Capítulo 17. SARA

Me despierto. Las paredes son azul claro, las cortinas de cuadros rosa y grises como en un hotel barato. Oigo pitidos, huelo a antiséptico y a salsa de carne. Me vuelvo hacia la sombra blanca a mi lado, y veo a una mujer ajustando el nivel en dos bolsas de suero. Me ve abrir los ojos y sonríe.

– Te despertaste -dice.

Parece sorprendida.

¿Despertaste? Intento repetir la palabra, pero tengo la boca seca, me duele la garganta, obstruida por tubos de plástico. Sabe la pregunta por mi expresión.

– Llevas durmiendo unas dos semanas -dice-. Estás en el hospital, Sara.

Estoy conectada a unas máquinas raras que pitan. Recuerdo vagamente haberme despertado aquí anteriormente, y lamento que no fuera un mal sueño. Los tubos en la nariz y en la garganta no me dejan hablar. Sólo pestañeo y pestañeo, y trato de sentir los pies, los brazos, las manos, las piernas y demás. No puedo. No siento nada. La enfermera me dice que va a decirles a «todos» que ya estoy «despierta», y entonces vienen todos a acariciarme la cara con las manos. Me sonríen tristemente y se sientan.

Intento echar una mirada alrededor sin mover la cabeza, que está sujeta de alguna forma. Dos de mis hermanos están aquí, y algunas temerarias también. Rebecca está aquí, Lauren está aquí, Usnavys está aquí. Se les ve cansados, como si no hubieran dormido. Amber no está, aunque Rebecca me cuenta que el gran ramo de flores que está al pie de la cama es de ella. No es barato. Me pregunto de dónde ha sacado el dinero. Todo el mundo está aquí excepto la gente que más quiero: mis hijos y Elizabeth. ¿Dónde están?

Todos deben de pensar que voy a morirme. Yo, esta vez, estoy sorprendida de que no haya sido así. ¿Habrá sobrevivido mi bebé? Me pregunto. Empiezo a pestañear, una y otra vez, para intentar que ellos comprendan la pregunta en mi cerebro. Creo que lo hacen. Es en ese momento cuando una desconocida con una cazadora vaquera y un suéter de cuello vuelto morado, se inclina sobre la cama con una mirada azul de pena y comprensión.

– Sara, me llamo Allison -dice-. Soy asistente social, y consejera en la unidad de violencia doméstica de la policía de Boston. Tu médico me ha pedido que te ayude en tu recuperación.

Mis ojos van de temeraria a temeraria, y todas eluden mi mirada. Usnavys llora. Lauren mira la lluvia por la ventana, o la nieve, no sé. Rebecca hojea una revista. Reúno todas las fuerzas que tengo para pronunciar una sola palabra:

– Bebé -digo.

Las cejas de Allison expresan un cariño infinito, y quiero gritar.

– Lo siento, Sara -me dice-. Has perdido el bebé.

No. Esto no puede estar pasando. No puede ser. Mi garganta se tensa con los tubos y empiezo a llorar. Es como si tragara pedacitos de cristal.

Allison me acaricia el pelo, y veo a Lauren que se pone la mano sobre la boca para evitar decir algo.

– La buena noticia es que vas a superarlo -dice Allison-. Tienes mucha suerte de estar viva, Sara. Tu marido podría haberte matado, quiero dejar esto bien claro.

– No -digo-. Está usted equivocada. Fue un accidente. Me caí -añado en un hilo de voz.

Usnavys vuelve la vista hacia Rebecca, que le devuelve la mirada para luego observarse los pies.

– Ya está otra vez -susurra Usnavys.

No puedo oírla, pero leo sus labios.

– Había testigos, Sara, incluidos tus propios hijos. No fue un accidente.

– Peleamos. Pero después hicimos las paces. Me resbalé en el hielo. Nunca me empujaría. Sabía que todos malinterpretarían la situación. No lo conoces como yo.

Allison, quienquiera que sea, me mira directamente a los ojos y sonríe benévolamente. Quisiera pegarle. ¿Por qué está aquí?

– Tienes una costilla rota, la mandíbula rota, el cráneo fracturado y un pie roto -dice-. Y con la sangre que has perdido por el aborto, había dudas de si te recuperarías.

No puedo creer lo que estoy oyendo. ¿Roberto me hizo esto? ¿Es posible que llegara tan lejos? Intento pronunciar claramente otra palabra:

– Niños.

– Los chicos están a salvo -dice-. Tu madre vino de Miami y los pequeños se han instalado con ella en casa de Rebecca. Tu marido todavía está en casa y se niega a dejar entrar a los niños porque fueron ellos los que llamaron a la policía. Tu padre vendrá esta semana.

Los chicos están bien, me repito a mí misma. Gracias a Dios. Los niños están bien. Pero ¿por qué no están en casa con Roberto? ¿Por qué está solo en casa? Ellos no lo entienden. No fue culpa suya. ¿Lo fue? Ay, Dios mío. Lo fue. Ahora me acuerdo. Me pateó. Estaba tirada en el suelo y el hijo puta me pateó. ¿Por qué lo haría?

– Te cuento todo esto porque quiero dejarte claro la gravedad de lo que ha pasado -dice Allison-. Tus amigas me han dicho que no tenían ni idea de que estuvieras siendo maltratada, y yo sé por experiencia que este tipo de lesiones no se produce de la noche a la mañana. Esto viene de muy atrás, Sara, y quiero que sepas que no hay retorno, que tienes que reaccionar. Él no va a cambiar. Nunca cambian. La tasa de recuperación de maltratadores es muy, muy baja.

Mi bebé. Recuerdo la caída por las escaleras, y Vilma, la valiente Vilma. Intento decir su nombre, preguntar por ella. Allison asiente.

– Lo siento -dice-. Wilma no está bien.

– Vilma -la corrijo, pero la lengua no me funciona bien.

– Su marido también pegó a Wilma, y la impresión le produjo un ataque cardíaco masivo. Está en cuidados intensivos.

Dios mío.

– Tu hijo Jonah marcó el 911. Te salvó la vida. A tu marido lo arrestaron por maltrato, pero ha salido bajo fianza.

Lauren finalmente salta:

– ¡Ese idiota dice que tu hijo lo traicionó llamando a la policía!

– Ahora no -dice Usnavys-. ¡Por el amor de Dios, mujer, cállate la boca!

¿Eso del dedo de Usnavys es un anillo de compromiso? No puedo creerlo.

– ¿Quién, el anillo? -pregunto, momentáneamente ida.

– Hablaremos sobre eso después -me dice en español.

– Juan -suelta Lauren, en inglés-, por fin recapacitó.

Allison, que probablemente no entiende el español, sonríe.

– Tu madre le ha pedido a tu padre que viniera. El estado le ha quitado a Roberto la custodia de sus hijos y no puede acercarse a ellos.

Lauren se acerca a la cama, llorando.

– Voy a matar a ese cabrón -dice-. Te lo juro, Sara. Lo voy a hacer. Mi hermano conoce a gente en Nueva Orleans. Lo puedo arreglar. No estoy bromeando.

Rebecca se acerca y aparta a Lauren, diciendo:

– Vamos, cariño. Vamos a dejar que Sara descanse ahora.

– Necesitamos saber si estás dispuesta a presentar cargos -dice Allison.

Pienso en la pobre Vilma, en cómo esta asistenta social pobremente vestida ha pronunciado su nombre, en cuánto la quiero. Pienso en cómo volvió a llamarme Sarita; en que es como una madre para mí. Tiene que haber un límite; un punto a partir del que no puedes perdonar, sin importar cuánto se quiera o cuánto haga que se conoce a alguien. Éste, creo, es ese punto. Si no por mí, por Sethy, por Jonah, y por Vilma.

Me encuentro mal, y el cuarto empieza a nublarse. Estoy tan cansada. Cierro los ojos y me duermo.


Cuando me despierto de nuevo, estoy sola. Es de noche, y ya no tengo tubos ni en la nariz ni en la garganta. El aparato de la cabeza también ha desaparecido. ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo? Puedo levantar un poco la cabeza, y veo que no estoy sola, que mi padre está cerca de la ventana, en la oscuridad. Gruño para llamar su atención. Se acerca y se pone al lado de la cama. Lleva su uniforme habitual: pantalones verdes, un polo Ralph Lauren, y mocasines marrones. Miro el informe médico de la pared que está enfrente de la cama y me doy cuenta de que han pasado tres días desde la última vez que me desperté. Tres días. Todavía estoy cansada, extenuada de la cabeza a los pies.

– Ay, Dios, Sarita -me dice. Tiene los ojos rojos de llorar, y me dice en español-: ¿Por qué no nos lo dijiste? ¿Por qué no me lo dijiste?

– Lo siento, papá -digo.

Tengo la voz ronca y me duele la garganta.

– No, soy yo quien lo siente. Es culpa nuestra, de mamá y mía, por habernos pegado siempre. Tú pensarías que aquello era normal.

Está llorando.

– No -digo-. Lo siento. Fue culpa mía.

– ¿Tú? ¿Lo sientes? ¿Por qué? Él es el hijo de puta que casi te mata. Él es el cabrón que mató a mi nieta.

Nieta.

– ¿Era niña? -pregunto.

Mi padre asiente.

– ¿Han podido verlo?

– Han podido verlo.

Empiezo a sollozar. Las convulsiones me hacen tanto daño en las costillas que casi me desmayo.

– No -lloro-. No, papá. Por favor. No, Dios mío.

– Tranquilízate -dice.

Está de pie a mi lado y me acaricia el pelo, algo que no ha hecho desde que era muy pequeña. Chasquea la lengua para consolarme.

– Descansa. No tendrás que volver a verlo jamás.

– Busca a esa asistente social. Voy a presentar cargos.

Parece desconcertado por un momento.

– ¡Ah!, no lo sabes, ¿no?

– ¿Qué?

– No encuentran a Roberto, mi vida.

– ¿Qué? ¿Cómo que no?

Papá suspira.

– Ha matado a Vilma, Sarita, murió ayer. Cuando la policía fue a detenerlo por asesinato, no abrió la puerta. Tiraron la puerta abajo y había desaparecido. Se llevó ropa y algunos papeles. Encontraron su coche aparcado en el aeropuerto, con las llaves en el asiento.

– ¿Qué?

– Salió corriendo, el muy cobarde.

– ¡No! -lloro.

Me observa incrédulo.

– ¡Es imposible que sigas queriéndolo después de lo que te ha hecho!

No digo nada, y me toma la mano, me planta un pequeño beso tembloroso en ella.

– Yo siempre me pregunté si era él quien te hacía esos moretones. Tu madre me dijo que empezaron cuando lo conociste, pero pensó que tenía que ver con el hecho de que te habías convertido en una señorita y aún no te sentías cómoda en tu cuerpo. Como un potrillo, decía, eras como un potro aprendiendo a usar sus largas patitas.

– Me pegaba, papá -lloro-. Siempre. Durante años. Quise decírtelo, pero no quería que pensaras que era una estúpida. Yo también le golpeaba a veces.

– Ya, ya, ya ha terminado. Aquí está papá. Jamás pensaría eso de ti.

– Necesito preguntarle cómo pudo hacerlo. ¿Adonde habrá ido?

Papá me suelta la mano:

– Mató a Vilma, Sara.

Está contando las víctimas con los dedos, uno por uno, tranquilo y sereno.

– Mató a tu hija. Casi te mata a ti.

Miro a mi padre, esperando. Papá continúa:

– Ahora está escondido para no enfrentarse a la justicia por lo que ha hecho. No debes volver a hablar con él. Es un cobarde. Tienes que seguir y ser fuerte, por los chicos. Él te hubiera matado si Vilma no le hubiera detenido. Eso lo sabes, ¿no?

– ¿Por qué las cosas son así, papá? No quiero que pase esto. Quiero que todo sea como antes.

– Ay, mi'jita -dice derrumbándose en la silla que hay junto a la cama-. ¿Qué voy a hacer contigo?

Es demasiado. Lo he perdido todo. A Vilma, a mi hija, a mi marido, casi la vida. Quiero ver a Liz. Necesito hablar con ella. ¿Dónde está? ¿Por qué no ha venido todavía? ¿Se ha marchado también?

– Quiero ver a Elizabeth -le digo a mi padre.

– Ha venido temprano, mientras estabas durmiendo.

– Por favor, llámala. Hazla venir de nuevo.

– Está bien. Ya voy. Ahora, tranquila. Cierra los ojos, mi vida, trata de descansar.


Cuando vuelvo a despertarme, está allí, Elizabeth, radiante en una sudadera turquesa y vaqueros oscuros. Siempre he envidiado eso de ella, su facilidad con la ropa, no le cuesta trabajo estar guapa.

La desagradable asistente social, Allison, está aquí también, y parece que han estado hablando entre ellas. Por la sonrisa hipócrita de Liz, puedo ver que Allison le parece tan molesta como a mí. Quiero reírme a carcajadas, pero me contengo. Debe de ser una buena señal.

Me encuentro lo suficientemente bien para sentarme. Elizabeth se disculpa por haber ido a mi casa, y dice que tenía que verme, para pedirme perdón.

– Todo ha sido culpa mía -dice-. Nunca debería haber ido a verte. Lo siento.

Allison la interrumpe.

– Liz estaba contándome lo que pasó. No es culpa suya. Ni tuya. Nadie es culpable de esto salvo el hombre que te pegó. Quiero que ambas lo comprendáis.

«Sí, vale, pero ¿quién te ha preguntado?»

Elizabeth sostiene un manojo de globos, con el mensaje «Ponte buena pronto». Me mira y me sonríe tímidamente:

– Bastante ridículo, ¿eh? -me pregunta-. He visto las flores que Amber te ha enviado, y sabía que no podía superarlas. Así que he comprado esto.

Me río un poco.

– Gracias -digo-. Hablando de Amber, ¿de dónde habrá sacado el dinero?

– ¿No lo sabes?

– No sé nada.

– Su disco es número uno en las listas nacionales.

– ¿Bromeas?

– No estoy bromeando. Pensaba que lo sabías. Es la próxima Janis Joplin en español.

– No lo sabía. Vaya. Me alegro por ella.

– Supongo que no habláis mucho.

– No fuera de las reuniones de las temerarias. No tengo mucho en común con los vampiros aztecas, ya sabes.

Nos reímos. Es perverso. Por eso somos amigas Liz y yo. Tenemos el mismo sentido del humor.

– Está a punto de ser la vampiro más famosa -dice Liz-. Cuidado con lo que dices.

– Anda, vete por ahí. ¿Amber? ¿Famosa?

– ¿Te mentiría yo en un momento así?

– No, probablemente no.

– Yo siempre te dije que lo conseguiría. No te lo creías.

– Sí, es verdad. Tú siempre has sido mejor que yo, Liz. Siempre has buscado el lado bueno de las personas. No como yo.

Nos miramos un momento, y Liz es la primera en bajar la mirada a los pies. Entonces le hago la pregunta clave, en español para que Allison no comprenda lo que estamos diciendo.

– ¿Liz?

– ¿Sí, Sarita?

– Roberto me dijo algo la otra noche, la noche que nos peleamos. Necesito saber si es verdad.

Se la ve nerviosa.

– Claro, ¿qué es?

– Él… me dijo que vosotros dos os acostasteis en Cancún.

– ¿Qué? No, nunca.

Parece que estuviera a punto de escupir.

– ¿Me lo juras?

– Sólo me he acostado con tres hombres en mi vida, y él no fue uno de ellos. Yo no disfruto precisamente con los hombres.

– Pero estaba enamorado de ti. Lo sé.

– Quizá. Si lo estaba, es un imbécil.

Me río.

– ¿Qué tipo de mujeres tiene una conversación así en un hospital, en un momento como éste?

Me río a mi pesar. No estoy enfadada, no exactamente. No lo sé. Estoy aturdida. Sonríe instantáneamente. Es como en esas películas en las que todo se convierte en una gran pesadilla. Estoy esperando despertarme y que todo sea diferente.

Miro por la ventana durante unos minutos. Pienso algunas cosas, me pregunto si es sincera conmigo. Después de todo, me ocultó lo de su lesbianismo todos estos años; miente muy bien. Ya no me importa. La verdad es que hubiera preferido que se acostara con ella antes que con cualquier otra mujer. ¿Le está bien empleado, no, enamorarse de una lesbiana? Es casi cómico. ¿No es de locos? Y no estoy tan enfadada como sería previsible. Quizá son los medicamentos contra el dolor, pero lo encuentro bastante gracioso.

– ¿Sabes qué? -le pregunto, intentando relajar el ambiente, para volver a una conversación normal.-¿Qué?

– ¿Sabes lo que más duele de todo?

– ¿Qué?

Sonrío.

– Que tú nunca, ni siquiera remotamente, te has sentido atraída por mí. Quiero decir, ¿qué me falta? Mírame. Soy perfecta. Dijiste que nunca me has encontrado atractiva.

– ¿Qué?

Me río.

– ¿No es estúpido? Es como me siento ahora mismo. Completamente rechazada.

– Jamás dije eso -dice Liz con una sonrisa cautelosa-. Hubo… veces. Algunas veces, realmente.

– ¿Cuándo?

– Unas veces. Algunas veces.

– ¿Como cuándo? Dímelo.

– En la discoteca Gillians, la primera noche.

– ¿En Gillians?

– Sí. Recuerdo observarte bajo la luz naranja. Llevabas un largo abrigo negro de piel y uno de esos lazos de niña tonta en el pelo. Parecías un desecho de Brat Pack. Te hubiera besado entonces.

– ¿Por qué no lo hiciste?

– ¿Estás loca?

– ¿Por qué no lo hiciste?

– Sabía que eras heterosexual. No quería que a Rebecca le diera un ataque.

– ¿Cuándo más?

– La noche de la graduación. Cuando tuvimos esa fiesta en el apartamento de la madre de Usnavys, con toda esa comida frita repugnante. Cuando nos sentamos afuera, en la escalera de incendios, huyendo de la grasa y del humo, para tomar el aire, ¿te acuerdas de eso?

– Sí.

– También puedo decirte lo que llevabas puesto esa noche. Pantalones cortos a cuadros y un conjunto rosa de punto, con tus perlas. Te quitaste el suéter porque hacía mucho calor esa noche, y me encantaron tus hombros suaves y blancos.

– Ah, sí. Recuerdo esa noche.

– Tenía unas ganas tremendas de besarte.

– ¿Por qué no lo hiciste?

– Estabas prometida a Roberto. Eras hetero. Yo no quería ser lesbiana, quería ser normal. Luchaba contra ello todo el tiempo. Fui a casa y me puse a llorar.

– ¿Por qué no me dijiste nada de esto?

– Por miedo. No quería perderte.

– Bueno, soy una chica normal, curiosa. No me hubiera importado, ya sabes, probarlo. Es lo que hace todo el mundo.

– No. -Liz sacude la cabeza-. Ésas son las palabras más duras que puedes decirle a alguien como yo. Estoy harta de las hetero curiosas, Sara. Nadie te hace más daño que una mujer heterosexual curiosa.

– ¿Y ahora qué?

– ¿Ahora?

– ¿Te sientes atraída por mí ahora? Tengo el aspecto de haber sido atropellada por un camión, y nadie me ha traído el maquillaje. Pero aun así, no soy horrorosa ni nada por el estilo, ¿no? Creo que no estoy mal para ser una mujer con mellizos que acaba de perder a su bebé y a su marido, ¿no crees?

– Sara, por favor, necesitas dormir.

– ¿Crees que soy sexy?

Liz me mira con lástima.

– Te quiero -me dice-. Eres mi mejor amiga. Y estás totalmente drogada o totalmente agotada, o ambas cosas.

– Pero ¿lo harías conmigo? Quiero saberlo.

Sonríe de forma sarcástica. Ahora se da cuenta de que estoy hablando en broma.

– Eres una cubana loca, ¿lo sabías? -me pregunta.

– Dímelo. ¿Ahora mismo, me lo harías? Con todos estos tubos dentro de mí, y los cardenales, y con la estúpida asistente social mirando. Podría ser toda una experiencia.

– No -dice-. Ahora estás horrible, Sara. Prefiero que mis mujeres sean masculinas. No hay nada masculino en una mujer a la que un hombre acaba de dar una paliza, ¿vale? Y necesitas lavarte los dientes.

Nos reímos.

Allison nos ve reír, e interrumpe:

– Os dejo que habléis -dice-. Me alegro de que tengas quien te anime. Para eso están las amigas.

– Perfecto -digo-. Hasta luego, Allison.

Después en español, digo:

– ¡Fuera de aquí, zorra mal vestida!

Liz me mira incrédula. Casi nunca digo tacos. Se sube a la cama. Está tan delgada que casi no se hunde. Se sienta a mi lado durante el resto de la noche, y no hay nada remotamente sexual en la manera en que nos abrazamos, nos contamos chistes y vemos programas basura en la tele, aunque tengo que admitir que me apetece besarla un par de veces durante el Tonight Show de Jay Leno, sólo para ver qué se siente. Debe de ser la morfina.

Liz se queda conmigo hasta el amanecer.


¿Debería preocuparme que a mi novio le guste el catálogo de verano de Victoria's Secret más que a mí? Lo encontré en el baño el otro día, todo arrugado y manoseado, ¡y estamos en mayo! ¿Por qué los hombres y las mujeres están tan condicionados por el cuerpo femenino? Estoy harta de tetas y culos.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

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