamos fue que no estaba interesada en «alquilar la casa».
Ignoro sus comentarios y no los magnifico con reacción alguna. Sin embargo, la sonrisa de Carol desaparece y mira a la dueña con disimulada indignación durante todo el recorrido por la casa. Cuando Carol y yo salimos a la calle empedrada, con la fuente salpicando en el medio, deja escapar un suspiro de disgusto y se disculpa, como si tuviera la culpa. Está indignada.
– Esta gente -dice-. Lo siento mucho.
Le toco el hombro y digo:
– Carol, deja que el dinero hable por sí solo. Es la mejor política. Ofrezcamos un millón doscientos. Es un poco más de lo que piden.
Llego a casa y sus cosas ya han desaparecido. O, mejor dicho, ha desaparecido la ropa, los efectos personales del baño, el ordenador y los libros. Las únicas cosas con las que ha contribuido, las únicas que le han importado lo suficiente para llevárselas.
También hay una nota, garabateada en lápiz al dorso de un sobre usado, en la mesa del comedor. Ha encontrado, dice, una mujer íntegra, apasionada y con ideas. Se llama Juanita González, y la conoció en el autobús a Harvard Square. Subraya con dos líneas el nombre de Juanita González, como si me importara. Me imagino que ha encontrado a su madre Tierra, su causa inmigrante, la mujer que estará a la altura de las bajas expectativas que sus padres tienen de las mujeres con apellidos españoles.
Mejor para él.
En el resto de la nota me informa de que va a presentar los papeles del divorcio.
– Bien -digo en voz alta.
No me importa en absoluto. No era un verdadero matrimonio de todas formas; era un experimento antropológico.
Miro por la ventana hacia la oscuridad durante una buena media hora, sin moverme, viendo a la gente pasear por la ancha alameda de la avenida Commonwealth, vestidos con suéteres o en mangas de camisa; los abrigos están guardados durante un tiempo. Soy feliz, absolutamente feliz. Y me siento tan culpable que no puedo soportarlo. Trato de resumir en mi mente el matrimonio. Abro carpetas en mi cerebro, y perfiles, y organizo este desastre hasta que parece manejable. Podría llorar, claro, pero no sé para qué. En los últimos meses era como si estuviera desligándome de Brad, acostumbrándome poco a poco a estar sin él. Su desaparición no me sorprende, y no estoy tan dolida como preocupada por cómo explicárselo a mis padres y cómo arreglar mi nulidad para poder volverme a casar algún día ante los ojos de Dios.
Doblo la nota y la guardo en el cajón del escritorio de roble del estudio. Me siento en la silla de cuero del despacho y empiezo a revisar las facturas preparando un cheque para cada cosa. Pego los sobres y de un dispensador dorado saco los sellos. Los dejo en una ordenada pila en la bandeja de salida del correo. Cojo el teléfono y empiezo a marcar el número de mi madre, pero cuelgo. Ahora mismo no estoy preparada para sus comentarios. Seguro que piensa que todo se arreglará. Pero no. No quiero oírle decir eso. Seguro que las temerarias se llamarían unas a otras o a mí para contar lo que les estaba pasando, si estuvieran en mi pellejo. Pero no me encuentro cómoda hablando de esto ahora. No quiero un «te lo dije» y cosas así. Me sugerirían tonterías sin pies ni cabeza, como salir a tomar una copa. Mejor solucionarlo y ordenar mis sentimientos sola. Una parte de mí quiere llamar a André. Es la única persona que puede darme un buen consejo. Pero no creo que sea apropiado llamarle. ¿Qué le diría? «¿Hola André, me estoy divorciando. Creo que te quiero?»
Voy a la cocina a picar algo. Es demasiado pequeña, una cocinita empotrada sin apenas mostrador. Me encantaría que aceptaran la oferta que he hecho por la casa. Lavo una manzana en el fregadero, me siento frente al mostrador y me la como con una galleta Graham y un vaso de agua. Me tiemblan las manos, en parte por el hambre y en parte por el susto -o es la emoción- de estar por fin sola. El apartamento está tan silencioso sin el incesante teclear de Brad, sin su constante sonarse la nariz, y sin sus interminables discursos filosóficos.
No estoy segura de qué hacer ahora. Creo que voy a ir al gimnasio, y después a la librería. Cuando una crisis personal explota, es importante seguir la rutina de la mejor manera posible, rodearse de rituales y actividades familiares. Hay que mantenerse activa, y no pasar mucho tiempo pensando en los problemas. Brad nunca entendió que la filosofía es como la psicoterapia, tal y como yo lo veo; es el dominio de gente egoísta que no quiere remangarse y trabajar duro para seguir viviendo. Es importante ser inteligente, pero también es importante tener una inteligencia activa. Cuanto más te encierres pensando en tus problemas, más se complican. Voy a comprar algunas revistas, unas que no conozca, y buscar nuevas ideas. Hay que mantenerse informada de las tendencias empresariales y ver lo que hay fuera. No os podéis imaginar la cantidad de revistas nuevas que salen cada semana.
Un mensajero me entrega los papeles del divorcio antes de que acabe la semana. Brad no me pide ni un centavo. Puedo quedarme con todo, menos con el dinero de su fondo de inversiones. Mi revista está valorada en diez millones de dólares. No me ha pedido nada de eso. No lo quiere. ¿Y por qué iba a hacerlo? Sus padres se alegrarán tanto de nuestro divorcio que probablemente restituyan sus rentas, por lo menos hasta que oigan hablar de Juanita González. Ya no es asunto mío. Firmo los papeles sin consultar con un abogado, los meto en un sobre dirigido al abogado de la familia de Brad en Michigan, y pongo un sello.
Hecho.
Llamo primero a Nuevo México, y encuentro a mi madre en casa. Tal y como esperaba, parece decepcionada.
– Pero no vas a divorciarte, ¿verdad? -pregunta con voz quejumbrosa.
Oigo música de ópera de fondo.
– Sí, mamá. Tengo que hacerlo.
– Que Dios tenga misericordia -me dice-. ¿Sabes lo que vas a hacerle a tu padre?
– ¿A mi padre? -pregunto-. ¿Y yo qué?
– Que Dios tenga misericordia -repite.
– Todos cometemos errores, mamá. Creo que Dios lo entenderá.
– Si Dios comprendiera este tipo de errores, no habría hecho que el divorcio fuera pecado.
– Quizá la gente lo ha convertido en pecado -digo.
– ¡Eso es una blasfemia!
– Brad sólo se casó conmigo para fastidiar a sus padres, mamá. ¿Comprendes? Creía que era una especie de exótica inmigrante, o algo parecido.
– Es un buen hombre, Rebecca. El matrimonio nunca es fácil. A veces tienes que trabajártelo.
– ¿Es lo que has estado haciendo todos estos años?
Nunca le he llevado la contraria a mi madre o rechazado su opinión.
– ¿Qué estás diciendo?
– Siento disgustarte.
– Que el Señor tenga compasión de tu alma -me dice-. Te sugiero que reces un poco.
– No, no pienso rezar -digo-. Y no voy a intentar arreglarlo. Brad y yo nos hemos divorciado. He firmado los papeles hoy. Y ¿sabes qué? Me alegro.
– No creo lo que oigo. Te postraste delante de Jesucristo e hiciste una promesa solemne. ¿Piensas que cada día de mi matrimonio con tu padre ha sido un cuento de hadas? Pues no. Pero ¿crees que me he rendido? Hemos luchado duramente por este matrimonio, y por esta familia.
– Respeto lo que tú y papá tenéis, mamá. De verdad. Pero tú no conoces a Brad como yo. No era para mí, mamá.
– No seas ridicula. Él me gustaba.
– Tú no lo conocías. Yo sí. He tomado la decisión correcta. A Dios no le va a importar.
– Eso es blasfemia.
– Voy a colgar, mamá.
– ¿Y quién será el próximo, Rebecca? La próxima vez que te veamos vendrás a casa con un judío o un chico de color.
«¿Un chico de color?»
– Adiós, mamá.
Clic.
Decido esperar hasta la próxima reunión con las temerarias para contárselo. Y me doy cuenta, con tristeza, de que no tengo más amigas íntimas que las temerarias a quien molestar con detalles de mi vida personal.
Marco el número de la casa de André, pero cuelgo antes de oír la primera señal. Esperaré hasta la próxima semana.
Pasa el lunes, y resisto la tentación de llamar a André. No quiero hacer nada estúpido. Hay mucho tiempo. Quiero asegurarme de lo que siento antes de cometer otro error. El martes mi ayudante interrumpe mi conversación con un escritor que quiere venderme una idea para decirme que André está en la otra línea. Acabo de hablar con el escritor y respiro hondo.
– Hola, André -digo después de pulsar el botón-. ¿Cómo estás?
– Hola, Rebecca. Bien, gracias. ¿Y tú?
– Bien.
– Sólo llamo para ver si todo va bien.
– Gracias.
– En realidad te llamo fundamentalmente para disculparme por cómo me porté en el cóctel el mes pasado. No debería haber intentado llevar nuestra relación a otro nivel. Fue una falta de respeto. Espero que no afecte nuestra relación profesional.
– No pasa nada, André. No te preocupes. No me ofendiste.
– ¿No?
Sonrío:
– No. De verdad. Aprecio tu sinceridad.
– Aprecias mi sinceridad. Eso es bueno. Muy interesante.
– Y… la verdad es que no fui muy sincera contigo.
– ¿No lo fuiste?
– No.
– ¿Y eso?
– Bueno, ¿te acuerdas que me preguntaste si era feliz en mi matrimonio?
– Claro que me acuerdo. ¿Cómo podría olvidarlo? Sospeché que no estabas siendo sincera.
– No lo fui. Quiero decir que no estoy felizmente casada. Ya no. Creo que nunca lo estuve.
– Sé que no te lo vas a creer, Rebecca, sobre todo después de cómo me comporté contigo, pero sinceramente me apena oír eso. Por ti.
– Te creo. Eres una buena persona, André.
– Gracias. Tú también. Mereces ser feliz.
– Lo sé. Estoy en ello. -Y de repente, sin más, me lanzo. Le digo la verdad-. Brad me dejó la semana pasada, y ya ha solicitado el divorcio. Todo ha terminado. Ya he firmado los papeles.
Un largo silencio.
– Siento oírte decir eso. ¿Cómo lo llevas?
– Bien. Se veía venir desde hace tiempo.
– Rebecca, me alegro de que confíes tanto en mí para contármelo.
– Siento descargar mis problemas en ti, André.
– No estás descargando nada. Confía en mí, hoy me siento más feliz que nunca.
– Sabes, en cierto sentido, yo también.
– ¿Cómo tienes la agenda para cenar esta noche?
«¿Esta noche?»
– ¿Esta noche, André?
Se ríe dulcemente.
– Sólo para cenar, y charlar como amigos. He pensado que puedes necesitar alguien con quien hablar.
– No puedo. Tengo planes. Estoy arreglando todo el papeleo para mi nueva casa.
– Oh, felicidades. Eso es genial.
– Gracias.
– ¿Dónde está?
– En South End, una casa señorial. Verdaderamente espectacular.
– Fantástico. Me alegro por ti.
– Gracias.
– Te lo mereces.
– Era justo lo que estaba buscando.
– Sé cómo te sientes. Escúchame, si esta noche no puedes venir a cenar, ¿qué tal mañana?
Debería decir que no, ¿verdad?
– Está bien.
– Entonces ¿quedamos en South End en honor a tu nueva casa?
– Es una feliz idea, André.
– ¿Qué te parece el Hamersley Bistro, en Tremont?
– ¿El Hamersley Bistro? ¡Estupendo! ¿Sobre las siete y media?
– Perfecto. Te veo entonces. Anímate.
– No te preocupes. Lo voy a hacer. No estoy tan disgustada como crees -digo.
– No me sorprende -dice-. Sospechaba que tu marido era un anorak.
– ¿Un qué?
– Anorak. Es una expresión británica. Creo que aquí decís perdedor.
– Es una buena persona, creo. Pero no es para mí.
– Tengo muchas ganas de verte.
– Entonces te veré mañana, André. Adiós.
– Hasta entonces.
Sigo trabajando a buen ritmo hasta que llega la hora de ir a la oficina de Carol, en la avenida Columbus, para acabar con el papeleo de la casa. Encuentro un sitio para aparcar justo delante de la oficina. No soy supersticiosa, pero he notado que cuando las cosas van bien en mi vida, cuando tomo las decisiones correctas y hago lo que creo que Dios quiere que haga, todo va bien, como el aparcamiento o las conversaciones que oigo por ahí. Una vez hablé de esto con las temerarias, y Amber me dijo que esto era «sincronización». Cuando realmente estás bien encaminada en tu vida, me dijo, el universo te lanza señales para que sepas que estás haciendo lo correcto. Este tipo de cosas me ha estado pasando durante todo el día.
Carol me ha dicho que la vendedora ha aceptado mi oferta, pero que ha contraofertado pidiendo más tiempo de espera, un par de meses. Hemos contraofertado con más dinero para cambiar los dos meses por una semana adicional nada más. Le enviamos la oferta por fax al agente del vendedor, y en pocos minutos recibimos una llamada aceptando nuestras condiciones.
La casa es mía.
Paro en la floristería, compro un centro grande para enviárselo a Carol mañana con mi agradecimiento, y después vuelvo al apartamento y empiezo a organizar la mudanza. Pongo etiquetas a los objetos con los que me voy a quedar y a los que voy a tirar, y decido que los que me recuerden a mi matrimonio con Brad o a mi vida anterior los daré a beneficencia. Compraré muebles nuevos para mi nueva vida.
Tomo un baño con diez gotas de extracto de mejorana -una fragancia que según mi herborista aclara las ideas- y hojeo algunas revistas nuevas. Cuando por fin me meto entre las gruesas sábanas de franela perfumadas con extracto de pomelo (contra la apatía, incluso la sexual), me siento bien. Muy bien. Y muy cansada. Duermo mejor de lo que he dormido en años, y sueño con André.
Al día siguiente, me despierto temprano y voy a clase de aeróbic. Hago los recados de siempre en el tinte y la floristería. Después vuelvo a casa, llamo a una empresa de mudanzas de confianza y contrato la mudanza para el día después de firmar la escritura de la casa nueva. Me ducho y me pongo un conjunto de pantalón negro con un suéter rojo, algo con lo que voy bien tanto a la oficina como por la noche. Me recuerdo a mí misma no entusiasmarme demasiado. Esto no va a ser una cita propiamente dicha, no exactamente. No hasta que el divorcio sea un hecho. Será una velada informal con un amigo, algo que no he hecho en mucho tiempo, y quiero sentirme cómoda.
Llego al Hamersley a la hora en punto, igual que André. Es más, los dos llegamos al mismo tiempo, y casi chocamos. André, siempre un caballero, me cede el paso. Lleva traje, pero como siempre se le ve joven y enérgico. Tiene mucha clase. Clase e inteligencia y belleza y, sí, riqueza. Con buenos modales. No veo nada malo en él, aun siendo negro. Me da igual lo que diga mi madre. No es mejor que los padres de Brad.
André me sujeta la puerta y entramos juntos en el restaurante. Nos reímos juntos porque hemos hecho el mismo gesto instintivo de sacar el móvil y ponerlo en vibrador, tal como debe hacerse cuando se cena en público.
– Es casi como mirarse al espejo -bromea-. Asusta un poco.
Sonrío.
El Hamersley Bistro es la elección perfecta, dadas las circunstancias. No es una cita. Pero tampoco es algo totalmente inocente. Lo sé, y André también lo sabe. Se nota en la forma de poner la mano en mi espalda para guiarme a lo largo del restaurante, yse ve en cómo se ruborizan mis mejillas de emoción, a pesar de mis esfuerzos por controlar lo que siento.
Hamersley Bistro es un lugar elegante sin ser pretencioso; es entrañable, pero no demasiado romántico, luminoso, abierto, de buen gusto, frecuentado por cualquier bostoniano con estilo. André ha hecho la reserva. Le conocen por su nombre. Estamos sentados en un apartado de la esquina, con vistas a la cocina abierta donde el chef hace su magia con una gorra de béisbol puesta.
Pedimos las bebidas, una botella de vino tinto él, y yo agua mineral con gas. Pide para empezar una quiche de queso de cabra y un entrante de ostras. Brindamos por mi nueva vida, con tanta fuerza que el vino salpica la mesa. Nos reímos.
– Lo siento -digo.
– No importa -me dice-. Es la primera de muchas mudanzas que espero verte hacer con entusiasmo y alegría.
La comida es exquisita, y a mi pesar, como. A André no se le escapa nada. Parece contento.
– ¡Es genial! -sonríe abiertamente-. Es la primera vez que te veo comer más de una cucharada de caldo o una hoja de lechuga.
Aunque le digo que no bebo, André me sirve una copa de vino.
– Un poco no te matará -me dice-. Es más, he leído en Ella, esa revista maravillosa, que tomar un poco de vino tinto es bueno para el corazón. No creo que hayas visto el artículo. Toma, pruébalo. Es de los mejores. Vive un poco, Rebecca. No te hará daño, te lo prometo.
Lo pruebo, y tiene razón. Voy bebiendo a sorbitos hasta vaciar la copa.
Pido salmón, y André pide confit de pato, y empezamos a hablar. No pregunta sobre mi matrimonio, y yo no saco el tema. No hay nada que decir. En cambio, empezamos a conocernos. Me habla sobre sus padres, nigerianos que emigraron a Inglaterra y que tuvieron mucho éxito en sus negocios de sastrería.
– Eso explica tu impecable aspecto -digo yo.
– Puedes decir que eso es cosa de familia -me dice-. Mi padre va siempre impecable. Mi madre también.
– ¿Tienes hermanos? -le pregunto.
Me sorprende conocerle desde hace tanto tiempo y no saber la respuesta a esa pregunta.
– Sí -dice con una sonrisa cariñosa-. Tengo seis hermanos. Yo soy el mayor.
– Vaya.
– Sí, vaya. ¿Y tú?
– Yo ninguno -digo-. Soy hija única. Por eso les he defraudado tanto.
– No puedo creer que alguien esté sinceramente molesto contigo, Rebecca. Has conseguido tanto…
– Mi madre es católica. Cree que debería seguir casada. Está convencida de que arderé en el infierno durante toda la eternidad.
– Ah -dice-. ¿Y cómo te sientes?
– Horrible.
– Sí, te comprendo. ¿Crees que vas camino del infierno?
– No.
– Yo tampoco lo creo. Dios ha sido bueno contigo. Eres una buena persona.
– Sí -le digo-. Lo intento. Gracias.
– Claro que sí. Ya sabes, los padres a veces nos dicen cosas que en realidad no sienten. La mayoría de ellos se dejarían cortar un brazo por sus hijos. Al final siempre entran en razón. Los padres son así.
– Lo sé. Ya lo superaré. Ahora tengo que vivir para mí.
– Eso parece una actitud muy saludable.
Me habla de su infancia en Londres. Su familia parece estable, sencilla, unida. Yo le hablo de mi familia en Nuevo México y mi amor por el desierto, sobre los éxitos de los negocios familiares y los prejuicios de mi madre.
– El mero hecho de estar aquí contigo -le cuento-, mi madre no lo aprobaría.
– ¿Y por qué? -y se incorpora ligeramente, como preparándose para un golpe que ya ha recibido antes.
– Porque eres negro.
Se ríe estruendosamente.
– Sí, supongo que lo soy. ¿Y tú qué opinas de eso?
– ¿Yo?
Me muevo en el asiento incómoda. No esperaba una pregunta tan directa.
– Sí, tú.
Carraspea y se incorpora de nuevo.
– ¿Yo? No me importa. No veo la diferencia. Me educaron de una cierta manera, y ciertas cosas me vienen a la mente de vez en cuando, pero creo en lo que Martin Luther King dijo sobre juzgar a los hombres por su carácter, no por su color de piel.
– Ah, sí. El viejo doctor King. Los americanos nunca se cansan de hablarme de él. ¿Sabías que él no fue el primero en decir eso?
– ¿Ah, no?
– José Martí, el gran poeta cubano, lo dijo primero, un siglo antes.
– ¿De verdad? Yo debería saber una cosa así, ¿no? ¿Por qué no me hablaron de ese tal Martí en la universidad?
– Sí, es cierto.
Bebe el vino a sorbos y sigue cenando. Se le ve distraído, y un poco tenso.
– Lo siento -le digo-. No puedo cambiar la forma de ser de mis padres.
– No pasa nada. Pero no deja de sorprenderme -dice- lo obsesionados que están los americanos con el color de la piel. He tenido que adaptarme a eso. Por supuesto, al crecer en Nigeria, mis padres nunca tuvieron que adoctrinarme así. Había problemas más graves, corrupción institucional, pobreza y violencia. Problemas de casta y rango y una falta de acceso a la educación y a otros recursos. Vivimos una larga y cruenta guerra civil en los sesenta, Rebecca, y dejó a su paso graves problemas que la mayoría de la gente de América no puede ni imaginar.
– Claro.
No tenía ni idea de que hubiera habido una guerra civil en Nigeria. Quiero decírselo pero no lo hago. Prosigue:
– Por lo tanto no nos educaron con una identidad racial, no como piensan los americanos. Tenemos nuestras propias etnias (yo soy yoruba), que pueden parecer irrelevantes aquí, pero que implican todo para nosotros. Para vosotros, todos somos negros. Y eso es deshumanizarnos. Siempre me sorprende cómo se habla de la raza aquí. No veo las cuestiones de raza como vosotros. Es un problema que me es completamente ajeno.
Me sorprendo moviendo los cubiertos en la mesa.
– De hecho, suele molestarme la actitud de algunos negros americanos respecto a la raza y cómo la culpan de todo lo malo que les pasa. No lo entiendo en absoluto.
– ¡Lo sé! Sé exactamente lo que me quieres decir. También lo hacen los hispanos. Todo el tiempo. Deberías oír hablar a mi amiga Amber. Ella piensa que es víctima del genocidio. Intento explicarle que las verdaderas víctimas del genocidio están todas muertas. No es posible ser una víctima viviente del genocidio.
– Es la cultura de la culpa.
– Hay mucha ira.
– Sí, la hay, pero mal enfocada, creo. Me refiero a los colegios, y veo algunos de estos jóvenes negros haciendo novillos o dejando los estudios, mal vestidos, y encima culpando al «sistema» de sus problemas. Quieren saber cómo he llegado donde estoy y cómo he luchado contra los prejuicios. Les digo la maldita verdad, que no me he encontrado ningún prejuicio. He trabajado muy duro, soy bueno en lo que hago, y eso es todo. Los negros americanosno quieren oír eso. Tampoco, francamente, los blancos que me admiran por las mismas razones.
– Los hispanos tampoco lo quieren oír… No todos, pero sí muchos. Bastantes.
André mueve la cabeza:
– En Nigeria, la escuela pública nunca fue una opción. Simplemente no existía. Estos chicos no tienen ni idea de lo bien que están aquí. Ése es uno de los motivos por los que mis padres se fueron de África. Los negros de aquí intentan que me una a sus cruzadas, como si yo tuviera las mismas experiencias que ellos, y no me interesa. Se hacen llamar afroamericanos, y no saben nada de África. Algunas veces les pido que me nombren dos ríos del continente africano, y no saben hacerlo. Ni siquiera pueden citar cuatro países africanos. Me atrevo a decir que la mayoría de los americanos creen que África es un país, y no un continente. Éste sería un país maravilloso, y si la gente trabajara duro, prosperarían. Es así de simple. Míranos.
– Lo sé, míranos.
Me mira y sonríe.
– Me encanta mirarte. De verdad.
El rubor, de nuevo.
– Tú también alegras la vista, André.
Se apoya en la mesa, y me besa. Es un besito suave y elegante en los labios.
– Tu marido está loco.
– Ex marido. Bueno, pronto será un ex. En mi corazón, ya lo es.
– Ah, me gusta cómo suena eso. Sabes, podría estar mirándote siempre, Rebecca -me dice.
Yo me echo hacia atrás, avergonzada. No estoy segura de por qué, pero me preocupa que la gente nos esté observando. Me preocupa que la gente sepa que todavía no estoy divorciada, o que les importe que seamos de diferentes tonos de piel.
– ¿Qué te apetece? ¿Un postre? -pregunta, y demuestra subuena educación una vez más cambiando de tema al ver mi incomodidad.
– Nunca tomo postre.
– Ya lo sé. Por eso estás tan delgada, ¿no? Pero uno no te matará. Sólo uno.
Llama al camarero alzando ligeramente una mano, y pregunta las sugerencias:
– ¿Cuál es el mejor postre de esta noche? -pregunta.
El camarero recomienda la tarta de chocolate caliente.
– Está bien -dice André-. Tomaremos una de ésas y otra que esté realmente buena. A su elección. Eso, y dos cafés. ¿Tomas café, no, Rebecca?
– No. No tomo café. Tomaré una infusión.
El camarero asiente, y desaparece.
– Perdona que pida por ti -dice André-. Tenía que haberte preguntado primero. Cuando me mudé a Estados Unidos, la gente pensaba que estaba loco por pedir té en lugar de café. Ya me he acostumbrado al café. Me encanta que prefieras el té, te lo aseguro. No volveré a pedir por ti.
– Está bien -digo-. Es agradable que alguien tome las riendas.
El camarero regresa con la tarta de chocolate y con una tarta de queso y arándanos. Me permito probar un bocado de cada una. Están tan ricas que casi me pongo a llorar. André sirve otra copa de vino a cada uno, y alza la copa para brindar de nuevo.
– Por este fin de semana -me dice, guiñando el ojo.
– Por este fin de semana -repito como un loro, y entonces, me doy cuenta de que no tengo ni idea de a qué se refiere-. ¿Qué pasa este fin de semana?
– Nos vamos a Maine.
– ¿Quién?
– Nosotros: tú y yo.
– ¿Nosotros?
– Pensaba que lo sabías -me sonríe, travieso, y le aparecen los hoyuelos.
– Nadie me ha dicho nada -digo.
Estoy más torpe que de costumbre, debido al vino.
Pone una mano cálida y suave sobre la mía.
– Te lo acabo de decir -me dice-. ¿Qué me dices? ¿Tú y yo, y un hotelito que conozco en Freeport? En Freeport puedes ir de compras. Invito yo. Si fuera otra época del año, incluso podríamos esquiar, pero el senderismo es agradable en primavera.
Tomo otro bocado de tarta de queso, lo más cremoso y dulce que he comido en mi vida.
– Nunca he esquiado.
André se sorprende:
– ¿Creciste en las montañas Rocosas y nunca has esquiado? Vergonzoso.
– Pero ¿sabes que Albuquerque está en las montañas?
– Claro.
Me río en alto:
– André, no creerías cuánta gente lo ignora. No creerías cuánta gente no sabe siquiera que Nuevo México es un estado, y mucho menos que su ciudad más grande está a más de cinco mil pies sobre el nivel del mar. Todos piensan que soy de un desierto caluroso.
– Sé más de ti de lo que imaginas. Así que vamos a esquiar. Podemos ir a Sudamérica. Invito yo. Esquiar es una de mis pasiones. ¿Esquí de fondo? No es peligroso.
– No sé.
– Entonces iremos de compras, por ahora. ¿Sabes comprar?
– Eso sí que sé.
– Te pasaré a recoger el viernes después del trabajo. ¿Te parece bien?
– ¿Y si no quiero hacer senderismo?
– Entonces nos quedaremos en el hotel, o caminaremos por el bosque y hablaremos de la revista.
– Oh. Definitivamente, eso sí puedo hacerlo.
– Entonces ¿tenemos una cita?
Mi madre se moriría si supiera lo que estaba a punto de hacer. Soy una mujer casada, católica, hispana, de una larga línea sucesoria de la realeza europea. Y estoy a punto de aceptar un fin de semana fuera de la ciudad con un británico africano que no es mi marido. Incluso podría ponerme la nueva ropa interior roja.
– Sí, André. Me encantaría.
No estoy segura de por qué esto me parece bien, pero me parece muy bien.
Sé que Dios lo aprobaría.
No suelo pedir donativos en esta columna, pero acabo de recibir una llamada telefónica terrible. El refugio de los sin techo llamado Trinity House, en Roxbury, se ha quedado sin leche para los muchos bebés que nacieron esta primavera, y si no consiguen más donativos, los bebés pasarán hambre. Parece que ésta es la primavera más fértil en la historia de Boston, porque el otoño pasado llegó muy pronto y fue más frío de lo normal. Así que se lo suplico: olvide el Starbucks hoy y compre una botella de Similac.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ