Esto es lo que se llama una asamblea de las temerarias.
Estamos aquí todas, salvo Sara, que todavía está en el hospital, y Amber, que está de gira en algún lugar de Tennessee, promocionando su disco. Un disco, mi'ja. Me llamó hace un par de semanas desde el estudio para ponerme una de sus canciones. Me dio un escalofrío. O igual fue el batido de guayaba que estaba tomando, cremoso y frío. Le tomamos el pelo, pero siempre lo hemos hecho. Me siento tan orgullosa de ella.
Sara es el motivo de que hayamos quedado para cenar esta noche. Rebecca pensó que sería una buena idea juntar esfuerzos y elaborar un plan para evitar que vuelva a ponerse en peligro. Después de visitar a Sara y ver cómo defiende a ese hombre -ella cree que intentaba abrazarla cuando se cayó por la escalera y dice que no entendemos lo difícil que ha sido su vida-, me uno a la propuesta.
Hemos quedado en el Caffé Umbra, uno de los nuevos restaurantes de moda de la ciudad. Es un local largo, estrecho y con techos altos. La cocina es tipo gourmet europeo, e impregna el aire de un intenso olor a ajo y a nata. Lauren nos puso en la pista al mencionar en una de sus columnas que pocas mujeres chef logran triunfar como Umbra. No puede importarme menos qué genitales tenga el cocinero, ¿sabes? Sólo quiero saber una cosa: ¿la comida es buena? Cada mesa tiene una gran botella verde de agua italiana con gas puesta en frío en un cubo. Ni una sola vez me sirvieron un agua tan buena en Roma. Tuve que regresar a Boston para beber agua italiana gourmet. ¿Me sigues? Qué mundo.
Rebecca ya está sentada a una mesa cerca del bar cuando llego con Lauren, a quien he recogido de paso en su oficina. No entiendo por qué no tiene su propio coche. Debe de pensar que nos gusta pasear su rizada cabellera por ahí, mientras se queja constantemente de su jefe. Si lo odia tanto, por qué no se larga, o por qué no hace lo que hice yo: cerrar el pico el tiempo suficiente para terminar de jefa.
Rebecca lleva un blazer cruzado marrón chocolate que vi en la boutique de Anne Klein en Saks, sobre un suéter azul de seda. Ha escogido mi mesa favorita, con vista a la catedral de la Santa Cruz en Washington Street. Sentadas mirando ese maravilloso edificio antiguo de piedra gris, bebiendo agua con gas y disfrutando de esta comida, uno pensaría que estamos en Europa, pero mejor, porque aquí todos hablan inglés y español como Dios manda. La clientela está compuesta por profesionales entre los veinte y los treinta, educados y con estilo, pero vestidos informalmente. Me alegro de haberme dejado una pasta gansa en este traje pantalón de Carolina Herrera que he comprado ex profeso, y en estos botines tipo Oprah Winfrey, con tacón alto de Stuart Weitzman. También he salido de trabajar un par de horas antes, y he ido al Spa de Giuliano Day, en la calle Newbury, para hacerme un envolvimiento en mantequilla de cabra suiza, mi tratamiento corporal favorito. Tengo la piel tan suave que podría derretirme. Como soy socia, me han regalado un tinte de pestañas, negro real. Me gusta. Tienen peluquería en Giuliano, y aunque hablan maravillas de ella, cuando veo a esas blanquitas de pelo fino que trabajan allí estoy segura de que no saben arreglar un pelo como el mío. Eso lo dejo para las chicas de mi barrio. Sé que estoy bien, y también lo saben esos tíos de la barra que no dejan de mirarme. ¿Cuánto costará el metro cuadrado en este local? Parezco la dueña.
Rebecca lee el último número de In Style, con una de esas viejas estrellas en portada, una de esas que aún es sexy a los cuarenta y cinco. Junto a ella, amontonados en la mesa, hay media docena de folletos sobre el síndrome de la mujer maltratada, violencia contra las mujeres y técnicas apropiadas de intervención y comunicación. ¿Ves? Rebecca piensa en todo. Debería haber pensado en traer algo así. Yo soy la que trabaja para United Way. No hay muchas personas de las que crea que puedo aprender, pero Rebecca es una de ellas. Le veo un ligero cambio en el pelo.
– ¿Te has hecho mechas? -pregunto.
Rebecca se pasa la mano por el pelo y se ríe.
– Sí, caoba. ¿Qué te parece?
– Te quedan bien, mi'ja. Me gusta.
El camarero es moderno, amaneradísimo y arrogante, y no necesita papel y lápiz para acordarse de lo que se le pide. A veces, mi'ja, lamento que haya gente con talento que malgasta sus dones. ¿No podría encontrar algo mejor que hacer con esa memoria prodigiosa?
Todas nos abrazamos. Nos hemos visto varias veces en el hospital, y hemos hablado por teléfono, pero es la primera vez que estamos todas juntas desde lo de Sara.
– Es horrible -digo.
– Yo me quedé tiesa -dice Rebecca-. No tenía ni idea.
– Pobre Sara -dice Lauren-. No lo puedo creer.
Todas sacudimos la cabeza.
– Todos esos tubos -digo.-Tiene muchos dolores -dice Rebecca.
– Por eso necesitamos hacer desaparecer a Roberto -dice Lauren.
Nos quedamos mirándola incrédulas.
– Espero que estés bromeando -insinúo.
– No, hablo en serio -dice.
Rebecca me mira y suspira.
– Ese color te favorece mucho -le dice a Lauren.
Se refiere al blusón de ante verde olivo que Lauren lleva sobre un suéter de cuello vuelto, del mismo color que la deliciosa nata de Devon. También lleva vaqueros ajustados metidos por dentro de unas botas de montar color crema, y pendientitos de aro dorados. Últimamente está más delgada. Tiene muy buen aspecto.
– ¿De dónde has sacado esa camisa, mi'ja? -le pregunto, tocándola con la punta de los dedos-. Es de buena calidad.
– De donde siempre, de Ann Taylor -dice-. Lo siento, no tengo mucha imaginación cuando voy de compras.
– Te sienta muy bien con ese pelo -dice Rebecca, y me sorprende, porque rara vez halaga a Lauren-. Te quedaría estupenda con el collar de plata.
Rebecca huele a manzanas crujientes, frescas; juraría que es Té Verde de Elizabeth Arden. Lauren lleva un perfume que no reconozco, de limón con toques de especias.
– ¿Qué perfume llevas? -le pregunto-. Qué rico.
– ¿Ah, éste? -se olfatea la muñeca-. Se llama Bergamota, del Body Shop. Me encanta. ¿Te gusta?
– Huele bien. ¿Cómo se llama?
– Bergamota. -Hurga en la espaciosa cartera Dooney amp; Bourke y saca el bote. Me lo entrega diciendo-: Quédate con él.
– No, no puedo -digo.
– No seas tonta. Puedo comprar más. Voy a esa tienda casi todas las semanas. Me encanta. Toma. Está recién estrenado. Lo acabo de comprar.
– Pero es tuya.
– Quiero que te lo quedes.
Y me planta un beso en la mejilla.
A veces Lauren es muy caribeña. No sé si se da cuenta.
– Gracias, mi vida -le digo; con ella no se puede discutir. Abro la botella y me pongo un par de gotitas detrás de las orejas-: Me encanta. Huele esto, Rebecca.
Rebecca olfatea la botella abierta y mueve la cabeza con aprobación.
– Está muy bien. Me alegro de que hayáis podido venir -dice Rebecca, señalando la mesa-. Sentaos, por favor.
– Yo también, cariño -le aprieto la mano-. Ha sido muy buena idea. ¿Verdad que ha sido buena idea?
Le pego un codazo a Lauren, que parece tensa. Definitivamente tiene algo contra Rebecca y ya empieza a hartarme.
– Buena idea, sí -dice Lauren.
Nos sentamos todas. Copio a Rebecca y me coloco la servilleta de tela blanca en el regazo. Lauren no, a pesar de que ya ha empezado a mordisquear un panecillo caliente de la cesta. De la forma más delicada posible, extiendo la mano y le pongo la servilleta. Parece avergonzada y sonríe.
– Pellizquitos, cariño -le digo en voz baja-. Parte trocitos con la mano, no muerdas directamente.
– ¿Qué les traigo a las damas para beber? -pregunta el camarero.
– Yo una Coca -le digo-, con limón.
– ¿Light o normal? -pregunta.
– ¿Te parece que estoy a dieta? -pregunto.
Me aparto de la mesa y me señalo la tripa. Hincha la nariz, se pone colorado y no sabe qué decir.
Las temerarias se ríen.
– Una Coca normal -dice el camarero-. ¿Y para usted, señora?
– ¿Cuándo me he convertido en señora? -nos pregunta Lauren.
El maquillaje de ojos también se le ve fantástico. Morado. Por fin utiliza morado. Llevo años detrás de ella para que lo pruebe.
– Señorita, pues -dice el camarero, en plan zorro-. ¿Así mejor?
– Mucho mejor -dice Lauren-. Estoy bien con el Pellegrino.
Rebecca ya tiene un vaso de té helado. Cuando se va el camarero nos entrega un juego de folletos.
– Probablemente sepáis todo lo que cuentan -dice-. Pero yo los encontré muy informativos.
– Estoy segura -dice Lauren.
No sé por qué siempre tiene que ser tan grosera.
– Elizabeth debe de estar al caer -digo, intentando cambiar de tema.
Cuando estoy cerca de Lauren, siempre me da la impresión de que ando detrás de ella limpiando su mierda. Es como mi madre, habla sin pensar.
– Sí -dice Rebecca-. Debemos esperar a que llegue.
– La pobre Sara -digo. Me acuerdo de su cara llena de moretones y me entran ganas de llorar-. ¿Por qué no nos lo dijo?
Lauren y Rebecca mueven la cabeza. Nadie habla y miramos la carta unos instantes.
Elizabeth aparece y viene rápido hacia nosotras. Lleva sus vaqueros de siempre, sudadera, y zapatillas de deporte con una gabardina de hombre. No lleva maquillaje. Otra vez una ronda de abrazos. Elizabeth huele a jabón Dove.
– Creo que me han seguido hasta aquí -dice.
Parece asustada.
– ¿Quién? -pregunto.
– Los periodistas.
Lauren se acerca a la ventana, se inclina como si llevara un bate de béisbol. Siempre está lista para la pelea, en cualquier momento o lugar.
– Ellos no tienen vida -digo-. No te preocupes por eso.
Lauren ya está en la acera, echándose encima de alguien gritando. El hombre tiene una cámara y se rinde. Como la mayoría de la gente que se mete en líos con Lauren.
Se pierde enseguida y se va. Ella busca otras fuerzas hostiles y camina hacia un coche aparcado en doble fila al otro lado de la calle.
– Va a hacer que la maten un día de éstos -dice Rebecca.
– Ella no tiene problemas -digo-. Sabe cuidarse.
Rebecca le pasa a Elizabeth el juego de folletos. Se vuelve al camarero. La reconoce inmediatamente, se le ilumina la cara.
– Ay, Dios mío -dice él-. ¡Pero si eres tú! No puedo creerlo.
Elizabeth se prepara para lo peor sin saber a qué atenerse. Yo también.
– Es que… es que te adoro -dice el camarero-. ¡Eres mi heroína! Tengo una foto tuya en la pared de mi casa. Tienes tanto valor. Eres una inspiración para todos nosotros.
– Gracias -contesta Elizabeth, pero se la nota incómoda.
Mira afuera, a Lauren, que discute con una pareja de hombres de mediana edad en una furgoneta, y los ojos del camarero la siguen.
– Si intentan entrar, confía en mí, te defenderemos -dice-. Puedo parecer una reina, pero peleo como un hombre.
Elizabeth se ríe.
– Gracias.
– Sabes -suelta el camarero-, eres más guapa al natural que en la tele. ¡Ay, no creía que fuera posible!
– Gracias.
– Tranquila. ¿Qué te traigo de beber, Liz? Invita la casa.
Al fondo, los otros camareros cuchichean señalándonos.
– Sólo agua.
– ¡Venga! Invita la casa. ¿Un poco de vino? Tenemos una fantástica lista de vinos exóticos.
– No bebo, gracias. El agua es suficiente.
– ¿Té? ¿Café? ¿Nada?
– Eh…, ¿tienes chocolate caliente?
Elizabeth se encoge, temiendo haber dicho una tontería.
– Te puedo batir un moka capuchino. ¿Qué te parece?
La rodea con un brazo como si fueran viejos camaradas.
– Me parece bien.
– Vuelvo enseguida.
Cuando el camarero se va Elizabeth parece aliviada.
– ¿Estás bien? -le pregunto.
Asiente.
– Me he hecho famosa por motivos equivocados -dice-. Qué raro.
– Seguro que sí -dice Rebecca, mirando aún con el rabillo del ojo al camarero.
Lauren vuelve, murmurando obscenidades; las mejillas encendidas por el aire helado.
– ¿Tienes un arma? -le pregunta a Elizabeth.
– No.
– Debes pensar en conseguir una.
Rebecca alza la vista.
– Lauren, por favor. ¡No seas ridicula!
– Necesita un arma -repite Lauren-. Es ridículo dejar que esta gente te arruine la vida. Me pasma nuestra profesión.
– Decidamos qué vamos a comer -digo oportunamente.
– Sólo intento ayudar -dice Lauren.
– Claro que sí, mi'ja -digo yo-. Siéntate y busca algo que te guste en este maravilloso menú.
Le paso la carta. Es como tener un hijo.
El camarero vuelve con las bebidas y nos recita los especiales del día:
– Para empezar tenemos mejillones con pisto, absolutamente fabulosos. La sopa del día es crema de lechuga con mantequilla de langosta, inolvidable. Como plato principal tenemos rollito de cerdo, para morirse, lo prometo, y suflé de bacalao con patatas, milagroso.
Se me hace la boca agua y tengo que tragar.
– ¿Listas para pedir?
Rebecca asiente con la cabeza y nos mira a cada una; asentimos.
– Liz, empezaremos contigo -dice el camarero.
– Voy a tomar la crema de lechuga. ¿Cómo preparáis la raya?
– Buena elección -dice el camarero-. La raya viene en cuatro triángulos fritos, sin espinas, sobre coliflor y patatas, decorados con guisantes y migas de bacon.
– Suena bien -dice Elizabeth-. Tomaré eso.
– ¿Y usted? -dice mirándome.
– Tomaré el entrante de carne y el de cóctel de gambas.
– ¿Los dos?
– Sí.
Pero ¿qué se cree? Las raciones aquí son tan pequeñas que apenas se ven.
– Y los goujonettes de lenguado.
– Una buena elección -y mira a Lauren-. ¿Señorita?
Lo interrumpo:
– Todavía no he acabado.
– Lo siento. Siga.
– También me gustaría probar la crema de lechuga.
– Bien. ¿Algo más?
– Asegúrate de que no nos falte pan.
– Por supuesto. ¿Algo más?
Me llevo un dedo a los labios, pienso un momento, y dicen ellas:
– No, eso es todo.
– ¿Señorita? -se dirige a Lauren.
Lauren escudriña la carta.
– Quiero el plato de pasta.
– ¿Algo de primero? ¿Quizá el alioli de verdura?
– ¿Es pesado?
– Para nada. Muy ligero.
– Bien.
– Estupendo. ¿Algo más?
– Eso es suficiente.
Me mira fijamente.
– ¿Y usted, señorita?
Rebecca le sonríe al camarero.
– Quiero el saucisson.
– ¿Algo más?
– No.
– Es una ración muy pequeña, señorita.
– Está bien.
– Ah, vamos -digo-. Te vas a matar de hambre.
Rebecca sacude la cabeza y le devuelve la carta al camarero. No ha tomado nota, pero repite el pedido sin equivocarse y se marcha hacia la cocina.
– Bueno -dice Rebecca.
– Sí, bueno -hago de eco.
– Como sabéis, he pensado que debemos idear juntas una estrategia para ayudar a Sara a recuperarse de forma que nunca tenga que volver a pasar por esto.
Lauren, que tiene los codos apoyados en la mesa, pone los ojos en blanco.
– Es una gran idea -digo-. Pensemos.
– Seguro que todavía le quiere -dice Rebecca-. Es difícil que entendamos algo así. Pero le quiere. Y no creo que sea muy productivo criticarla por eso. Pienso que tenemos que enfrentarnos a ella de una manera constructiva, y hacerle saber que se merece algo mejor. Tiene que saber que estamos aquí para ayudarla.
Elizabeth se inclina hacia delante y se aclara la voz.
– Es una buena idea -dice-. Pero creo que hay una forma mejor de comunicarse con Sara.
– ¿Cuál? -pregunta Lauren.
– Tiene un buen detector de mentiras -le dice Elizabeth-. El médico dice que no está en coma, sólo adormecida y sedada por los dolores. Pronto será capaz de mantener una conversación coherente, y tenemos que asegurarnos de no parecer demasiado complacientes o que le tenemos pena.
– Es bueno saberlo -dice Rebecca-. ¿Cómo crees que debemos hacerlo?
Justo entonces suena mi teléfono móvil. Contesto. Es Juan. Quiere saber dónde estoy. Le digo que estoy en Umbra, para recordarle que soy una señora con estilo, y después le pido que no me vuelva a llamar. Sigue hablando cuando apago el móvil. Cuando cuelgo, he perdido mucho de la conversación.
– Lo siento -les digo-. ¿Me ponéis al día?
Rebecca dice:
– Bueno, Liz estaba diciendo que Sara no quiere que la traten como a una víctima, así que estamos pensando que la mejor manera de enfocarlo es intervenir directamente, pero que sea Liz la que hable. Son íntimas amigas, y Liz es la que mejor se entiende con ella.
– Genial.
– Debemos crear un fondo común y sacar a Roberto de la miseria -dice Lauren.
Elizabeth se ríe.
– Realmente no es mala idea.
– Muy graciosa, Lauren -dice Rebecca-. Tenemos que ponernos serias. Esto es un asunto muy serio.
– Eh, sólo intenta relajar el ambiente -dice Elizabeth-. ¿Por qué siempre te metes con Lauren?
– ¿Quién, yo? -pregunta Rebecca-. No se toma nada en serio. Perdona, pero es ella la que siempre se está metiendo conmigo.
Estoy perpleja. Nunca pensé que viviría para ver a Rebecca afrontar una situación así.
– Yo no te ataco -dice Lauren fulminándola con la mirada.
– Sí que lo haces. Siempre que digo algo pones los ojos en blanco, o suspiras o haces muecas. ¿Qué te he hecho yo?
Nunca he oído a Rebecca tan enfadada.
– Vaya -digo.
No hay forma. Creen que son las únicas dos personas en esta habitación.
– Eres tan estirada que me pones enferma -dice Lauren-. Bien, ahí está, ya lo he dicho. Entras aquí con tus folletos, como si lo supieras todo, y tratas de controlar toda la conversación y la «estrategia». Ni siquiera puedes hacerme un cumplido sin criticarme por no llevar el collar apropiado. Actúas como si estuvieras en una reunión de negocios, te lo juro. Ni siquiera sabes relajarte cuando sales con tus amigas.
– ¿Estirada?
– Ya lo has oído.
– Por lo menos no estoy loca ni he perdido el control como tú. Por lo menos no siento la necesidad de contarle al mundo entero hasta el más mínimo problema que tengo.
– ¿Qué quieres decir?
– Venga, venga, venga, ya es suficiente -dice Elizabeth-. No os peleéis.
– No -dice Lauren-. Se veía venir desde hace mucho tiempo, y por fin le voy a decir lo que pienso.
Lauren dispara contra Rebecca una larga lista de defectos.
– Ya está bien -digo-. Lauren, para ya.
Por primera vez me doy cuenta de que Lauren está extremadamente celosa de Rebecca. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
Miro a Rebecca, y me sorprende verla llorando, dignamente, pero llorando.
Llorando, mi'ja.
Me levanto y la abrazo. Lauren está tan sorprendida como yo.
– Lo siento -le dice Rebecca a Lauren-. Lo siento, no soy perfecta. Tienes razón. Tienes razón en muchas cosas. Estoy asustada. Soy una estirada. Estoy tensa. No bailo. Estoy casada con un monstruo. Pero ¿por qué tienes que decírmelo? ¿Acaso crees que no lo sé?
Lauren está pasmada.
– Yo, yo… -tartamudea.
– Has ido demasiado lejos -le dice Elizabeth-. Lauren, Rebecca es un ser humano.
– Hay algo que tampoco sabes -dice Rebecca.
Intervengo:
– Rebecca, cariño. No tienes que decir nada. No hemos venido aquí para machacarte.
– No, quiero hacerlo -dice ella-. ¿Vale, Lauren? Sólo para que sepas que estoy tan jodida como tú. Estoy enamorada de André, el hombre que me ayudó a crear la empresa. Quiero divorciarme de Brad, pero no sé cómo se lo tomará mi familia. Me siento sola. Mi padre no hace más que atropellar a mi madre, y ella es mucho más inteligente que él; le odio por eso. No he hecho el amor con nada más que mi mano en los últimos meses. Deseo tanto estar con André que no puedo concentrarme en el trabajo. Ahí lo tienes. Creo que eso es todo.
Estalla en sollozos.
– ¡Vaya! -dice Lauren.
Parece avergonzada.
– Espero que estés contenta -le digo a Lauren-. De verdad, mi' ja, ¿qué es lo que te pasa? He intentado tener paciencia contigo, pero es imposible. Haces daño a tus amigas, te lo haces a ti misma. Y estoy harta de presenciarlo.
– No, esperad, hay más -dice Rebecca-. Te envidio, Lauren. Seguramente esto te sorprenda. Pero te envidio. Eres mucho más libre que yo. Dices lo que piensas. Vives la vida apasionadamente. Ahora sí lo he dicho todo.
Elizabeth apoya la cabeza entre las manos, y todas estamos mirando la mesa en silencio cuando vuelve el camarero con los primeros platos.
– Perdona, Rebecca -dice Lauren por fin-. No tenía ni idea.
– Mirad esto -dice Rebecca. Saca una bolsa de Victoria's Secret a rayas rosas y blancas de debajo de la mesa-. Mirad lo que he comprado hoy.
Saca un conjunto de ligas rojas muy sexy, con braguita y sujetador, y lo pone encima de la mesa.
– ¡No te habrás atrevido! -exclamo.
– Pues sí.
– ¿Para quién es? -pregunta Elizabeth.
– Para nadie. Ésa es la parte más triste. Para el fondo del cajón. Como los demás.
Me río.
– ¡La vida secreta de Rebecca Baca, al descubierto!
– Muy graciosa -dice.
– Tienes que tener a alguien para ponértelo -dice Elizabeth-. Si no, ¿cuál es la gracia?
– André parece un gran tipo -dice Lauren-. Póntelo para él. ¿A quién le importa? No a Brad, desde luego.
– Me ha dicho que me quiere -dice Rebecca.
Su sonrisa revela que no está hablando de Brad.
– ¿André? -le pregunto. Ella asiente con la cabeza-. Entonces ¿cuál es el problema, chica?
– Los católicos no son partidarios del divorcio.
Elizabeth dice:
– Mira, últimamente he estado pensando mucho en Dios. Creo que a él todo le parece bien mientras mantengamos nuestros corazones puros y limpios.
– Sí -dice Rebecca-. Quizá.
Lauren abraza a Rebecca. Las dos están llorando. Una ronda de disculpas.
– ¿Tenéis el síndrome premenstrual también? -pregunto.
– Joder, sí -dice Lauren.
– Pues pensándolo bien, sí -dice Rebecca con una sonrisa.
– Ay, Dios mío -murmura Elizabeth.
Entonces llega el resto de la comida.
Cuando nos ha servido, el camarero se inclina hacia nosotras.
– No he querido interrumpir antes, pero hay un tipo aquí que dice conocerlas. Trae un paquete y dice que es algo para una de ustedes. Pensaba que a lo mejor es uno de esos locos, por eso les pregunto. ¿Quieren que llame a la policía?
Todas nos volvemos a la vez y miramos hacia la puerta. Allí, con el pelo mojado y la raya en medio, está Juan. Lleva su mejor traje (que no es decir mucho) y alza entre sus temblorosas manos una cajita dorada. Me sonríe y me saluda con la cabeza, torpe como siempre. Mi corazón late descontroladamente.
– Ay, Dios mío -digo.
– ¡Juan! -grita Lauren-. Ven para acá, hombre.
– ¡No! -grito. No sé qué hacer. Quiero salir corriendo.
Las temerarias se ríen.
– ¿Sabes? -dice Rebecca-. Ésta es la otra propuesta del día, tiene que ver contigo y con ese agradable hombre que está allí, Juan.
– ¿No es un amor, chicas? -pregunta Elizabeth-. Tiene tan buen corazón.
– Es un buen hombre -dice Lauren-. Y te adora.
Veo que Juan tiene un ramo de flores escondido detrás de él, envuelto todavía en plástico transparente. Está sudando.
– Gracias a Dios que sigues aquí -dice sin aliento cuando llega a la mesa-. Hola a todas.
Y hace el gesto de descubrirse la cabeza.
– Ahora, si me disculpáis, tengo un asunto del que ocuparme.
Se desploma sobre una rodilla en el suelo delante de mí y, alzando las flores que seguro acaba de comprar en el metro, me dice:
– Son para ti.
Las cojo. Se aclara la voz varias veces, parece estar afónico. Empieza a hablar pero le sale un chillido. Es triste. Me avergüenzo de querer tanto a este hombre.
– Vamos, Juan -Lauren lo anima-. Tú puedes.
Traga. Abre la caja.
Dentro, te lo juro, aparece el anillo más bonito que he visto en mi vida. Un anillo de platino, con tres brillantes. Se lo enseñé hace tres meses, durante un paseo por el centro comercial Copley. Estoy asombrada de que se haya acordado. El anillo costaba cerca de seis mil dólares, que no es tanto en realidad, pero para Juan es una fortuna.
– Por fin sé por qué odiaste Roma -me dice-. Siento haber tardado tanto. Tenía que haberte preguntado qué te apetecía hacer, en lugar de arrastrarte donde quería ir yo. Pensé que te gustaría que lo tuviera todo previsto, no tener nada en que pensar, poder relajarte, pero me equivoqué. Tendría que haberte llevado a comer a un sitio bonito. También me disculpo por eso.
Mi corazón parece que va a explotar.
– Y también he descubierto por qué me dijiste que no la primera vez que te pedí que te casaras conmigo -dice-. Creía que era porque no era suficientemente bueno para ti, pero no es eso. Es porque tú no crees que seas suficientemente buena para mí. Tienes miedo de que te abandone como los demás. Navi, nunca lo haré. Nunca te abandonaré. Puedo ser bajo, puedo ser pobre, pero te quiero con todo mi corazón, y ése sí es bastante grande.
Las lágrimas empiezan a resbalar por mis mejillas. Juan también está a punto de llorar.
– Así que voy a intentarlo de nuevo, antes de que sea demasiado tarde -me dice.
No puedo respirar.
– Usnavys, mi amor, ¿quieres casarte conmigo?
Miro a las temerarias. Todas sonríen. No puedo hablar. No sé qué hacer. Todo el restaurante nos está mirando.
– Di que sí, estúpida -dice Lauren, tan diplomática como siempre-. ¿Qué te pasa?
– Por favor, Navi, di algo. Me duele la rodilla -dice Juan-. Creo que me la he roto.
Extiendo la mano para coger la caja.
– Es perfecto -digo-. Pero eras perfecto sin esto. Claro que me casaré contigo.
Las temerarias rompen a aplaudir y todo el restaurante se une. Juan deja caer la cabeza en mi regazo, pone su mano en la mía, y me la llena de besos.
– Gracias -dice-. Te prometo que te voy a hacer la mujer más feliz del mundo.
Me coloca el anillo en el dedo y me da un beso.
– Eh, chicas -les digo a mis amigas cuando me suelta Juan-. Espero que no les importe, pero hoy voy a irme un poco más temprano.
– Vete -dice Rebecca.
– Lárgate -dice Lauren.
– Felicidades -dice Elizabeth.
Levanto a Juan del suelo y le hago girar sobre sí mismo. Entonces salimos corriendo de Umbra hacia el bello y luminoso atardecer.
¡Época de declarar los impuestos! ¿Por qué eso me hace encogerme? Quiero decir, nunca he debido nada. Nunca he defraudado o he mentido en mis impuestos. Soy una buena chica, y siempre me devuelven algo. Es la pobreza, creo. Ahora no soy pobre, pero lo era. Y cuando has sido pobre, las cosas del dinero te perturban el resto de tu vida. No deberían. Debería brincar de alegría en época de impuestos, igual que debería poder escoger racionalmente hombres comprensivos y honrados, en lugar de toparme accidentalmente con ellos cuando escojo tipos buenos pensando equivocadamente que son malos. Pero en cuestiones del corazón y de impuestos, el «debería» no tiene sentido. Gracias a Dios por equivocaciones como mi nuevo hombre.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ