Mi agenda:
5.15 h: Pomelo, dos vasos de agua, y una taza de café, negro.
5.40 h: Leotardos y mallas rojas de Dance France, calcetines rojos y zapatillas de deporte nuevas marca Ryka, parka North Face, guantes y bufanda. Salir de mi apartamento en la avenida Commonwealth y cruzar Copley Square para ir a la clase de steps de las seis en el gimnasio.
5.55 h: Reivindico mi sitio en primera fila. Saludo a las asiduas. Me intereso por sus trabajos y familias. Cuando preguntan por Brad, digo que todo va bien.
6.50 h: Recojo mi ropa del tinte. Echo la tarjeta religiosa de felicitación de cumpleaños en español para mamá en el buzón.
7.00 h: Comprar flores para el jarrón grande del comedor, tulipanes rojo oscuro a juego con el empapelado.
De camino a casa, admiro la decoración navideña de las tiendas, las guirnaldas con lazos rojos y verdes a cuadros y luces blancas intermitentes. Saco mi Palm Pilot y apunto una nota digital para acordarme de comprar un regalo a mi «pequeña», la niña que apadrino a través de la Asociación de Hermanas Mayores. Regalito para Shanequa, quizá una cámara digital.
Shanequa Ulibarri tiene trece años, nació en Costa Rica, y ahora pertenece a una pandilla de Dorchester. Quiere tener pronto un bebé para que alguien la quiera. «Su hombre» es un individuo de veintiocho años que, según ella, quiere hacerle un hijo. Le regalé uno de esos bebés de juguete, de los que lloran a intervalos regulares si no los alimentas, les cambias el pañal y los quieres. Le dije que si lograba hacerlo bien todo un fin de semana, le daría mi bendición para tener un niño. Estuvo de acuerdo, pero a la semana siguiente me confesó que había perdido el bebé en una fiesta.
Pinta mejor que nadie que conozca. Y cuando un día le presté mi cámara de fotos en un concierto, las fotografías que hizo quedaron artísticas y espléndidas. Tiene talento pero no lo sabe, porque su madre es una analfabeta que le pega con cables de electricidad. Su padrastro la llama por nombres que no aplicaría ni a mi peor enemigo, y le he visto mirar fijamente su cuerpo floreciente. Creo que le compraré una cámara digital compatible con el ordenador que le regalé el año pasado. Pensándolo bien, hace tiempo que no he visto ese ordenador. Me pregunto a quién se lo habrá vendido.
7.15 h: Llegar a casa y empezar a prepararme para otro largo día.
He decorado con luces festivas las dos ventanas de mi ático, y colocado un pino sólido y grande en el salón. Lo hice todo sola, mientras Brad leía teoría marxista en ropa interior, desparramado en mi antigua cama del cuarto de invitados. Cuando pasaba camino de la cocina, con sus partes asomándose por la pernera del calzoncillo, masculló:
– La religión es para los débiles.
No se estaba dirigiendo a mí, porque no esperó contestación. No hemos hablado del árbol de Navidad, ni de nada realmente. La conversación entre nosotros se limita últimamente a «aquí tienes tu correo».
7.45 h: Escribo una detallada lista para Consuelo con lo que tiene que hacer en el apartamento, incluyendo fregar el suelo del baño y limpiar la porquería de las cortinas de la ducha. No sabe leer. Cuando tengo tiempo la ayudo con los deberes del programa de alfabetización. Hoy Brad tendrá que leerle la lista. Yo estoy ocupada.
Brad contempla el techo mientras le hablo y masculla para sí mismo. No puedo esperar que recuerde nada de lo que le digo, así que la lista es tanto para él como para ella. Brad siempre tiene la cabeza en las nubes con su «investigación». Solía admirarle por ello. Hasta lo encontraba sexy, y me sentaba frente a él para escuchar sus ideas. Nunca había conocido a alguien tan orgullosamente intelectual. Pero últimamente me irrita. Sus ideas son confusas cuando las examinas. No estudié en una universidad de la Ivy League [6] como sus amistades, pero me doy cuenta de que mi marido es un idiota con un gran vocabulario.
Cuando conocí a Brad, no estaba particularmente versada en filosofía esotérica o en publicaciones académicas. Me propuse sumergirme en ese tipo de material para demostrarle mi amor. Fue un error. Cuanto más aprendía, más comprendía que él no tenía ni idea de lo que estaba hablando, simplemente introducía palabras como «paradigma» en su conversación cotidiana para impresionar. Me he dado cuenta de que Brad se aproxima a los conocimientos académicos como sus padres a la vida: mediante marcas. En el caso de su familia, ropa de diseño y coches. En el de Brad, predecibles hombres intelectuales. Ahora su forma de pronunciar me irrita. Su olor a papel marchito y a biblioteca me irrita. Su manera de sonarse a todas horas con ese pañuelo sucio con sus iniciales me irrita. Lleva el cabello revuelto, porque le gusta llevarlo así. Todos sus amigos tienen el mismo aspecto y me irritan también. En conclusión, Brad, mi marido, el hombre al que tengo que aguantar de por vida, me irrita.
Dios me ayude.
Consuelo debe llegar al mediodía. Más vale que Brad esté aquí a esa hora. La última vez, alegó que se había olvidado por completo y que estuvo en la biblioteca del MIT. La pobre Consuelo tuvo que coger el autobús con semejante frío para regresar a Chelsea. Me sorprende que no nos haya abandonado. Brad sugirió que le diéramos una llave. Sospecha de todos los hombres que se parecen a su padre, pero ¿confía en Consuelo? Tiene que estar loco.
7.50 h: Voy en el Cherokee hacia la avenida Commonwealth, antes incluso de que Brad se haya dejado caer de la cama de invitados que ahora es oficial y literalmente su nido, llena como está de papeles, comida caducada y calcetines sucios con agujeros. Han pasado cinco meses desde la última vez que dormimos en la misma habitación. Ya ni siquiera lo despierto para despedirme. Lo prefiero. Al principio me dolió, pero ahora puedo leer tranquitamente revistas en mi propia cama, sin tener que oírle quejarse de lo vulgar que es la cultura pop. Puedo disfrutar de mi trabajo sin tenerlo resoplando sobre mi revista y mi dedicación. El silencio entre nosotros al menos ha servido para algo. Doy gracias al Señor.
8.00 h: Me dirijo a South Boston para lavar el todoterreno. Esta noche es la cena mensual de la Asociación Comercial Minoritaria, en el hotel Park Plaza, y un coche sucio no es admisible. Lauren me diría que soy superficial; debe de haber algún motivo para que me odie. Hay estudios sobre este tipo de cosas. La gente toma sus decisiones basándose en detalles no verbales. El color de tus dientes, si llevas las uñas limpias, la postura que adoptas esperando a que te atiendan. Intento no juzgar a las personas por estos detalles, pero somos animales. Así nos creó Dios, ¿y quiénes somos para cuestionar su obra?
En marzo daré el discurso principal en la cena de la Asociación Comercial Minoritaria. Es un gran honor. Y no es ningún error. Me preparé para esto en mi presentación personal. Ya he empezado a trabajar en mi discurso sobre la imagen de las minorías en los medios, y sobre cómo controlar nuestra propia imagen. Tengo mucho que decir.
He olvidado mencionar que me he duchado en casa. Los sitios públicos son para el público. Llevo un traje de chaqueta de buen gusto, nada demasiado llamativo o chillón. Ropa de trabajo.
8.10 h: Espero en la calurosa nave del lavadero automático de coches y vigilo, a través de un ventanuco, para que esos apocados y desvergonzados jóvenes que trabajan aquí no le hagan un arañazo al coche. Una mujer regordeta me golpea al pasar hacia la puerta, y ahogo una protesta.
Cuando Brad empezó a esfumarse de mi vida también me quedé callada. Creo que mis padres se distanciaron igual, mucho antes de que yo naciera. Me pregunto si alguna vez sintieron pasión el uno por el otro. Antes solía preguntarme si era adoptada, pero me parezco a ambos. Siempre que veo el cuadro del granjero y su esposa, detrás de una horca, pienso en mamá y papá en la iglesia, muy juntos, hombro con hombro, y al otro lado de mamá estoy yo. Ni gritos ni lágrimas, había poca conversación en casa. En una ocasión, mi madre me llevó aparte y me susurró:
– Por favor, recuerda que no tienes que ser como yo.
Aquél fue su único consejo.
8.15 h: Voy en mi resplandeciente Cherokee a la oficina. Enciendo el equipo y escucho tranquilamente el disco compacto de Toni Braxton. Aumento el volumen hasta que siento retumbar los bajos en mi pecho y arranco a cantar sola. Marco el ritmo dando golpecitos en el volante, y muevo los hombros hasta que veo que un hombre me sonríe desde el coche de al lado. Me ruborizo y paro. ¿Se reía o coqueteaba? No me atrevo a volver a mirar. Bajo la música y miro a otro lado. Ha empezado a nevar de nuevo.
Intento recordar la música que escuchaba en la casa de mi infancia, y me parece que lo único que sonaba siempre era una plácida ópera o el viejo country de papá. Vivíamos bien en nuestra amplia hacienda de adobe, con flores y álamos meciéndose al ritmo del canto de las cigarras en verano. Exhibíamos el éxito con aquellos coches americanos nuevos y ropa tradicional de Dillard's, una familia antigua continuando una tradición inmemorial de modales y sofisticación. No discutíamos demasiado sobre nada, a excepción del negocio que mi madre montó unos años antes de conocer a mi padre y que él se apropió.
– El hombre toma las decisiones -dice papá- y la esposa obedece. Eso es lo que dice la Biblia y eso es lo que hacemos en esta casa.
Mi padre lo controlaba todo, e informaba a mamá con frases breves y oportunas en español. Nunca la he visto sin las comisuras de la boca torcidas por la amargura del resentimiento. En la universidad me di cuenta de que la Biblia no dice que la mujer deba obedecer al hombre. Ésa es la versión de mi padre. La interpretación hispana del norte de Nuevo México. La Biblia dice que el hombre y la mujer deben respetarse mutuamente. Eso es lo que enseña mi Dios. Pobre mamá.
En el siguiente semáforo, abro de una sacudida mi teléfono móvil y llamo a mi madre con la marcación abreviada. Sólo son las seis y veinte en Albuquerque, pero sé que ya lleva más de una hora levantada, preparando huevos revueltos con chorizo, calentando las tortillas en la llama azul de la estufa, arreglando la casa y eligiendo la corbata de papá. Mi padre ya debe de haberse marchado a trabajar en su camioneta de cuatro puertas plateada con pegatinas republicanas en el parachoques.
– Residencia de los Baca -contesta, intentando sonar alegre.
Le pregunto cómo está. Me contesta:
– Ah, bien. -Pero oigo un suspiro en su voz-. ¿Y tú? -me pregunta.
Le digo que estoy bien. Me pregunta por Brad.
– Está bien, mamá.
Pregunta por el tiempo. Le contesto y devuelve la pregunta.
– Aquí también está nevando -dice-. Falta poco para Navidad. Ya hemos empezado a vender bizcochitos.
Le recuerdo que no los coma.
– Ya lo sé -dice.
Le pregunto si hoy tiene diálisis y me dice que sí.
– No te olvides de las inyecciones -le recuerdo.
La parte baja del abdomen de mi madre está repleta de cardenales por las inyecciones de insulina. Pellizca varias veces al día una parte nueva de piel y entierra la aguja en su carne sin inmutarse. Al final del día, una diminuta gota roja de sangre que señala el punto de entrada se habrá convertido en una rabiosa flor color púrpura. Nunca se queja. Nunca.
– No me olvidaré, mi'ja -dice.
El semáforo se pone verde. Le digo que la quiero, que voy conduciendo y que tengo que colgar. Colgamos.
Subo otra vez el volumen y empiezo a moverme un poco. El tráfico va ligero, así que nadie va a fijarse en mí. Quiero un hombre que me haga sentir lo que una canción de Toni Braxton. Pensé que ese hombre era Brad. Me equivoqué. Han pasado años desde que sentí el cosquilleo de la lujuria. Sé que no debo, pero lo echo de menos. Su ausencia hace que me sienta vieja. Interrumpo el pensamiento, me persigno y pido a los santos de las estampitas que llevo en la guantera que me perdonen. Creo que lo harán. Me aproximo a un semáforo en naranja y acelero. Subo la música aún más y apenas entro en el cruce cuando se pone rojo.
Suena el teléfono. Apago el equipo y contesto sin ver el número en la pantalla, pensando que será mamá de nuevo.
– ¿Hola?
– Becca, soy Usnavys.
– Hola, encanto. ¿Cómo estás?
– Bien. Oye, ¿tienes un segundo?
– Claro.
– ¿Estarías interesada en participar en un acto que estamos organizando contra el tabaquismo con el Departamento de Salud Pública?
Giro para esquivar un Buick que me ha cortado el paso. Casi le pito. El viejo que está dentro me saca el dedo corazón como si fuera yo la que se ha puesto en medio.
– Claro, creo. Mira, Navi, ahora no puedo hablar. Estoy conduciendo. ¿Te puedo llamar más tarde?
– Ah, lo siento. Llámame después. Hablamos. Quiero preguntarte otras cosas también, cosas de hombres.
– Perfecto. Adiós, cariño.
– Adiós.
Cosas de hombres. Es tan fácil para ella hablar de cosas de hombres. Observo a personas como Usnavys, Sara y Lauren, cómo se expresan, cómo levantan la voz, maldicen, lloran y golpean la mesa para enfatizar. Yo no puedo hacer eso. Creo que muchas de las cosas que me cuentan mis amigas sobre su vida personal podrían ahorrárselas. No quiero saber nada de sus abortos ni de sus trastornos alimenticios. Sus problemas me agobian. Por eso no les he contado lo que está pasando con Brad. No quiero agobiarlas. Por eso tampoco me he enfrentado a Brad. No sé cómo hacerlo, y no estoy segura de querer aprender. Doy gracias a Dios por tener el trabajo.
8.30 h: He cronometrado cuánto tardo en llegar a las oficinas de Ella en la zona de grandes almacenes de South Boston pasando por el puente del centro de la ciudad, y, dependiendo del tráfico, tardo entre media hora y una hora. Hoy he venido rápido, incluso con nieve. Toni ha tenido algo que ver. Me encanta ese disco. Fue un regalo de Amber, lo creas o no. Nos regaló discos compactos a todas en la última reunión, escogidos, dijo, para equilibrar nuestros karmas. Me aconsejó que buscara un restaurante ayurvedico para mejorar el equilibrio, y explicó que este tipo de restaurantes sirve la comida que el cocinero cree que necesitan los comensales, siempre vegetariana. Tomé nota para escribir sobre ello en un futuro número de la revista. Parece interesante. Amber y yo tenemos más en común de lo que puede parecer a primera vista, especialmente en los hábitos de alimentación y el ejercicio.
Admiro el reluciente color plata de los edificios del centro de la ciudad contra el cielo gris oscuro. Boston es maravillosa, una ciudad llena de aire fresco, de colores pardos y grises, con edificios de ladrillo rojo como contrapunto, y flores y verdor en vera-no. En otoño, las nubes surcan veloces el cielo, como finas láminas. No como en casa, allí las nubes son tan grandes y están tan lejos que ni siquiera puedes imaginar tocarlas. Todo es posible en Boston. Pertenezco a este sitio.
Giro en la calle L hacia la calle donde está la nave reformada que es ahora la sede de la revista. Shawn, el encargado del aparcamiento, me saluda con la mano y sonríe cuando paso delante de la cabina para entrar en el subterráneo. Aparco el Cherokee en un sitio reservado cerca del ascensor, salgo, compruebo que he cerrado y subo.
8.45 h: Sorprendo a la recepcionista, que está hablando por teléfono con un tono de voz demasiado amistoso para ser una conversación profesional.
– Buenos días, señorita Baca -sonríe y cuelga en mitad de una frase intentando esconder la taza de café que se está tomando.
Tenemos una norma que prohibe comer o beber en recepción.
– Buenos días, Renee -contesto.
Hago la vista gorda con el café. Parece cansada. Está yendo a la universidad, y probablemente estuvo estudiando hasta tarde. Pero mañana la observaré. Si sigue transgrediendo las reglas, le advertiré por escrito. Una debe ser sensible y compasiva, y sobre todo amable, pero hay que poner ciertos límites y marcar la frontera de lo profesional. Las mujeres directivas andamos en la cuerda floja. Cuando eres autoritaria, te llaman «puta». Cuando eres exigente, te llaman «puta». Cuanto mejor hagas tu trabajo, más te insultarán.
Cierro la puerta de mi oficina y respiro profundamente el aroma de lavanda. Una vez leí que Nelly Galán, la ejecutiva de televisión, tiene aparatos de aromaterapia en su oficina, y que rocía el ambiente con olores de éxito cada hora. Así que compré uno de esos aparatos, sólo por si hubiera algo cierto en su teoría. Al menos, mi rincón de la oficina huele a limpio. Además de lavanda, esta mezcla tiene manzanilla romana y aceite de almendras dulces. Mi oficina tiene mucha luz y está decorada con un estilo minimalista y moderno que cada vez me gusta más. Mi mesa es de cristal y mi ordenador elegante y negro, con un monitor grande y plano. Las plantas dan algo de calidez. Y los cuadros. Tengo fotos enmarcadas de Brad, mis amigos y mi familia en una estantería, detrás de mi silla, a la vista de la gente. Entro en el sistema con la contraseña que uso en todos los aparatos relacionados con el trabajo: éxitos4u. Que significa «éxitos para ti».
Empleo el resto del tiempo en revisar mis e-mails y demás correspondencia, y en comprobar que Dayonara esté archivando correctamente. Aprendí a obligarme a comprobar las cosas dos veces cuando mi primer ayudante creó tal caos en los archivos, que tuve que contratar a una empresa auditora para deshacer el lío. Tratas de ayudar a alguien, brindas la ocasión de meter la cabeza, y es asombroso comprobar cómo hay quien ni siquiera se da cuenta de la oportunidad que tiene delante. Dayonara, sin embargo, está haciendo un gran trabajo. Comprobamos minuciosamente sus referencias. Todo está siempre a tiempo y en su sitio. Desde que empezó, no he perdido ni una llamada, ni un recado, ni una cita.
Las oficinas de Ella han crecido rápidamente y ahora ocupan más de la mitad de la tercera planta de la nave. Estamos en conversaciones para hacernos con todo el espacio a comienzos del año entrante. Camino hacia la sala de reuniones recreándome en las decoraciones festivas que engalanan paredes y puertas, y mi corazón se llena de orgullo. En los noventa, aunque parezca increíble, me enviaron a la universidad a encontrar marido. Aprendí mucho, sobre todo lo que puede hacer una mujer en el mundo actual. Mi padre nunca me ha comentado lo que piensa sobre mi empresa, pero mi madre sí.
– Has dado un nuevo valor a mi vida -me dijo en voz baja la última vez que la vi-. Estoy orgullosa de ti.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, y se los secó rápidamente en cuanto papá entró a la habitación.
Yo he levantado todo esto, pienso, mirando las elegantes paredes de ladrillo rojo, cubiertas con enormes fotos enmarcadas de las veinticuatro portadas publicadas de Ella y reparo encantada en que la gente de la floristería ha venido por fin a entregar el árbol de Navidad para la entrada principal. Nuestras portadas se han ilustrado con el mejor talento latino, desde Sofía Vergara hasta Sandra Cisneros y, una vez al año, el mejor talento latino masculino del número especial. Este año conseguimos a Enrique Iglesias -el hombre de mis sueños-, que posó con su madre. Fui a la sesión fotográfica en Nueva York hace un par de meses, y, ahora que lo pienso, sentí lujuria. Fue la última vez. Si me hubiera invitado a ir a su casa, lo habría hecho. ¿Quién no?
Intentamos evitar que aparezcan modelos en portada, porque la misión de la revista, tal como la creé, es mejorar la imagen de las hispanas, inspirarlas y motivarlas a ser mejores. Todas hemos estado expuestas al discurso de que lo más importante es ser atractiva o dócil. Es hora de cambiar eso, y por lo bien que ha ido la revista, puede decirse que las hispanas están preparadas.
Paso por la entrada, cubierta de plantas, con los sillones tapizados en terciopelo rosa. Admiro el árbol de Navidad, decorado con bolas rojas y doradas y luces rosas. Miro el mármol curvado de la recepción, el ventanal con vista a los rascacielos del centro de la ciudad. Cuando los decoradores trajeron los bocetos de la entrada dudé. Quería algo más clásico, algo Victoriano con toques de campiña francesa, como mi apartamento, pero insistieron, diciéndome que la gente esperaría algo joven y femenino, pero también un ambiente contundente e interesante. Tenían razón. Me alegro de haber confiado en ellos. Sara me convenció. Yo no tenía tanto colorido en mente.
– Muy latina -me dijo Sara cuando le enseñé los planos-. Y muy bostoniana a la vez.
Renee se pone derecha cuando paso y me sonríe. La taza de café ha desaparecido. Buena chica.
Me preocupo de saber el nombre de todas las personas en la empresa, hasta el de los conserjes. Miro a la gente a los ojos, doy la mano con convicción, y me dirijo a ellos por su nombre de pila. Trato a las personas con respeto, no importa su puesto, porque nunca sabes cuándo te los volverás a encontrar.
Cuando entro en la sala de reuniones, me complace ver a mis ocho editores sentados alrededor de la gran mesa negra charlando tranquilamente. Siete mujeres, un hombre. Las mujeres visten trajes de chaqueta modernos, y llevan un pelo actual, cortado con estilo. El hombre, Erik Flores, es amanerado, como diría Usnavys, y bien podría ser una mujer. A veces me pregunto si no comprará su ropa en boutiques de mujeres. Hoy lleva una chaqueta color salmón ajustada en la cintura y un jersey de cuello alto verde lima. Es alto y guapo, un editor de belleza fantástica, completamente fuera del alcance de las chicas.
– Buenos días -les digo.
– Buenos días -contestan.
Algunos empiezan a mover los papeles que tienen delante.
– ¿Qué tal el fin de semana? -pregunto, sentándome en la cabecera de la mesa.
– Todavía ausente -dice Tracy, nuestra editora de arte, famosa juerguista, llevándose los dedos a las sienes con un dramático gemido.
Todos nos reímos.
– Toma un poco más de café -digo con una mueca.
– Más y me revienta una vena, chica -dice, apuntándome con su taza con el logo de Ella. Está teñida de marrón de tanto usarla-. Ya es la tercera.
– Eso te va a matar -le dice Yvette, mi editora gráfica.
Estoy de acuerdo, pero me callo y sonrío.
Hemos tenido pocos cambios de personal, para ser una revista. Quiero que la gente asocie cosas positivas con la revista, y conmigo, desde la florista, hasta el último colaborador, desde el suscriptor de siempre a la mujer que nos lee por primera vez en la consulta del médico.
Lucy, mi editora especializada en famosos, se levanta de su sitio y se coloca a mi lado. Parece como si hubiera estado llorando, tiene los ojos hinchados y rojos, aunque trate de disimularlo. Sus cejas, normalmente impecables, son un desastre. Baja la cabeza como si quisiera esconderlas. No es raro que mis empleados vengan a mi despacho a contarme sus problemas personales, y yo les escucho. Sé, por el capítulo de la semana pasada, que el novio de Lucy la dejó por una mujer mucho mayor. Lucy tiene veintiséis años, la mujer que encontró su hombre cincuenta y cuatro. No puedo ni imaginar su dolor. Dentro de un tiempo, no tan pronto, me gustaría encargarle un artículo sobre latinas maduras con hombres jóvenes. Esperaré hasta que se le pase. Aunque no creo que sea correcto que mis empleados me hablen de sus madres locas, novios abusivos, o cosas así, creo que es menos correcto castigar a una persona que sufre. Los que tienen buenos modales, dijo una vez George Bush padre, a veces prefieren no demostrarlo para que quienes carecen de ellos de verdad no se sientan mal en su presencia. Así es que yo escucho.
– ¿Estás bien, cariño? -le pregunto con delicadeza a Lucy. Le pongo una mano en el hombro y se lo aprieto suavemente. Me considera una buena amiga. Me sonríe asintiendo con la cabeza-. Me alegro -digo, y entonces me siento.
Aunque aún estamos a principios de diciembre, estamos buscando una última historia para cerrar el número dedicado a San Valentín. Me gustan todas las ideas que han propuesto mis editores hoy, menos una. La nueva editora de moda (su predecesora se marchó para pasar más tiempo con su recién nacido) ha propuesto un gran despliegue sobre lencería sexy, con las mejores modelos latinas de la agencia Ford posando en una playa de Miami. Ha pasado la mayor parte de su carrera trabajando para la versión española de Cosmopolitan, una revista de lenguaje vulgar, ideas lascivas y fotos que rozan la pornografía.
– Una idea interesante, Carmen -digo inclinándome hacia delante.
Tengo las uñas de un largo clásico y femenino; cuadradas y pintadas de rosa pálido, casi blanco. El anillo de boda es la única joya que llevo hoy. Nunca cruces las manos en una reunión de negocios, sobre todo si estás a punto de rechazar las ideas de alguien; quieres parecer receptivo, y el idioma corporal cuenta tanto en la percepción ajena como las palabras. Sonrío y noto que Carmen se ha recostado en su asiento, con los brazos cruzados, como protegiéndose. No quiero que tenga miedo. Sólo quiero que piense más como una redactora de Ella, y así se lo digo. Prosigo:
– Desde luego, el día de San Valentín es un día en que las mujeres quieren verse sexys. Pero debemos tener en cuenta que algunas de nuestras lectoras son adolescentes. No quiero transmitirles un mensaje erróneo, ¿de acuerdo?
– Oh, por favor -dice Tracy, poniendo en blanco sus ojos inyectados en sangre-. Las chicas de hoy tienen sus primeras relaciones en quinto, Rebecca. Les viene el periodo con nueve años. No vamos a corromper a nadie. ¿Has oído la radio últimamente?
Sonrío. Tracy es a quien más respeto, porque tiene las agallas de decir lo que piensa. En esta organización necesito personas así, porque sé que no siempre tengo las mejores ideas.
– Probablemente -le digo a Tracy, pensando en Shanequa, que me dijo que tenía relaciones desde hacía cuatro años-. Pero no quiero ser parte del problema.
– Bien -dice Tracy-. Respeto eso. Pero sabes con lo que competimos. Sería absurdo ir de mojigata en este mercado. Sobre todo en San Valentín.
La mirada de Carmen se ilumina con admiración y asombro.
Tracy tiene razón, claro.
– De acuerdo -digo-. ¿Por qué no lo intentamos con algo menos sexual, que celebre el amor en general, pero que, sin embargo, resulte sexy? ¿De acuerdo?
Tracy se encoge de hombros, Carmen asiente.
– ¿Alguien tiene alguna otra sugerencia? -pregunto.
– Hombres desnudos -dice Tracy inexpresiva-. Hombres en tanga.
– Oooh -replica Erik, con una nueva muestra de amaneramiento-. Eso me gusta.
Todos nos reímos.
– ¿Alguna sugerencia seria? -pregunto.
– Podríamos hacer algo sexy, pero no explícito -sugiere Carmen con voz temblorosa-. Hacer saber a la gente que no tienen que quitárselo todo para llamar la atención en San Valentín.
– Eso está bien -digo apuntando con mi pluma en su dirección-. Me gusta.
– Nooo -bromea Tracy-. Quítenselo todo. Consigamos que los hombres se lo quiten todo, por una vez.
– ¿Qué tal -digo ignorando ahora a Tracy- si lo hacemos entero en rojo y rosa? Carmen, ¿por qué no hablas con los mejores diseñadores hispanos de Nueva York, L. A. y Miami, y les pides diseños basados en el rojo y el rosa para diferentes citas de San Valentín, desde una pareja que lleva treinta años casada, hasta una pareja de secundaria? Y si quieres puedes usar las modelos Ford para algunas fotos. Pero me gustaría ver también a personas normales. Atractivas, pero reales. Tal vez contactando agencias de actores encuentres gente más mayor, y mayor variedad.
– Muy buena idea, Rebecca -dice Lucy, que siempre me halaga.
– ¿Qué opinas, Carmen? -le pregunto.
– Me gusta -dice-. Suena bien. Siento la otra propuesta. Era una estupidez. Aún estoy adaptándome.
– Por favor, no te excuses -le digo-. Era una buena idea. Te contratamos porque nos gusta cómo piensas. Ésta es todavía tu idea, pero con un toque Ella.
Carmen se relaja y sonríe.
– Todavía me gusta la idea del hombre desnudo -dice Erik.
– Estoy segura -dice Tracy ahogando una carcajada.
Compruebo el reloj.
– Se está haciendo tarde -digo-. ¿Algo más antes de irnos?
Erik levanta la mano con confianza. Juraría que lleva brillo en las uñas. Contengo una risita. Tiene una cara de arrogante que no soporto. Soy mala, lo sé. Es un editor maravilloso, responsable, siempre resolutivo antes de la fecha límite. Pero es una diva. Tengo la sensación de que si pudiera, se haría cargo de la revista y me echaría. Siempre ocupaba la cabecera en la mesa de reuniones, hasta que le pedí expresamente que no lo hiciera. Le señalo.
– ¿Sí?
Cruza las manos remilgadamente e inclina la cabeza hacia un lado con sonrisa de niña.
– Rebecca -dice, enfatizando la «a»-. He visto que apareces en el último número de la revista Forbes como una de las empresarias jóvenes más prometedoras de los próximos diez años. Quería felicitarte -hace una pausa para dar más énfasis, frunce los labios, y todos aplauden-. También me preguntaba si podemos mencionarlo en la revista, con una foto tuya.
Me río y sacudo la cabeza como si la cosa no fuera para tanto.
– Gracias, Erik. Muy bonito. Pero no. No voy a aceptar la culpa de este desastre yo sola.
– ¿La culpa? -pregunta.
– Es una cagada de todo el equipo -bromeo.
Recojo mis papeles de la mesa en señal de que la reunión ha terminado. La arrogancia ha arruinado muchos buenos negocios.
Cuando vuelvo a mi oficina, mi ayudante me entrega una pesada taza de cerámica italiana, con una infusión sin azúcar con extracto de echinacea. Me recuerda que tengo una comida de negocios con el director de publicidad y el representante de una de las mayores empresas de cosmética. Ya han acordado un contrato a largo plazo, y quieren mi aprobación antes de firmarlo. He estudiado todos los detalles con el abogado y doy mi conformidad.
En mi mesa, bebo el té a sorbos y examino las pruebas del próximo número. He leído que esta mezcla de té ayuda a fortalecer el sistema inmunológico, y me lo creo. Hace más de un año que no enfermo, desde que empecé a tomarlo. Ayuda también el hecho de que he dejado de tomar carne, productos lácteos, azúcar, cafeína y grasa.
Al cabo de un rato, hago una pausa y miro por la ventana. El sol está saliendo a través de las nubes, derritiendo la nieve de los tejados. Resbala por mi ventana en gotas sensuales y juguetonas. Miro la foto de nuestra boda en la estantería. Nos casamos en Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en Albuquerque, una humilde, pero sólida, iglesia de adobe en la parte más antigua de la ciudad, donde mi familia ha buscado guía espiritual durante más de tres generaciones. Por mi parte estaban todos: mis padres, mis hermanos y hermanas, mis tías y tíos, mis abuelos, todos mis primos y sobrinas y sobrinos, la familia de Truchas y Chimayó. Por parte de Brad había poca gente: su hermana, la directora de cine, que se ha convertido en una buena amiga, y tres de sus amigos del colegio.
Ni rastro de sus padres.
Me dijo que tenían obligaciones previas que no pudieron cambiar. No me dijo la verdad hasta que estuvimos casados: no contaba con la aprobación de sus padres, porque creían erróneamente que yo era inmigrante. No tienes ni idea de cuánto me dolió aquello. Mi familia lleva en este país desde antes de que la familia de Brad llegara a la isla de Ellis. ¡Pero tienen el valor de llamarme inmigrante! Es precisamente ese tipo de prejuicio con el que quiero acabar con mis obras de caridad, conseguir que mi nombre suene como una nueva filántropa, junto al de los Rockefeller y al de los Pugh.
Parecemos felices en esa foto. La cojo entre mis manos. Es más ligera de lo que recordaba. Intento evocar la felicidad de la novia, pero ella ya no existe. No recuerdo cómo se sentía. En la foto, Brad sonríe. Raramente lo hace. Recuerdo que me dijo que le encantaron la iglesia, mi familia y la forma en que adornamos todos los coches con flores de papel para la procesión de recién casados por el casco antiguo. Le gustó mucho el posole, y las enchiladas y el pastel de la boda, elaborado por un gran chef de Santa Fe. Lo dijo. Y yo le creí, ¿o no? Tuvimos una maravillosa y apasionada luna de miel en Bali.
¿Qué pasó? ¿Qué fue de aquel hombre?
Cierro la puerta de mi oficina y llamo a casa. Brad no contesta, supongo que todavía está durmiendo y marco de nuevo. Últimamente duerme a todas horas. Es uno de los síntomas de la depresión, lo sé. Esta vez contesta.
– Soy yo -digo.
– Ah, hola. -Suena defraudado. Frío.
– Quería recordarte que estuvieras en casa cuando Consuelo vaya hoy. La última vez se te olvidó.
– ¿Es todo?
No lo es, pero no sé cómo plantear estas cosas.
– Sí -le contesto.
– De acuerdo.
Colgamos y se me parte el corazón. Siento como si tuviera la piel demasiado fina. Me estremezco aunque la temperatura en la oficina siempre esté a veinticuatro grados.
Espero cinco minutos, mirando fijamente las correcciones en tinta roja que he hecho en las pruebas e intento controlar los malos presentimientos que me suben al pecho. No quiero que mi corazón se desboque, no quiero esta subida de adrenalina. Respiro profundamente. Marco otra vez el número de casa.
– ¿Diga?
– Brad.
– Hola.
Estornuda y se suena la nariz.
No sé qué decir. Por alguna razón pienso que en mi familia, cuando alguien se resfriaba, nadie lo mimaba como he visto hacer en otras familias. Brad espera que lo cuiden así cuando está enfermo. No éramos lo que se podría llamar demostrativos. Yo nunca lo mimo.
Quiero preguntarle a Brad si recuerda lo que sentíamos el día de nuestra boda. Pero no puedo.
– Escucha -digo volviéndome hacia el ventanal para mirar la bulliciosa calle. Me aclaro la voz.
– Estaré aquí -dice-. No te preocupes.
– ¿Cómo? -me palpita el corazón.
– Cuando llegue Consuelo.
– Ah. No, no es eso.
Silencio. Un silencio largo, forzado.
– ¿Rebecca? -pregunta al fin-. ¿Estás ahí?
– Sí.
– ¿Qué quieres? Tengo cosas que leer.
– Nada, supongo.
– Bien. Te dejo entonces.
– No. Espera.
– ¿Qué?
– ¿Qué está pasando? -pregunto.
– ¿Qué quieres decir?
– Con… nosotros.
Esto es tan duro…
– Nada -dice en tono de burla.
– Por favor -digo.
– ¿Por favor qué?
– Dime qué está pasando.
– Te lo he dicho. Nada.
– ¿Podemos hacer un hueco para hablar de esto cara a cara?
Paso un bolígrafo entre los dedos y me vuelvo hacia el calendario de mesa.
Se ríe.
– Ah, ¿quieres decir concertar una cita?
– ¿Qué es tan gracioso? -pregunto.
Siento la cara caliente y tirante. Miro el reloj de pared; tengo media hora antes de ir al departamento de publicidad a buscar a Kelly para ir a la comida.
– Oh, Dios -dice riéndose-. Tú eres la graciosa. No sabes lo graciosa que eres. Eso es lo divertido.
– ¿Cómo?
– No importa. Adiós.
– No. Dime.
Suspira.
– ¿De verdad quieres saberlo? Te lo diré. No pretendía casarme con una ambiciosa burguesa blanca. ¿Feliz? Es como, como si te hubieras convertido en mi peor pesadilla.
¿Su peor pesadilla? Estoy boquiabierta.
– Tengo que dejarte -digo. Lucho contra el impulso de tirar el teléfono, aunque siento que me arde la mano-. Sólo estáte allí cuando llegue Consuelo. No se te olvide otra vez.
– Ah, claro. ¡Consuelo! Ésa es otra. ¿Cómo demonios puedes explotar a una mujer así?
– ¿Así cómo?
– Hispana.
– Ay, Dios. Me tengo que ir.
– Bien. Pero ¿puedes decirle a tu amiga la agente inmobiliaria que deje de llamar a todas horas? Estoy harto de hablar con ella. La odio.
– No puede llamar aquí. Dijiste que ayudarías.
– No quiero una casa de ladrillo visto. No la necesito. Odio a la gente así. No eres la de antes.
La sangre se agolpa en mis oídos y puedo oír los latidos de mi corazón.
– Entonces -susurro dando la espalda a la puerta cerrada de mi despacho-. Entonces ¿cómo creías que era?
– Terrenal.
– ¿Terrenal?
– Eso es. Terrenal. Como la madre Tierra.
– Brad, voy a colgar.
– Vale. Adiós.
No cuelgo. Él tampoco. Nos escuchamos respirar unos segundos e intento no llorar. Finalmente digo:
– ¿Por qué haces esto?
– Adiós, Rebecca.
Clic. Cuelga.
¿Terrenal?
Miro más fotos nuestras de hace tiempo. En ellas parezco aturdida y ruborizada. No nos conocíamos demasiado por aquel entonces, pero recuerdo estar entusiasmada con su fortuna. Seré honesta. Ése era el mayor atractivo, ése, su pelo claro y una bonita cara. Hay una foto en la que apoya su cabeza en mi hombro, agachándose porque es más alto que yo, y me doy cuenta de algo por primera vez. Parece que está rezando.
Nunca he conocido a sus padres. Su hermana y yo íbamos juntas a clases de steps, a veces salíamos de compras por la calle Newbury, y una tarde fuimos al Museo Isabella y Stuart Gardner con bocadillos de Au Bon Pain en el bolso. También esperaba que sus padres llegaran a querer conocerme. ¿Cómo iba a saber que me despreciaban tanto que empezarían a restringir la asignación que le pasaban a Brad? No tenía sentido. Durante meses intenté conectar con ellos, ganármelos con cartas y regalos. Mi padre incluso los llamó para invitarlos a pasar un fin de semana en nuestro rancho de Truchas, así podrían ver que llevamos en Nuevo México desde hace generaciones, que no somos inmigrantes. Me llamó y me contó que su madre le había dicho que no tenía ningún interés en ir a «México». ¿Sería posible que personas con tanto dinero fueran tan ignorantes?
Brad cerró ambos puños cuando le conté mi intento con sus padres y me dijo que era inútil; me recordó que a pesar de todo su dinero, sus padres nunca habían comprado un ordenador para casa, y que en su mansión no había un solo libro que no hubiera llevado él. Ni un libro de adorno, ni uno de cocina. Ni un solo libro.
– Son idiotas, Rebecca -me dijo.
Solía decirle que no dijera eso de sus padres. A mí me enseñaron a respetar a los mayores. Pero tenía razón. Les llamé y les dejé un mensaje explicándoles que Nuevo México era un estado, y que yo vengo de una rama de respetables políticos y hombres de negocios de allí, que descendemos de la realeza española, que procedemos de Andalucía, donde todos son blancos. No contestaron. Ahora parece que van a desheredar a Brad. Me lo ha contado su hermana.
Negaba rotundamente las acusaciones de mis amigos de ser una cazafortunas, pero ahora tengo que ser honesta conmigo misma; si Brad no hubiera sido hijo de un multimillonario, jamás me habría casado con él. Cierro los ojos y me concentro. Ya no volveré a pensar que le quiero, si es que alguna vez lo hice.
10.00 h: Cuando salgo a buscar a Kelly para nuestra reunión, paso por delante de mi asistente. Me detiene y me entrega un mensaje telefónico en papel rosa.
– André Cartier -dice, levantando una ceja.
Dudo que lo hiciera a propósito, pero lo hizo. No estoy segura de lo que insinúa con el gesto, pero parece como si pensara que tengo algo con André, o que es un hombre atractivo. La gente no tiene mucho control sobre los músculos faciales, que traicionan constantemente nuestros pensamientos si no los dominamos. Se llaman «microexpresiones». Los mentirosos profesionales y los políticos no las tienen. Bill Clinton nunca las tuvo, por ejemplo. Su cara hacía lo que él quería. Mi madre tampoco las tiene, y yo heredé ese regalo de ella. No importa lo mal que me sienta o los pensamientos negativos que me pasen por la mente, no soy el tipo de persona al que le pregunten: «¿Te pasa algo?». Sonrío serena y le quito el mensaje de la mano.
André es un magnate inglés del software que trasladó su compañía a Cambridge, Massachusetts, hace varios años. Y es el motivo por el que existe mi revista.
Cuando mi familia no pudo reunir el capital, y cuando la familia de Brad se negó a ayudarme, cuando estaba casi a punto de renunciar a mi sueño de crear la revista Ella, André estaba allí. Me escuchó cuando le expliqué mi visión durante una cena de la Asociación Comercial Minoritaria (parecida a la que voy a ir esta noche), en la que tuvimos la suerte de estar sentados juntos. No me dijo quién era o lo que hacía, sólo escuchó mis ideas sobre el negocio. Sabe escuchar.
Pensé que era guapo, educado y encantador, con ese acento británico y ese sencillo esmoquin, aun siendo negro. No soy racista, pero me educaron de cierta manera. No es que tenga nada contra los negros -de hecho, Elizabeth es una de mis mejores amigas-, pero no me sentiría cómoda saliendo con alguien de otra raza. Mi madre lo dejó claro cuando me repetía: «Sal con un negro, y me matarás del disgusto». Por eso esta situación con los padres de Brad es tan sorprendente. No entienden de dónde vengo, quién soy, o en qué creo.
André tiene una cara agradable y honesta. Después de oírme hablar durante casi una hora sobre Ella, sacó su maletín de debajo de la mesa, lo abrió y cogió un talonario y una pluma cara.
– ¿Cómo se deletrea su nombre? -me preguntó.
Pensé que hablaba en broma, o que iba a darme una pequeña aportación, porque acababa de decirle que iba a necesitar la friolera de dos millones de dólares para hacer el primer número. Sonrió discretamente y continuó rellenando el cheque. Entonces me dio su tarjeta de visita. Reconocí el nombre de su empresa por las páginas del Watt Street Journal. Debajo de su nombre ponía, «Presidente y Director Ejecutivo». Cuando me entregó el cheque de dos millones de dólares, casi me da un ataque al corazón. Intenté rechazarlo, pero insistió.
– Es una buena inversión -dijo.
No sabía si hablaba en broma, pero con el tiempo he descubierto que no. La compañía de André vale más de 365 millones de dólares, y va a más.
Leí la nota rosa cuando caminaba por el pasillo hacia el departamento de publicidad.
Dice que le verá esta noche en la cena de la ACM, y espera que baile por fin.
…Empieza un nuevo año y los organizadores del desfile anual del día de San Patricio por el sur de Boston ya han anunciado otra vez su intención de excluir a los homosexuales y a las lesbianas de las festividades. ¿No entienden que al hacerlo prácticamente garantizan que los medios fijen su atención en los homosexuales y lesbianas que desean ser incluidos? Si el objetivo del desfile es celebrar la herencia irlandesa en Boston, más que la intolerancia, los organizadores deberían aprender una lección de las fuerzas armadas: «Sin preguntas, no hay respuestas». De otra forma, consiguen que la homosexualidad y el desfile del día de San Patricio estén inexorablemente unidos en nuestra memoria cívica.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ