Mis sobrinos, vestidos con esmoquines infantiles, sacan cajitas de cartón con palomas blancas de mi tío y se colocan en los peldaños de entrada a la iglesia. Como ensayado, las colocan en el suelo junto a Juan y a mí. Estos pájaros gorjean como palomas comunes. Le doy un golpecito a Juan en el brazo y le digo:
– Oye, ¿tú sabías que las palomas blancas suenan igual que las comunes? ¿No deberían hacer sonidos más elegantes?
Juan pone los ojos en blanco y me besa los labios otra vez:
– Sólo a ti se te ocurriría algo así -dice con una sonrisa.
– ¿Qué?
– Las palomas blancas son palomas comunes. Es el mismo pájaro, pero con más publicidad.
– Ni hablar, no mientas.
Le pego en el brazo, y se me baja el hombro del vestido.
Juan finge que le duele el golpe justo cuando sale el cura y me mira horrorizado. Es el hermano del marido de la prima de mi madre, pero no le he gustado desde que le dije que merecía ir de blanco, porque los médicos casados no cuentan. Necesita relajarse. ¡Mira cuántos invitados! Cientos de personas, mi'ja. ¿Quién iba a pensar que tenía tantos amigos?
Cuando empiezan a sonar las campanas de la torre, mis sobrinos abren las cajas. Las palomas se quedan quietas un instante como si no supieran qué hacer. Doy una patadita a una de las cajas con la puntera de mis sandalias de seda Jimmy Choo.
– ¿A qué esperáis, palomas? -les pregunto-. ¡A volar, ya! ¡Sois libres!
Una a una, las tres docenas de palomas salen revoloteando de las cajas y se elevan hacia el cielo azul cobalto de San Juan, hacia pequeñas nubes blancas y algodonadas. Los invitados las miran protegiéndose los ojos con las manos, y vitoreando. Los muy bobos me tiran arroz en el pelo. Les pedí que no hicieran eso. ¿No saben lo que he tardado en alisarme el pelo y colocarme las extensiones de rizos rubios? No quiero pasarme mi luna de miel expurgando arroz.
Juan y yo corremos a la limusina, y juraría que el pobrecito está a punto de tropezarse con el bajo del pantalón del esmoquin. Intenté que se hiciera una prueba decente, pero me dijo que estaba demasiado ocupado. Me sostiene la puerta y me lanzo dentro. Juan mete la larga cola detrás de mí, salta dentro, y nos acomodamos. He nacido para ir en limusina. Todo este espacio, el champán y el pequeño televisor. Podría vivir aquí detrás. Aprieto el botón para bajar la ventana y grito a mis amigas:
– ¡Nos vemos en la playa! Y más vale que tengáis hambre, sucias.
Allí están, de pie en la acera con esos vestidos radiantes. Rebecca con ese nuevo y guapísimo novio que tiene, sonriendo en ese escotado vestido rojo. ¿Podéis creer que sea ella la que ha cogido el ramo? Es guapo, y rico. No os imagináis cómo se frota contra él, parece otra persona. Pero no me extraña lo más mínimo: tiene carisma y es sexy, sobre todo cuando la mira. Ya me hubiera gustado conocerle antes que ella. ¡Es broma! Le ha sentado muy bien. Necesitaba un poco de carne sobre esos raquíticos huesos.
Sara está aquí con sus padres. Tiene a sus hijos con ella. Mira cómo los levanta y los abraza. Así es el amor. Me enferma saber que han localizado a Roberto en España. Confiaba en que estuviera muerto. Aun así, más vale que ella saque algo de dinero de esto. Él fue quien se marchó, y eso es abandono, mi'ja, y eso es algo que la ley no ve con buenos ojos. Él es un fugitivo, además, así que seguro que ella se queda con la casa, y todo lo demás. Mientras tanto, las temerarias hemos creado un fondo común para Sara, y además, todas hemos invertido en su nueva empresa de diseño de interiores. Siempre pensé que debería dedicarse a algo así.
Allí están Lauren y Amaury. No puedo creer lo limpio que va, mi'ja. Y hasta tiene clase. Me alegro de que haya venido con él. Le debo una disculpa. Es increíble la de fiestas que ha organizado y la cantidad de discos que Amber ha vendido gracias a él. ¡Guauuuuu! Siento todo lo que dije de él. Creía que era el Árabe. Hasta que Lauren me contó que había publicado un cuento en una revista literaria, que le habían aceptado becado en el programa de estudios latinoamericanos de la Universidad de Massachusetts, en Boston, y que quiere especializarse en marketing latinoamericano en comunidades latinas. Podía haberme mordido la lengua.
Y hablando de Amber. Esa rata con la que salía no ha venido. Es historia, dijo, y no volvió a hablar de él. Supongo que tuvieron un auténtico divorcio azteca. Amber no se anda con chiquitas. Parece feliz, aunque parece vivir en una torre de cristal, completamente sola. Podrías pensar que ahora se compra ropa y gafas de sol de diseño, pero no. Los guardaespaldas la siguen a todas partes. ¿Qué tipo de vida es ésa? Tenemos que asegurarnos de que el disco no se le suba a la cabeza. Que mantenga los pies en la tierra. Cuando acabe todo esto, la invitaré a que pase una semana conmigo, nos desharemos de esos guardaespaldas y daremos largos paseos.
Liz está aquí con esa poeta suya. Al final ha resultado que no pueden quedarse en Colombia, por esa nueva costumbre de su gobierno de matar o encarcelar a gays y lesbianas. ¿A ver si va a ser verdad que la tragedia ronda a esa poetisa? Parecen tranquilas, y Selwyn no está tan mal morenita. Yo no me lo haría con ella, pero ya sabéis. Ahora soy una mujer casada.
Juan me cubre de besos. Siempre quise casarme en Puerto Rico, y lo he hecho, como quise hacerlo en la iglesia del viejo San Juan, y lo he conseguido. No puedo creer que haya podido subir los escalones de la catedral con estos zapatos sin tropezar con la cola.
Todas las temerarias, menos Rebecca, han sido mis damas de honor. (Tuvo que trabajar hasta el último minuto y acaba de llegar.) Sé que no se deben tener tantas. Pero a veces una mujer tiene que romper con la tradición. Fue difícil escoger el color de sus vestidos ¿Qué color puede combinar con tantos tonos de piel y pelo? Me decidí por el melocotón.
Compré mi vestido en París, mi'ja. No soy una de esas mujeres que hace cola toda la noche a la puerta de Filene's para comprar un traje de novia de rebajas. Lo mío es París. No obligué a Juan a que me acompañara; fue él quien me pidió ir. Pero ¿crees que me permitió pagarle el viaje? No. Le dije que ya no importaba, porque lo que era mío iba a ser suyo pronto.
– Y lo mío será tuyo -dijo en plan cursi.
Me tuve que reír. No quise herir sus sentimientos, pero no creo que cambien mi vida los veintitrés míseros dólares de su cuenta corriente.
Se me echa encima, caliente y excitado.
– Quita, hombre -le digo, dándole una palmada en la muñeca-. ¿No puedes esperar?
– No, no puedo. Te deseo.
– Por Dios -digo mirándole fijamente-. Tranquilo, chaval.
Se ríe y me mordisquea el labio inferior. Le devuelvo el mordisco. Le amo locamente.
Después del discurso que me soltó en casa el año pasado, no sé exactamente qué es lo que pasó, pero sé que algo cambió. Lo de Sara me afectó. Ay, no, mi'ja. Tuve que darme cuenta de que no se trata sólo de dinero. Los hombres ricos también te dejan, sabes. Los ricos también vienen con un equipo completo de problemas debajo del brazo. O, lo que es peor, los ricos vienen con los mismos problemas que los pobres, pero nosotras actuamos como si fueran diferentes. Palomas blancas y palomas comunes.
El chofer espera a que todos los invitados estén dentro de los coches, y vamos como una serpiente gigante, haciendo sonar el claxon, hasta la playa, donde he reservado mi granito de arena.
Las blancas carpas se mueven con la brisa, rodeadas de exuberantes palmeras verdes. Mientras caminamos desde el aparcamiento hasta la arena, aumenta el ruido de las congas. No puedo creer que La India, mi cantante favorita, estuviera disponible, y que Rebecca, sintiéndose culpable por no poder estar en la ceremonia, le pagara para que actuara en mi banquete. Desde que sale con ese tipo suyo, se ha vuelto muy generosa. Tengo que agradecérselo luego.
Entramos en las carpas desmontables, y voy de un lado a otro asegurándome de que todos encuentran su asiento. Me detengo en una mesa, sin hablar. Mi madre y mi padre se sientan juntos, aunque ése no era el plan, y hablan de los viejos tiempos.
Ay, mi'ja. Así es como hemos llegado hasta aquí. Encontré el número de teléfono de mi padre en internet, le llamé y le dije cómo me sentía por todo lo que nos hizo, y después lo perdoné. Fue liberador. Me dijo que estaba borracho cuando nos abandonó, y que había encontrado a Dios y que ya no bebía, pero que estaba demasiado avergonzado para buscarme. No sé si creerme esa parte o no, pero me sentí muy bien después de soltarlo todo, perdonarle y dejar de castigar a Juan por todo lo que ese hombre nos había hecho a mí y a mi madre.
Mi padre vino a mi boda.
Ahora sólo tengo que decirle a Lauren que aprenda de él y deje de tontear con la bebida, antes de que le cause verdaderos problemas. No cree que tenga un problema, y yo no podría decir que lo tiene. Pero todas hemos hablado de ello, y hemos decidido intervenir de alguna forma. Ella es una sucia. Y no quiero que ninguna de nosotras vuelva a sufrir.
Nos sentamos todos en nuestras respectivas mesas, Juan y yo en la que está sobre una pequeña plataforma cubierta. Uno por uno, nuestros amigos se ponen de pie y brindan. Sé que es romper la tradición, pero cuando todos terminan, me pongo de pie y hago mi propio brindis por las temerarias.
– Sólo sé que esta boda no se habría celebrado sin vosotras -digo-. Habéis puesto mucho dinero. Y quiero daros las gracias.
¡Entre todas me dieron veinte mil dólares! En Estados Unidos habría costado el doble. Ya sé, ya sé, Puerto Rico es parte de Estados Unidos, no soy tonta. Pero si eres puertorriqueña, profundamente puertorriqueña, te refieres a Puerto Rico como país, porque lo sientes así. Lauren, con todos sus sermones, no lo entiende.
– Sois una pandilla de sucias ricachonas, ¿lo sabéis? -bromeo.
– Eh, yo no soy rica -dice Sara sonriendo-. Todavía.
Todos se ríen.
– ¡Y ahora, todos a comer! -grito.
Ataco. Caviar, langosta y pastelitos de hojaldre. También hay comida tradicional puertorriqueña. Ya me conocéis, pero por lo menos conseguí que la sirvieran unos tipos con grandes gorros blancos, en platos de porcelana. No puedo dar una fiesta sin mi arroz y mis frijoles.
Después de la cena, Juan y yo cortamos la tarta. Me la da en la boca, y yo se la doy a él. Los flashes brillan. ¡Sonríe! Bebemos champán. Y entonces, sorprendentemente, mi padre se acerca a la mesa.
– Es costumbre -dice con la cabeza agachada como un perrito-, bailar el primer baile con el padre.
Mis ojos se inundan de lágrimas cuando tomo su mano y bailamos. Su cuello todavía huele a madera.
– Papá -le digo-, te he echado mucho de menos.
– Perdóname -dice mi padre-. Por todo. Te has convertido en una gran mujer. Estoy orgulloso de ser tu padre.
Miro a Juan cuando pasamos cerca de él, y tiene los ojos húmedos. Sonríe y murmura:
– Te quiero.
Siento la tranquilidad de saber que Juan nunca me abandonará. No importa si acabamos viviendo en mi reformada casa victoriana de Mission Hill durante el resto de nuestras vidas. Le quiero. Es lo único que importa. Por favor, si todas esas estrellas de cine pueden casarse con humildes técnicos, o lo que sea, entonces yo puedo casarme con este maravilloso hombre que llevo adorando diez largos años. Eso es. Diez años. Ah, tenía corazón, mi'ja, todo este tiempo. Tenía corazón. Sólo que estaba hecho añicos.
Me han oído bien. A este hombre, con perilla y esmoquin arrugado, capaz de arreglar cualquier cosa en la casa, cegato, necio y de buen corazón, le he amado durante diez largos, estúpidos y locos años.
Y ahora me he lanzado y lo he hecho.
Ahora tengo que amarlo hasta que me muera.
No conseguí coger el ramo. Pero es por culpa de Usnavys. Esa ama de casa puertorriqueña lo lanzó como una niña.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ