Luc salió del ascensor al mirador del Space Needle y miró a su izquierda. Una mujer vestida de rojo miraba hacia el brillante centro de Seattle. El pelo, rizado y oscuro, le caía sobre los hombros y la cálida brisa de agosto había lanzado algunos mechones sobre su cara. Acababan de cenar en el restaurante que había debajo y, mientras él esperaba la cuenta, ella había subido hasta el mirador.
Mientras le observaba caminar hacia ella, las comisuras de sus rojos labios se curvaron formando una seductora sonrisa.
– Bonita noche para mirar las estrellas -dijo él.
Ella se mordió el labio inferior, después susurró:
– ¿Te gusta mirar?
– Más bien prefiero hacer. -La rodeó con los brazos y la atrajo hacia su pecho-. Y justo ahora quiero hacerte mi esposa.
– Eso no estaba en el guión -dijo Jane.
Hacía cinco semanas que se habían casado. Cinco semanas de despertarse a su lado cada mañana. De mirarla al otro lado de la mesa del comedor, y de llevar juntos los platos al fregadero. De verla lavarse los dientes y ponerse calcetines. Nunca, ni en un millón de años, habría imaginado que todas esas actividades cotidianas podían resultar tan excitantes.
Y lo mejor de todo era que le gustaba verla trabajar. Imaginar todas esas historias eróticas, ver más allá de su cara sin maquillar, y ver a la auténtica mujer.
Desde su compromiso, dejó de escribir sobre el hecho de ser soltera en Seattle. Y Chris Evans regresó a su puesto tras el tratamiento médico. El Times la dejó marchar y ella se convirtió en la nueva cronista deportiva del periódico rival: el Seattle Post-Intelligencer.
Tuvieron que planear la boda durante los playoffs, y como Luc estuvo fuera de la ciudad la mitad de ese tiempo, Jane, Marie y Caroline tuvieron que hacer la mayor parte del trabajo. Lo cual a él le vino muy bien. Todo lo que tuvo que hacer fue decir: «Sí quiero.» Le resultó bastante fácil. Verla bailar con la mascota del equipo en la recepción no lo fue tanto.
Pocos meses antes de la boda, los Chinooks llegaron a la final, pero se quedaron sin la Stanley Cup porque cayeron derrotados ante los Colorado Avalanche en el tercer partido. Luc inclinó la cabeza y enterró la nariz en el pelo de Jane. Siempre podrían intentarlo el próximo año.
– ¿Quieres ir a algún otro sitio? -preguntó Jane.
Habían pasado mucho tiempo recorriendo Seattle juntos. Él, Jane y Marie. Jane conocía todos los lugares destacados y los rincones que había que evitar.
– Quiero irme a casa -dijo. Marie iba a pasar la noche con Hanna, y Luc quería aprovechar ese tiempo a solas con su esposa-. ¿Qué me dices?
Ella se volvió y le abrazó.
– Nuestra casa es mi lugar favorito.
También lo era para Luc. Pero su casa era para él allí donde estuviese Jane. Nunca en toda su vida había amado a nadie tanto como la amaba a ella. Tanto que a veces le daba miedo.
Él la apretó con fuerza y miró hacia la ciudad. Estaba enamorado de su mujer. Sí, sabía lo que eso significaba. Que se había retirado, cazado por una mujer bajita de carácter fuerte.
Sí, eso era lo que significaba, y no le importaba…