4. Un golpe con el stick

A Jane casi le asustaba echar un vistazo alrededor. Esa mañana, mirar a alguno de los jugadores de los Chinooks era como mirar los restos de un accidente ferroviario. Resultaba horrible, pero no podía darse la vuelta. Se sentó cerca de la parte delantera del avión, al otro lado del pasillo frente al ayudante del director deportivo del equipo, Darby Hogue, con un ejemplar del Dallas Morning News abierto sobre el regazo en la página de deportes. Ella ya había enviado su crónica del sangriento partido de la víspera, pero estaba interesada en saber qué habían dicho al respecto los reporteros de Dallas.

La noche anterior, ella y el resto de los periodistas deportivos habían esperado en la sala de prensa una oportunidad para entrar en el vestuario de los Chinooks. Habían tomado café y Coca-Cola y comido algo parecido a una enchilada, pero cuando el entrenador Nystrom por fin salió, les informó de que no concederían entrevistas.

Durante la espera, los periodistas de Dallas habían estado bromeando con ella, contándole batallitas. Incluso le dijeron qué jugadores se mostraban dispuestos a colaborar y contestaban a las preguntas. También le hablaron de aquellos que nunca respondían. Luc Martineau ocupaba el primer puesto en la lista de los más arrogantes.

Jane dobló el periódico y lo metió en el maletín. Tal vez los periodistas de Dallas habían sido amables con ella porque no la consideraban una amenaza. Quizá la habrían tratado de modo diferente si hubieran estado dentro del vestuario haciendo entrevistas. Ella no tenía modo de saberlo, y tampoco le interesaba. Fue agradable descubrir que no todos los reporteros del sexo masculino se sentían incómodos en su presencia. La alivió saber que cuando escribiese su siguiente columna acerca de sus experiencias, podría decir que algunos hombres habían evolucionado y que no todos la veían como una amenaza para su amor propio.

Había enviado ya dos artículos al Seattle Times. Y no había tenido noticias del editor. Ni una sola palabra de aliento o crítica, lo que ella entendía como una buena señal. Había visto que los jugadores se pasaban de mano en mano su primer artículo, pero ninguno había hecho comentario alguno.

– Leí tu primera crónica -dijo Darby Hogue al otro lado del pasillo.

Jane calculó que Darby Hogue medía poco más de metro sesenta. Metro sesenta y cinco con sus botas de vaquero. Su traje azul marino tenía todo el aspecto de ser hecho a medida, y debía de costar lo que el sueldo de trabajador corriente. Su pelo rizado era del color de las zanahorias y su piel incluso más blanca que la de Jane. A pesar de sus veintiocho años, aparentaba diecisiete. Sus ojos pardos reflejaban inteligencia y astucia, y tenía unas largas pestañas pelirrojas.

– Hiciste un buen trabajo -añadió.

Por fin alguien le decía algo de su artículo.

– Gracias.

Él se inclinó hacia el pasillo.

– La próxima vez deberías mencionar nuestros tiros a puerta -dijo en voz baja.

Darby era el más joven de los ayudantes de director deportivo de la NHL, y Jane había leído en su nota biográfica que era miembro de MENSA, el club de personas que tienen un alto coeficiente intelectual. No lo dudó ni por un segundo. Aunque parecía haberse esforzado mucho para desprenderse de su aire de empollón, no lo había logrado por completo pues llevaba un protector para bolígrafos en el bolsillo de la camisa.

– Te diré una cosa -dijo ella acompañando sus palabras de lo que esperaba fuese una encantadora sonrisa-. Yo no me meteré en tu trabajo si tú no te metes en el mío.

Él parpadeó.

– Es justo.

– Sí, eso creo.

Él se enderezó y colocó el maletín sobre su regazo.

– Por lo general, te sientas en la parte de atrás con los jugadores -observó.

Siempre se sentaba en la parte de atrás porque los asientos delanteros ya habían sido ocupados por los entrenadores y directivos cuando ella embarcaba.

– Bueno, estoy empezando a sentirme persona non grata allí atrás -confesó.

El incidente de la noche anterior le había dejado muy claro cuáles eran los sentimientos de los jugadores. Él se volvió y la miró a los ojos.

– ¿Ha pasado algo de lo que yo debería estar al corriente?

Además de las molestas llamadas, había encontrado el cadáver de un ratón frente a la puerta de su habitación la noche anterior. Por su aspecto debía de llevar bastante tiempo muerto. Obviamente, alguien lo había encontrado en algún lugar y lo había llevado hasta su puerta. No había sido como encontrar la cabeza cortada de un caballo en su cama, aunque tampoco creía que fuese una coincidencia. Pero no quería que los jugadores pensasen que era una chivata que había ido corriendo con el cuento a los directivos.

– Nada que no pueda sobrellevar.

– Cena conmigo esta noche y hablemos del asunto.

Jane lo miró fijamente. Por un instante se preguntó si sería uno de esos hombres que daban por sentado que ella quedaría con él sólo porque los dos eran bajitos. Su última cita había sido con un tipo de poco más de metro sesenta con todos los complejos napoleónicos imaginables, estropeado como persona por esos mismos complejos. Lo último que necesitaba era una cita con un tipo bajito. En particular, con un tipo bajito que fuese directivo de los Chinooks.

– No creo que sea buena idea.

– ¿Por qué?

– Porque no quiero que los jugadores piensen que estamos liados.

– Ceno constantemente con periodistas deportivos. Chris Evans, por ejemplo.

No era exactamente lo mismo. Jane tenía que mantenerse al margen de los chismorreos. A pesar de que a las mujeres se les permitía entrar en los vestuarios desde hacía tres décadas, los cotilleos de los líos de las mujeres con sus fuentes de información eran constantes. Estaba convencida de que su credibilidad o su aceptación entre los jugadores no podía caer más bajo, pero no tenía intención de comprobarlo.

– Pensé que estarías cansada de cenar sola -dijo Darby.

Lo cierto era que estaba cansada de cenar sola, y también de mirar hacia las paredes de las habitaciones de hotel o del avión. Tal vez un lugar muy concurrido no estuviese tan mal.

– ¿Sólo trabajo?

– Por supuesto.

– ¿Por qué no cenamos en el restaurante del hotel? -propuso.

– ¿A las siete te parece bien?

– A las siete me parece perfecto -Jane hurgó en el bolsillo delantero de su maletín y sacó la hoja que tenía el itinerario del equipo-. ¿Dónde nos alojamos esta noche?

– LAX Doubletree -respondió Darby-. El hotel tiembla cada vez que despega un avión.

– Maravilloso.

– Bienvenida a la espléndida vida de los deportistas -dijo él, volviendo a mirar hacia delante y apoyando la cabeza contra el respaldo.

Jane había imaginado que el agobio que suponían los cuarto partidos fuera de casa sería sólo eso: agobio. Aunque lo había estudiado docenas de veces, miró de nuevo el itinerario Los Ángeles, y después San José. Ya era hora de que volviese a casa. Quería dormir en su cama, conducir su coche en lugar de ir en autobús, incluso abrir su propia nevera en lugar del minibar de un hotel. A los Chinooks les quedaban cuatro días de viajes antes de regresar a Seattle para jugar un bloque de cuatro partidos en ocho días. Después tendrían que viajar a Denver y Minnesota. Más hoteles y comidas solitarias.

Tal vez lo de cenar con Darby Hogue no fuese tan mala idea. Podría romper la monotonía y resultar esclarecedor.


A la siete en punto, Jane salió del ascensor y se encaminó hacia el restaurante Seasons. Llevaba el pelo suelto y le llegaba hasta los hombros. Vestía unos pantalones de lana negros y un jersey gris. El jersey tenía una abertura a un lado del cuello y las mangas acampanadas, y hasta que Luc le dijo que parecía el ángel de la muerte, a ella le gustaba mucho.

Se preguntaba si había alguna razón oculta más allá de su miedo a no saber combinar los colores lo que la hacía decidirse siempre por colores oscuros. ¿Acaso estaría deprimida sin saberlo, como Caroline le había sugerido? ¿Sufriría algún desorden mental aún sin diagnosticar? ¿Parecía realmente el ángel de la muerte, o acaso Caroline era una aguafiestas y Luc un gilipollas arrogante? A ella le gustaba creer esto último.

Darby la esperaba en la entrada del restaurante, con su aspecto juvenil debido a los pantalones de color caqui y a la camisa hawaiana estampada de color naranja; por no hablar de la gomina que llevaba en el pelo. Los llevaron hasta una mesa cerca de los ventanales, y Jane pidió un martini con limón para mantener a raya el cansancio, aunque sólo fuese por unas pocas horas. Darby pidió una cerveza y le exigieron que enseñase el carné de identidad.

– ¿Cómo? Tengo veintiocho años -replicó. Jane se echó a reír y abrió la carta del menú.

– La gente va a pensar que eres mi hijo -se burló.

Él esbozó una mueca de desagrado y sacó su billetera.

– Pareces más joven que yo -gruñó mientras le enseñaba su identificación al camarero.

Cuando llegaron las bebidas, Jane pidió salmón con arroz salvaje, en tanto que Darby escogió ternera y patatas asadas.

– ¿Qué tal tu habitación? -preguntó.

Era como cualquier otra.

– Está bien -contestó Jane.

– De acuerdo. -Darby bebió un trago de cerveza-. ¿Tienes problemas con los jugadores?

– No, simplemente me rehuyen.

– No les gusta que estés aquí.

– Sí, lo sé. -Jane dio un sorbo a su martini. El azúcar en el borde de la copa, la rodaja de limón y la mezcla perfecta de vodka Absolut Citrón y triple seco casi la hizo suspirar, como si de una alcohólica se tratase. Pero convertirse en alcohólica no era algo que hubiese preocupado nunca a Jane, y ello por dos razones: sus resacas eran demasiado fuertes, y cuando bebía perdía, literalmente, la capacidad de juicio, a veces junto con sus bragas.

La conversación entre Jane y Darby se apartó del hockey para centrarse en otros temas. Jane se enteró de que aquel chico había obtenido una licenciatura summa cum laude en Harvard a la edad de veintiún años. Mencionó su pertenencia a MENSA en tres ocasiones, y también habló de la casa que tenía en Mercer Island, de quinientos metros cuadrados, de su barco de seis metros de eslora, y de su Porsche color rojo cereza.

No cabía duda: Darby era un cretino. Eso no era necesariamente malo ya que aparte de ser una impostora, en ocasiones Jane se consideraba a sí misma una cretina. Para acabar con aquella conversación, Jane mencinó sus títulos en periodismo y lengua. Darby no pareció muy impresionado. Sus platos llegaron y él alzó la vista mientras untaba de mantequilla sus patatas asadas.

– ¿Voy a salir en tu columna «Soltera en la ciudad»?

Jane se detuvo cuando se disponía a extender la servilleta sobre su regazo. A la mayoría de los hombres les asustaba la posibilidad de ser mencionados en la columna.

– ¿Te importaría?

Él abrió los ojos como platos.

– Qué va. -Recapacitó por unos segundos y añadió-: Pero tendría que salir bien parado. O sea, no me gustaría que nadie pensase que fui un mal acompañante.

– No creo que pudiese mentir -dijo ella. La mitad de lo que escribía en aquella columna eran mentiras.

– Podría facilitarte las cosas.

Si lo que pretendía era ayudarla, lo mínimo que podía hacer Jane era escucharle.

– ¿Cómo?

– Podría decir a los chicos que no estás aquí para escribir sobre el tamaño de sus trancas o sus manías sexuales -dijo, lo que le llevó a pensar de inmediato en quiénes de ellos tendrían manías sexuales. Tal vez Vlad el Empalador-. Podría darles mi palabra de que no te acostaste con el señor Duffy para conseguir el trabajo.

Jane se llevó una mano a la boca, con expresión de horror. Había imaginado que algunos malpensados en la sala de prensa daban por sentado que ella había intercambiado favores sexuales con Leonard Callaway, pues, después de todo, era el editor general y ella era simplemente la mujer que escribía aquella estúpida columna para solteronas. Ella no era una auténtica periodista. Sin embargo, nunca habría imaginado que alguien pudiese suponer que se había acostado con Virgil Duffy. ¡Si aquel hombre podía ser su abuelo! De acuerdo, Duffy era un viejo verde y hubo un momento en su vida en que el nivel de exigencia de Jane estaba por los suelos, lo que la había llevado a enrollarse con tipos de los que le gustaría olvidarse para siempre, pero nunca, por nada del mundo, se habría ido a la cama con alguien cuarenta años mayor que ella.

Darby se echó a reír y cortó un trozo de ternera.

– Deduzco por tu gesto de asombro que esos chismorreos no son ciertos.

– Por supuesto que no. -Jane cogió su copa de martini y la vació de un trago. El vodka y el triple seco le calentaron el esófago camino del estómago.

– Ni siquiera había visto en persona al señor Duffy hasta el primer día en el vestuario.

La injusticia de aquellos comentarios había hecho mella en Jane. Hizo seña al camarero de que le llevara otro martini. Por lo general le molestaba pronunciar frases como «no es justo». Creía que la vida en sí no era justa, y que llorar por ello sólo hacía que las cosas empeorasen. Pero aquél era un caso de injusticia flagrante y no podía hacer nada al respecto. Si lo negaba, dudaba que alguien la creyese.

– Si escribes sobre mí en tu columna, hazme quedar bien -dijo Darby-. Yo haré que las cosas sean más fáciles para ti.

Jane cogió el tenedor y se llevó a la boca un poco de arroz.

– ¿Qué pasa contigo, tienes problemas para salir con chicas?

Lo había dicho en broma, pero al ver que a Darby se le encendían las mejillas, supo que había dado en el clavo.

– En la primera cita, las mujeres creen que soy un pirado.

– Pues yo no he pensado eso -mintió Jane temiendo que le creciera la nariz.

Él sonrió, lo que hacía que el riesgo aumentase.

– Nunca me dan una segunda oportunidad -dijo.

– Bueno, tal vez si no hablases de la MENSA y de tus títulos universitarios, tendrías mejor suerte.

– ¿Tú crees?

– Sí. -Había dado cuenta de la mitad del salmón cuando llegó la segunda copa.

– Tal vez podrías darme algunos consejos.

Sí claro, como si ella fuese una experta.

– Tal vez.

Darby posó en ella una mirada cargada de astucia.

– Podría facilitarte las cosas -dijo de nuevo.

– Estoy recibiendo llamadas molestas. Haz que acaben.

– Veré qué puedo hacer al respecto -dijo Darby, sin mostrarse sorprendido.

– Sí, porque son desagradables.

– Míralo como una especie de novatada.

Vaya vaya.

– Encontré un ratón muerto frente a la puerta de mi habitación anoche.

Él bebió un trago de cerveza.

– Quizá llegó allí solo.

Por supuesto.

– Quiero una entrevista con Luc Martineau.

– No eres la única. Luc es un tipo muy reservado.

– Pídeselo.

– No soy la persona más adecuada para hacerlo. No le gusto.

Jane cogió el limón y se lo llevó a los labios. A Luc tampoco le gustaba ella.

– ¿Por qué?

– Sabe que puse reparos a su fichaje. Fui muy franco al respecto.

Eso era toda una sorpresa.

– ¿Por qué?

– Bueno, es una historia antigua, pero se lesionó estando en Detroit. Yo no creía que un jugador de su edad pudiera recuperarse plenamente de dos difíciles operaciones de rodilla. Martineau fue muy bueno, quizás uno de los mejores, pero once millones de dólares al año es una apuesta demasiado fuerte por un hombre de treinta y dos años que tiene las rodillas fastidiadas. Habíamos fichado a un jugador en la primera ronda del draft, un defensa corpulento, y a un par de extremos. Eso nos debilitaba el ala derecha. No estaba seguro de que Martineau fuese lo que necesitábamos.

– Está jugando una buena temporada -señaló.

– Hasta ahora. ¿Qué pasaría si se lesionase? Un equipo no puede depender de un solo jugador.

Jane no sabía mucho de hockey, y se preguntó si Darby estaba en lo cierto. ¿Era posible que hubiesen montado el equipo alrededor de un portero de primera fila? ¿Acaso Luc, que parecía tan frío y calmado, sentía la tremenda presión de cumplir con las expectativas que se habían depositado en él?


Una llamada de la señora Jackson hizo saber a Luc que Marie llevaba sin ir al colegio desde que él se había marchado de Seattle. La señora Jackson le dijo que había acompañado todas las mañanas a Marie al colegio y que la había visto entrar en el edificio. Lo que también supo fue que la chica volvía a salir en cuanto se iba.

Luc pidió hablar con Marie y le preguntó dónde había pasado todo ese tiempo.

– En el centro comercial -fue la respuesta.

Cuando le preguntó por qué lo había hecho, Marie contestó:

– Todos me odian en el colegio. No tengo amigos. Son estúpidos.

– Vamos -dijo él-, ya verás como harás amigos y todo irá bien.

Marie empezó a llorar y, como siempre, Luc se sintió mal y torpe.

– Echo de menos a mi madre -dijo ella-. Quiero irme a casa.

Cuando acabó su conversación con Marie y la señora Jackson, Luc llamó a su agente, Howie Stiller. Al regresar a casa la noche del martes, le esperaban varias notificaciones del colegio enviadas por FedEx.

En ese momento la música del piano llegaba hasta el lugar en que estaba sentado, en un rincón del bar del hotel. Se llevó la botella de cerveza a la boca y dio un largo trago. Para Marie, regresar a casa no era una solución. Su hogar era el de Luc, pero estaba claro que no le gustaba vivir con él.

Dejó la botella en la mesa y se repantigó en el sillón. Tenía que hablar con Marie acerca del internado, y no tenía ni idea de cuál sería la respuesta de la chica. No sabía si le gustaría la idea o si vería la lógica y el beneficio que entrañaba. Sólo esperaba que no se pusiese histérica.

El día del funeral de su madre, ella había tenido un ataque de nervios, y Luc no supo qué hacer. La había abrazado torpemente y le había dicho que siempre cuidaría de ella. Y lo haría. Le daría cuanto necesitase, pero eso no impedía que fuese un pobre sustituto de su madre.

¿Cómo había podido complicársele tanto la vida? Se frotó la cara con las manos y, cuando las bajó, vio a Jane Alcott caminando hacia él. Sin duda era demasiado esperar que pasase de largo.

– ¿Aguardas a alguna amiga? -le preguntó ella mientras se acercaba al sillón opuesto.

Había estado aguardando, en efecto, pero había llamado para cancelar la cita. Tras su conversación con Marie, su humor no parecía el más adecuado para un encuentro amistoso. Había pensado que tal vez podría pasar un rato con sus compañeros en uno de esos bares del centro. Cogió su botella y miró a Jane al tiempo que daba un trago. La observó mirándolo, y se preguntó si suponía, erróneamente, que por el hecho de haber sido adicto a los tranquilizantes era, por extensión, alcohólico. En su caso, una cosa no tenía nada que ver con la otra.

– No. Sólo estoy aquí sentado, solo -respondió bajando la botella.

Había algo diferente en ella aquella noche. A pesar de la ropa oscura, parecía más dulce, menos altiva. Algo más guapa, incluso. Su pelo, por lo general recogido en una cola de caballo, le caía sobre los hombros formando una cascada de rizos. Sus ojos verdes parecían húmedos como hojas cubiertas de rocío, su labio inferior tenía un aspecto más turgente, y las comisuras formaban una ligera curva ascendente.

– Acabo de cenar con Darby Hogue -dijo como si él se lo hubiese preguntado.

– ¿Dónde?

¿En su habitación? Eso explicaría el peinado, su mirada y la sonrisa. Luc jamás habría imaginado que Darby supiese lo que había que hacer con una mujer, y mucho menos conseguir que tuviese esa húmeda mirada. Y nunca se le habría pasado por la cabeza que Jane Alcott, el ángel de la oscuridad y la muerte, pudiese parecer tan cálida y sexy.

– En el restaurante del hotel, por supuesto -respondió ella. Su sonrisa desapareció-. ¿Dónde habías pensado?

– En el restaurante del hotel -mintió él.

Jane no se lo tragó, y por lo que podía suponer, habida cuenta de lo que sabía de ella, tampoco iba a dejar pasar la cuestión.

– No me digas que eres de los que creen que me acosté con Virgil Duffy para obtener el trabajo…

– No -volvió a mentir Luc. Todos se lo preguntaban, aunque él no tenía muy claro si creerlo o no.

– Estupendo, y ahora me acuesto con Darby Hogue.

Él alzó una mano.

– No es asunto mío.

Mientras sonaban las últimas notas del piano, Jane se sentó en el sillón frente a él y soltó un profundo suspiro. Necesitaba algo de paz.

– ¿Por qué las mujeres tenemos que sufrir esa clase de estupideces? -dijo-. Si fuese un hombre, nadie me acusaría de acostarme con nadie para promocionarme. Si fuese un hombre, nadie pensaría que tengo que acostarme con mis entrevistados para obtener información. Se limitarían a darme una palmadita en la espalda, a estrecharme la mano y a decir… -Hizo una pausa, frunció el entrecejo y añadió-: Un buen artículo de investigación. Eres todo un hombre. Un semental. -Se pasó los dedos por el pelo para apartarlo de su cara. Los mechones cayeron hacia atrás dejando a la vista las diminutas venas azules de sus muñecas, y en su jersey se marcaron sus pequeños pechos-. Nadie te acusa a ti de haberte acostado con Virgil para conseguir tu trabajo.

Luc la miró a los ojos.

– Eso se debe a que soy un semental.

Todos tenían una cruz con la que acarrear, y desde el día en que se la colgaron, Luc no había tenido la energía suficiente como para hacerse el simpático y comprenderlo. No disponía de tiempo ni energía para preocuparse de los periodistas arrogantes. Tenía sus propios problemas, y uno de ellos era la mujer que en ese momento estaba frente a él.

Jane lo miró a su vez y se cruzó de brazos. La luz hacía brillar su melena corta y rubia. El azul de su camisa resaltaba el de sus ojos. Después de los dos martinis que se había tomado durante la cena, todo a su alrededor parecía deslumbrante. O, como mínimo, así había sido hasta que Luc insinuó que ella y Darby se acostaban juntos.

– Si tuviese pene -dijo-, nadie pensaría que me he ido a la cama con Darby.

– Yo no lo tendría tan claro. No estamos del todo seguros acerca de la orientación sexual de esa rata. -Luc se inclinó para coger su cerveza y Jane sintió que le daba un vuelco el corazón cuando la camisa se le abrió permitiéndole entrever la clavícula, la parte superior del hombro y el musculoso cuello.

Jane podría haberle aclarado a Luc sus dudas sobre ese tema, pero no estaba dispuesta a decirle que durante la cena Darby le había pedido que le aconsejase sobre chicas.

– ¿Cómo están tus rodillas? -preguntó al tiempo que apoyaba los antebrazos sobre la mesa.

– Perfectamente -respondió él, llevándose la botella a la boca.

– ¿No te duelen nada?

Luc bajó la botella y se limpió con la lengua una gota que había quedado en su labio superior.

– ¿Qué pasa? ¿No estás al corriente? Pensé que habías estado hurgando en mi pasado.

Su presunción era desmesurada; sin embargo, por alguna razón que no podía explicarse, Jane encontraba a Luc más interesante que cualquier otro jugador de los Chinooks.

– ¿Realmente crees que no tengo nada mejor que hacer que malgastar mi tiempo pensando en ti? -inquirió Jane-. ¿Escarbando en la pequeña historia de Luc Martineau?

– Cariño, no hay nada pequeño en la historia de Luc -dijo él, sonriendo.

La Jane que escribía la columna «Soltera en la ciudad» habría esgrimido una ingeniosa réplica. Bomboncito de Miel lo habría tomado de la mano y lo habría llevado hasta la habitación para la ropa blanca. Le habría desabrochado la camisa y habría posado la boca sobre su cálido pecho. Habría respirado con fuerza sobre su piel, percibiendo el olor de su caliente y fuerte cuerpo. Habría comprobado personalmente cuánto de lo que se decía de él era verdad. Pero Jane no era ninguna de esas mujeres. La Jane auténtica era demasiado inhibida y consciente de sí misma, y odiaba que el hombre capaz de dejarla sin aliento fuese el mismo que podía ver en su interior y la encontraba tan deficiente.

– ¿Jane?

Ella parpadeó.

– ¿Qué?

Él alargó la mano por encima de la mesa y rozó las puntas de sus dedos.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí.

Luc apenas si la había rozado, pero Jane sintió que una especie de corriente eléctrica recorría la palma de su mano y le llegaba a la muñeca.

– No. Me voy a mi habitación.

El alcohol, la presencia de Luc y el agobio de los últimos cinco días formaron una mezcla que estalló en su cerebro mientras buscaba con la mirada los ascensores. Por unos segundos se sintió desorientada. En los últimos cinco días se habían alojado en tres hoteles diferentes, y de repente no conseguía recordar dónde estaban los ascensores. Miró hacia el mostrador de recepción y los localizó a la derecha. Sin pronunciar una palabra, salió del bar. Aquel encuentro no había sido nada bueno, se dijo mientras recorría el vestíbulo. Luc era tan corpulento y abiertamente masculino que la había alterado por completo. Se detuvo frente a las puertas de los ascensores; sentía que las mejillas le ardían. ¿Por qué él? No le gustaba. Sí, lo encontraba interesante, pero eso no significaba que le gustase.

Luc se acercó a ella por la espalda y apretó el botón del ascensor.

– ¿Vas arriba? -le susurró al oído.

– Sí. -Jane se preguntó cuánto tiempo debía de haber permanecido allí como una tonta antes de caer en la cuenta de que no había apretado el botón.

– ¿Has bebido? -quiso saber él.

– ¿Por qué?

– Hueles a vodka.

– Me he tomado un par de martinis mientras cenaba.

– Ah -dijo Luc al tiempo que se abrían las puertas y entraban en el ascensor-. ¿A qué planta vas?

– Tercera.

Jane se miró las botas, después desplazó la mirada hacia las zapatillas deportivas, azules y grises, de Luc. Mientras las puertas se cerraban, él se apoyó contra la pared del fondo y cruzó una pierna sobre la otra. El dobladillo de sus Levi's rozó los lazos de los cordones. Alzó la vista y recorrió sus largas piernas y sus muslos, el bulto de la entrepierna y los botones de su camisa hasta llegar a la cara. Desde los confines del ascensor, sus ojos azules la miraban fijamente.

– Me gustas con el pelo suelto.

Ella se puso un mechón de pelo tras la oreja.

– No me gusta mi pelo. No puedo dominarlo, siempre cae sobre mi cara.

– Eso no tiene nada de malo.

¿De modo que no? Como cumplido, sonaba como si le hubiese dicho «tu culo no es tan grande». Entonces, ¿por qué el cosquilleo que había sentido en la muñeca había llegado hasta su estómago? Las puertas se abrieron, evitándole el mal trago de encontrar una respuesta. Ella salió primero y él la siguió.

– ¿Cuál es tu habitación?

– La trescientos veinticinco. ¿Y la tuya?

– Yo estoy en la quinta planta.

Ella se detuvo.

– Te has equivocado de piso.

– No, no me he equivocado. -Luc la cogió por el codo con su manaza y recorrió con ella el pasillo. A través de la tela del jersey, ella sintió el calor de su palma y sus dedos-. En el vestíbulo daba la impresión de que estabas a punto de caer al suelo.

– No he bebido tanto. -Jane se habría detenido otra vez si él no hubiese seguido arrastrándola por el pasillo-. ¿Me estás escoltando hasta mi habitación?

– Sí.

Ella recordó la primera mañana, cuando él le llevó el maletín y le dijo que no estaba intentando ser amable.

– ¿Estás intentando ser amable en esta ocasión?

– No. He quedado con los chicos dentro de un rato y no quiero estar comiéndome el coco todo el rato pensando si habrás llegado o no a tu habitación.

– Eso te fastidiaría la diversión, ¿no es así?

– No, pero durante un rato no me permitiría concentrarme en Candy Peaks y sus movimientos de animadora cachonda. Candy se lo toma muy en serio, y sería una descortesía por mi parte que no le prestase toda mi atención.

– ¿Estás hablando de una de esas chicas que hacen strip-tease?

– Ellas prefieren que las llamen bailarinas.

– Ya.

Luc le sacudió el brazo.

– ¿Vas a escribir sobre eso? -preguntó.

– No, no me importa tu vida privada. -Jane sacó del bolsillo su llave magnética. Luc se la quitó de la mano y abrió la puerta antes de que ella pudiese quejarse.

– Bien. En realidad voy a encontrarme con los chicos en un bar que no queda muy lejos de aquí.

Ella alzó la vista hasta las sombras que se formaban en el rostro de Luc debido a la oscuridad de la habitación. No sabía cuál de las dos historias creer.

– ¿Por qué me cuentas eso?

– Para ver la arruga que se forma en tu frente cuando frunces el entrecejo.

Jane sacudió la cabeza cuando él le devolvió la llave.

– Nos veremos, campeona -dijo él girando sobre sus talones.

Jane observó su nuca y sus amplios hombros mientras se marchaba.

– Hasta mañana por la noche, Martineau.

Él se detuvo y la miró por encima del hombro.

– ¿Tienes pensado entrar en el vestuario?

– Por supuesto. Soy cronista deportiva y eso forma parte de mi trabajo. Como si fuese un hombre.

– Pero no lo eres.

– Pues espero que me traten como si lo fuese.

– Entonces acepta un consejo: no bajes la vista -dijo él, volviéndose de nuevo y echando a andar-. De ese modo no te sonrojarás como si fueses una mujer.

La siguiente noche, Jane se sentó en las cabinas para la prensa y presenció la batalla de los Chinooks contra los Kings de Los Ángeles. Los Chinooks salieron fuerte y metieron tres goles en los dos primeros tiempos. Daba la impresión de que Luc mantendría la portería a cero por sexta vez en la temporada, hasta que un extraño disparo chocó contra el guante del defensa Jack Lynch y pasó entre las piernas de Luc hasta alojarse en la red. Al final del tercer tiempo, el resultado era de tres a uno, y Jane dejó escapar un suspiro de alivio. Los Chinooks habían ganado.

Ella no era gafe. Al menos, no lo fue esa noche. Seguiría conservando el trabajo cuando se levantase por la mañana.

Recordó con todo detalle la primera vez que entró en el vestuario de los Chinooks, y sintió un nudo en el estómago al abrir la puerta. Los otros periodistas ya estaban entrevistando al capitán del equipo, Mark Bressler.

– Al final hemos jugado bien -dijo mientras se quitaba la camiseta-. Hemos sacado ventaja de las superioridades numéricas y hemos aprovechado nuestras ocasiones. El hielo estaba blando esta noche, pero no ha afectado nuestro juego. Vinimos aquí sabiendo lo que teníamos que hacer y lo hemos hecho.

Sin apartar la mirada del rostro de Mark, Jane se acercó con la grabadora. Sacó las notas que había tomado durante el partido y les echó un vistazo.

– Vuestra defensa les ha permitido disparar treinta y dos veces a puerta -dijo, levantando la voz para hacerse escuchar-. ¿Están intentando los Chinooks hacerse con los servicios de un defensa con experiencia antes de que se cierre el mercado de pases el 19 de marzo?

Pensó que la pregunta ponía de manifiesto que estaba informada y conocía el tema.

– Ésa es una pregunta que sólo puede responder el entrenador Nystrom -contestó Mark.

Había sido demasiado optimista.

– Has marcado tu gol trescientos noventa y ocho esta noche, ¿cómo te hace sentir eso? -preguntó. Conocía aquel detalle porque había oído hablar de ello a los reporteros de televisión en las casetas de prensa. Supuso que el capitán haría algún comentario ante aquel alagador recordatorio.

– Bien -se limitó a responder.

De nuevo había pecado de optimista.

Se volvió y se dirigió hacia Nick Grizzell, el escolta que había marcado el primer gol. Los calzoncillos de los jugadores fueron bajando uno tras otro, mostrando sus atributos, a medida que avanzaba, como si se hubiesen sincronizado. Mantuvo la mirada en alto y al frente al tiempo que ponía en marcha la grabadora y registraba las preguntas de otros periodistas. Su editor del Times ignoraría si aquellas preguntas las había formulado ella. Pero ella lo sabía, y los jugadores también.

Grizzell acababa de recuperarse de una lesión, y ella le preguntó:

– ¿Cómo te has sentido al volver al equipo y marcar el primer gol?

– Bien -respondió él, mirándola por encima del hombro y quitándose el calzoncillo.

Jane ya tenía suficiente de esa mierda.

– Estupendo -dijo-. Citaré tu declaración.

Miró hacia la taquilla que había a unos metros de distancia y vio a Luc Martineau riéndose de ella. No había ninguna posibilidad de acercarse a él y preguntarle qué le causaba tanta gracia.

Además, no tenía la menor intención de saberlo.

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