6. Apestada

Cuando Jane por fin se obligó a salir de la cama a la mañana siguiente, se puso unas bragas y un sujetador viejos y un chándal y llevó la ropa sucia a la lavandería. Mientras esperaba a que se hiciese la colada, abrió un ejemplar de la revista People y se puso a leer.

No tenía que ir a ninguna parte ese día. No tenía que redactar ningún artículo con urgencia. No tenía que hacer nada relacionado con su trabajo hasta el partido de la noche siguiente. Compró una Coca-Cola en la máquina expendedora, se sentó en una silla de plástico, y disfrutó del mundano placer de observar cómo funcionaba la secadora. Extrajo la sección inmobiliaria del periódico local y estudió las casas en venta. Gracias a los ingresos suplementarios de las crónicas de hockey, había calculado que cuando llegase el verano habría ahorrado el dinero suficiente para pagar el veinte por ciento del precio de una casa, pero cuanto más buscaba más decepcionada se sentía. Con doscientos mil dólares no se podía comprar gran cosa.

De camino a casa se detuvo en el supermercado para comprar la comida de la semana. Era su día libre, pero al siguiente los Chinooks se enfrentaban con los Chicago Blackhawks en el Key Arena. Jugaban en casa los jueves, sábados, lunes y miércoles por la noche. Tres días después de ese ultimo partido, volverían a salir de viaje. De vuelta al avión. De vuelta a los autobuses y a dormir en hoteles.

Escribir la crónica de la derrota de los Chinooks por seis a cuatro contra los Sharks fue una de las cosas más duras con las que había tenido que lidiar en su vida. Después de conversar y jugar a los dardos con los jugadores, se sentía como una traidora, pero tenía que cumplir con su trabajo.

Y Luc… Verlo encajar seis tantos había sido tan desagradable como verlo sentado en el banquillo. Mirando fijamente hacia delante, con el rostro inexpresivo… Se sintió mal por él. Y se sintió mal porque tenía que ser la que contase los detalles de lo ocurrido; pero, de nuevo, era su trabajo, y lo hizo.

Cuando llegó a casa, había un mensaje de Leonard Callaway en el contestador pidiéndole que se encontrasen a la mañana siguiente en su oficina del Times. Jane pensó que aquel mensaje no presagiaba nada bueno respecto a su trabajo como cronista deportiva.

Y estaba en lo cierto. La despidió.

– Hemos decidido que lo más conveniente es que no sigas cubriendo los partidos de los Chinooks. Jeff Noonan lo hará en lugar de Chris -dijo Leonard.

Estaban echándola y dándole su puesto al acosador andante.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

– Será mejor que no entremos en eso.

Los Chinooks no habían jugado los mejores partidos de la temporada la última semana, por no hablar del espectacular bajón de Luc.

– Creen que soy gafe, ¿verdad?

– Creemos que es una posibilidad.

Adiós a su oportunidad de escribir un artículo importante. Adiós veinte por ciento de su nueva casa. Y todo porque algunos estúpidos jugadores de hockey pensaban que les daba mala suerte. Bueno, no podía decir que no se lo hubiesen advertido o que no se lo esperara, en cierta medida. Aun así, haber estado sobre aviso no hacía que resultase más fácil asimilarlo.

– ¿Cuáles son los jugadores que creen que les doy mala suerte? ¿ Martineau?

– No entremos en eso -insistió Leonard, pero no lo negó.

Su silencio la hirió más de lo que debería haberlo hecho. Luc no significaba nada para ella y, sin duda, ella no significaba nada para él. Menos que nada. Él siempre se había negado a que viajase con el equipo, en primer lugar, y Jane estaba segura de que era él quien estaba tras su despido. Esbozó una sonrisa a pesar de que lo que deseaba era gritar o patalear o acusar a su jefe de despido improcedente o sexismo o… o… cualquier otra cosa. Tal vez incluso tuviera caso. Pero «tal vez» no constituía una garantía lo bastante buena, y hacía tiempo que sabía que no había que ir quemando puentes. Aún le quedaba la columna «Soltera en la ciudad» en el Times.

– Bueno, gracias por haberme dado la oportunidad de escribir crónicas deportivas -le dijo a Leonard estrechándole la mano-. Viajar con los Chinooks ha sido una experiencia que jamás olvidaré.

Siguió con la sonrisa puesta hasta que salió del edificio. Estaba tan enfadada que tenía ganas de pegar a alguien. Alguien con ojos azules y una herradura tatuada justo encima de sus partes íntimas.

Se sentía traicionada. Había llegado a pensar que estaba haciendo progresos, pero los jugadores le habían dado la espalda. Quizá si no les hubiese ganado a los dardos, si no hubiese hablado con ellos a su estilo, y si ellos no la hubiesen apodado Tiburoncito no se sentiría tan traicionada. Pero así era cómo se sentía. Incluso se había sentido mal haciendo su trabajo, relatando los acontecimientos del último partido. ¿Así era como se lo pagaban? Deseaba que todos sufrieran los efectos de una epidemia de pie de atleta. Al mismo tiempo.

Durante los dos días siguientes, no salió de su apartamento. Se sentía tan deprimida que limpió todos los armarios. Mientras blanqueaba el lavabo, subió el volumen del televisor y sólo se sintió un poco afectada cuando oyó que los Chinooks habían perdido con los Blackhawks por cuatro a tres.

¿A quién culparían esta vez?

Al tercer día, su enfado no había disminuido, y sabía que sólo existía un modo de librarse de él. Tenía que encararse con los jugadores si quería recuperar su dignidad.

Sabía que estarían en el Key Arena, patinando un poco antes del partido, así que, sin pensárselo dos veces, se puso unos vaqueros y un jersey negro y condujo hasta Seattle.

Entró por el entresuelo y su mirada se dirigió directamente hacia la portería vacía. Sólo había unos pocos jugadores entrenando. Con un nudo en el estómago, Jane bajó las escaleras y se encaminó hacia el vestuario.

– Hola, Fishy -dijo cuando se cruzó con él en el túnel de vestuarios. Estaba calentando la pala de su stick con un soplete.

Él alzó la vista y apagó el soplete.

– ¿Están los chicos en el vestuario? -preguntó Jane.

– La mayoría, sí.

– ¿Está Luc?

– No lo sé, pero no le gusta hablar con nadie los días de partido.

Peor para él. Las suelas de sus botas chirriaron sobre las losetas de goma del pasillo y las cabezas se volvieron hacia ella en el momento en que entró en el vestuario. Alzó una mano.

– Dejaos los calzoncillos puestos -dijo mientras se dirigía al centro de aquella habitación llena de hombres semidesnudos-. Sólo voy a ocupar unos minutos de vuestro tiempo, y prefiero que no sincronicéis vuestra bajada de calzoncillos.

Los miró uno por uno, echó los hombros hacia atrás y mantuvo la cabeza alta. No vio a Luc. El maldito cabrón tal vez se había escondido.

– Estoy convencida de que ya sabréis que no voy a cubrir más los partidos de los Chinooks, y me gustaría que supieseis que jamás olvidaré el tiempo que hemos pasado juntos. Viajar con vosotros, muchachos, ha sido… muy interesante. -Se acercó al capitán Mark Bressler y le dio la mano-. Buena suerte para el partido de esta noche, Asesino.

Él la miró durante unos segundos; parecía como si Jane hubiese puesto un poco nervioso a aquel central de más de cien kilos de peso.

– Gracias -dijo él finalmente correspondiendo al apretón de manos-. ¿Verás el partido aquí?

– No. Tengo otros planes -respondió Jane.

Se volvió para mirar al resto de jugadores una vez más.

– Adiós, buena suerte, y espero que este año ganéis la liga.

Sonrió, dio media vuelta y salió. Lo había hecho, se dijo mientras recorría el pasillo. No la habían hecho irse con el rabo entre las piernas. Les había demostrado que tenía clase y dignidad y que era capaz de ser magnánima.

Deseó que todos sintiesen remordimientos de conciencia. Auténticos remordimientos de conciencia. Observó las baldosas de goma mientras recorría el túnel de vestuarios, pero se detuvo un segundo cuando se encontró de frente un pecho de esculturales músculos, unos marcados abdominales y una herradura tatuada justo por encima de los calzoncillos. Era Luc Martineau. La mirada de Jane ascendió por el pecho, la mandíbula y la boca, hasta alcanzar la profunda sensualidad de su labio superior, llegando a su recta nariz y sus hermosos ojos azules, que la miraban fijamente.

– ¡Tú! -exclamó ella.

Él enarcó lentamente una ceja al tiempo que Jane explotaba.

– Tú eres el culpable -dijo Jane-. Sé que has sido tú. Supongo que no te importaba que yo necesitase el trabajo. Tú la cagas en la portería y a mí me despiden. -Sintió que le ardían los ojos y eso la enardeció aún más- ¿A quién culpasteis por la última derrota? Y si hoy perdéis, ¿a quién vais a culpar? Tú… tú… -tartamudeó.

La parte racional de su cerebro le dijo que cerrase la boca, que lo dejase mientras pudiese. Que siguiese caminando y dejase atrás a Luc ahora que aún conservaba su dignidad. Lo malo era que ya había ido demasiado lejos como para escuchar a la parte racional de su cerebro.


– ¿Le llamaste pedazo de tonto? -le preguntó Caroline esa misma noche mientras las dos estaban sentadas en el sofá de Jane observando las llamas de la chimenea de gas tras los falsos troncos-. ¿Por qué no te soltaste la melena y le llamaste cabeza de chorlito también?

Jane gruñó. Habían pasado unas cuantas horas, pero seguía retorciéndose de vergüenza.

– Déjalo ya -suplicó subiéndose las gafas sobre el puente de la nariz-. El único consuelo que me queda es que nunca más volveré a ver a Luc Martineau.

Pero ni siquiera había pensado que pudiese olvidar el modo en que él había reaccionado: una especie de azoramiento seguido de risas. Jane había querido morirse en ese mismo instante, pero no podía culparle por haberse reído de ella. Probablemente no le habían llamado pedazo de tonto desde la escuela primaria.

– Qué mierda -dijo Caroline antes de llevarse la copa de vino a los labios. Había recogido su brillante pelo rubio en una perfecta cola de caballo y, como siempre, estaba preciosa-. Había pensado que podrías presentarme a Rob Sutter.

– ¿Martillo? -Jane meneó la cabeza y bebió un trago de su gin-tonic-. Siempre tiene la nariz rota y algún ojo morado.

Caroline sonrió con expresión ensoñadora.

– Lo sé -dijo.

– Está casado y tiene una hija.

– Hummm, bueno, a algún soltero, entonces.

– Pensaba que salías con alguien.

– Así es, pero no va a funcionar.

– ¿Por qué?

– No lo sé -respondió Caroline con un suspiro, y dejó la copa de vino sobre la mesita de café-. Lenny es guapo y rico, pero taaaaaan aburrido.

Lo cual significaba que debía de ser bastante normal. Caroline tenía un talento natural para engrandecer cualquier mínimo defecto.

– ¿Quieres que veamos el partido? -preguntó Caroline.

Jane negó con la cabeza.

– Qué va.

Le tentaba la idea de pasar los canales con el mando a distancia y ver cómo iba el marcador. Pero eso sólo haría que las cosas empeorasen.

– Tal vez pierdan los Chinooks. Eso quizá te haría sentir mejor.

En absoluto.

– No. -Jane apoyó la cabeza en el sofá tapizado con motivos florales-. No quiero volver a ver un partido de hockey nunca más.

Pero no era cierto. Quería estar en las cabinas de prensa u ocupando un asiento cerca de la acción. Quería sentir la energía, presenciar un partido, la lucha en las esquinas, o a Luc efectuando una parada perfecta.

– Justo cuando creía que estaba haciendo progresos con los chicos del equipo, me dan una patada en el culo. Les gané a Rob y a Luc jugando a los dardos, y se metieron conmigo diciendo que llevaba gafas de lesbiana. Y esa noche ya no me llamaron por teléfono. Sé que no éramos amigos, pero pensé que estaban empezando a confiar en mí y a aceptarme. -Recapacitó durante unos segundos y añadió-: Son unos energúmenos.

Caroline le echó un vistazo a su reloj.

– Llevo aquí un cuarto de hora y todavía no me has hablado de lo que realmente importa.

Jane no tuvo que preguntarle a su amiga a qué se refería. Conocía muy bien a Caroline.

– Creía que habías venido a apoyarme, pero lo único que quieres es que te cuente historias del vestuario.

– He venido para apoyarte… -Se volvió hacia Jane y extendió un brazo sobre el respaldo del sofá-. Más tarde.

Ya no debía a los jugadores ninguna clase de lealtad, y además tampoco iba a escribir un libro sobre ellos.

– De acuerdo -dijo-, pero no es como crees. No era en plan un montón de cuerpos musculosos y yo la única mujer. Bueno, era así, pero tenía que mantener la mirada alta, porque cada vez que pasaba junto a un jugador, se quitaba los calzoncillos.

– Tienes razón -dijo Caroline estirándose hacia su copa de vino-. No es como yo había imaginado. Es mejor.

– Hablar con un hombre desnudo si estás totalmente vestida es mucho más duro de lo que crees. Están sudados y sofocados y no tienen ganas de hablar. Les haces una pregunta y ellos se limitan a gruñir en respuesta.

– Suena como si estuvieses hablando de los últimos tres hombres con los que he estado mientras hacían el amor.

– No es tan divertido como hacer el amor, créeme. -Jane meneó la cabeza-. Algunos sencillamente no me dirigían la palabra, y eso dificultaba en extremo mi trabajo.

– Sí, estoy al corriente de esa parte. -Caroline asintió con la cabeza-. Pero dime, ¿cuál es el que está mejor?

Jane recapacitó durante unos segundos.

– Bueno, todos están muy bien. Tienen piernas fuertes y torsos poderosos. Mark Bressler probablemente sea el más musculoso, pero Luc Martineau lleva una herradura tatuada en el vientre que te dan ganas de ponerte de rodillas y besarla para que te dé suerte. Y su culo…, simplemente es perfecto. -Se llevó el vaso frío a la frente-. Lo malo es que es un capullo.

– O sea, que te gusta.

Jane bajó el vaso y miró a Caroline. ¿Le gustaba? ¿Le gustaba Luc? ¿El tipo que había hecho que la despidiesen? La rabia que sentía hacia Luc y el dolor que le provocaba superaban la furia que sentía contra todos los otros jugadores juntos. Cuando recapacitaba en ello se decía que con toda probabilidad no estaba siendo racional, pues no lo conocía y él no la conocía a ella. Lo único que pasaba es que ella creía que habían ido trazando una posible amistad y, a decir verdad, tenía que admitir que también se había ido encaprichando ligeramente de él. No, «encaprichando» era una palabra demasiado fuerte. «Interesando» describiría mejor sus sentimientos.

– No me gusta -dijo-, pero tiene uno de esos acentos canadienses que sólo se detectan en ciertas palabras.

– Oh, oh.

– ¿Qué pasa? He dicho que no me gusta.

– Sé lo que has dicho, pero siempre te han vuelto loca los hombres con acento.

– ¿Desde cuándo?

– Desde Balki en «Primos lejanos».

– ¿La telecomedia?

– Sí, te encantaba Balki porque tenía acento. No te importaba que fuese un perdedor que vivía con su primo.

– No, me encantaba Bronson Pinchot. No Balki. -Jane se echó a reír-. Y ese mismo año, tú perdías el culo por Tom Cruise. ¿Cuántas veces vimos Top Gun?

– Por lo menos veinte. -Caroline bebió un sorbo de vino-. Ya por aquel entonces te atraían los perdedores.

– Yo lo denomino tener expectativas realistas.

– Es más bien como venderte a la baja porque padeces el típico complejo de abandono.

– ¿Estás borracha?

Caroline negó con la cabeza.

– No, leí sobre este tema en una revista mientras esperaba en la consulta de mi ginecólogo la semana pasada. Como tu madre murió, tienes miedo de que todo aquel al que ames te abandone.

– Lo que te demuestra que se escriben un montón de tonterías en las revistas. -Y ella debería saberlo-. Hace una semana me dijiste que tenía un complejo con lo de dejar las relaciones porque tenía miedo de quedarme colgada. Haz memoria.

Caroline se encogió de hombros.

– Obviamente, se trata del mismo complejo.

– Claro.

Se quedaron contemplando el fuego de la chimenea durante unos cuantos minutos más. Finalmente, Caroline sugirió:

– Salgamos.

– Es jueves.

– Lo sé, pero ninguna de las dos trabaja mañana.

Tal vez pasar la noche haciéndose polvo los oídos escuchando a una banda de rock fuese justo lo que Jane necesitaba para quitarse de la cabeza el partido de hockey que debería haber estado presenciando. Si salían del apartamento, ella podría evitar encender el televisor. Bajó la vista para observar su maltrecha camiseta verde y sus vaqueros. Necesitaba nuevo material para su columna «Soltera en la ciudad».

– De acuerdo, pero no voy a cambiarme de ropa.

Caroline, que esa noche llevaba un jersey Tommy Hilfiger con una bandera estadounidense en la pechera y unos téjanos muy ceñidos, miró a Jane, puso los ojos en blanco y dijo:

– Al menos ponte las lentillas.

– ¿Porqué?

– Bueno, no quería decirte nada porque te quiero y todo eso, y porque siempre te estoy diciendo cómo deberías vestirte y no me gustaría que te sintieses mal, pero los indeseables de la óptica Eye Care te mintieron.

Jane no opinaba que sus gafas estuviesen tan mal.

– ¿Estás segura de que no me quedan bien?

– Sí. Si te digo esto es porque no quiero que la gente piense que yo soy la chica y tú el chico.

¿Tú también, Caroline?

– ¿Qué te hace creer que la gente daría por supuesto que tú eres la chica y yo el chico? -preguntó Jane al tiempo que se ponía en pie y se dirigía al lavabo-. Cabe la posibilidad de que la gente pensase que tú eres el chico. -Se produjo un silencio en la otra habitación y Jane sacó la cabeza por la puerta-. ¿Y bien?

Caroline se acercó a la chimenea para pintarse los labios mirándose en el espejo que colgaba encima de la repisa.

– ¿Y bien, qué?

Volvió a meter la barra de labios en su pequeño bolso de mano.

– ¿Qué te hace creer que la gente daría por supuesto que tú eres la chica y yo el chico? -volvió a preguntar.

– Oh, ¿estás hablando en serio? Supongo que te haces la graciosa.


A la mañana siguiente, a las nueve en punto, el teléfono de Jane empezó a sonar. Era Leonard. La llamaba para decirle que Virgil y él, junto al equipo de dirección de los Chinooks, habían reconsiderado su «precipitada decisión». Querían que volviese a ocupar su puesto como cronista deportiva. Lo que venía a decir que querían que estuviese en la cabina de prensa durante el partido de la noche siguiente contra St. Louis. Al oír aquello Jane no supo qué responder. Se tumbó en la cama y se limitó a escuchar lo que Leonard decía.

Al parecer, tras su visita al vestuario, el equipo había jugado de maravilla. Bressler anotó tres tantos después de que ella le diese la mano, y Luc volvió a ser el excelente portero de siempre. El resultado fue seis a cero, y Luc superó en paradas a su rival, Patrick Roy.

De la noche a la mañana, la suerte de Jane Alcott había cambiado.

– No sé, Leonard -dijo mientras apartaba el edredón amarillo y se sentaba en un extremo de la cama. Tenía resaca debido a la juerguecita de la noche anterior y le costaba pensar con claridad-. No puedo volver a ocupar el puesto y preguntarme una y otra vez si voy a ser despedida cada vez que los Chinooks pierdan un partido.

– No tendrás que volver a preocuparte por eso.

No le creyó, y si decidía ocupar de nuevo el puesto, no iba a lanzarse de cabeza como la vez anterior. A decir verdad, aún estaba muy afectada.

– Me lo pensaré -dijo.

Tras colgar el auricular, se preparó una taza de café y comió un par de galletas para acabar con la sensación de vacío. No se había metido en la cama hasta las dos de la mañana, y estaba arrepentida de haber malgastado su tiempo y su dinero saliendo de copas. Había sido incapaz de pensar en algo que no fuese su despido.

Mientras comía, reflexionó sobre la nueva oferta de Leonard. Los Chinooks la habían tratado como a una leprosa y la habían culpado de sus derrotas, ¿y ahora, de repente, pensaban que les daba buena suerte? ¿Acaso quería someterse a los caprichos de aquel atajo de supersticiosos que se quitaban los calzoncillos delante de ella y la molestaban con llamadas nocturnas?

Cuando acabó de comer, se metió en la ducha y cerró los ojos mientras el agua caliente caía sobre su cuerpo. ¿Realmente quería viajar con un portero capaz de atravesarla con la mirada? ¿A pesar de que le acelerase el pulso, sin importar si eso era o no lo que ella deseaba? Se dijo que no. Aunque Luc y ella se gustasen, lo cual a todas luces no era cierto, pues él sólo tenía ojos para mujeres altas y preciosas.

Se cubrió la cabeza con una toalla y se puso las gafas mientras se secaba. Después escogió un sujetador transparente, una camiseta blanca de la universidad de Washington, y unos viejos vaqueros con agujeros en las rodillas.

Sonó el timbre de la puerta y, cuando miró por la mirilla, vio a un hombre con gafas de sol Oakley, bien peinado y de buen aspecto, idéntico a Luc Martineau. Abrió la puerta porque acababa de pensar en él, y no estaba segura de que no se trataba de una mala pasada de su imaginación.

– Hola, Jane -la saludó Luc-. ¿Puedo pasar?

Vaya novedad, Luc mostrándose amable. Ya no tenía duda alguna: era una mala pasada de su imaginación.

– ¿Por qué?

– Quería hablar de lo que ha pasado.

Ocurrió de nuevo. Dijo hablag en lugar de «hablar», y supo que aquel era el auténtico Luc.

– Quieres decir sobre mi despido, del que tú eres culpable.

Se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolsillo de su cazadora de piel. Tenía las mejillas sonrosadas y el pelo alborotado, y tras él estaba aparcada su motocicleta.

– Yo no he hecho que te despidieran. Al menos, no directamente. -Al ver que ella no respondía, preguntó-: ¿Me vas a invitar a pasar o no?

Jane tenía el pelo envuelto en una toalla y el aire frío le había puesto la piel de gallina. Optó por dejarle entrar.

– Siéntate -dijo mientras él la seguía hasta el salón.

Le dejó a solas un momento para ir a quitarse la toalla y secarse el pelo. De todos los hombres del mundo, Luc era el último que ella habría imaginado tener sentado en el salón de su casa.

Se peinó y se secó el pelo lo mejor que pudo y, durante un par de segundos, pensó en pintarse los ojos y los labios. Pero desestimó la idea de inmediato. Lo que sí hizo fue cambiarse las gafas por las lentillas.

Con el pelo húmedo, regresó al salón. Luc estaba de espaldas a ella, estudiando las pocas fotografías que había sobre la repisa de la chimenea. Había dejado la cazadora en el sofá. Vestía una camisa blanca, con los puños arremangados mostrando sus musculosos antebrazos. Una amplia arruga le recorría la espalda hasta adentrarse en los vaqueros Lucky Brand. Su billetera asomaba por uno de los bolsillos y las costuras enmarcaban su trasero. La miró de arriba abajo por encima del hombro.

– ¿Quiénes son estas dos? -preguntó Luc señalando la foto de en medio, en la que aparecía junto a Caroline, ambas de toga y birrete, en el porche de la casa de su padre, en Tacoma.

– Mi mejor amiga, Caroline, y yo la noche en que nos graduamos en el instituto Mt. Tahoma.

– ¿O sea que has vivido por aquí toda tu vida?

– Sí.

– No has cambiado mucho.

Ella se acercó a él.

– Aunque ahora soy mucho mayor -dijo.

Luc la miró de nuevo por encima del hombro.

– ¿Cuántos años tienes?

– Treinta.

Él mostró sus dientes blancos con una sonrisa que venció todas las defensas de Jane, llevándola a clavar los talones en la moqueta beige.

– ¿Tan mayor eres? -preguntó-. Te conservas bien para tu edad.

Oh, Dios. No quería profundizar más en ese tipo de declaraciones, pues sin duda no llevaban a ninguna parte. No quería que él la deslumbrara con su sonrisa. No quería sentir cosquilleos ni tener pensamientos pecaminosos.

– ¿Por qué has venido?

– Me ha llamado Darby Hogue. -Luc metió una mano en el bolsillo del pantalón y desplazó el peso del cuerpo de un pie a otro-. Me ha dicho que han vuelto a ofrecerte el trabajo y que lo has rechazado.

No lo había rechazado. Sólo había dicho que tenía que pensárselo.

– ¿Y qué tiene eso que ver contigo?

– Darby cree que debía hablar contigo y convencerte de que lo aceptes.

– ¿Tú? Tú piensas que soy el ángel de la muerte y la oscuridad.

– Eres un ángel de la muerte muy mono.

Oh, Señor.

– Ha sido una mala elección. A mí no… -Jane se detuvo porque no podía mentirle diciendo que a ella no le gustaba él. Porque le gustaba. Incluso contra su propia voluntad. Así que compuso una media verdad-: No sé siquiera si me gustas.

Luc rió entre dientes, como si supiese que mentía.

– Es lo que le dije a Darby. -Esbozó una sonrisa encantadora, y se echó hacia atrás sobre sus tacones-. Pero él cree que yo puedo hacerte cambiar de opinión.

– Lo dudo.

– Supuse que dirías eso. -Luc caminó hasta el sofá y sacó algo del bolsillo de su cazadora de cuero-. Así que voy a darte una ofrenda de paz.

Le tendió un pequeño libro de bolsillo con una cinta rosa alrededor. «El lenguaje del hockey: la jerga, el saber popular, todo lo que nunca aprenderá en televisión».

Sorprendida, lo aceptó.

– ¿Lo has comprado tú?

– Sí. Y pedí a la chica de la librería que pusiera el lazo.

Le estaba haciendo un regalo. Una ofrenda de paz. Algo que podría utilizar. No algo típicamente masculino, como flores o chocolate o ropa interior barata. Había pensado en ella. Le había prestado atención. A ella.

– No tenían cinta negra, así que elegí la rosa.

Jane sintió que su corazón empezaba a dar brincos en su pecho, y supo que estaba metida en un buen lío.

– Gracias.

– No hay de qué.

Miró la cara de Luc, dejando atrás la sonrisa camino de sus ojos azules. Un lío grande y terrible, del tipo que visten camisas blancas y vaqueros. Del tipo que quedaba con chicas estilo Barbie porque podía hacerlo,

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