12. Golpear con fuerza

– Me resulta extraño no tener jardín -dijo Marie, hablando acerca de las diferencias de su vida ahora que vivía en el edificio Bell Town con Luc-. Y ya no tengo que ir a la lavandería -añadió al tiempo que salía del ascensor en la planta decimonovena-. Eso está muy bien.

– ¿Luc te lava la ropa?

Marie rió.

– No. -Recorrieron el pasillo hasta la última puerta a la izquierda-. Vienen a buscarla y después nos la traen limpia y planchada.

– ¿También la ropa interior?

– Sí.

– No sé si me gustaría que alguien tocase mis bragas -dijo Jane mientras Marie abría la puerta.

Al menos, ningún extraño, pensó al entrar en el piso, deteniéndose al instante. La visión del espectacular ventanal hizo que Jane se detuviera y dejase de pensar en gente extraña toqueteando sus tangas. El ventanal iba del suelo al techo y ocupaba toda una pared. Más allá de los tejados de los edificios, podía ver los barcos que recorrían la bahía Elliot. En la estancia había un sofá azul oscuro, sillas y un par de mesillas de acero y cristal. La habitación no tenía aristas y había grandes plantas dentro de tiestos de acero inoxidable. A su izquierda, los Devils jugando contra Long Island en una gran pantalla de televisión, mientras Dave Mathews sonaba en el equipo de música.

Luc estaba en la cocina abierta, separada del salón por una columna de granito. Los armarios que había tras él tenían las puertas de cristal con tiradores cromados. Los electrodomésticos, de acero inoxidable, eran de líneas modernas. Luc apretó un botón del mando a distancia y la música cesó. Sonrió y se formaron unas pequeñas arrugas en las comisuras de sus ojos.

– Estás muy guapa, Marie.

Marie dejó sus bolsas en el suelo y arrojó el abrigo sobre el sofá. Se puso a dar vueltas alrededor de su hermano y dijo:

– Tengo el aspecto de una chica de veintiún años.

– No tantos. -Luc se volvió sonriendo hacia Jane y, de nuevo, ésta sintió su magnetismo, atrayéndola con una fuerza superior a todos sus reparos-. ¿Te apetece una cerveza?

– No, gracias -respondió Jane-. No bebo cerveza. -Dejó el maletín y el abrigo sobre el sofá.

– ¿Alguna otra cosa?

– Un poco de agua estaría bien.

– Yo me tomaré la cerveza de Jane -dijo Marie con inocencia.

– En cuanto cumplas los veintiuno -repuso Luc mientras sacaba una botella de agua de la nevera de acero inoxidable.

– Me apuesto lo que quieras a que bebías alcohol antes de los veintiuno -dijo Marie.

– Claro, y mira en lo que me he convertido. -Luc cerró la puerta con el pie y señaló hacia Jane con la botella-. Y tú no digas nada.

– No pensaba hacerlo. -Jane caminó por la estancia y se detuvo entre dos taburetes de piel gris con las patas de aluminio.

– Muy bien. -Luc puso un par de cubitos de hielo en un vaso y vertió agua de la botella. Se había subido las mangas del jersey color pastel, y la camiseta blanca asomaba por el cuello de pico. Llevaba su Rolex de oro y unos pantalones color verde oliva-. Porque dispongo de suculenta información con la que podría chantajearte.

Sabía que ella se había excitado muchísimo cuando la había besado y que no le gustaba llevar sujetador.

– Pues no conoces la información verdaderamente suculenta.

– ¿Verdaderamente suculenta? -preguntó él con una sonrisa.

Era información que le habría dejado a cuadros, pero ella le rezaba a Dios para que nunca llegase a imaginarlo. Él nunca sabría que ella era Bomboncito de Miel.

– ¿Qué información? -preguntó Marie sentándose al lado de Jane.

– Que pertenezco a un grupo de scouts -respondió Jane.

Luc enarcó una ceja con expresión de incredulidad y dejó el vaso en la mesa.

– Bueno, pertenecí -puntualizó Jane.

– Y yo -apuntó Marie-. Todavía conservo todos mis parches.

– Yo nunca fui Boy Scout -intervino Luc.

Marie puso los ojos en blanco.

– Vaya.

Luc miró a su hermana como si pensase decirle algo pero en el último segundo decidiera no hacerlo. Volvió a meter el agua en la nevera y dejó una bandeja de pechugas de pollo marinadas en la encimera.

– ¿Puedo ayudarte en algo? -preguntó Jane.

Tras abrir un cajón, Luc sacó un tenedor y le dio la vuelta a las pechugas.

– Tú siéntate y relájate.

– Te ayudaré yo -se ofreció su hermana bajándose del taburete.

Él alzó la vista y dirigió a Marie una mirada cálida, Jane sintió que el corazón le latía de un modo que poco tenía que ver con el deseo que sentía por Luc y sí con el hecho de apreciar el lado cariñoso y amable de Luc Martineau.

– Eso estaría bien. Gracias. Echa la pasta en agua hirviendo.

Marie rodeó la barra y fue hasta donde se encontraba Luc, junto a la cocina. Sacó una caja roja de uno de los armarios y después el medidor de agua.

– Dos tazas de agua -leyó en voz alta-. Y una cucharada de mantequilla.

– Cuando Marie era pequeña -dijo Luc cuando ella se volvió-, decía «guagua» en lugar de agua.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Marie mientras calculaba la cantidad de agua.

– Te lo oí decir una vez que fui de visita cuando mi padre aún vivía. Debías de tener unos dos años.

– Era muy mona de pequeñita.

– No tenías pelo.

Marie vertió el agua en una cazuela.

– ¿Y qué?

Luc alzó la mano y le revolvió el pelo a su hermana.

– Parecías un monito.

– ¡Luc! -Marie dejó la cazuela sobre el fogón y se peinó con la mano,

Luc soltó una carcajada.

– Eras una monita muy mona.

– Bueno, eso está mejor. -Marie se volvió y añadió la mantequilla- Estás celoso porque tú parecías un Teletubby.

– ¿Qué es un Teletubby?

– ¡Oh, Dios mío! ¿No sabes lo que es un Teletubby? -Marie meneó la cabeza, azorada ante la ignorancia de su hermano.

– No. -Luc frunció el entrecejo al tiempo que se volvía hacia Jane-. ¿Tú lo sabes?

– Por desgracia, sí. Es un programa de televisión para niños. Yo sólo lo he visto una vez, y por lo que pude comprobar, los Teletubbies se limitan a dar vueltas por Teletubbylandia balbuceando.

– Y tienen una pantalla en la barriga -dijo Marie.

Luc abrió la boca, sorprendido; parecía como si le hubiese sobrevenido un repentino dolor de cabeza sólo de imaginarlo.

– ¿Estás bromeando?

– No. -Jane negó con la cabeza-. Y, en mi defensa, tengo que decir que sé quiénes son porque hace unos años Jerry Falwell alertó a los padres de que en Teletubbylandia había un mensaje homosexual encubierto. Al parecer, Tinky Winky es de color violeta y lleva un bolso rosa.

– ¿Tinky Winky? -Luc se volvió muy despacio hacia su hermana-. Dios del cielo. Y te burlas de mí porque me gusta mirar los partidos de hockey.

– No es lo mismo. Que tú mires partidos de hockey es como si yo mirase clases del instituto por la tele.

No dejaba de tener razón. Luc, por lo visto, también apreciaba la lógica de su afirmación, pues se encogió de hombros.

– No puedo creer que veas cosas como los Telebellies esos -dijo, pero al mismo tiempo cogió el mando a distancia y apagó la tele.

– Teletubbies -lo corrigió Marie-. Cuando voy a casa de Hanna pone las cintas de vídeo para su hermanito de dos años. Él queda hipnotizado y así podemos pintarnos las uñas.

– ¿Hanna?

– La chica que vive en el tercero. Ya te he hablado de ella.

– Ah, sí. Había olvidado su nombre. -Una vez que Luc sacó las verduras humeantes, se volvió hacia los fogones y puso a calentar el pollo.

– Precisamente, voy a ir al cine con ella después de comer.

– ¿Quieres que os lleve?

– No.

Luc tenía una gracia innata para todo lo que hacía, ya fuese detener un disparo a puerta o darle la vuelta a las pechugas de pollo en el fuego. Sus movimientos eran tan armoniosos que observarlo resultaba fascinante. Casi tanto como ver el modo en que su culo llenaba los pantalones. El jersey le llegaba justo por debajo de la cintura y justo por encima de la etiqueta de los bolsillos traseros.

Jane oyó hablar a Luc y a su hermana acerca de lo que habían estado haciendo, todo lo que ella había comprado y sus planes para más tarde. Jane sabía, gracias a las conversaciones que había mantenido con Luc, que éste no creía que estuviese haciendo un buen trabajo con Marie. Al verlos juntos, Jane no estaba tan segura de que en efecto fuese así. Parecían llevarse muy bien. Eran una familia. Quizá no la familia ideal, pero familia al fin y al cabo. Allí estaban, en la cocina, preparando la comida, intentando incluir a Jane, pero aun así un poco distantes. Marie con aquellos ceñidos vaqueros que llevaba cuando Jane pasó a buscarla por la mañana, y Luc con aquellos pantalones que le quedaban como un guante.

Luc movió el pollo y Marie le habló de los diferentes diseñadores de los que Caroline le había estado hablando.

– Espero que, finalmente, te compres unos téjanos que no te vayan tan ajustados -dijo mientras se ocupaba de las verduras.

Marie le miró por encima del hombro, sus ojos azules tenían un leve deje estrábico.

Tal vez si Luc se hubiese percatado de la mueca de su hermana, se habría dado cuenta que Marie se tomaba en serio sus palabras y no habría añadido:

– Esos pantalones te van tan ceñidos que es un milagro que las costuras no hayan reventado.

Oh, oh.

– ¡Qué simpaaaático! Yo no te digo si los pantalones te van muy ajustados.

– Eso es porque no me van ajustados. No me gusta que me aprieten el culo. -Finalmente, Luc miró a su hermana-. ¿Qué es lo que te molesta tanto?

Marie abrió la boca, pero Jane habló por ella.

– Marie se ha comprado algunas cosas muy bonitas que le quedan estupendamente. -Bueno, excepto aquel cinturón con tachuelas-. Caroline la ha ayudado a escoger. A mí no se me da muy bien eso de la moda y los colores. Por eso visto siempre de negro.

Luc se volvió hacia ella y apoyó el trasero en la encimera.

– Pensaba que se debía a que eras la Reina de los Condenados.

Ella lo miró a los ojos y frunció el entrecejo.

– No, chico duro -dijo volviendo a centrar la atención en Marie-. La próxima vez iré a depilarme a la cera, y tú vendrás conmigo. Antes me depilaba con maquinilla, pero ahora me he pasado a la cera. Duele como un demonio, te lo aseguro, pero merece la pena.

– De acuerdo. -Marie le sonrió a su hermano-. ¿Podré llevarme una de tus visas, Luc?

– No, maldita sea. -Cruzó los pies y los brazos-. Te comprarías ocho kilos de chucherías y alguno de esos horribles discos de Britne Spears.

Marie volvía a estar radiante.

– Eso sólo pasó una vez, y no fueron ocho kilos. Y no compré ningún disco horrible.

– Dos. Todo ese azúcar es malo para ti, y escuchar a Britney Spears vuelve a uno estúpido. -La tensión se palpaba en el ambiente, aunque Luc parecía no darse cuenta. O eso, o era muy hábil para pasarlo por alto. Se volvió para echar un vistazo a la comida-. Un día, si aún conserva todos tus dientes y tu cerebro no se ha hecho fosfatina por culpa de Britney, me darás las gracias.

Por la cara que puso Marie, ese día iba a tardar una eternidad en llegar.

Cuando se sentaron a la mesa del comedor, Marie había enmudecido. A pesar de haber sido también una adolescente, Jane no había tenido hermano alguno que le dijese que le iba demasiado ceñido el pantalón o que la música que escuchaba era una porquería. Sólo había dispuesto de un padre que solía sacarla de quicio y humillarla sencillamente por ser una mujer.

Luc se sentó a un extremo de la mesa, y Jane y Marie a los lados. Había sendos vasos de leche junto a los tres platos, a pesar de que Jane había dicho a Luc que no bebía leche. Nadie le había servido leche a la hora de la comida desde que estudiaba en la escuela primaria, pensó mientras colocaba su servilleta en el regazo. Muchos hombres habían intentado que bebiese alcohol, pero ninguno que bebiera leche.

Luc no sólo se las había ingeniado para conseguir que lo que había cocinado tuviese buena pinta, sino que también tenía buen sabor. Así pues ¿ existía un tipo tan bien parecido como para comérselo y capaz de cocinar bien? De no haber sido por su colección de Barbies, y por obligarle a beber leche, habría sido demasiado bueno para ser verdad.

– El pollo está genial -dijo Jane.

– Gracias. El secreto está en el zumo de naranja.

– ¿Has hecho tú la salsa?

– Claro, el asunto…

– ¿Sabéis una cosa? -lo interrumpió Marie-. Los delfines son los únicos mamíferos, aparte de los humanos, que hacen el amor por placer.

Luc frunció el entrecejo y miró a su hermana. Marie estaba intentando molestarlo adrede, y Jane quería oír su respuesta, para comprobar si se había irritado y reaccionaba como ella deseaba que lo hiciese.

– ¿Dónde has oído eso? -le preguntó.

– Me lo dijo la profesora de biología. Y un chico que había ido a Disney World, y que había nadado con los delfines, dijo que realmente estaban muy cachondos.

– No recuerdo haber oído nada de delfines cachondos cuando iba al colegio. Nos limitábamos a diseccionar ranas -dijo Luc. Se volvió hacia Jane y añadió-: Me siento estafado. ¿Y tú, Jane? ¿Tuviste que aprender algo sobre delfines cachondos?

Jane negó con la cabeza e intentó no sonreír.

– No, pero en el Discovery Channel vi un reportaje en el que afirmaban haber encontrado monos homosexuales en África. Así que, sin duda, algunas especies de monos también se enrollan por placer.

Luc enarcó las cejas.

– ¿Monos homosexuales? ¿Cómo lo han descubierto?

Jane rió meneando la cabeza. Él también sonrió y se le formaron unas pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos.

– ¿Llevaban gafas de montura negra y pijamas con vaquitas?

– No empieces otra vez.

– ¿De qué habláis? -quiso saber Marie.

– Cree que mis gafas son horrorosas -repuso Jane con una sonrisa.

– Y tus pijamas.

– ¿Cómo sabes qué pijamas lleva?

Luc miró a su hermana.

– La pillé en el pasillo del hotel de Phoenix con el más espantoso pijama de vaquitas que puedas imaginar.

– Quería algo de chocolate -explicó Jane-. Creía que todos los jugadores ya estaban en sus habitaciones.

– Luc no sabe lo que significa necesitar chocolate. -Marie puso los ojos en blanco-. Sólo come cosas sanas.

– Mi cuerpo es un templo -dijo él tras pinchar un buen trozo de coliflor.

– Y cualquier mujer con las piernas largas y un buen par de melones merece que la adoren -apuntó Jane, arrepintiéndose de inmediato.

Marie se echó a reír.

Luc sonrió.

Jane cambió de tema antes de que él pudiese hacer algún comentario.

– ¿Quién es la señora Jackson?

– La vieja que se queda conmigo cuando Luc está de viaje -respondió Marie.

– Gloria Jackson es una profesora retirada -aclaró Luc-, una mujer muy agradable.

– Es vieja. -dijo Marie-. También come muy despacio.

– Ahí lo tienes, ésa sí que es una buena razón para odiarla.

– No odio a Gloria. Lo que pasa es que creo que no necesito una canguro.

Luc soltó un suspiro de exasperación, como si hubiesen hablado de ese tema con anterioridad, lo que de hecho había ocurrido varias veces. Cogió su vaso de leche y bebió un buen trago. Cuando volvió a dejarlo sobre la mesa, apareció sobre su labio un bigote blanco que él no tardó en limpiar con la lengua.

– ¿Por qué no te bebes la leche? -le preguntó a Jane.

– Ya te he dicho que no me gusta la leche.

– Lo sé, pero necesitas calcio. Es bueno para los huesos.

– No me digas que estás preocupado por mis huesos…

– Preocupado, no. -Luc esbozó una atractiva sonrisa-. Sólo siento curiosidad.

Sus palabras, así como aquella mirada, se metieron dentro de Jane, calentando puntos de su cuerpo que era mejor dejar enfriar.

– Será mejor que te la bebas, Jane -le advirtió Marie, manteniéndose al margen de las insinuaciones sexuales que estaban intercambiando los adultos-. Luc siempre consigue lo que quiere.

– ¿Siempre? -preguntó Jane.

– No. -Luc negó con la cabeza-. No siempre.

– La mayoría de las veces -insistió Marie.

– No me gusta perder. -Luc deslizó la mirada hasta la boca de Jane-. Quiero conseguir todo lo que me propongo.

Jane miró a Marie, que estaba ocupada intentando pinchar un trozo de brécol.

– ¿Cueste lo que cueste? -preguntó, y volvió a mirar a Luc.

– Sin duda.

– ¿Y qué hay de la sutileza?

– Depende de las probabilidades. -Luc la miró a los ojos-. A veces me veo obligado a jugar sucio.

– ¿Obligado?

Luc esbozó una sonrisa maliciosa.

– A veces me gusta jugar sucio.

Sí, Jane sabía algo de eso. Le había visto golpear con el stick y trabar los patines de los contrarios y echar mano de su fuerza en la portería. Pero sabía que no estaba hablando de hockey.

Marie irrumpió la conversación cambiando de tema.

– ¿Cuándo podré sacarme el carné de conducir?

Los dos adultos la miraron, entonces Luc se retrepó en su silla y Jane recuperó en parte la serenidad.

– No eres lo bastante mayor.

– Sí lo soy. Tengo dieciséis años.

– Cuando tengas dieciocho.

– No, Luc. -Marie bebió un trago de leche y dejó el vaso sobre el plato vacío-. Quiero un Volkswagen New Beetle. Puedo comprarlo con mi dinero.

– No podrás disponer de tu dinero hasta que cumplas veintiuno.

– Trabajaré -dijo Marie, recogiendo su plato y sus cubiertos y llevándolos a la cocina.

– Hoy tiene uno de esos días -masculló Luc.

– Está enfadada porque le has dicho que los vaqueros le van demasiado ajustados.

– Es que es así.

Jane cogió la servilleta y la dejó sobre la mesa.

– No creo que ése sea su problema. Caroline le aconsejó que se comprase ese tipo de ropa.

– Ha sido muy amable de tu parte, y de la de tu amiga, pasar el sábado de compras con mi hermana -dijo Luc mientras ambos observaban a Marie salir de la cocina y recorrer el pasillo camino de su habitación- No puedo imaginar nada peor. -Deslizó su mano bajo la de Jane y estudio sus dedos.

– Caroline se encargó de todo. -Su mano parecía pequeña y pálida junto a la cálida mano de Luc, y de repente sintió una opresión en el pecho-. Yo no tengo ni idea de combinar los colores, por eso casi siempre visto de negro.

– Y a veces de rojo -dijo Luc. Muy despacio, recorrió con la mirada la muñeca de Jane, el brazo y el hombro hasta llegar a la boca una vez más. Se inclinó hacia ella, y con voz grave añadió-: Te queda muy bien el rojo. Pero creo que ya hablamos en una ocasión de ese pequeño vestido tuyo.

– ¿El que te hipnotizó y te obligó a besarme? -preguntó ella, que de pronto sintió un nudo en el estómago.

– He llegado a la conclusión de que no fue el vestido, sino la mujer que iba dentro de él. -Le acarició la mano con el pulgar-. Tienes una piel muy suave.

Jane posó la mano libre sobre el estómago, pues sentía un poderoso cosquilleo en esa zona de su cuerpo.

– Soy una chica.

– Ya me he dado cuenta. Incluso cuando no he querido darme cuenta. En todo momento soy consciente de tu presencia, Jane, ya sea cuando vas sentada en la parte trasera del avión o del autobús, o al entrar en el vestuario después del partido, dispuesta a enfrentarte con un puñado de tipos que son el doble de altos que tú…

– Probablemente porque soy la única mujer entre treinta hombre -dijo ella con una sonrisa nerviosa-. Resulta difícil no fijarse.

– Tal vez fue así al principio. -Él contempló su pelo y su cara-. Miraba alrededor y te veía, y me sorprendía una y otra vez, porque se suponía que no tenías que estar allí. -Bajó la vista-. Ahora te busco.

Aunque aquellas palabras le hicieron latir con fuerza el corazón, a Jane le costaba tomarlas en serio.

– Creía que no querías que viajase con el equipo.

– Es cierto. -Luc se puso en pie y comenzó a recoger los platos y le cubiertos-. Y sigo sin quererlo.

Jane recogió los vasos y lo siguió a la cocina.

– ¿Por qué? Te dije que no estaba interesada en los chismes que contaba el libro. -Y no lo estaba. «Bomboncito de Miel» era una fantasía erótica. Su fantasía erótica.

Luc lo dejó todo en el fregadero y, en lugar de responder, vació de un trago el vaso de leche de Jane.

– ¿Por qué no quieres que viaje con el equipo? -preguntó Jane.

Luc clavó en ella sus ojos azules mientras limpiaba con la lengua los restos de leche que le había quedado en el labio. Jane sentía que su respuesta era muy importante. Para ella. Porque, aunque deseaba que no ocurriera, y a pesar de lo mucho que se esforzaba por evitarlo, se estaba enamorando de Luc. Cuanto más se resistía, más empujaba la fuerza del amor.

– Me voy -anunció Marie entrando en la cocina.

Por unos segundos Luc siguió mirando fijamente a Jane antes de volver la cabeza hacia su hermana.

– ¿Necesitas dinero? -le preguntó dejando el vaso en el fregadero.

– Tengo veinte dólares. Creo que será suficiente. -Marie se encogió de hombros y se apartó el pelo del cuello-. Tal vez pase la noche en casa de Hanna. Aunque tendrá que preguntárselo a su madre.

– Sea como sea, dímelo.

– Lo haré. -Marie cerró la cremallera de la cazadora y se despidió de Jane. Mientras ésta miraba a Luc caminar junto a su hermana hacia la puerta, su vista se posó en el maletín y recordó por qué había acudido al piso de Luc. Tal vez se sentían atraídos el uno por el otro, pero eran profesionales y ella tenía trabajo que hacer. Sabía que no era su tipo de mujer, y además no quería enamorarse de un hombre que podría romperle el corazón como quien parte una barra de pan.

Fue hacia el sofá de la sala de estar. Abrió el maletín y sacó un bloc de notas y su grabadora. Jane no deseaba que le rompiesen el corazón. No quería enamorarse de Luc Martineau, pero cada latido de su corazón le decía que ya era demasiado tarde para echarse atrás.

Cuando él cerró la puerta una vez que Marie hubo salido, Jane lo miró.

– ¿Preparado para la contienda? -preguntó.

– ¿Es la hora?

– Sí. -Jane sacó un bolígrafo de su maletín.

Fue hacia ella, cubriendo con un par de zancadas la distancia que los separaba. ¿Qué había en su manera de caminar hacia ella, en su manera de mirarla con aquellos hermosos ojos azules, que la fundía de arriba abajo como si fuese de mantequilla?

– ¿Dónde quieres que lo hagamos? -preguntó.

– Bueno, ésa es la cuestión -respondió él con una sonrisa cálida y sexy.

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