– ¿Qué has dicho? -preguntó Caroline Masón cuando se disponía a llevarse a la boca un trozo de pollo.
– Voy a encargarme de escribir las crónicas de los partidos de los Chinooks. Viajaré con ellos -repitió Jane atendiendo a la amistad que las unía desde la infancia.
– ¿El equipo de hockey?
Caroline trabajaba en Nordstrom's vendiendo aquello de lo cual era una completa adicta: zapatos. A primera vista, Jane y ella eran diametralmente opuestas. Era alta, rubia, de ojos azules, poco menos que un anuncio andante de belleza y buen gusto. Y sus caracteres tampoco eran muy parecidos. Jane era introvertida, en tanto que Caroline no se guardaba en el tintero ningún pensamiento o emoción. Jane compraba por catálogo. Caroline consideraba los catálogos una herramienta del Demonio.
– Sí, por eso estoy en esta parte de la ciudad. He venido a encontrarme con el dueño del equipo.
Aquellas dos amigas eran como el fuego y el hielo, como la noche y el día, pero compartían experiencias y un pasado que las mantenía profundamente unidas.
La madre de Caroline se había fugado con un camionero y había ido apareciendo y desapareciendo de su vida cada cierto tiempo. Jane había crecido sin madre. Las dos chicas habían vivido puerta con puerta en Tacoma, en el mismo desolado bloque de apartamentos. Eran pobres. No tenían donde caerse muertas. Ambas sabían lo que era acudir a la escuela calzando zapatos de lona cuando los demás los llevaban de cuero.
Las dos habían crecido, y cada una se enfrentaba al pasado a su manera. Jane cuidaba del dinero como si siempre se tratase del último cheque de su vida, en tanto que Caroline derrochaba ingentes cantidades en zapatos de marca, como si fuese Imelda Marcos.
Caroline dejó el tenedor junto al plato y se llevó una mano al pecho.
– ¿Tienes que viajar con los Chinooks y entrevistar a los jugadores mientras se desnudan?
Jane asintió y repuso, mientras pinchaba unos macarrones con queso:
– En el mejor de los casos, no se quitarán los calzoncillos hasta que yo esté fuera del vestuario.
– Estás de broma, ¿verdad? ¿Qué otra razón podría haber, aparte de ver tíos en pelotas, para entrar en un vestuario maloliente?
– Entrevistarlos para el periódico.
Como ya los había visto a todos esa misma mañana, estaba empezando a sentir un tanto de aprensión. A su lado, teniendo presente que ella medía metro cincuenta y cinco, parecían gigantes.
– ¿Crees que se darían cuenta si sacases algunas fotografías?
– Sin duda. -Jane rió-. No son tan tontos como podría pensarse.
– Pues la verdad es que no me importaría ver a unos cuantos jugadores de hockey desnudos.
Y una vez que los había visto a todos, verlos desnudos era un aspecto del trabajo que le preocupaba. Tenía que viajar con esos hombres. Sentarse con ellos en el avión. No quería saber cómo eran sin ropa. A ella sólo le gustaba estar cerca de un hombre desnudo cuando los dos lo estaban. Y si bien para ganarse el pan escribía acerca de explícitas fantasías sexuales, en su vida cotidiana no se sentía cómoda ante la desnudez descarada. No era como la mujer que escribía acerca de relaciones y citas amorosas en la columna del Times. Y, en ningún caso, se parecía a Bomboncito de Miel.
Jane Alcott era una impostora.
– Ya que no podrás sacar fotos -dijo Caroline mientras pinchaba un pedazo de pollo de su ensalada oriental-, toma notas para mí.
– Eso no es ético en un montón de sentidos -repuso Jane, y entonces recordó el ofrecimiento de Luc Martineau de «mear» en su café y se dijo que, en esta ocasión, podría dejar de lado la ética-. Le he visto el culo a Luc Martineau.
– ¿Al natural?
– Como su madre le trajo al mundo.
Caroline se inclinó hacia delante.
– ¿Cómo es?
– Está bien. -Jane recordó sus esculturales hombros y su espalda, la marca de su columna vertebral, y la toalla deslizándose hasta sus pies, mostrando la redonda perfección de sus nalgas-. Muy bien, de hecho.
No podía negarlo, Luc era un hombre hermoso, pero por desgracia su personalidad dejaba mucho que desear.
– Joder -suspiró Caroline-, ¿por qué no habré terminado la carrera? ¿Podría conseguir un trabajo como el tuyo?
– Demasiadas fiestas.
– Oh, sí. -Caroline permaneció en silencio durante unos segundos, después sonrió-. Lo que necesitas es una ayudante. ¿Por qué no me contratas?
– El periódico no pagaría a una ayudante.
– Vaya rollo. -La sonrisa desapareció del rostro de Caroline, cuya mirada descendió hasta la chaqueta de su amiga-. Tendrás que comprarte ropa nueva.
– Ya lo he hecho -dijo Jane antes de llevarse un trocito de queso a la boca.
– Cuando digo nueva me refiero a algo más atractivo. Siempre vas de negro o gris. La gente no tardará en preguntarse si estás deprimida.
– No estoy deprimida.
– Tal vez no, pero deberías vestir algo con un poco de color. Rojos y verdes, especialmente. Vas a viajar durante toda la temporada con tipos grandes inflados de testosterona. Es la oportunidad perfecta para hacer que uno de ellos se fije en ti.
Jane viajaría por trabajo. No quería atraer la atención de nadie. Especialmente de jugadores de hockey. Especialmente si todos eran como Luc Martineau. Cuando declinó su oferta referente al café, casi se echó a reír. Casi. En lugar de ello, dijo: «Si cambias de opinión, házmelo saber.» Sólo que no había dicho «saber», sino «sabeg». Era un gilipollas, y no había perdido del todo su acento canadiense. Lo último que quería o necesitaba era llamar la atención de tipos como él. Reflexionó en su propio aspecto, en sus pantalones negros y su chaqueta negra y su blusa gris. Le pareció que tenía buena pinta.
– Es de J. Crew.
Caroline abrió desmesuradamente sus ojos azules. Jane sabía qué diría a continuación: que J. Crew no era Donna Karan.
– Exacto. ¿Del catálogo?
– Por supuesto.
– Y negro.
– Ya sabes que soy daltónica.
– No eres daltónica. Lo que pasa es que no distingues qué colores casan.
– Es cierto.
Por eso le gustaba el color negro. Tenía buen aspecto vestida de negro, y además no corría el riesgo de desentonar.
– Tienes un cuerpo menudo muy bonito, Jane. Tendrías que explotarlo, enseñarlo. Ven conmigo a Nordy's y te ayudaré a escoger algunas cosas.
– Ni hablar. La última vez que te dejé escoger mi ropa, empecé a parecerme a Greg Brady, sólo que menos guay.
– Eso fue en sexto curso, y teníamos que ir a Goodwill para comprar ropa. Ahora somos mayores y tenemos dinero. Al menos, tú lo tienes.
Sí, y también tenía un plan para invertirlo. Había pensado en un nidito de amor. O sea, nada de ropa de marca, sino en comprar una casa.
– Me gusta la ropa que llevo -dijo como si no hubiesen hablado de ello unas mil veces antes de ese día.
Caroline puso los ojos en blanco y cambió de tema.
– He conocido a un tipo.
Menuda novedad. Desde que había pasado la frontera de los treinta la última primavera, el reloj biológico de Caroline parecía haberse puesto en marcha y ella no podía dejar de pensar que sus óvulos se estaban marchitando. Resolvió que era el momento de casarse, y como no deseaba mantener a Jane al margen, llegó a la conclusión de que las dos tenían que casarse. Pero el plan de Caroline entrañaba un problema. Jane estaba convencida de que era una especie de imán que atraía a tíos dispuestos a romperle el corazón y tratarla mal, y de que los únicos hombres capaces de excitarla y ponerla a tono eran los gilipollas, por lo que había decidido comprarse un gato y encerrarse en casa. Pero estaba atrapada en un callejón sin salida. Si se encerraba en casa, no sacaría de ningún lado nuevo material para su columna «Soltera en la ciudad».
– Tiene un amigo -añadió Caroline.
– El último «amigo» con el que me citaste conducía una furgoneta estilo asesino en serie con un sofá en la parte trasera.
– Lo sé, y no le hizo mucha gracia leer su historia en tu columna del Times.
– Peor para él. Era uno de esos tipos que da por supuesto que porque escribo la columna estoy desesperada y soy una cachonda.
– Esta vez será diferente.
– No.
– Tal vez le gustes.
– Ése es el problema. Si le gusto, sé que me tratará como una mierda y después me dará una patada en el culo.
– Jane, rara vez le das a alguien la oportunidad de que te dé una patada en el culo. Siempre tienes un pie en la puerta, esperando encontrar la excusa adecuada para largarte.
Caroline no era la más adecuada para reprocharle nada en ese sentido. Ella despachaba a los chicos por ser demasiado perfectos.
– No has salido con nadie desde Vínny -dijo Caroline.
– Sí, y mira cómo me fue.
Le había sacado dinero para comprarle regalos a otra mujer. Por lo que ella sabía, lencería barata. Jane odiaba la lencería barata.
– Míralo por el lado bueno -dijo Caroline-. Después de librarte de él, estabas tan afectada que blanqueaste los azulejos del cuarto de baño.
Era un detalle triste de la vida de Jane, pero cuando sufría un desengaño amoroso y se sentía deprimida, se ponía a limpiar con saña. Cuando estaba contenta en cambio, tenía cierta tendencia a amontonar la ropa en el armario.
Después de comer, Jane dejó a Caroline en Nordstrom's y condujo hasta el Seattle Times. No disponía de un escritorio propio en el periódico, pues su trabajo en éste se limitaba a escribir una columna mensual. De hecho, en contadas ocasiones se aventuraba dentro de aquel edificio.
Había quedado en verse con el editor de deportes, Kirk Thornton, quien ni siquiera había tenido que decirle a Jane lo mucho que le asustaba dejar el trabajo de Chris en sus manos. La recibió con frialdad y le presentó a los otros tres cronistas deportivos, que no se mostraron más cálidos que Kirk. A excepción de Jeff Noonan.
A pesar de que raramente pasaba por el Seattle Times, había oído hablar de Jeff Noonan. Las mujeres de la plantilla lo llamaban «el Acosador», y era poco menos que un juicio por acoso sexual andante. No sólo creía que el lugar adecuado para las mujeres era la cocina, sino que estaba convencido de que, dentro de ésta, lo mejor era que se tumbasen sobre la mesa. Por el modo en que la miró quedó claro que se la estaba imaginando desnuda, y le sonrió como si algo así pudiese hacerla sentir halagada. La mirada que ella le dedicó daba a entender que antes que estar con él prefería comer matarratas.
El BAC-111 despegó del aeropuerto de Seattle a las seis treinta y tres de la mañana. Pocos minutos después, el reactor atravesaba la capa de nubes y viraba hacia la izquierda. El sol de la mañana entró por las ventanillas ovaladas como si se tratase de los focos de un estadio. De repente, las sombras fueron arrasadas bajo aquella luz brutal, y un buen número de jugadores de hockey reclinaron sus asientos y se prepararon para las cuatro horas que duraba el vuelo. Un olor que era mezcla de loción para después del afeitado y colonia invadió la cabina al tiempo que el avión concluía el ascenso y adoptaba la horizontalidad.
Sin apartar los ojos de la hoja de itinerario que sostenía en su regazo, Jane alzó una mano para regular el aire acondicionado que tenía encima de su cabeza. Estaba totalmente concentrada en la agenda del equipo. Observó que, en algunas ocasiones los vuelos tenían prevista la hora de salida justo después de los partidos, mientras que otras veces estaban programados para la mañana siguiente. Pero a excepción de las horas de los vuelos, lo señalado en la agenda era siempre igual. El equipo entrenaba invariablemente la víspera de cada partido y llevaba a cabo unos ejercicios ligeros el día del mismo. Nunca variaba.
Dejó las hojas con el itinerario a un lado y cogió un ejemplar del Hockey News. La luz de la mañana iluminó la sección de reportajes sobre los equipos de la NHL. Se detuvo a leer la columna dedicada a los Chinooks. El titular rezaba: «Su portería, la clave del éxito para los Chinooks.»
Durante las últimas semanas, Jane había estudiado las estadísticas de la NHL. Se había familiarizado con los nombres de los jugadores de los Chinooks y con las posiciones en que jugaban. Leyó todos los artículos relativos al equipo que pudo encontrar, pero seguía sin tenerlo claro respecto al juego y los jugadores. No le quedaba más opción que lanzarse sin red, esperando no partirse la crisma en el intento. Necesitaba el respeto y la confianza de aquellos hombres. Quería que la tratasen como a un cronista deportivo cualquiera.
En su maletín llevaba dos libros de inestimable valor para ella: «Hockey para principiantes» y «Los chicos malos del hockey». El primero explicaba los rudimentos del juego, en tanto que el segundo hablaba del lado oscuro de éste y de los hombres que lo practicaban.
Sin alzar la cabeza, miró a lo largo del pasillo, unas filas de asientos más adelante. Observó la hilera de luces de emergencia que recorría la moqueta azul y se detuvo en los mocasines de piel y en los pantalones grises de Luc Martineau. Desde la conversación que mantuvieron en el estadio Key, había investigado con más interés su vida que la del resto de los jugadores.
Había nacido y crecido en Edmonton, Alberta, Canadá. Su padre era canadiense francófono y se había divorciado de su madre cuando Luc acababa de cumplir los cinco años. Los Houston Oilers habían elegido a Luc en la sexta posición del draft de la NHL a los diecinueve años. Había sido traspasado a Detroit y, finalmente, a Seattle. Los datos más interesantes los proporcionaba el libro «Los chicos malos del hockey», que le dedicaba cinco capítulos enteros. El libro explicaba con todo detalle las andanzas del portero, de quien decía que tenía las manos tan rápidas dentro como fuera de la pista. Las fotografías mostraban a un buen número de actrices y modelos entre sus brazos, y si bien ninguna de ellas afirmaba haberse acostado con él, tampoco lo negaba.
Su mirada se posó en su enorme mano y sus largos dedos tamborileando sobre el brazo del asiento. Su Rolex de oro asomaba por debajo de la manga de su camisa blanca con rayas azules. Se fijó en sus hombros y en el perfil de sus altos pómulos y su recta nariz. Llevaba el pelo corto como un gladiador dispuesto a entrar en combate. Aun cuando se diera por hecho que sólo la mitad de lo que decía aquel libro debía de ser cierto, aun así Luc Martineau había ido dejando un buen rastro de mujeres en todas las ciudades por las que había pasado el equipo. A Jane le sorprendía que no tuviese el aspecto de un agotado enfermo terminal.
Al igual que el resto de los jugadores, aquella mañana Luc tenía el aspecto de un hombre de negocios o de un inversor financiero más que de un jugador de hockey. Ya en el aeropuerto, a Jane le sorprendió ver a todos los miembros del equipo vestidos con traje y corbata como si se dispusiesen a ir a la oficina.
Algo se interpuso en su ángulo de visión. Jane alzó la vista y topó con Rob Martillo Sutter. Con la cabeza inclinada para no golpearse con el techo, parecía aún más temible de lo habitual. Jane todavía no había memorizado las caras de los miembros de la plantilla, pero Rob era uno de esos tipos que resultan inolvidables. Medía más de metro noventa, y pesaba cien kilos de puros músculos intimidatorios. En esa época, lucía una tupida perilla y un ojo morado. Se había quitado la americana y la corbata y arremangado la camisa. Su cabello castaño pedía a gritos un buen corte, y llevaba una tira de esparadrapo en el puente de la nariz. Le echó un vistazo al maletín que Jane había dejado en el asiento contiguo.
– ¿Te importa si me siento aquí durante un rato?
Jane no quería admitirlo, pero siempre la habían puesto nerviosa los tipos muy corpulentos. Ocupaban demasiado espacio y hacían que se sintiera pequeña y vulnerable.
– No…, no. -Cogió el maletín de piel y lo colocó en el suelo, entre sus pies.
Rob acomodó su anatomía en el asiento y señaló el periódico que Jane tenía en las manos.
– ¿Has leído el artículo que escribí? Está en la página seis.
– Todavía no.
Jane buscó de inmediato la página seis y observó la foto de Rob Sutter durante un partido. Tenía la cabeza del jugador contrario inmovilizada con una llave de judo y le estaba golpeando la cara.
– Ése soy yo dándole su merecido a Rasmussen en su temporada de novato -explicó Rob.
Jane lo miró de medio lado, fijándose en su ojo morado y su nariz rota.
– ¿Por qué?
– Había metido tres goles.
– ¿Acaso no es ése su trabajo?
– Claro, pero el mío era ponerle las cosas difíciles. -Rob se encogió de hombros-. Conseguir que se pusiera nervioso cuando me viese acercarme.
Jane se dijo que lo más prudente era guardarse para sí las opiniones que le inspiraba el trabajo de Rob.
– ¿Qué le ha pasado a tu nariz? -preguntó.
– Pasó demasiado cerca de un stick. -Rob señaló al periódico-. ¿Qué opinas?
Echó un vistazo al artículo; parecía bastante bien escrito.
– ¿Crees que atrapa al lector desde la entradilla?.
– ¿La entradilla?
– Es como los periodistas denominan el principio.
Sabía lo que era una entradilla.
– «Soy algo más que un saco para calentar los puños» -leyó en voz alta- Pues sí, me ha atrapado.
Rob sonrió, mostrando una hermosa y blanca hilera de dientes. Jane se preguntó cuántas veces se los habrían arrancado y habría tenido que reponerlos.
– Me lo pasé muy bien escribiéndolo -dijo-. He pensado que, cuando me retire, quizá me dedique a escribir artículos a tiempo completo. Tal vez podrías darme algunos consejos.
Introducirlo en la profesión se le antojó mucho más sencillo que hacer lo que le pedía. Su propio curriculum no era precisamente brillante, pero no quería desilusionar a Rob explicándole la verdad.
– Te ayudaré en lo que pueda.
– Gracias. -Rob se puso en pie a medias y extrajo su billetera del bolsillo trasero de sus pantalones. Cuando se sentó de nuevo, la abrió y sacó una fotografía-. Ésta es Amelia -dijo al tiempo que le pasaba la fotografía de una niña descansando sobre su pecho.
– Qué pequeñita. ¿Qué tiempo tiene?
– Un mes. ¿No es la cosa más bonita que has visto nunca?
Jane no tenía la intención de discutir sobre ese tema con Martillo.
– Es preciosa.
– ¿Otra vez enseñando fotos de bebés?
Jane alzó la vista y topó con dos ojos pardos que la miraban por encima del asiento de enfrente. El hombre le pasó una foto.
– Es Taylor Lee -dijo-. Tiene dos meses.
Jane observó la fotografía de un bebé con tan poco pelo como el tipo que se la había pasado, y se preguntó por qué la gente daba por hecho que todo el mundo estaba deseando ver las fotos de sus hijos. Ella no reconoció al tipo que la miraba por encima del asiento hasta que Rob le dio una pista.
– Está calva como una bola de billar, Fishy. ¿Cuándo le va a salir algo de pelo?
Bruce Fish, que jugaba de extremo, se alzó sobre el asiento y recuperó su fotografía. La luz se reflejaba en su calva, pero una espesa barba le cubría la cara.
– Yo era calvo a los cinco años, y era muy guapo.
Jane se las ingenió para no evidenciar reacción alguna. Bruce Fish podía ser muy bueno controlando el disco, pero no era un hombre atractivo.
– ¿Tienes hijos? -le preguntó a Jane.
– No, nunca he estado casada -respondió ella, por lo que la conversación derivó hacia qué jugadores de los Chinooks estaban casados y cuáles no y quiénes tenían hijos. No era lo que se dice una conversación estimulante, pero alivió su preocupación respecto a que los jugadores la dejasen de lado.
Le devolvió a Rob su fotografía y decidió ponerse manos a la obra. Quería sorprenderles con su investigación, o como mínimo demostrarles que sabía hacer su trabajo.
– Dada la edad y la carencia de jugadores cedidos, los Coyotes están jugando mejor de lo que se esperaba este año -dijo, recitando lo que acababa de leer-. ¿Qué os preocupa especialmente del partido del miércoles?
Ambos la miraron como si hubiese hablado en una lengua incomprensible para ellos. Latín, tal vez. Bruce Fish se volvió y desapareció tras el respaldo de asiento. Rob guardó la fotografía en su billetera.
– Aquí llega el desayuno -dijo poniéndose en pie.
Martillo se marchó, dejándole bien claro que si bien era lo suficientemente buena como para hablar de periodismo y bebés, no lo era para hablar de hockey. Y a medida que el vuelo proseguía, se le hizo más evidente que los jugadores harían caso omiso de ella. A excepción de la breve charla con Bruce y Rob, nadie le dirigió la palabra. Daba igual; no podrían eternamente. Tendrían que permitirle entrar en el vestuario y responder a sus preguntas. Acabarían hablando con ella, si no querían enfrentarse a una acusación de discriminación.
No quiso el bollo ni el zumo de naranja. Alzó el brazo rígido entre los asientos, se desplazó hacia el asiento junto al pasillo, extendió sus artículos y los libros, y después se quitó la chaqueta gris de lana. Se centró en intentar memorizar las infracciones, cuándo se señalaba penalti y debido a qué tipo de falta, y las siempre confusas indicaciones arbítrales. Sacó un bloc de notas adhesivas de su maletín, apuntó toda una serie de detalles y pegó las notas dentro del libro.
Hacer avanzar su trabajo y su vida mediante notas adhesivas no era la manera más eficiente de conseguir que las cosas funcionasen, pero había probado con métodos más organizados, un programa para su ordenador portátil, por ejemplo, y había acabado tomando notas para saber qué era lo que tenía que escribir en él. Se compró una agenda, que utilizaba habitualmente, pero en las páginas de cada día sólo había notas adhesivas.
El año anterior se había comprado un ordenador de bolsillo, pero no acababa de acostumbrarse. Sin sus notas adhesivas, había sentido algo similar a un ataque de ansiedad, lo que la llevó a venderle aquel aparato a un amigo.
Apuntó los términos del juego que le resultaban desconocidos, pegó las notas en el libro y a continuación miró hacia la fila de Luc. Las manos de éste descansaban a los lados de un vaso de zumo de naranja que había sobre la bandeja. Procedió a abrir con sus largos dedos una bolsita de aperitivos.
Alguien pronunció su nombre y Luc se volvió. Su mirada se posó en algún punto detrás de Jane, y rió debido a un chiste que ella no captó. Su dentadura era blanca y regular, y su sonrisa podía hacer que una mujer pensara en muchísimos pecados. Después la miró y Jane se olvidó de aquella dentadura. Con ojos inexpresivos, él prosiguió su escrutinio descendiendo por su cara y su cuello hasta la mitad de su blusa blanca. Por alguna inquietante razón, Jane dejó de respirar mientras él fijaba la mirada en aquel punto. El instante se hizo eterno, extendiéndose entre ellos hasta que el entrecejo de Luc se convirtió en una línea recta. Entonces, sin alzar la vista, volvió a mirar al frente. Jane soltó el aire. De nuevo tuvo la sensación de que había sido juzgada y declarada culpable por Luc Martineau.
En el momento en el que el avión tocó tierra, la temperatura en Phoenix era de 23 grados y brillaba el sol. Los jugadores de hockey se anudaron las corbatas, se pusieron las americanas, y salieron en dirección al autocar. Luc esperó a que Jane Alcott pasara por su lado para levantarse y salir al pasillo. Mientras se ponía su americana de Hugo Boss, la estudió.
Llevaba la chaqueta de lana colgando del mismo brazo en el que portaba un gran maletín lleno de libros y periódicos. Tenía el cabello recogido en una tensa cola de caballo que le rozaba los hombros al caminar. Era muy baja (apenas si le llegaba a la barbilla) y, a través del olor a colonia y loción para después del afeitado, percibió cierto perfume floral.
De pronto el maletín chocó contra el respaldo de un asiento y Jane dio un traspié. Luc la cogió del brazo para evitar que cayese, pero el maletín se abrió y los periódicos y los libros fueron a dar al suelo. Él la soltó y se arrodilló a su lado en el estrecho pasillo, recogió el libro sobre las reglas oficiales de la NHL y «Hockey para principiantes».
– No sabes mucho de hockey, ¿no es así? -dijo al pasarle los libros. Las puntas de sus dedos se rozaron y ella lo miró.
La cara de Jane se encontraba a escasos centímetros de la suya, por lo que pudo estudiarla con detenimiento. Tenía un cutis perfecto y un leve rubor teñía sus suaves mejillas. Sus ojos eran del color de la hierba en verano, y pudo apreciar las finas líneas de las lentillas en los extremos de sus iris. Si no se tratase de una periodista y en su primer encuentro no le hubiese preguntado si había dejado las drogas definitivamente, quizás hubiese pensado que no era del todo fea. Incluso quizás hubiese llegado a pensar que no estaba mal. Quizá.
– Sé lo suficiente -respondió mientras apartaba su mano y metía los libros en el bolsillo delantero del maletín.
– No me cabe la menor duda. -Luc despegó una de las notas de la rodillera de su pantalón. En ella podía leerse: «¿Qué demonios es marcaje al hombre?» La agarró por la muñeca y le dejó la nota en la palma de la mano-. Parece como si realmente lo supieses todo.
Se pusieron en pie y él le cogió el maletín.
– Puedo con él -protestó Jane al tiempo que se metía la nota en el bolsillo de los pantalones.
– Deja que te lo lleve.
– Si estás intentando ser amable, debes saber que ya es tarde.
– No quiero ser amable. Lo que quiero es salir de aquí antes de que se vaya el autocar.
– Oh. -Ella abrió la boca para decir algo más, pero la cerró al instante.
Recorrieron el pasillo, Jane con una energía que revelaba su agitación. Una vez dentro del autocar, se sentó junto al director deportivo. Luc dejó el maletín sobre su regazo y se fue a la parte de atrás. Rob Sutter se acercó a Luc cuando éste se hubo sentado.
– Oye, Lucky -dijo Rob-, ¿no te parece mona?
Luc recorrió las hileras de asientos con la mirada hasta ver la cabeza de Jane y los mechones sueltos de su cola de caballo. No era fea, pero distaba de ser su tipo. Le atraían las mujeres estilo Barbie, con piernas largas y pecho abundante, larga melena y los labios pintados de rojo. Mujeres a las que les gustaba satisfacer a los hombres y no esperaban más que su propia satisfacción. Sabía lo que se decía de él, pero no le importaba demasiado. Jane tenía una bonita piel y su pelo estaría mejor si no lo estirase de aquel modo, pero sus pechos eran pequeños.
La imagen de la blusa blanca de Jane cruzó su mente. Se había vuelto para responder a algo que le había preguntado Vlad Fetisov y, por primera vez desde el despegue, se percató de su presencia. Se fijó entonces en los dos puntos que se marcaban en su blusa de seda. Por un instante se preguntó si tendría frío o estaría excitada.
– No especialmente -le respondió a Rob.
– ¿Crees que es verdad eso de que se acostó con Duffy para conseguir el trabajo?
– ¿Es eso lo que dicen los chicos?
– Con él y con su amigo del Seattle Times.
La idea de una mujer joven como Jane montándoselo con dos viejos verdes para conseguir un trabajo le revolvió el estómago. No entendía por qué le molestaba algo así, y con un encogimiento de hombros apartó de su mente a Jane y cualquier pensamiento acerca de con quién podría o no haberse acostado ella.
Estaba esperando una importante llamada de su representante, Howie. Howie vivía en Los Ángeles y tenía a sus tres hijos internados en una escuela al sur de California. Cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba Luc de que un internado en California era la solución perfecta para Marie, que había vivido en el sur de ese estado durante la mayor parte de su vida. Para ella sería como volver al hogar. Estaría contenta y él recuperaría su vida de antes. Todos saldrían ganando.
Los Chinooks se registraron en el hotel a las once de la mañana, comieron algo y a las dos ya estaban en la pista de hielo del America West Arena para entrenar. El equipo llevaba dos semanas sin perder un solo partido, y Luc ya había detenido cinco penaltis en lo que iba de temporada. El equipo no había constituido una auténtica amenaza para sus rivales desde la retirada de su antiguo capitán, John Kowalsky. Ese año la cosa era diferente: estaban en plena forma.
A las cuatro, los Chinooks estaban de regreso en el hotel. Luc subió en el ascensor a su habitación y llamó por teléfono a una amiga. Dos horas después, salió del ascensor en la planta baja dispuesto a disfrutar de la vida mientras pudiese hacerlo.
Conoció a Jenny Davis en un vuelo de la United a Denver. Ella le sirvió un vaso de soda con lima y una bolsita de cacahuetes en la que había apuntado su nombre y su número de teléfono. De eso hacía tres años, y siempre se veían cuando él estaba en Phoenix o ella pasaba por Seattle. La situación resultaba satisfactoria para ambos. Él la satisfacía. Ella lo satisfacía a él.
Esa noche se encontró con Jenny en el vestíbulo del hotel y fueron juntos a Durant's. Allí Luc tomó su habitual cena antes de los partidos: chuleta de cordero, ensalada César y arroz salvaje.
Después de cenar, Jenny lo llevó a su casa, en Scottsdale, donde le ofreció su postre especial. Le condujo de vuelta al hotel a la hora del toque de queda. A Luc le encantaba su vida cuando estaba de viaje. Ya en el hotel, se sentía totalmente calmado, relajado, listo para enfrentarse a los Coyotes la noche siguiente.
Charló durante un rato con sus compañeros en el bar del hotel, después de lo cual se fue a su habitación. Estaba un tanto preocupado por su rodilla derecha, por lo que cogió la cubitera que había encima del televisor y recorrió el pasillo hasta la máquina de hielo. Apenas se había dado la vuelta para regresar a la habitación cuando vio a Jane Alcott introduciendo unas monedas en la máquina de chocolatinas. Llevaba el cabello recogido en lo alto de la cabeza, con unos cuantos mechones sueltos. Dio un paso hacia delante y apretó el botón elegido; una bolsa de M &M's cayó en la cesta metálica de la máquina.
Se encaminó hacia su habitación y entonces pudo apreciar el trasero redondo de Jane, con dos vaquitas estampadas. De hecho, había vaquitas por todo su pijama azul. Era de una sola pieza. Se volvió y Luc tuvo que enfrentarse a un horror superior al que implicaban las vaquitas del pijama: lucía unas gafas de montura negra. Las gafas eran pequeñas y cuadradas, y se suponía que le daban cierto aire de feminista militante. Eran verdaderamente desagradables.
Al verlo, Jane abrió los ojos como platos y se quedó sin aliento.
– Creía que a estas horas ya estabais en la cama -dijo.
Luc no imaginaba que una mujer pudiese parecer tan poco sexy.
– ¿Qué es esto? -preguntó él apuntando con la cubitera hacia ella-. ¿Te has prometido a ti misma hacer todo lo posible para no volver a acostarte con nadie en la vida?
Ella frunció el entrecejo.
– Tal vez te sorprenda, pero estoy aquí para trabajar, no para irme a la cama con el primero que se cruce en mi camino.
– Vale, vale. -Luc recordó su conversación con Sutter y se preguntó si se habría acostado con el viejo Virgil Duffy para conseguir el trabajo. Había oído historias relativas a la debilidad de Virgil por mujeres lo bastante jóvenes para ser sus nietas. De hecho, cuando Luc se trasladó a Seattle, Sutter le dijo que en 1998 Virgil había estado a punto de casarse con una jovencita, pero que ésta había recobrado la cordura en el último momento y lo dejó plantado en el altar. Luc no solía tomar en consideración los chismes y no sabía cuánto de cierto había en aquella historia. Simplemente, no podía imaginarse a Virgil en el papel de cazachicas-. Dudo mucho que encontrases algo de acción con esa pinta.
Jane abrió la bolsa de los dulces.
– Al parecer, tú no tienes problemas para encontrar acción, Lucky. -A Luc no le gustó el modo en que pronunció «Lucky», pero no le pidió explicaciones. Ella se las dio de todos modos-. Te vi marcharte con la rubia. Por lo que pude ver, yo diría que es azafata. Tenía ese aire de ven-a-volar-conmigo.
Luc siguió camino de la máquina de hielo e hizo el gesto de quitarse el sombrero.
– Es prima segunda mía.
Jane no dio la impresión de creerle, pero a él no le importó lo más mínimo. Ella se creería lo que le diese la gana y escribiría aquello que sirviera para vender más periódicos.
– ¿Para qué quieres el hielo? ¿Te preocupan las rodillas?
Era demasiado lista.
– No.
– ¿Quién es Gump Worsley? -preguntó Jane.
Gump era una leyenda del hockey, pues había jugado más partidos que nadie como portero. Luc admiraba sus estadísticas y su dedicación. Años atrás, Luc había escogido el número de Gump como amuleto de la suerte. No se trataba de un gran secreto.
– ¿Has estado leyendo sobre mí otra vez? -preguntó mientras metía el hielo en la cubitera-. Me siento muy halagado -añadió, pero no se esforzó porque sus palabras sonasen convincentes.
– No hay por qué. Es mi trabajo. -Jane se metió un M &M's en la boca, y al ver que Luc no decía nada, insistió-: ¿No vas a responder a mi pregunta?
– No.
Ella no iba a tardar en entender que ninguno de los muchachos se iba a mostrar cooperativo. Lo habían hablado y habían trazado un plan para confundirla y sacarla de sus casillas. Tal vez de ese modo regresase a casa. Fuera del vestuario, le enseñarían fotografías de sus hijos y hablarían de cualquier cosa excepto de lo que ella deseaba fervientemente hablar: el hockey. Dentro del vestuario, colaborarían lo justo para no ser acusados de discriminación sexual, pero eso sería todo. Luc no creía demasiado en la eficacia del plan. Estaba convencido de que le sacaría de sus casillas, pero eso no la llevaría a volver a casa. No, después de hablar con ella durante unos cuantos minutos, se dijo que pocas cosas podrían noquear a la señorita Alcott.
– Sin embargo, te diré algo. -Luc se apartó de la máquina de hielo y susurró a su oído cuando pasó por su lado-: Sigue buscando, porque la historia de Gump es muy interesante.
– Buscar también forma parte de mi trabajo, pero no te preocupes. No estoy interesada en tus pequeños secretos sucios -dijo a su espalda.
Luc ya no tenía secretos sucios que guardar. Aunque había ciertos detalles de su vida personal que prefería que no apareciesen en los periódicos; por ejemplo, que tenía diferentes «amigas» en ciudades, aunque semejante información no daría para grandes titulares. A la mayoría de la gente la traería sin cuidado. No estaba casado, y aquellas mujeres tampoco lo estaban.
Entró en su habitación y cerró la puerta. Sólo había un secreto que no quería que nadie conociese. Un secreto que le hacía despertarse a media noche bañado en sudor frío.
En cada nuevo partido, jugaba con la posibilidad de que un buen disparo lo dejase cojo de por vida, y lo que era aun peor, acabase con su carrera.
Luc vertió los cubitos de hielo sobre una toalla de mano y se quitó los pantalones cortos. Se rascó el vientre, después se sentó en la cama con la rodilla sobre la almohada y colocó el hielo alrededor de aquélla.
Lo único que había deseado en su vida era jugar al hockey y ganar la Stanley Cup. Vivía y respiraba para conseguirlo, eso era todo lo que sabía. Al contrario que algunos chicos, que eran escogidos por los equipos profesionales al acabar la universidad, él había sido seleccionado para jugar en la NHL a los diecinueve años, con un brillante futuro por delante.
Por un tiempo, sin embargo, su futuro se torció. Cayó en un círculo vicioso de dolor y adicción. De recuperación y trabajo duro. Y finalmente había surgido la posibilidad de ver cumplidos sus sueños. Pero el trofeo Conn Smythe que había conseguido el año anterior al de su lesión había quedado atrás, y él no estaba seguro de seguir disponiendo de lo que se requería. Algunos -incluidos varios directivos de los Chinooks- se preguntaban si no habrían pagado demasiado por su portero titular, si Luc estaría en condiciones de reanudar su prometedora carrera.
Como quiera que fuese, y sin importar el dolor que sintiera jugando, estaba dispuesto a dejarse la piel para que nada se interpusiese entre él y la conquista del campeonato.
Estaba al cien por cien. Leía los partidos, paraba todo lo que le echasen. Se encontraba en un buen momento, pero sabía lo rápido que puede pasarse de lo más alto a lo más hondo del pozo. Podía perder la concentración. Dejarse colar unos cuantos goles fáciles de detener. Calcular mal la velocidad del disco, dar demasiados pases atrás, y tener que recoger el disco de dentro de su portería. Cualquier portero podía tener una mala noche, pero saberlo no le hacía sentir mejor.
Un mal partido no significaba una mala temporada. En la mayor parte de los casos al menos. Pero Luc no podía perder más tiempo.