Capítulo 8. AMBER/CUICATL

Cuando Gato se despierta me cuenta que ha soñado con la luz del quinto sol, y que se le ha aparecido el jaguar para decirle que debemos adelantar la ceremonia de mi nuevo nombre a este fin de semana, antes de verme con Joel Benítez.

Habíamos previsto ir a la casa de Curly, en La Puente, dentro de tres semanas, para celebrar una ceremonia modesta y privada, pero los espíritus le han comunicado a Gato que tiene que ser a lo grande, pública e inmediata. Me abraza con cariño y dice:

– Si vas a esa reunión sin tu verdadero nombre, no encontrarás lo que debes.

Siempre ha tenido razón en estas cosas. Gato tiene sueños que no son sueños. Sus sueños son conversaciones con los espíritus animales del universo mexica.

Nos levantamos, nos damos nuestra ducha matinal juntos y tomamos fruta en el balconcito de la parte posterior del apartamento. Gato empieza a organizar la ceremonia, y yo me retiro. Estoy gestando una melodía. Las contracciones han empezado. La canción está a punto de nacer.

Mientras me siento en el suelo con la guitarra y trabajo la progresión de los acordes, Gato habla por teléfono. Apenas se le oye.

– Es que es muy urgente, mano, urgente urgente, que hagamos la ceremonia pronto, pero pronto pronto -dice.

Estoy concentrada en sacar la nueva canción, Hermano oficial. Cuelga, y espera a que haga una pausa antes de contármelo todo.

– Curly dice que mañana está bien -dice-. Tenía otra ceremonia, pero la cambiará. Se hace cargo de lo importante que es y dice que el jaguar se le ha aparecido a él también. Está escrito, Amber. Ya verás. Hay poco tiempo, pero creo que localizaremos a todo el mundo.

Vuelve al teléfono y durante unas horas avisa a todo el grupo de baile azteca, para montar una gran danza mañana por la tarde. Cuando termina tengo el esqueleto de la canción y he empezado a darle forma añadiendo trozos de carne. Saca su tocado y su escudo del armario y empieza a limpiarlos para el baile.

En total, treinta de los treinta y seis integrantes del grupo dicen que vendrán. Cambia el emplazamiento, y de la casa de Curly pasamos a un espacio abierto en Whittier Narrows. No hay suficiente espacio en casa de Curly para una danza entera, con tambores y demás, y Whittier Narrows es el lugar donde solemos ir. Paso el resto del día terminando la canción.

Gato limpia el apartamento y hace una compra en la cooperativa. Ya de noche, hacemos el amor y escuchamos la profunda voz verde de la luna.

El domingo quedamos con todos en el parque al mediodía. Llevo el vestido morado largo con picos y capas de tela, el tocado de oro y mocasines. Gato sólo lleva un taparrabos, campanillas en los tobillos y su tocado grande de plumas. Los demás van más o menos igual.

Las familias que se ven por aquí visten de domingo, la mayoría son de México o Centroamérica y hablan español. Las mujeres se contonean en sus vestidos de rebajas y llevan a los niños en brazos o empujan sus cochecitos. Los hombres llevan sombreros de cowboy blancos y pantalones vaqueros negros ajustados, cinturones de hebillas enormes, y botas camperas amarillas de piel de avestruz. Algunos llevan radiocasetes con música de Los Tigres del Norte o del Conjunto Primavera. Las bebés llevan diademitas con adornos en la cabeza, y diminutos pendientes de oro. Los chavales corren y juegan vestidos con pantalones cómodos y botas. Algunas familias montan en barcas de patines en el lago, o se pasean por la orilla comiendo churros y tortas. Los adolescentes con la cabeza afeitada cubierta con badanas se dan la mano ceremoniosamente y miran a las chicas, que llevan pantalones anchotes de algodón y enormes pendientes de aro. Los quiero a todos.

La mayoría no sabe qué pensar de nuestro atuendo mexica ceremonial. Somos orgullosos príncipes y princesas, reyes y reinas indios. Siento rabia y tristeza cuando se ríen de nosotros. Intento contarles a algunos lo que estamos haciendo, quiénes somos. Sé cómo se sienten; yo era como ellos. Eso fue antes de que descubriera las mentiras de la historia. Antes de que comprendiera que llevo en las venas sangre de un pueblo ancestral y orgulloso. Les cuento que hemos venido a honrar el pasado, a honrar a nuestros antepasados, que murieron defendiendo su cultura. Algunos coches pitan al adelantarnos en señal de solidaridad, algunos levantan el puño y gritan: «¡Viva La Raza!».

Casi siempre comprenden lo que quiero decir, sobre todo los más jóvenes. Todos tenemos fotos en los álbumes familiares de un bisabuelo con trenzas. La mayoría sabemos que somos indios. Los únicos que se niegan a reconocernos son esos chicanos pretenciosos que trabajan en el Los Angeles Times. Ese periódico nos ha calumniado tantas veces que he perdido la cuenta. Una vez nos plantamos allí para hablar con el mexica que tenía el cargo más alto, un tipo de unos cincuenta años que parecía la reencarnación de Toro Sentado. No quiso saber nada. Como Rebecca. Hacemos que se sientan incómodos.

Encendemos las antorchas y las colocamos en círculo para limpiar la zona de malos espíritus. Los que tocan los tambores se preparan. Nos colocamos sin apenas hablar. Inclinamos la cabeza rezando en silencio. Las mujeres cogen maracas, los hombres escudos y maracas. En el centro del círculo, Curly se dirige a nosotros en español, después en inglés y después en náhuatl. Nos recuerda la manifestación de esta semana frente a los estudios de Dreamworks, que están preparando una película de dibujos animados para destruir lo que queda de nuestra historia. Nos habla de otra en los estudios de Disney contra Edward James Olmos.

– Ese vendido quiere hacer una película sobre Zapata -dice Curly-. ¡Tenemos que demostrar al estudio que no queremos que ese eurocéntrico represente a nuestra gente nunca más! ¿Estáis conmigo?

Rugimos.

Por último, nos recuerda que escribamos a todo el que se nos ocurra para apoyar la propuesta de ley que ha presentado una de nuestras hermanas mexica en el norte de California para que el gobierno reconozca a los mexicoamericanos como indígenas.

Ahora Curly nos dice que estamos hoy aquí para bailar en mi honor, y en el de mi reunión de mañana en una casa discográfica interesada en mi música. Es importante, porque si me contratan, dice, el mensaje mexica llegará a todos los rincones de la tierra.

– Por favor, unios a mí para rezar por el éxito de nuestra hermana mexica y de su música.

Uno de los miembros del grupo, un abogado del mundo del espectáculo llamado Frank Villanueva, levanta la mano y pregunta si puede hablar. Curly dice que sí.

– Me gustaría ofrecerme para acompañarla a la reunión con la discográfica -dice-. Si Amber me lo permite.

– Gracias, hermano Frank, por tu generosidad -dice Curly-. ¿Amber? ¿Qué dices?

Miro a Gato, y asiente. Tiene los ojos encendidos. Entonces me acuerdo de que Frank representa a algunos de los mexicas con más proyección de Hollywood, la mayoría del cine.

– Digo que sí, y gracias.

– Sería un honor. Me alegro de que aceptes -dice Frank-. Todos conocemos tu música y sé que lo conseguirás. Pero no tiene sentido que una artista joven vaya sola a una reunión como ésa. Eres tan vulnerable. ¿Cuándo es la reunión, y dónde?

Se lo digo, y asiente.

– Allí estaré.

Observo las ofrendas que hemos apilado en el centro del círculo, fruta e incienso, y me concentro, siento cómo el águila que llevo dentro despliega sus alas, elevándose al sol. Siento la energía de mis hermanas y hermanos. Curly Rizado dice que hoy escogerá un nombre para mí, un nombre mexica, para que me proteja y guíe mi destino. Suenan los tambores.

Bailamos sin descanso durante tres horas. Vanesa Torres, que está demasiado embarazada para bailar, reparte botellas de agua. Entro en la zona, el lugar al que llego cuando actúo en público, al que llego cuando Gato y yo corremos durante horas por las colinas. Siento que las energías del universo convergen en mí. Me pierdo entre los espíritus. Sé que las cosas son como deben ser. No he llegado a este punto de mi vida sin motivo.

El baile cesa. Curly vuelve a entrar en el círculo. Me invita a unirme a él. Me arrodillo ante él, y me da mi nombre.

Cuicatl.

Ya no volveré a ser «Amber». Seré «Cuicatl». Es un nombre potente, un nombre que significa «canción» o «canto», un nombre que permite comunicarse a través de la música. Es el nombre que debería haber tenido, es el nombre de mi verdadero destino. Si los españoles no hubieran llegado y exterminado a mi gente en Aztlán, si no hubieran quemado nuestros pueblos y ciudades hasta reducirlos a escombros, si no nos hubieran traído su pólvora y su comida envenenada, yo habría sido Cuicatl. Y lo más bonito es que no es demasiado tarde. Todavía puedo acoger a mi verdadero yo, mi yo mexica, mi bello yo mexicano: Cuicatl.

Volvemos a casa, mi madre ha dejado un mensaje en el contestador pidiéndome que la llame. Lo hago. Está en casa y contesta al teléfono.

– ¿Diga?

– Hola, mamá.

– ¡Oh, Amber! ¿Cómo estás?

– Bien, mamá, ¿y tú?

– Tirando, mi'ja. ¿Dónde estabas?

– He ido a mi ceremonia de nominación.

Silencio. Mi madre puede decir más con su silencio que con sus palabras. No aprueba el movimiento Mexica. Nunca lo ha dicho, pero es obvio. Como es obvio que no le gusta cómo me arreglo el pelo, me maquillo, o lo que le he hecho al coche que me regaló. Nunca lo dice abiertamente, pero hace otras cosas, como enviarme fotos de mujeres de las revistas con una nota que dice que me quedaría bien el corte de pelo de la foto.

Después de una pausa suficientemente larga para hacerme sentir incómoda, me pregunta:

– ¿Recibiste el paquete que te envié?

– Sí, mamá. Siento no haber llamado. He estado liada. Gracias.

Quiero reñirla, ¿sabes? Quiero gritarle por no preguntar lo que hago en las ceremonias, por no haber ido a uno solo de mis conciertos, por no preguntarme jamás cómo está Gato, por no interesarse en nada que tenga que ver conmigo. Pero no lo hago. Puedo lanzarme sobre una multitud de roqueros alterados, pero no puedo arriesgarme a disgustar a mi madre. Tengo veintisiete años y todavía no tengo el valor de enfrentarme a mi madre. Es absurdo.

– Pon todas tus cosas dentro de las bolsas y usa la aspiradora para absorber todo el aire. Todo queda tan pianito que puedes colocarlo en el armario sin que ocupe tanto espacio.

– Lo sé, mamá. Gracias.

– Puedes hacerlo con mantas o jerséis, esas cosas.

Es su forma de pedirme que cambie la decoración de mi apartamento.

– Vale, mamá.

– Las compré en la teletienda. También se las he comprado a tu abuela y a tu Nina. Lo he hecho con el plan ultrafácil. Lo pagas todo en cinco cómodos plazos.

Se nota cuando está citando la «Tiii-viii».

– Qué bien, mamá. Gracias.

– Así tienes más espacio.

Traducción: no aprueba mi pequeño apartamento.

– Muy bien. ¿Cómo está papá?

– Está en el Rez, donando dinero a la causa indígena.

Así es como mis padres describen su última adicción: el casino. No se le pasa por la cabeza que pueda ofenderme. No entiende que nosotros somos indios. Piensa que los mexicanos, los «messicanos», como ella dice, son una raza. El número de reservas en los casinos de San Diego está aumentando tan vertiginosamente que me pongo enferma. Mis padres iban una vez al mes, ahora van cada fin de semana, puede incluso que todos los días. Mi madre aún no está jubilada, pero va en el autobús de jubiladas al casino de Viejas entre semana, porque, como ella misma dice, es gratis y encima te regalan una hamburguesa.

– No hables así, mamá, no está bien.

Otro silencio.

– He visto una oferta de trabajo muy buena en el periódico. Te iría como anillo al dedo -dice por fin-. Te la mando por correo. Deberías recibirla mañana.

– No necesito trabajo, mamá.

– Por si acaso.

– Gracias.

– Te la mando.

– Gracias.

– Pagan muy bien, mi'ja. Once dólares la hora.

Está harta de ayudarme a pagar el alquiler, pero no se atreve a decirlo.

Cambio de tema:

– ¿Cómo está Peter?

– Le va muy bien. Se pasó por aquí la semana pasada para ayudar a papá a cortar ese árbol.

– ¿Qué árbol?

– El de atrás.

– ¿Ese pino enorme? -pregunto.

Adoro ese árbol, pasaba muchas horas subida en él de pequeña. Debe de tener quinientos años. No puedo creer lo que estoy oyendo.

– ¿Por qué?

– A tu papá le preocupaba que se cayera sobre la casa. Ya sabes cómo es.

Ahora soy yo la que guarda silencio.

– A Peter le va bien. Le va muy bien en el trabajo. Siempre da gusto verle. Siempre puedo contar con él.

Conmigo no. Ésa es la pulla esta vez. Claro que siempre se alegra de verlo. Son tal para cual.

– Me alegro, mamá.

– Sólo te llamé para ver si habías recibido el paquete y contarte lo del trabajo. Es de auxiliar adminstrativo.

Auxiliar adminstrativo. No sé las veces que la he corregido, pero no hay forma. Sé que sabe decir «administrativo». Debe de tener el azúcar bajo.

– Vale, mamá.

– Por si estabas buscando algo.

– No lo estoy, mamá. Mañana tengo una reunión con una discográfica.

– Ay, bien, mi'ja. ¿Todavía tocas esa música messicana?

– Toco rock, mamá.

– Bueno, qué bien lo de la reunión. Rezaré por ti.

– Gracias.

– Cuídate.

– Tú también, mamá. Come algo, ¿vale? Tómate un zumo.

– Te quiero.

– Y yo a ti.

Cuelgo y suspiro. Gato me mira con simpatía, oculto tras su teclado. Sabe que las llamadas de mi madre me ponen mala. Está escribiendo una nueva canción, una balada titulada Cuicatl. Toca unas estrofas y se me pone la carne de gallina. No lleva puesta la camisa, sólo vaqueros rotos de cintura baja y sandalias de esparto. Lleva el pelo recogido y una cinta de cuero en la frente. Mi príncipe mexica.

– ¿Qué haría yo sin ti? -le pregunto rodeándole con mis brazos.

Es cálido y sólido.

– Estarías bien sin mí -dice-. Eres fuerte.

Pienso en sus palabras y le propongo que venga conmigo a la reunión. Sacude la cabeza negativamente.

– ¿Por qué no? -le pregunto.

– Lo harás muy bien sola -responde.

Preparo la cena, verduras crudas con semillas de trigo, y pina de postre. Después de cenar hacemos el amor. Prueba mi nuevo nombre otra vez.

– Es perfecto, tu nombre, perfecto perfecto -dice-. Te pega.

Y nos quedamos dormidos arropados por nuestro amor.

Al día siguiente me despierto temprano. Estoy demasiado nerviosa para comer, pero Gato me obliga a tomar un té. Me frota los hombros, me ayuda en la ducha. Me decido por los pantalones ajustados que encontré en una boutique funky de Venecia, llenos de retratos de la Virgen de Guadalupe, los mismos que llevé cuando quedé con las temerarias, los que le provocaron un sarpullido a Rebecca. Me pongo un suéter rojo, corto y ajustado, botas rojas y la gabardina negra. Me recojo el pelo con gomas rojas, me maquillo y me pongo gargantillas y anillos góticos de plata en todos los dedos. Gato dice que voy bien. Le pregunto qué cree que debería hacer. Dice que nada, que deje que Frank se encargue de la negociación.

– Los dioses te apoyan -dice-. Lo presiento.

Gato me lleva hasta Beverly Hills para la reunión con Joel Benítez. Frank se reunirá conmigo allí. Gato me deja justo enfrente y me pide que lo llame al móvil en cuanto termine. Los móviles son el único lujo que nos hemos permitido, además de nuestros instrumentos; en Los Ángeles el tráfico es tan espantoso que es algo imprescindible. Dice que se va a meditar a un parque que hay cerca del centro comercial Beverly para mandarme buenas vibraciones. Me despido con un beso y voy a enfrentarme a mi destino. Paso por delante del guardia de seguridad de recepción y entro en un silencioso y carísimo ascensor (hasta el ascensor es bonito. ¡Mexicatauhi!). Casi tengo que pellizcarme. No he estado tan nerviosa en mi vida.

Frank ya está sentado en la oficina de Joel cuando llego; no parece la misma persona. Sólo lo conozco con el atuendo mexica. Hoy lleva un conservador traje azul y una llamativa corbata de diseño. Tiene la misma mirada intensa, pero al verle así, las piernas cruzadas como si nada, la perilla recortada y gafas metálicas, nadie diría que es un bailarín azteca. Mi demo suena en el equipo. Ambos se levantan para saludarme. La asistente de Joel, Mónica, una rubia alta con un collar con la bandera venezolana, surge de la nada. Está preocupantemente delgada y lleva unos pantalones ceñidos y un top debajo de una camisa blanca y transparente.

– ¿Desea café o té? -me pregunta en español.

– No, gracias.

– ¿Agua?

– Está bien.

Mónica sale envuelta en una nube de perfume dulzón. Joel se levanta y pasea por la habitación. El despacho es grande y elegante, con dos sofás de cuero blanco, pinturas al óleo, y un gran ventanal tras la mesa de Joel. En una de las paredes hay una enorme pantalla negra y un equipo de música que parece tremendamente sofisticado. Otra está cubierta de discos de oro y platino enmarcados. Pequeños y potentes altavoces cuelgan de cada esquina. La música está muy alta. Tenemos que gritar para oírnos. Joel mueve la cabeza, al ritmo de la canción, una cumbia con toques reggae mezclada con metal, y el grave sonido de un bajo imitando el latido de un corazón. Madre oscura. Es una de mis favoritas.

– So -dice Joel en inglés.

Me alegro de que no hable en español. Me defiendo, pero no me siento cómoda como para negociar.

– Amber.

– Cuicatl -lo corrijo.

– Es verdad, me lo ha contado Frank -dice con una sonrisa irónica.

Junta las yemas de los dedos:

– Kwee… ¿Cómo se dice?, Kwee-cah-tel.

– Cuicatl. Cuesta un poco acostumbrarse.

Mónica vuelve con el agua y un vaso con hielo. No un vaso, sino una copa de cristal soplado azul con burbujitas, como los de México.

– Vamos al grano, Joel -dice Frank con frialdad-. No perdamos más tiempo.

Le hace una señal para que baje la música.

Me impresiona su actitud. En nuestros encuentros mexica siempre es cortés, casi apocado.

– Joel quiere contratarte -me dice-. El sello está entusiasmado contigo. Les gusta tu música. Quieres llegar al mejor acuerdo posible, porque vas hacer que esta compañía gane millones de dólares si te contratan, ¿no?

– Sí -digo, aunque no estoy segura de estar de acuerdo.

Joel mira a Frank con una mezcla de respeto e irritación.

– Hemos estado hablando unos minutos, y creo que podremos llegar a un acuerdo -añade Frank.

– Estoy seguro -dice Joel con una mirada algo dolida.

– Lo que he propuesto está explicado aquí, Cuicatl -dice Frank acercándome una gruesa carpeta.

– Le he dado otra a Joel. Es muy sencillo. Ésta no es la única discográfica interesada, y él lo sabe. He incluido datos de mercado y de demanda, y algunas cifras de ventas de artistas similares a nivel mundial. Lo que pedimos, en este contexto, es razonable. Joel lo sabe. Queremos unirnos al sello que más apoyo y recursos ofrezca. He detallado lo que necesitamos tanto en anticipo como en presupuesto de promoción, y otros puntos relativos al tratamiento del artista como compositor, intérprete y productor. Me gustaría que nos tomáramos unos minutos para analizar los números y ver lo que opinamos.

Joel abre su carpeta, lee durante unos minutos y pulsa el botón del interfono. Marca una extensión de cuatro dígitos y cuando un tipo contesta, empieza a hablar en un nervioso español. Le pide que venga inmediatamente a repasar la propuesta.

Gustavo Milanés, el presidente del sello, se persona. Es más joven de lo que imaginaba, alto, con el pelo corto y rizado y gafas grandes. Me da la mano y me dice que ha oído hablar muy bien de mí. Los hombres retocan unos números, discuten sobre otros, todo en español. Transcurre una hora sin que yo abra la boca. Cada vez que la demo termina, Joel Benítez coge el mando a distancia y vuelve a ponerla hasta que me harto de oírme.

Los ejecutivos empiezan a lanzar sugerencias que me ponen enferma: que utilice mi antiguo nombre, que suene un poco más pop, que me quite el anillo de la nariz, que me aclare el pelo.

Frank los corta de raíz.

– Es perfecta como es. Deben saber lo que tienen aquí. ¿Han visto cuántos jóvenes asisten a sus conciertos? Hay colas que dan la vuelta a la manzana; eso sin promoción. ¿Entienden la demanda que hay de una artista así? No hay nadie como ella ahí fuera. El material está listo, ha grabado seis compactos por su cuenta. Es un proyecto sencillo, sin riesgos. Ustedes lo saben y yo lo sé. Avancemos.

Más charla en español. Remiten las náuseas.

Al final, Frank dice que él está de acuerdo con la propuesta y sus modificaciones. Joel sugiere reunimos la próxima semana para firmar el contrato. Frank es inflexible, debemos hacerlo ahora.

– Pensé que eran serios, caballeros -dice.

Joel comenta algo sobre la aprobación del director financiero de la compañía. Frank le devuelve el golpe diciendo que deben haber discutido el tema y establecido ciertos límites, y que la oferta debe estar dentro de los márgenes de lo previsto y aprobado.

– Tenemos otras propuestas -empieza a recoger sus papeles-. Vamos, Cuicatl.

Joel y Milanés susurran un instante. Entonces Milanés dice que enseguida vuelve con un contrato.

– Tardaré una hora, puede que algo más -dice.

Frank dice que está bien. Esperamos. Por un instante me pregunto si puedo confiar en Frank. Realmente no le conozco. Pero es mexica. No tengo motivos para dudar de él.

Nos entregan el contrato al cabo de dos horas. Miro a Frank, y me vocaliza en náhuatl «Confía en mí».

Firmo.

Joel firma.

Milanés firma.

– Me gustaría dar una rueda de prensa la semana que viene -dice Joel-, para anunciar la firma. Deberíamos salir en abril. Es precipitado, pero estás preparada. Podemos empezar comercializando tus grabaciones caseras, pero quiero que las pulas un poco.

– Tendrás tu primer cheque en seis semanas -me dice Joel. Su actitud ha cambiado, y está claro que es él, no Frank, quien manda ahora-. Por esta cantidad -y puntualiza-: Utilízalo para cualquier gasto de mezclas o producción, y para las nuevas canciones que quieras grabar.

Señala una cifra enterrada entre la abundante letra pequeña del contrato. Me quedo boquiabierta y Frank se ríe. Hago un cálculo rápido. Hablamos de millones. Habría salido de allí feliz con cien mil.

– Es para cubrir tus gastos, claro, pero fundamentalmente para producir tu primer álbum, que saldrá a finales de marzo, previa distribución de copias promocionales con la mayor antelación posible. No lo malgastes. Parece mucho, pero tendrás que pagar todo tú misma, el alquiler del estudio, la producción, los aparatos, las mezclas, los músicos. Todo menos la promoción, que empezaremos desde ahora mismo -me explica Joel.

Miro fijamente la cifra.

– Si entregas el disco a tiempo -prosigue- recibirás el resto.

Señala otra cifra: más millones. Me quedo helada de nuevo. Los ojos de Frank brillan y despliega la poderosa y ancestral sonrisa de nuestra gente.

– Además -continúa Joel-, obtendrás un porcentaje adicional por cada disco vendido, y por las canciones que se pongan en la radio, como compositora, artista y productora ejecutiva. Y por supuesto, cualquier beneficio derivado de la gira promocional de proyección internacional. Hemos acordado invertir mucho en promoción, así que supongo que te conocerán bien en Latinoamérica, España y en el mercado hispanohablante de Estados Unidos. Asia es una posibilidad para este tipo de música. Siempre lo es. Los derechos extranjeros son otro asunto, pero Frank se asegurará de conseguir un buen acuerdo. ¿No, Frank?

Frank asiente.

– Eh, Cuicatl, sé que no querrás grabar un single en inglés. Pero piénsatelo. Cada vez colaboramos más con Wagner. Tu música tiene el doble potencial -dice Joel.

– ¿Cuánto más supondría? -pregunto.

No estoy casada con el español. Me da igual un idioma europeo que otro.

Joel lanza un silbido.

– Depende de ti -dice Frank-. Pero podrían ser unos millones más.

– Chinga -digo, sin pensar.

– Oye eso -dice Joel, mirándome divertido.

Entonces, porque se ha firmado el contrato, porque soy Cuicatl, protegida por el espíritu de Ozomatli y el del jaguar, y me da igual parecer una paleta sorprendida, repito la misma palabra a voz en grito.

Joel se levanta cuando nos vamos a marchar, y me abraza.

– Bienvenida a la familia Wagner, Amb… errr, Cuicatl -dice-. Que te quede claro desde ahora que esperamos mucho de ti.

No bromea.


Estamos a mediados de febrero, que suele ser una buena época para el mercado inmobiliario, pero la mayor parte de la gente no encuentra casa en esta ciudad ni por asomo. ¿Por qué? Porque el precio medio de una casa en Boston es tres veces más elevado que en el resto de Estados Unidos, según un nuevo estudio. Una casa aquí vale casi el triple de lo que costaría en cualquier otra parte. Ojalá pudiera comprarme una, pero como millones de personas aquí, seguiré con mi apasionado idilio de alquiler con este sobrevalorado burgués, en esta carísima ciudad, pagando, como suelo, un precio muy alto por el amor.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

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