3. Instrumental: la entrepierna de los jugadores

El teléfono que había junto al ordenador portátil empezó a sonar. Jane lo observó durante unos segundos antes de levantar el auricular.

– Hola. -Nadie respondió. Lo mismo había sucedido las últimas siete veces que había sonado el teléfono. Llamó a recepción y le dijeron que no sabían de dónde provenían las llamadas. Jane, sin embargo, lo sospechaba.

Dejó el aparato descolgado y echó un vistazo al reloj que había sobre la mesita de noche. Faltaban cinco horas para el partido. Cinco horas para que acabase su columna «Soltera en la ciudad». Tendría que haber empezado la columna para el Times la noche anterior, pero estaba exhausta y sentía los efectos del jet-lag, por lo que su único deseo había sido tumbarse en la cama, leer alguno de los libros que llevaba consigo y comer chocolate. Si no hubiese topado con Luc frente a la máquina de chocolatinas, se habría comprado también algo de chocolate blanco. Que la pillase con su pijama de vaquitas ya había sido suficientemente malo. No quería que él la viese como una cerdita. Aunque, a decir verdad, ¿por qué le preocupaba lo que él pudiese pensar?

No tenía respuesta para eso, pero suponía que el hecho de preocuparse por lo que pensasen de una los hombres guapos era algo así como una especie de maquillaje genético femenino. Si Luc hubiese sido feo, con toda probabilidad no le habría preocupado. Si no tuviese aquellos claros ojos azules, aquellas largas pestañas y un cuerpo de ensueño, no se habría privado del chocolate blanco, al que le habría añadido una chocolatina Hershey. Si no fuese por aquella malvada sonrisa que la había llevado a tener pensamientos pecaminosos y a recordar la imagen de su trasero desnudo, tal vez no habría tenido que oírse a sí misma hablar de azafatas como si de una niña celosa se tratase.

No podía permitirse que los jugadores la viesen como otra cosa que una profesional del periodismo. El trato hacia ella no había mejorado mucho desde que llegaron a la ciudad. Le hablaban de recetas de cocina o de bebés, como si el hecho de disponer de un útero la convirtiese en una persona naturalmente interesada en dichas cuestiones. Si sacaba a colación el tema del hockey, sus bocas se cerraban como las valvas de una almeja.

Jane volvió a leer la primera parte de su columna e hizo algunas correcciones:


SOLTERA EN LA CIUDAD


Cansada de hablar de productos de peluquería y de hombres reacios al compromiso, desconecté de la conversación que estaban manteniendo mis amigas y me concentré en mi cóctel margarita y en las cortezas de maíz. Mientras estaba sentada observando la decoración basada en loros y sombreros, me pregunté si los hombres eran los únicos en experimentar la fobia al compromiso. Lo que quiero decir es que aquí estamos, mujeres de más de treinta años que nunca han estado casadas y, exceptuando el intento de Tina de irse a vivir con su antiguo jefe, ninguna de nosotras ha vivido una relación de auténtico compromiso. Así pues, ¿es cosa de ellos o cosa nuestra?

Existe un dicho que afirma algo así: «Si en una habitación con cien personas colocas a dos neuróticos, acabarán encontrándose.» ¿Qué más nos queda? ¿Hay algo más profundo que el escaso muestrario de hombres sin compromiso?

¿Acaso nosotras nos hemos «encontrado» las unas a las otras? ¿Somos amigas porque disfrutamos realmente de la mutua compañía? ¿O bien somos todas unas neuróticas?


Cinco horas y quince minutos después de haber empezado a escribir, finalmente logró enviar la columna por correo electrónico desde su ordenador portátil. Metió el cuaderno en su enorme bolso y salió corriendo hacia la puerta. Recorrió a toda prisa el pasillo hasta los ascensores, y casi apartó a empujones a una pareja de ancianos para meterse en un taxi. Cuando entraba en el America West Arena, acababan de presentar a los Coyotes de Phoenix. Los espectadores estaban como locos con su equipo.

Le habían dado un pase para las cabinas de prensa, pero Jane quería estar todo lo cerca posible de la acción. Había conseguido un asiento a tres filas de la pista. Esperaba con ello ver y sentir lo máximo posible su primer partido de hockey. Realmente no sabía qué podía esperar de esa experiencia, lo único que hizo fue rezarle a Dios para que los Chinooks no perdiesen y la culparan de ello.

Encontró su asiento detrás de una de las porterías justo en el momento en el que los Chinooks salían a la pista. El público empezó a abuchear, y Jane miró a su alrededor, a los poco educados seguidores de los Coyotes. En una ocasión, había ido a ver un partido de los Mariners, pero no recordaba que los seguidores fuesen tan rudos.

Volvió a centrar su atención en la pista y vio a Luc Martineau patinando hacia donde ella se encontraba, ataviado con todas sus protecciones y preparado para la batalla. Había leído más sobre Luc que sobre cualquier otro jugador, y sabía que todo lo que llevaba en el cuerpo estaba hecho a medida. Las luces del estadio se reflejaban en su casco de color verde oscuro. Podía leerse su nombre a lo largo de los hombros de su camiseta por encima del número del legendario Gump Worsley. Jane aún no había descubierto las razones de la leyenda.

Luc rodeó por tres veces la portería, se volvió y la rodeó en dirección contraria. Se detuvo sobre la línea de gol, golpeó con el stick en los postes y se persignó. Jane sacó su cuaderno, un bolígrafo y su bloc de notas adhesivas. En la parte superior de una de las notas escribió: «¿Superstición y rituales?»

El disco se puso en juego y, como por ensalmo, los sonidos del partido llegaron a sus oídos: el golpeteo de los sticks, el chirrido de los patines sobre el hielo, y el choque del disco contra las protecciones. Los hinchas gritaban y silbaban, y el olor a pizza y cerveza Budweiser pronto llenó el aire.

A modo de preparación, Jane había visto unos cuantos partidos en vídeo. A pesar de que sabía que el juego se desarrollaba a gran velocidad, las filmaciones no mostraban la energía frenética ni el modo en que esa energía se transmitía a la multitud. Cuando se detenía el juego, las infracciones se anunciaban por megafonía y la música tronaba hasta que el disco volvía a ponerse en movimiento y los jugadores salían tras él.

Mientras Jane tomaba nota de todo lo que veía, se percató de lo que ni los vídeos ni la televisión mostraban. La acción no estaba siempre allí donde se disputaba la posesión del disco. Gran parte de la actividad se desarrollaba en las esquinas, con los golpes y topetazos que se daban mientras el disco estaba en el centro de la pista. En muchas ocasiones, vio a Luc golpeando las piernas de algún jugador de Phoenix que tenía la mala fortuna de haber pasado a la distancia equivocada. Al parecer se le daba muy bien enganchar los patines de los jugadores del equipo contrario con su stick, y cuando estiró el brazo y agarró por la camiseta al jugador de los Coyotes Claude Lemieux, dos hombres que estaban a espaldas de Jane saltaron de sus asientos y gritaron: «¡Juegas como una muchachita, Martineau!»

Sonó el silbato, el juego se detuvo, y mientras Claude Lemieux se levantaba del suelo, se anunció la falta. «Martineau, expulsado dos minutos por juego brusco.»

Como los porteros no pueden ser enviados al banquillo para cumplir la expulsión, Bruce Fish salió en su lugar. Mientras Fish se dirigía al banquillo de castigo, Luc se limitó a coger la botella de agua que había dejado encima de la red de la portería, dar un trago a través de la rejilla de su casco y después escupirlo. Se encogió de hombros, se desentumeció el cuello y dejó la botella de nuevo dentro de la portería.

Se reemprendió el juego.

El ritmo variaba del desenfreno a algo casi ordenado. Cuando Jane pensaba que ambos equipos habían decidido jugar limpio, se formó una melé alrededor del disco. Y nada enardecía más a los espectadores que ver a los jugadores quitarse los guantes y liarse a puñetazos en una esquina. Ella no podía oír qué era lo que los jugadores se decían, pero se lo imaginaba. Podía leer sus labios. Hasta los entrenadores, vestidos con traje y corbata, maldecían desde los banquillos. Cuando los jugadores de la reserva no insultaban a sus contrincantes, escupían. Nunca había visto escupir tanto.

Jane se dio cuenta de que las imprecaciones del público no sólo se limitaban al portero de los Chinooks. Cada vez que un jugador de Seattle se ponía a tiro, los hombres que estaban detrás de Jane gritaban: «¡Gilipollas!» Tras unas cuantas cervezas aumentaba la creatividad: «¡Eh, ochenta y nueve, eres un gilipollas!», o treinta y nueve, o fuera cual fuese el número del jugador.

A los quince minutos del primer periodo, Rob Sutter estrelló a un jugador de los Coyotes contra la barrera, y los paneles de plexiglás temblaron de tal modo que Jane pensó que iban a romperse. El jugador cayó al suelo y el público rugió.

– ¡Martillo, eres un cabrón! -gritaron los hombres que estaban detrás de Jane, quien se preguntó si los jugadores oirían las palabras que les dirigían los aficionados entre todo aquel ruido. Sabía que ella habría tenido que beber un buen trago de licor antes de reunir el valor suficiente para decirle a Martillo que era un cabrón. Le daría demasiado miedo encontrárselo después en el aparcamiento y «recibir su merecido».

Al finalizar los dos primeros periodos, el marcador seguía cero a cero, tras varias paradas espectaculares de los dos porteros. Pero los Coyotes salieron muy fuerte en el tercer periodo. El capitán del equipo atravesó la defensa de los Chinooks y salió disparado a toda velocidad hacia la portería contraria. Luc se apartó de los palos para encararlo, pero el capitán logró un disparo que pasó por encima de su hombro izquierdo. Luc rozó con su stick el disco, pero éste acabó alojado en la red.

El público saltó de sus asientos mientras Luc patinaba hasta su portería. Con mucha calma dejó su stick y su guante sobre la red. Al tiempo que en el marcador electrónico se anunciaba el gol, él alzó la máscara y la dejó en lo alto de su cabeza, cogió la botella de agua y echó un chorro dentro de su boca. Desde su posición, Jane observó su perfil. Su mejilla parecía un poco colorada, el pelo húmedo se le había pegado a las sienes. De la comisura de la boca cayó un poco de agua que le mojó la barbilla y el cuello y acabó en su camiseta. Devolvió la botella a su sitio, se puso la máscara y volvió a calzarse el guante.

– ¡Chúpamela, Martineau! -gritó uno de los hombres que había detrás de Jane-: ¡Chúpamela!

Luc alzó la vista y una de las preguntas de Jane obtuvo respuesta: él oía a la perfección lo que le gritaban los hombres que estaban detrás de ella. Sin evidenciar reacción de ningún tipo, se limitó a mirarlos. Cogió su stick y miró por unos segundos a Jane. Luego se volvió y se dirigió al banquillo de los Chinooks. Jane no podía imaginar qué había pensado Luc de aquellos dos hombres, pero había problemas más importantes que conocer los sentimientos de Luc. Cruzó los dedos y deseó con todas sus fuerzas que los Chinooks metiesen un gol en los próximos quince minutos.

«Recuerda que estarás tratando con jugadores de hockey. Pueden ser muy supersticiosos. Si los Chinooks empiezan perdiendo varios partidos, te culparán a ti de ello y te enviarán de vuelta a casa.» Después de comprobar cómo la habían tratado, Jane supuso que no necesitarían muchas excusas.

Tardaron catorce minutos y veinte segundos en hacerlo, pero finalmente anotaron. Cuando sonó la bocina indicando el final del partido el marcador reflejaba el empate y Jane dejó escapar un suspiro de alivio.

«Se acabó el partido», pensó. De pronto advirtió que el reloj anunciaba cinco minutos más. Los equipos se dispusieron a jugar la prórroga. Nadie anotó, por lo que el resultado pasaría a las estadísticas como empate a uno.

Jane respiró entonces tranquila. No podían culparla de haber perdido y enviarla a casa.

Abrió su bolso y metió en él el cuaderno y el bolígrafo. Se encaminó al vestuario de los Chinooks mostrando el pase de prensa. Sentía un nudo en el estómago mientras avanzaba por el pasillo. Era una profesional. Podía hacerlo. No había ningún problema.

«Míralos a los ojos y no bajes la vista», se recordó a sí misma mientras sacaba su pequeña grabadora. Entró en el vestuario y se detuvo en seco. Hombres en diferentes grados de desnudez estaban de pie frente a las banquetas o las taquillas abiertas, sacando sus ropas. Mucho músculo y sudor. Amplios pechos y espaldas. Unos abdominales espectaculares, un culo y…

¡Dios del cielo! Se puso roja y los ojos casi se le salieron de las órbitas al ver el tamaño de los atributos de Vlad Empalador Fetisov. Jane acabó alzando la vista, no antes de descubrir que lo que había oído decir acerca de los hombres europeos era cierto. Vlad no estaba circuncidado, y eso suponía un exceso de información respecto a lo que ella deseaba saber. Por un segundo Jane pensó en disculparse, pero no podía hacerlo, pues equivaldría a admitir que había visto algo. Le echó un vistazo al resto de periodistas deportivos y comprobó que ninguno de ellos se disculpaba. ¿Por qué se sentía como si estuviese en el instituto espiando en el vestuario de chicos?

«Habías visto un pene con anterioridad, Jane. No tiene nada de especial. Si has visto uno, los has visto todos… Vale, de acuerdo, eso no es del todo cierto. Algunos penes son mejores que otros. ¡Para! ¡Deja de pensar en penes! Estás aquí para hacer un trabajo, y tienes tanto derecho a ello como cualquier periodista. Es la ley, y tú eres una profesional.» Sí, eso fue lo que se dijo mientras se encaminaba hacia los jugadores y los reporteros deportivos, intentando mantener la mirada por encima de sus hombros.

Pero ella era la única mujer en un vestuario lleno de corpulentos, rudos y desnudos jugadores de hockey. No podía evitar sentirse fuera de lugar.

Mantuvo la vista alzada al tiempo que se acercaba al periodista que estaba entrevistando a Jack Lynch, el extremo derecho que había marcado el único gol de los Chinooks. Sacó su cuaderno al tiempo que el jugador se quitaba los calzoncillos. Estaba segura de que debía de llevar calzoncillos largos, pero no estaba en disposición de comprobarlo. «No mires, Jane. Pase lo que pase, no bajes la vista», se dijo.

Puso en marcha su grabadora e interrumpió a uno de sus colegas.

– Tras tu lesión del mes pasado -empezó- se dijo que tal vez no podrías acabar la temporada en tan buena forma como la empezaste. Creo que este gol ha acabado con esos rumores.

Jack puso un pie encima de la banqueta que tenía delante y la miró por encima del hombro. Su mejilla tenía la marca enrojecida de un golpe, y una antigua cicatriz le cruzaba el labio superior. Se tomó su tiempo para pensar la respuesta, por lo que Jane temió que no fuese a contestar.

– Eso espero -dijo finalmente. Dos palabras. Eso fue todo.

– ¿Qué te parece el empate? -preguntó un reportero.

– Los Coyotes han jugado duro esta noche. Queríamos ganar, por descontado, pero el empate no está mal.

Cuando se disponía a formular otra pregunta, alguien alzó la voz por encima de la suya haciéndola callar. No tardó en sentir que conspiraban contra ella. Se dijo que, muy probablemente, no era más que paranoia, pero cuando se acercó al pequeño grupo que estaba entrevistando al capitán de los Chinooks, Mark Bressler, éste la miró a los ojos y respondió las preguntas de los otros periodistas.

Habló con el novato de cresta rubia al estilo mohicano, suponiendo que se mostraría más que agradecido de ser entrevistado, pero su inglés era tan pobre que ella apenas entendió un par de palabras. Caminó hacia Martillo, pero él se quitó la última prenda de ropa y ella pasó de largo. Aun cuando no paraba de repetirse que era una profesional y estaba haciendo su trabajo, no se atrevía a detenerse frente a un hombre completamente desnudo. Al menos la primera noche.

Pronto se hizo obvio que algunos de los periodistas también se sentían molestos ante su presencia, y que los jugadores no iban a responder a sus preguntas. Sin embargo, lo que más le sorprendía era la actitud de sus compañeros del Times, que no la trataban mejor que aquellos.

De acuerdo, podría seguir escribiendo la columna que ya publicaba regularmente, pensó mientras se dirigía hacia el portero del equipo. Luc estaba sentado en una banqueta en un rincón del vestuario, con una gran bolsa de deporte a sus pies. Se había quitado todo excepto los calzoncillos térmicos, los calcetines y una toalla que llevaba alrededor del cuello. El extremo colgaba a medio camino de su pecho, y mientras la veía aproximarse, echó un trago de su botella de plástico. Un hilillo de agua escapó por la comisura de sus labios, recorrió la barbilla y cayó sobre su pecho. Dejando tras de sí un rastro de humedad, descendió por sus marcados músculos pectorales y los abdominales para ir a parar al ombligo. Tenía tatuada una herradura en la parte inferior del vientre. La sombra de la ranura y los agujeros aportaba la profundidad y textura a su carne, y los extremos se curvaban hacia arriba a los lados del vientre. La parte inferior del tatuaje se perdía bajo la cinturilla del calzoncillo, y Jane se preguntó si realmente necesitaría la suerte de aquella herradura tatuada.

– No concedo entrevistas -dijo antes de que ella pudiese preguntarle nada-. Con todas esas cosas que has leído, supongo que ya estarás al corriente.

Ella lo sabía, pero no se sentía especialmente condescendiente. Aquellos tipos la habían rechazado, y ella quería devolver la afrenta. Puso en marcha su grabadora.

– ¿Qué te ha parecido el partido de esta noche?

Ella no esperaba que él contestase, y no lo hizo.

– Dio la impresión de que tocaste el disco antes de que entrase -añadió.

La cicatriz en su barbilla parecía especialmente blanca, pero su cara seguía sin revelar expresión alguna.

– ¿Resulta difícil concentrarse cuando los aficionados del equipo contrario te gritan? -insistió Jane.

Luc se secó la cara con un extremo de la toalla. Pero no respondió.

– Creo que a mí me resultaría muy duro pasar por alto todos esos desagradables insultos.

Sus ojos azules seguían clavados en los de Jane, pero un extremo de su boca se curvó hacia abajo, como si hubiese encontrado en ella algo molesto.

– Hasta esta noche, no tenía ni idea de lo rudos que podían ser los espectadores de hockey -prosiguió Jane-. Los hombres que estaban detrás de mí estaban bebidos y enfadados. No puedo imaginarme estar ahí de pie, gritando «chúpamela» en mitad de una multitud.

Luc se quitó la toalla del cuello y dijo finalmente:

– Oye, si hubieses estado allí gritando «chúpamela», dudo mucho que ahora estuvieses aquí sacándome de mis casillas.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que imagino que también te habrías tomado un par de copas.

A Jane le llevó unos instantes captar lo que intentaba decirle, y cuando lo consiguió, en su rostro apareció una sonrisa socarrona.

– Supongo que no es lo mismo, ¿verdad?

– En efecto. -Luc se puso en pie y pasó los pulgares por debajo de la cinturilla de sus calzoncillos-. Ahora ve a darle la tabarra a otro. -Al ver que ella no se movía de donde estaba, añadió-: A no ser que quieras sentirte un poco más incómoda.

– No me siento incómoda.

– Estás roja como un tomate.

– Aquí dentro hace mucho calor -mintió Jane. ¿Era él el único que se había dado cuenta? Probablemente no-. Demasiado.

– Sí, la cosa va de estar calientitos. Quédate por aquí y verás un puñado de troncos de buena madera.

Jane se volvió y se fue a toda prisa. No debido a lo que le había dicho acerca de «ver un puñado de troncos de buena madera», sino porque tenía una hora fija de entrega de la crónica. Sí, tenía hora de entrega, se dijo mientras salía del vestuario, cuidando de mantener alta la vista para no posarla en algún órgano desnudo.

Cuando llegó al hotel eran ya las diez de la noche. Tenía que acabar la columna y escribir la crónica, todo antes de meterse en la cama. Encendió su ordenador portátil y se puso a escribir la crónica deportiva en primer lugar. Sabía que los reporteros del Times iban a leerla con lupa y que buscarían todos los fallos posibles, pero ella estaba decidida a que no encontrasen ni uno solo. Escribiría su crónica mejor que cualquier hombre.

«Los Chinooks empatan contra los Coyotes; Lynch marca el único gol del equipo», escribió, pero descubrió al instante que redactar una crónica deportiva no resultaba tan fácil como había supuesto. Era bastante aburrido. Tras unas cuantas horas de lucha buscando las palabras justas y también de responder a unas cuantas molestas llamadas telefónicas, descolgó el auricular, apretó el botón de borrar del ordenador y empezó de nuevo.


En el instante en que el disco se puso en movimiento esta noche en el America West Arena, los Chinooks y los Coyotes ofrecieron a los espectadores toda una variedad rusa de potentes disparos y suspense de nudillos blancos. Ambos equipos mantuvieron el ritmo frenético hasta el final, cuando el portero de los Chinooks, Luc Martineau, les sacó a los Coyotes un gol cantado sobre la línea. Cuando sonó la bocina tras la prórroga, el marcador seguía mostrando empate a uno con…


Tras hablar de las muchas paradas de Luc, escribió acerca del gol de Lynch y los fuertes disparos de Martillo. Hasta la mañana siguiente, una vez enviado el artículo, no reparó en que Luc la había estado observando en el vestuario. Mientras iba de un lado para otro como una bola de billar, no todo el mundo había hecho caso omiso de ella. De nuevo, sintió un molesto estremecimiento en el pecho y las alarmas empezaron a sonar en su cabeza indicando problemas. Grandes problemas con el chico de los ojos azules y sus legendarias manos veloces.

Se dijo que lo mejor era no gustarle. Pues, definitivamente, a ella no le gustaba nada de lo que sabía de él.

Bueno, excepto su tatuaje.

Aquella misma mañana a primera hora, los integrantes de los Chinooks se vistieron de traje y corbata, luciendo sus cicatrices de batalla, y se encaminaron al aeropuerto. Cuando llevaba media hora del vuelo que debía conducirlos a Dallas, Luc se aflojó la corbata y se puso a barajar un mazo de cartas. Dos de sus compañeros y el entrenador de porteros, Don Boclair, se le unieron en una partida de póquer. Cuando jugaba a las cartas durante los vuelos largos, era una de las escasas ocasiones en que Luc se sentía parte del equipo.

Mientras repartía, Luc miró al otro lado del pasillo del BAC-111 en el que viajaban, a las consistentes suelas de unas pequeñas botas. Jane había levantado el brazo que separaba los asientos, se había tumbado y se había quedado dormida. Yacía de lado, y por una vez no llevaba el pelo recogido. Suaves mechones de cabello castaño caían sobre sus mejillas y la comisura de sus labios.

– ¿Crees que nos pasamos mucho anoche?

Luc miró a Bressler, alzado sobre el respaldo de su asiento.

– Qué va. -Negó con la cabeza, y después dejó la baraja sobre la bandeja que tenía delante. Echó un vistazo a sus cartas y vio un par de ochos, al tiempo que el tipo que se había sentado a su lado, Nick Oso Grizzell, doblaba la apuesta-. Éste no es su territorio -añadió-. Si Duffy tenía pensado forzarnos a llevar con nosotros a un periodista, como mínimo tendría que haber escogido a alguien que supiese un poco de hockey.

– ¿Os fijasteis en lo roja que se puso anoche?

Se echaron a reír.

– Le echó un vistazo a la polla de Vlad. -Bressler miró sus cartas-. Una -pidió mientras descartaban.

– ¿Se la vio al Empalador?

– Así es.

– Casi se le salían los ojos de las órbitas. -Luc le entregó tres cartas a Don Boclair, en tanto que él pidió otras tres-. Creo que ya nunca volverá a ser la misma -añadió.

Vlad era famoso por su polla enorme. El único que no parecía opinar lo mismo era el propio Vlad, pero todos sabían también que el ruso había recibido demasiados golpes en la cabeza.

Luc consiguió reunir tres ochos y su victoria quedó reflejada en la libreta de Don.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis llamándola a su habitación? -preguntó Luc.

– Acabó descolgando el teléfono a eso de la medianoche.

– La primera noche me sentí un poco mal cuando todos nos fuimos y ella se quedó sola en el bar del hotel -confesó Don.

Los otros lo miraron como si hubiese dicho una tontería. Lo último que querían era llevar a un periodista con ellos, especialmente una mujer, rondando a su alrededor cuando se relajaban intentando olvidarse de todo. Ya fuese acudiendo a un club de strip-tease o conversando en el bar del hotel sobre los siguientes rivales.

– Bueno -intentó rectificar Donny mientras repartía-, la cuestión es que no me gusta ver a una mujer sentada sola.

– Fue patético -apuntó Grizzell.

Luc le miró por encima de sus cartas e hizo su apuesta.

– ¿Tú también te sentiste mal, Oso? No me lo creo.

– No, demonios. Ella tiene que largarse. -Arrojó sus cartas-. Hoy no es mi día de suerte.

– ¿Jugamos demasiado fuerte para ti?

– Qué va, lo que pasa es que voy a tumbarme un poco y a leer el resto del vuelo. -Todo el mundo sabía que Oso no leía nada que no tuviese fotografías-. Leer es fundamental.

– ¿Te has comprado el Playboy? -preguntó Don.

– Compré Him anoche, después del partido, pero no se lo he podido arrancar de las manos al novato -dijo refiriéndose a Daniel Holstrom-. Está aprendiendo inglés leyendo «La vida de Bomboncito de Miel».

Todos soltaron la carcajada mientras Don apuntaba la victoria de Bressler en la libreta. Al vivir en Seattle, muchos de ellos eran seguidores de «Bomboncito de Miel». Leían la columna mensual para descubrir a quién había llevado al éxtasis comatoso y dónde había dejado el cuerpo.

Luc barajó las cartas y le echó un vistazo a Jane, que dormía como un angelito. No había duda de que era la clase de mujer que pondría el grito en el cielo si veía a uno de los chicos leyendo historias pornográficas.

La conversación cambió de orientación centrándose en el partido de la noche anterior. Ninguno parecía haber quedado satisfecho con el empate, y Luc menos que nadie. Phoenix había disparado veintidós veces a puerta, y él había detenido veintiuno de los tiros. No había sido una mala noche según las estadísticas, pero a pesar de todas las paradas, le habría gustado hacer desaparecer aquel único gol. No necesariamente porque hubiese entrado, sino porque el gol había sido cuestión de suerte más que consecuencia de un tiro preciso. Además de ser muy competitivo y mal perdedor, Luc detestaba perder por cuestiones azarosas más que debido a las habilidades del contrario.

Volvió a mirar a Jane, cuyo pecho ascendía y descendía suavemente mientras respiraba con la boca entreabierta. ¿Acaso el empate de la noche anterior había sido cosa de la mala suerte? ¿Una alteración en el transcurso normal de la temporada? Probablemente, pero Luc no podía dejar de pensar en aquel maldito gol. ¿Acaso su vida personal estaba afectando su juego? Debería hablar con su representante, pues la situación de Marie seguía sin resolverse.

Dormida, Jane se apartó el pelo de la cara. ¿O lo que había pasado se debía al influjo de la cronista deportiva? Un empate, por descontado, no era indicio de mala suerte. Pero podría tratarse del principio si perdían el viernes en Dallas.

– ¿Sabías que para los piratas era un signo de mala suerte que embarcase una mujer en su barco? -dijo Bressler, como si le hubiese leído el pensamiento.

Luc lo ignoraba, pero no le extrañaba. Nada podía alterar la vida de un hombre con tanta rapidez como la aparición no deseada de una mujer.


El viernes por la noche, los Chinooks perdieron por la mínima, cuatro a tres, contra Dallas. El sábado por la mañana, mientras esperaba junto al autocar que debía llevarlos al aeropuerto, Luc leyó la sección de deportes del Dallas Morning News.

El titular rezaba: «Los Chinooks sudan sangre y echan las tripas», lo cual venía a resumir el partido, pues el novato de los Chinooks, Daniel Holstrom, había recibido un golpe de disco en la mejilla recién empezado el segundo tiempo. Tuvieron que atenderlo fuera de la pista y se retiró lesionado. Los ánimos se crisparon y las represalias no se hicieron esperar. Martillo se ocupó de los atacantes de Dallas, agarrando a uno de los extremos en el tercer tiempo y propinándole un puñetazo en el túnel de vestuarios.

Tras esto, las cosas se pusieron muy feas, y mientras los Chinooks ganaban la batalla de los puñetazos, acabaron perdiendo la guerra. La línea ofensiva de Dallas sacó ventaja de todas las superioridades numéricas y acribilló a Luc con treinta y dos disparos a puerta.

Esa mañana nadie habló mucho. Especialmente después del rapapolvo que les soltó el entrenador Nystrom en el vestuario. El entrenador había cerrado la puerta a los periodistas y había procedido a hacer temblar las paredes con su voz huracanada. Pero no dijo nada que no mereciesen oír. Habían cometido faltas estúpidas y tuvieron que pagar el precio.

Luc dobló el periódico y se lo puso bajo el brazo. Se desabrochó los botones de la americana al tiempo que la señorita Alcott salía por la puerta giratoria, a su izquierda. El sol de Tejas cayó sobre ella con su brillante luz, y la ligera brisa jugó con las puntas de su cola de caballo. Vestía una falda negra que le llegaba hasta las rodillas, una chaqueta negra y un jersey de cuello de cisne. Calzaba zapato plano, acarreaba un enorme maletín y llevaba en la mano una taza de papel con café. Llamaba la atención por las horribles gafas de sol que llevaba. Los cristales eran redondos y de color verde mosca. Seguía pareciendo absolutamente poco sexy.

– Interesante partido el de anoche. -Dejó el maletín en el suelo, entre los dos, y alzó la vista hacia su cara.

– ¿Te gustó?

– Como he dicho, fue interesante. ¿Cuál era el lema del equipo? ¿«Si no puedes ganarles, dales una paliza»?

– Algo así -repuso él con una sonrisa-. ¿Por qué vistes siempre de negro o de gris?

– El negro me sienta bien -contestó Jane.

– Pues pareces el ángel de la muerte.

Ella bebió un sorbo de café y dijo con toda la cortesía de que fue capaz, como si las palabras de Luc no le hubiesen afectado:

– Podría vivir el resto de mi vida sin los comentarios sobre moda de Lucky Luc.

– De acuerdo, pero… -Luc no acabó la frase. Meneó la cabeza. Levantó la vista al cielo y esperó a que ella mordiese el anzuelo.

No tardó en hacerlo.

– Sé que voy a arrepentirme de esto. -Suspiró-. ¿Pero qué?

– Bueno, creo que si una mujer tiene problemas para encontrar hombres, lo más adecuado es que arregle un tanto el envoltorio del regalo. Entre otras cosas es mejor que no lleve gafas de sol horrorosas.

– Mis gafas de sol no son horrorosas, y mi envoltorio no es cosa tuya -dijo mientras se llevaba el vaso de café a los labios.

– O sea, que yo sólo puedo iniciar la conversación. Tú pones los límites.

– Eso es.

– Eres un poco hipócrita, ¿lo sabías?

– Sí, claro, cómo no.

Él la miró directamente y preguntó:

– ¿Qué tal tu café esta mañana?

– Está bien.

– ¿Sigues tomándolo solo?

– Sí -respondió ella, mirándolo de reojo y cubriendo el vaso con la mano.

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