Entre tantos bares llenos de humo como hay en Seattle, él tuvo que entrar en el Loóse Screw, el garito en que yo trabajaba cinco noches a la semana sirviendo cervezas y asfixiándome con el humo rancio del tabaco. Un descuidado mechón de pelo negro le cayó sobre la frente al tiempo que dejaba un paquete de Camel y un Zippo encima de la barra.
– Ponme una Henry's -dijo con voz áspera-, y hazlo rápido. No tengo todo el día.
Siempre me han chiflado los tipos sombríos de mala disposición. Con una sola mirada supe que aquél era un hombre sombrío, y tan malo como una tormenta eléctrica.
– ¿De barril o de botella? -le pregunté.
Encendió un cigarrillo y me miró a través de una nube de humo. Sus hermosos ojos azules se tiñeron de pecado mientras bajaba la vista hasta el grifo del barril. Los extremos de su boca se curvaron formando una sonrisa cuando apreció la talla de mi sujetador.
– Botella -respondió.
Saqué una Henry's de la nevera, la abrí y la hice deslizar sobre la barra.
– Tres con treinta -dije.
Cogió la botella con una de sus manazas y se la llevó a los labios; no apartó su mirada de mí mientras bebía. Al dejar la botella de nuevo en la barra con un golpe, la espuma salió por la boca de cristal. Sentí que me temblaban las rodillas.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó mientras sacaba la billetera del bolsillo trasero de sus gastados Levi's.
– Bomboncito -respondí-. Bomboncito de Miel.
Volvió a esbozar una sonrisa cuando me entregó el billete de cinco dólares.
– ¿Eres bailarina de strip-tease?
Lo tomé como un cumplido.
– Depende.
– ¿De qué depende?
Le devolví el cambio y aproveché para rozar la palma de su mano con la punta de mis dedos. Un escalofrío se apoderó de mis muñecas y sonreí. Recorrí con la mirada sus fuertes brazos y su pecho hasta alcanzar sus anchos hombros. Todos los que me conocían sabían que seguía muy pocas reglas en lo que a hombres se refería. Me gustaban los tipos grandes y malos, aunque debían tener dientes y manos limpios. Eso era todo. Oh, sí, los prefería un tanto pervertidos, aunque no era imprescindible, pues con lo viciosa que era yo había suficiente para los dos. Desde niña, mis pensamientos habían tenido siempre el sexo como eje central. Mientras las muñecas Barbie de las otras niñas iban a la escuela, la mía jugaba a los médicos. Juegos que discurrían más o menos de este modo: la doctora Barbie examinaba el paquete de Ken y después follaba con él hasta dejarlo en estado de coma.
Ahora, a mis veinticinco años, en lugar de dedicarme al golf o a la cerámica como tantas mujeres, mi hobby eran los hombres, y los coleccionaba como si de baratos souvenirs de Elvis se tratase. Tras observar los atractivos ojos azules de míster Mala Leche, comprobé los latidos de mi pulso cardiaco y el dolor entre mis muslos y me dije que también podía conseguirlo para mi colección. Sólo tenía que llevármelo a casa. O meterlo en la parte trasera de mi coche, o hacer una visita al servicio de mujeres.
– ¿Qué te ha traído por aquí? -pregunté finalmente, apoyando los brazos sobre la barra y ofreciéndole una estupenda panorámica de mis perfectos pechos.
Sus ojos parecían ardientes y hambrientos cuando apartó la vista de mi escote. Entonces abrió su billetera y me mostró su placa.
– Estoy buscando a Eddie Cordova. Me han dicho que le conoces.
Menuda suerte la mía. Un poli.
– Sí, conozco a Eddie.
Había salido con él una vez, si a lo que hicimos podía llamársele salir. La última vez que vi a Eddie fue en el lavabo del Jimmy Woo's, en estado comatoso. Tuve que pisarle la mano para que me soltase el tobillo.
– ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
Se trataba de un ladrón de medio pelo y, lo que era aún peor, un pésimo amante, por lo que no sentí el menor asomo de culpa de responder:
– Supongo que sí.
Sí, le echaría una mano a aquel tipo, y por el modo en que me miraba podía asegurar que él quería algo más que…
El teléfono que estaba junto al ordenador empezó a sonar. Jane Alcott apartó la mirada de la pantalla y de la última entrega de «La vida de Bomboncito de Miel».
– Maldita sea -gruñó. Pasó los dedos por debajo de las gafas y se frotó los cansados ojos. Por entre los dedos miró la pantallita del teléfono para saber quién llamaba. Respondió.
– Jane -dijo el editor del Seattle Times, Leonard Callaway, sin molestarse en decir hola-, Virgil Duffy va a hablar con los entrenadores y los directores deportivos esta noche. El trabajo es oficialmente tuyo.
Virgil Duffy, cuya corporación figuraba en la lista Fortune 500, era el dueño del equipo de hockey de los Seattle Chinooks.
– ¿Cuándo empiezo? -preguntó Jane poniéndose en pie. Cogió la taza de café y, al ir a beber, dejó caer unas gotas sobre su viejo pijama de franela.
– El día 1.
Comenzar el primero de enero le dejaba sólo dos semanas para prepararse. Dos días antes, Leonard le había preguntado si estaba interesada en cubrir el puesto del cronista deportivo Chris Evans, que estaba de baja por un tratamiento médico contra un linfoma. El pronóstico para Chris era bueno, pues no se trataba de un linfoma de Hodgkin, pero le mantendría alejado del periódico y alguien tendría que cubrir la información relativa a los Chinooks. Jane nunca habría soñado que sería ella.
Entre otras cosas, era columnista del Seattle Times y gozaba de cierto nombre debido a su columna mensual «Soltera en la ciudad». No tenía ni idea de hockey.
– Saldrás de viaje con ellos el día 2 -prosiguió Leonard-. Virgil quiere aclarar los detalles con los entrenadores, después te presentará al equipo, el lunes, antes de que salgáis.
Cuando le ofrecieron ese trabajo, hacía de ello una semana, se había sentido sorprendida e incluso intrigada. Sin duda, el señor Duffy debería haber escogido a otro reportero deportivo para cubrir los partidos de su equipo. Pero para su asombro, la oferta de trabajo provenía directamente de él.
– ¿Qué piensan los entrenadores? -Jane dejó el tazón sobre el escritorio, junto a la agenda abierta.
– En realidad, no les importa. Desde que John Kowalsky y Hugh Miner se retiraron, el estadio no ha vuelto a llenarse. Duffy necesita dinero para pagar al portero estrella que fichó el año pasado. Virgil adora el hockey, pero ante todo es un hombre de negocios. Hará cualquier cosa para que los aficionados acudan al campo. Por eso pensó en ti en primer lugar. Quiere que vayan más mujeres a ver los partidos.
Lo que Leonard Callaway no le dijo fue que Duffy había pensado en ella porque sabía que escribía cotilleos para mujeres. A Jane no le importaba; después de todo, esos cotilleos la ayudaban a pagar las facturas y, por otra parte, la habían hecho bastante conocida entre las mujeres que leían el Seattle Times. Pero los cotilleos no alcanzaban para pagar todas las facturas. Ni siquiera la mayoría. La pornografía pagaba todo lo demás. La serie de relatos pornográficos «La vida de Bomboncito de Miel», que escribía para la revista Him, era muy popular entre los lectores masculinos.
Mientras hablaba con Leonard de Duffy y su equipo de hockey, Jane escribió en una nota adhesiva con letras de color rosa: «Comprar libros de hockey.»
Pegó la nota en la parte superior de la agenda, pasó la página y estudió su plan del día, detallado bajo otro puñado de notas adhesivas.
– … Y recuerda que estarás tratando con jugadores de hockey -prosiguió Leonard-. Suelen ser muy supersticiosos. Si los Chinooks empiezan perdiendo varios partidos, te culparán de ello y te enviarán de vuelta a casa.
Estupendo. Su trabajo estaba en manos de jugadores supersticiosos. Despegó una nota antigua de la agenda, en la que se leía «Fecha de entrega "Bomboncito de Miel"», y la arrojó a la papelera.
Tras unos minutos más de conversación, colgó el auricular y cogió la taza de café. Como la mayoría de los habitantes de Seattle, le sonaban los nombres de algunos famosos jugadores de hockey. La temporada era larga y en el noticiario King-5 News hablaban de hockey casi todas las noches, pero en aquel momento sólo conocía a uno de los integrantes de los Chinooks, el portero del que Leonard había hablado, Luc Martineau.
Le habían presentado al hombre de los treinta y tres millones de dólares en la fiesta que habían dado los Chinooks el verano anterior en el Press Club, justo después de su fichaje. Estaba en mitad de la sala, con aspecto saludable y en forma, como si de un rey recibiendo a su corte se tratase. Habida cuenta de la legendaria reputación de Luc, tanto dentro como fuera de la pista, Jane se sorprendió al comprobar que era más bajo de lo que había imaginado. No llegaba al metro ochenta, pero era puro músculo. El cabello, de un rubio ceniza, le cubría las orejas y el cuello de la camisa, era ligeramente ondulado y se notaba que lo peinaba con las manos.
Tenía los ojos azules y sendas cicatrices pequeñas, una en la mejilla izquierda y otra en la barbilla. No había nada que objetar a su aspecto impactantemente varonil. Se habían dicho tantas cosas malas de él que no había una sola mujer en aquella sala que no se preguntase si realmente sería tan malo como decían.
Llevaba una americana de color gris claro y una gastada corbata de seda roja. Lucía un Rolex de oro en la muñeca, y una rubia de neumáticas curvas se había pegado a él como una ventosa.
A aquel hombre le gustaba llevar los complementos a juego.
Jane y el portero intercambiaron saludos y se dieron la mano. Él apenas si le dirigió la mirada antes de irse con la rubia. En menos de un segundo, Jane desapareció del mapa para él. Era lo habitual. Por lo general, los hombres como Luc no acostumbraban a prestarle mucha atención a mujeres como Jane. Un metro cincuenta y cinco de estatura, pelo castaño oscuro, ojos verdes y barbilla afilada. No solían formar un círculo a su alrededor para descubrir si tenía algo interesante que decir.
Si el resto de integrantes de los Chinooks la ignoraban con tanta rapidez como Luc Martineau, iban a ser unos meses bastante duros; aunque viajar con el equipo era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Escribiría las crónicas deportivas desde el punto de vista de una mujer. Destacaría los mejores momentos del partido, tal como se esperaba que hiciese, pero prestaría mayor atención a todo lo que aconteciese en el vestuario. Nada de tamaños de pene o costumbres sexuales…, a ella le traían sin cuidado esa clase de cosas. Deseaba saber si en el siglo XXI las mujeres tenían que seguir enfrentándose a la discriminación.
Jane se sentó de nuevo frente al ordenador portátil y volvió a centrarse en la historia de «Bomboncito de Miel» que tenía que entregarle al editor al día siguiente, destinada a aparecer en el número de febrero de la revista. Muchos de los hombres que consideraban que su columna «Soltera en la ciudad» no trataba más que de chismorreos y afirmaban no leerla jamás, no se perdían un solo capítulo de la serie «Bomboncito de Miel». Nadie a excepción de Eddie Goldman, el editor de la revista, y de su mejor amiga desde el instituto, Caroline Masón, sabía que era ella la que escribía aquellos lucrativos artículos mensuales. Y su deseo era que siguiese siendo un secreto.
Bomboncito era el álter ego de Jane. Hermosa. Desinhibida. El sueño de todo hombre. Una mujer hedonista capaz de dejar exhaustos y sin habla a los hombres de Seattle, y al mismo tiempo dispuestos a pedir más. Bomboncito tenía un enorme club de fans, y también una docena de páginas web en Internet dedicadas a ella. Algunas eran tristes y otras divertidas. En una de esas páginas electrónicas se hacían cábalas sobre la posibilidad de que el autor de las aventuras de «Bomboncito de Miel» fuese un hombre.
A Jane le gustaba aquel rumor. En su cara apareció una sonrisa cuando leyó la última línea que había escrito antes de que Leonard llamase. Volvió a ponerse manos a la obra para hacer que los hombres pidiesen más.