5. Hazlo sonar

Jane se repantigó en su asiento, se puso las gafas y estudió la pantalla del ordenador portátil. Leyó lo que había escrito hasta ese momento:


SEATTLE PONE EN JAQUE A LOS KINGS


Los Seattle Chinooks se impusieron en las seis ocasiones en que los jugadores de Los Ángeles contaron con superioridad numérica y su portero, Luc Martineau, detuvo 23 disparos a puerta. Los Chinooks terminaron imponiéndose por tres a uno. Los Kings lograron colocar un tanto en su marcador en los últimos segundos del partido, cuando un mal disparo rebotó en el guante del jugador de Seattle Jack Lynch y acabó alojado en la red de los Chinooks.

Los Chinooks jugaron con rapidez, sin miedo, imponiéndose a sus oponentes a fuerza de habilidad y coraje.

En el vestuario, lo que les gusta es intimidar a las periodistas bajándose los pantalones. Sé de una de esas periodistas a la que le gustaría darles una buena patada donde más duele.


Retrocedió con el cursor y borró el último párrafo. Sólo serían seis días, se dijo. Los jugadores eran muy supersticiosos y recelosos. Sentían que les habían impuesto su presencia, y en realidad estaban en lo cierto. Pero era el momento de aparcar esas cuestiones y hacer su trabajo.

Echó un vistazo a los jugadores, la mayoría de los cuales roncaban agotados en el avión. ¿Cómo iba a ganarse su confianza o su respeto si no hablaban con ella? ¿Cómo resolver aquel entuerto y hacer que su vida y su trabajo fuesen más sencillos?

La respuesta la obtuvo de Darby Hogue. La noche que llegaron a San José telefoneó a su habitación para decirle que algunos de los jugadores irían a un bar del centro de la ciudad.

– ¿Por qué no te vienes? -propuso.

– ¿Contigo? -dijo ella.

– Sí. Podrías ponerte algo más sexy, de ese modo los jugadores tal vez olviden que eres periodista.

Jane no llevaba nada sexy en la maleta, y aunque así fuera, no quería que los jugadores la viesen como esa clase de mujer. Necesitaba hacerles saber que debían respetarla como a cualquier otro periodista profesional.

– Dame quince minutos y nos encontramos en el vestíbulo -dijo Jane, imaginando que relacionarse con los jugadores fuera de la pista seguramente ayudaría.

Se puso unos pantalones elásticos y un jersey de lana y sus botas, todo ello negro. Era su color favorito.

Fue al lavabo y se recogió el pelo en la nuca. No le gustaba que le tapase la cara, y no quería que Luc pensase que le importaba su opinión. Se miró en el espejo y apoyó una mano en el lavabo. El pelo le cayó sobre los hombros formando oscuras y brillantes ondas y rizos.

La había llevado a su habitación. Convencido de que se encontraba mal o estaba borracha, la había acompañado para asegurarse de que llegaba sana y salva. Aquel acto de inesperada amabilidad afectó a Jane más de lo que cabría esperar, sobre todo porque lo había hecho, en realidad, para disfrutar de su velada en el local de strip-tease. Aquel sencillo gesto la había impresionado, sin importar si deseaba que la impresionasen o no.

Incluso siendo tan estúpida como para caer rendida ante un hombre como Luc, con todas las posibles repercusiones emocionales y profesionales que ello entrañaría, él jamás se sentiría atraído por una mujer como Jane. Y no era porque ella pensase que no era lo suficientemente atractiva o interesante. Pero era realista. Ken conectaba con Barbie. Brad se había casado con Jennifer y Mick salía con supermodelos. Así era la vida. La vida real, y ella nunca había sido una mujer preparada para soportar los dolores que ocasiona un corazón roto. Nunca había querido ser una de esas mujeres a las que se puede dejar atrás cuando acaba la relación. Siempre se había ido ella primero. Dolía menos. Tal vez Caroline estuviera en lo cierto respecto a ella. Pensó en sus palabras y sacudió la cabeza. Caroline veía demasiada televisión.

Cogió el cepillo una vez más y se peinó hacia atrás. Se puso crema de cacao en los labios, cogió el bolso y fue a encontrarse con Darby en el vestíbulo. En cuanto lo vio, casi echó a correr en la dirección contraria. Jane sabía que ella no era una diosa de la moda, pero tampoco intentaba serlo. Darby, por su parte, no era un dios de la moda, pero sí intentaba serlo. Lo que sucedía era que los resultados no eran nada afortunados.

Aquella tarde llevaba unos pantalones de cuero negros y una camisa de seda estampada con llamas y calaveras púrpura. Los pantalones de cuero eran un grave error para cualquier hombre que no fuese Lenny Kravitz, pero dudaba que ni siquiera éste se atreviera a ponerse aquella camisa. Al mirarlo, Jane comprendió por qué los jugadores de los Chinooks dudaban sobre la orientación sexual de Darby.

Tomaron un taxi desde el hotel al local Big Buddy's, un pequeño bar más allá del centro de la ciudad. Anochecía y el viento arrastraba gotas de lluvia y algo de polvo. Al apearse, Jane vio la puerta de un local y, encima de ella, un cartel que rezaba «Tenemos las mejores costillas». Se preguntó por qué los Chinooks habrían escogido aquel antro.

Dentro del local, había un televisor prácticamente en cada rincón y, tras la barra, un cartel de neón rojo y negro de Budweiser. Una tira de lucecitas de colores seguía colgada del espejo desde Navidad. Olía a tabaco y alcohol rancio, a salsa barbacoa y carne asada. Jane sintió asco.

Sabía que si la veían con Darby corría el riesgo de añadir leña al fuego del rumor según el cual eran amantes, pero también suponía que no había nada que pudiese hacer al respecto para evitarlo. Se preguntó qué era peor, que la considerasen la amante de un tipo que vestía como un macarra o la mantenida de Virgil Duffy, un hombre lo bastante mayor para ser su abuelo.

Oyó el tintinear de las máquinas del millón y vio a varios integrantes de los Chinooks jugando a hockey de mesa en un rincón. Otros cinco estaban sentados a la barra, mirando el partido de los Rangers y los Devils. Otra media docena rodeaba una mesa ante jarras de cerveza, cuencos vacíos de ensalada y pilas de costillas roídas.

– ¡Eh, chicos! -gritó Darby. Al oír su voz todos se volvieron hacia Darby y Jane.

Los Chinooks parecían cavernícolas después de darse un festín con un lanudo mamut, pues daban la impresión de estar llenos, contentos y relajados. Pero no pareció causarles mucha ilusión el ver a Darby, y menos a ella.

– Jane y yo hemos venido a tomar unas cervezas -prosiguió al tiempo que apartaba una silla para Jane, que se sentó junto a Bruce Fish y frente al novato de la rubia cresta de mohicano. Darby se sentó a su izquierda, en la cabecera de la mesa. Las rojas llamas y las calaveras color púrpura de su camisa brillaron bajo la tenue iluminación.

Una camarera que llevaba una ajustada camiseta con el nombre del local, Big Buddy, dejó dos servilletas sobre la mesa y tomó nota del pedido de Darby. En cuanto éste pronunció la palabra «Coronita», le preguntó si era mayor de edad. Darby le enseñó a regañadientes su carnet de conducir.

– Es falso -dijo uno de los Chinooks-. Sólo tiene doce años.

– Soy mayor que tú, Peluso -replicó Darby, guardando el documentó en la billetera.

La camarera se volvió hacia Jane.

– Apuesto a que pide un margarita -cuchicheó Fishy.

– O una copa de vino -apuntó alguien.

– Un zumo de frutas -aventuró otro.

Jane alzó la vista hacia el rostro de la camarera.

– ¿Tenéis ginebra Bombay Shapphire? -preguntó.

– Claro.

– Estupendo. Pues tomaré un dry martini, y con tres olivas, por favor. -Observó las caras vueltas hacia ella-. Me encantan las olivas -añadió con una sonrisa.

Bruce Fish soltó una carcajada.

– ¿No prefieres un Bloody Mary? Lo digo por el apio.

Jane hizo una mueca y negó con la cabeza.

– No me gusta el jugo de tomate.

Miró en dirección a Daniel Holstrom. Las luces de la barra le daban un tono rosado a su cresta rubia de mohicano. Se preguntó si aquel joven novato habría alcanzado la mayoría de edad. Tenía sus dudas.

Se presentaron dos camareras más, enfundadas en sus correspondientes camisetas ceñidas, para limpiar la mesa. Jane esperaba algún que otro piropo subido de tono, pues los jugadores de hockey eran conocidos por su rudo comportamiento con las mujeres, pero no dijeron nada aparte de algunos agradecimientos. La conversación se desarrolló alrededor de Jane, y no hablaron de nada más significativo ni más impresionante que el tiempo o la última película que habían visto. Se preguntó si se habrían propuesto aburrirla. Sospechaba que quizá se tratara de eso, y podía decir que lo más interesante hasta el momento había sido el reflejo de la luz en el pelo de Daniel.

Bruce, que captó el interés de Jane por la cresta del jugador sueco, le preguntó:

– ¿Qué te parece el peinado que lleva?

Jane creyó percibir que Daniel se ruborizaba levemente.

– Me gustan los hombres lo bastante seguros de su propia masculinidad para no importarles ser diferentes.

– No tuvo otra alternativa -explicó Darby al tiempo que llegaban su cerveza y el martini de Jane-. Es nuevo en el equipo, y todos los recién llegados tienen que pasar por una ceremonia de iniciación.

El joven asintió como si se tratase de algo completamente lógico.

– En mi primer año -prosiguió Darby-, llenaron mi coche con su ropa sucia.

Todos en torno de la mesa se echaron a reír.

– Mi primera temporada fue con los Rangers. Me raparon la cabeza y metieron mis suspensorios en la máquina de hielo -confesó Peter Peluso.

Bruce tomó aliento, y Jane supuso que podría haber puesto una protectora mano sobre su entrepierna si no hubiese estado sentado a su lado.

– Eso sí que es duro -dijo-. Mi año de novato lo pasé en Toronto, y me sacaron a la calle en ropa interior un montón de veces. Os aseguro que sé lo que es pasar frío. -Tiritó para enfatizar su afirmación.

– Vaya -dijo Jane bebiendo un sorbo de su bebida-. Me siento afortunada de que sólo me dejaseis un ratón muerto delante de la puerta y me llamaseis durante toda la noche.

Unas cuantas miradas culpables se posaron en ella por un instante.

– ¿Cómo está Taylor Lee? -le preguntó a Fishy, decidida a quitar hierro al asunto… por el momento. Tal como imaginó, él se lanzó a relatar los más recientes logros de su hija de dos años, que incluían el aprender a ir al lavabo y a repetir la conversación telefónica que había mantenido con la pequeña esa misma tarde.

Jane había leído un poco sobre Bruce. Sabía que había pasado por un desagradable divorcio, lo cual no le sorprendió. Una vez que conocía un retazo de sus vidas, suponía que debía de ser difícil mantener una familia unida pasando tanto tiempo de viaje, sobre todo si se tenía en cuenta las prostitutas que frecuentaban los bares de los hoteles.

Al principio Jane no se había percatado de su presencia, pero no le llevó mucho tiempo identificarlas. Solían llevar vestidos ceñidos, cortos y escotados, y todas tenían esa mirada típica de come hombres.

– ¿Alguien quiere jugar a los dardos? -preguntó Rob Sutter acercándose a la mesa.

Antes de que nadie respondiese, Jane ya se había puesto en pie.

– Yo -respondió, y por el gesto que se dibujó en la cara de Martillo quedó claro que no había contado con ella.

– No esperes que te deje ganar -dijo él.

Apostar con los dardos le había permitido a Jane acabar la universidad. No esperaba que nadie la dejase ganar.

– ¿No vas a ponérselo fácil a una chica? -dijo al tiempo que cogía la copa.

– Yo no le doy cuartel a ninguna mujer.

Ella cogió los tres dardos con la mano libre y cruzó el bar. Martillo no lo sabía, pero iba a sufrir un gran varapalo que se había ganado a pulso.

– Al menos me explicarás las reglas, ¿no?

Él le explicó cómo jugar al 501. Ella, por descontado, ya lo sabía, pero preguntó como si no tuviese ni idea, y él fue lo bastante magnánimo para dejarla empezar.

– Gracias -dijo Jane al tiempo que dejaba el martini en una mesa cercana y se acercaba a la línea. La diana colgaba de la pared a unos dos metros de distancia. Hizo rodar el dardo entre los dedos cogiéndolo del cañón, comprobando su peso. Era de una marca barata. Ella prefería los que estaban fabricados con un noventa y ocho por ciento de tungsteno, con asta de aluminio y voladores Ribtex. La diferencia entre los dardos de baja calidad como el que tenía entre las manos y los que ella poseía era la que puede haber entre un Ford Taurus y un Ferrari.

Se colocó en la línea, agarró mal el dardo adrede y se dispuso a tirar. En el último segundo se detuvo.

– ¿No soléis apostar con estas cosas?

– Sí, pero no quiero sacarte el dinero. -Rob la miró y sonrió como si hubiese dicho algo muy divertido-. Pero podemos jugarnos las bebidas. El que pierda tiene que pagar las cervezas de todos.

Ella esbozó una mueca de preocupación.

– Oh. Vaya. Bueno, sólo llevo cincuenta dólares. ¿Crees que alcanzará?

– Debería ser suficiente -respondió él con la arrogancia propia de un hombre seguro de su éxito.

Durante la siguiente media hora, Jane dejó que creyese que la victoria era suya. Unos cuantos jugadores los rodearon mirando y molestando, pero cuando Rob le llevaba doscientos puntos de ventaja y empezaba a sentir compasión por ella, Jane decidió que ya estaba bien y ganó cuatro tandas seguidas. Los dardos eran una cosa seria, y ella supo disfrutar seriamente dándole una paliza a Martillo.

– ¿Dónde aprendiste a jugar así? -le preguntó él.

– La suerte de los principiantes -respondió ella, vaciando su copa de un trago-. ¿Quién es el siguiente?

– Yo jugaré. -Luc dio un paso al frente y cogió los dados de Rob. La luz de la barra proyectaba sombras sobre sus anchos hombros y un lado de su cara. Su cabello húmedo brillaba.

– Oye Luc, que es una profesional -le advirtió Rob.

– ¿De verdad? -Luc esbozó una media sonrisa-. ¿Eres una profesional, campeona?

– El hecho de que le haya ganado a Martillo, ¿me convierte automáticamente en una profesional?

– No. Le has dejado creer a Rob que iba a ganar y después lo has apabullado. Eso sí te convierte en una profesional.

Jane intentó no sonreír, pero no pudo evitarlo.

– ¿Tienes miedo? -preguntó.

– No mucho. -Luc meneó la cabeza y un par de mechones rubios cayeron sobre su frente-. ¿Preparada?

– No lo sé -respondió Jane-. No tienes mucho espíritu deportivo.

– ¿Yo? -Luc se llevó una mano al pecho.

– Te he visto golpear los postes cuando te marcan un gol.

– Sólo soy competitivo. -Dejó caer la mano a un lado.

– Claro. -Jane inclinó la cabeza y lo miró fijamente a los ojos, cuyo azul apenas resultaba perceptible en la semipenumbra del bar-. ¿Crees que podrías soportar perder?

– No tengo la intención de perder. -Luc se dirigió hacia la línea-. Las damas primero.

Cuando de dardos se trataba, Jane no tenía compasión, y no sólo era competitiva, sino que carecía por completo de espíritu deportivo. Si quería que ella tirase primero, no pensaba negarse.

– ¿Cuánto dinero quieres apostar?

– Pongo mis cincuenta contra tus cincuenta.

– Muy bien. -Jane consiguió un doble con su primer tiro y anotó sesenta puntos en su primera tanda.

Luc, cuyo primer dardo rebotó contra la diana, no obtuvo un doble hasta el tercer tiro.

– Vaya mierda -masculló.

Con el entrecejo fruncido, caminó hasta la diana y sacó los dardos. Bajo el foco de luz, estudió los voladores y las puntas.

– Están flojos -dijo. Miró a Jane por encima del hombro y añadió-: Déjame ver los tuyos.

Ella dudaba que sus dardos estuviesen mejor, y caminó hasta él.

– Las tuyas no están tan romas como las mías -dijo Luc mientras comprobaba las puntas con el pulgar.

Estaba tan cerca, que si Jane se hubiese inclinado un poco se habrían tocado con la frente.

– Bien -dijo ella, intentando que su voz sonase más o menos normal, como si el perfume de Luc no la aturdiese-. Quédate con los tres que quieras, y yo me quedaré con los otros.

– No. Usaremos los mismos dardos. -La miró fijamente-. De ese modo, cuando te gane no podrás llorar.

Ella clavó sus ojos en él; su proximidad hacía que el corazón le latiese con fuerza.

– No he sido yo la que ha hecho rebotar un dardo contra la diana en el primer tiro y después he culpado al estado de las puntas.

Mientras a ella el corazón le latía desbocado, él parecía totalmente frío. Jane dio un paso atrás y puso algo de distancia entre Luc y su estúpida reacción.

– Y bien, ¿piensas pasarte toda la noche hablando, Martineau -añadió-, o me vas a permitir que te patee el culo?

– Lo de los dardos te hacer sentir importante, ¿eh? -dijo él, entregándole los dardos que consideraba en mejor estado-. Creo que tienes uno de esos complejos típicos de las chicas bajitas -agregó, y fue a unirse a un grupo de compañeros que estaban sentados en una mesa un tanto alejada.

Jane se encogió de hombros como si dijese: «Sí, ¿y qué?», y caminó hasta la línea. Con los pies perfectamente afirmados en el suelo y la muñeca suelta y relajada, lanzó y obtuvo un doble, un triple y un sencillo. Luc caminó hasta la línea al tiempo que ella retiraba los dardos de la diana.

– Tienes razón -dijo Jane dirigiéndose hacia él-, éstos son mucho mejores. -Se los entregó-. Gracias.

Luc cerró su mano sobre la de ella, presionando los dardos contra su palma.

– ¿Dónde aprendiste a tirar así?

– En un pequeño bar cerca de la universidad de Washington. -Jane sentía el calor de la mano de Luc-. Iba allí por las noches para pagarme los estudios. -Intentó soltarse, pero él apretó con más fuerza y los mangos de los dardos se clavaron en su piel.

– ¿No había por allí bares de strip-tease?

Luc finalmente la soltó y ella dio un paso atrás.

– No, eso está al otro lado del lago yendo desde la universidad -respondió Jane, aunque imaginó que él sabía exactamente dónde había bares de ésos.

Luc estaba intentando ponerla nerviosa, y no lo había conseguido hasta que se acercó a ella y le dijo al oído:

– ¿Trabajabas en uno de esos bares?

A pesar del calor que sintió en la nuca, se las apañó para responder, si no como Bomboncito de Miel, sí con la suficiente frialdad.

– Creo que es más correcto decir que mi tipo no era el adecuado para trabajar en uno de esos locales.

Él bajó la voz, acariciándole la mejilla con su cálido aliento al preguntarle:

– ¿Y eso por qué?

– Los dos sabemos por qué.

Él dio un paso atrás y le miró la boca antes de ascender lentamente hasta los ojos.

– ¿No vestías del color adecuado?

– No.

– ¿No te gustan las minifaldas?

– No era la clase de chica que buscan para eso.

– No me lo creo. Sé por experiencia que también buscan chicas menudas. Yo las he visto. -Hizo una pausa y añadió-: Aunque, por supuesto, eso fue en Singapur.

– ¿Estás intentando ponerme nerviosa para ganar la partida?

Luc entornó los ojos.

– ¿Estoy consiguiéndolo?

– No -mintió ella y caminó hasta el lugar donde estaban los jugadores-. ¿Vais a acabaros las cervezas o no?

Rob le dio una palmadita en la cabeza.

– Por supuesto, Tiburoncito.

¿Tiburoncito? Bueno, se había ganado un apodo, y debía de ser mejor del que sin duda utilizaban cuando ella no estaba delante. Y le había dado una palmadita en la cabeza como si de un perro se tratase. «Voy progresando», pensó mientras miraba a Luc levantar la mano, lanzar el dardo y clavarlo en el centro mismo de la diana.

– A Luc le molesta más perder que a cualquier otra persona que conozca -le dijo Bruce.

– Tal vez no le ganes -le advirtió Peter-. Tal vez le dé la vuelta al marcador.

– Olvidadlo, chicos. -Jane meneó la cabeza mientras Luc clavaba el segundo dardo fuera del área de puntuación y maldecía como todo un jugador de hockey.

– No voy a dejar ganar a nadie.

– Perder tal vez le haga jugar como un perro rabioso mañana por la noche en el Compac Center.

– Sí, acordaos de cuando perdió por la mínima a los bolos y la noche siguiente se llevó por delante a Roy -les recordó Darby.

– Eso debía de estar más relacionado con los insultos que intercambiaron que conque hubiese perdido a los bolos.

– Ese portero es muy rencoroso.

– Esa noche jugaron al estilo antiguo.

– Fuera cual fuese la razón, se enzarzaron en medio de la pista y, colega, fue bonito de ver.

– ¿Cuánto hace de eso? -quiso saber Jane.

– El mes pasado.

El mes pasado, y todavía le quedaba más de media temporada por delante. Luc seguía ante la línea de lanzamiento, mirando la diana como si se tratase de la meta de todos sus deseos. Un retazo de luz cruzó la barata moqueta de color rojo e iluminó sus zapatos de piel y sus pantalones negros. Entonces, como si se dispusiese a lanzar un misil, clavó el dardo en el doble veinte consiguiendo un total de sesenta y cinco puntos. Con la cara de pocos amigos con que le entregó los dardos Jane comprendió que no estaba satisfecho con la diferencia de setenta y cinco puntos.

– Si obtuvieres diez puntos adicionales por lo más profundamente que clavas los dardos, aún tendrías posibilidades de ganar -dijo ella-. La próxima vez, pon algo más de suavidad y algo menos de músculo.

– La suavidad no va conmigo.

¡Cómo si ella no se hubiera dado cuenta! Se colocó en posición, y justo cuando estaba a punto de lanzar el dardo, Luc dijo a su espalda:

– ¿Cómo puedes recogerte el pelo tan fuerte?

Los demás jugadores rieron como si Luc fuese un tipo realmente divertido.

Jane bajó el brazo y lo miró.

– Esto no es hockey -dijo-. No se insulta al contrario en el juego de dardos.

– Hasta ahora -replicó él con una sonrisa.

Jane decidió que le daría una paliza. Mientras Luc continuaba burlándose de ella, sus tres tiros sumaron cincuenta puntos. Su tanteo más bajo de lejos.

– Vas ciento dieciséis puntos por detrás de mí.

– No por mucho tiempo -gruñó él. Se acercó a la línea y consiguió un doble y un simple de veinte.

Había llegado el momento de que ella le incordiase un poco.

– Oye, Martineau. ¿Lo que tienes encima de los hombros es una calabaza o sólo tu vacua cabeza?

Él la miró.

– ¿No se te ocurre nada mejor que decir?

Los otros Chinooks parecían muy impresionados. Darby se acercó a ella y le susurró al oído:

– No has conseguido impresionarlo.

– ¿Qué demonios significa «vacua»? -preguntó Rob.

Darby respondió por ella.

– Significa vacía o hueca.

– ¿Por qué no dices simplemente eso, Tiburoncito?

– Sí. No puedes fastidiar a nadie usando palabras como ésa.

Jane frunció el entrecejo y se cruzó de brazos.

– A vosotros cualquier frase que no empiece con «joder» os resulta incomprensible.

Luc lanzó su tercer dardo y anotó un total de ochenta puntos. Era el momento de dejar de hacer el tonto y jugar en serio. Jane caminó hasta la línea, alzó el brazo y esperó a que empezasen los comentarios. Pero Luc permaneció en silencio, sin intentar ponerla nerviosa. Consiguió hacer un triple veinte, pero cuando se disponía a concentrarse otra vez, Luc dijo:

– ¿Alguna vez llevas ropa que no sea gris o negra?

– Por supuesto -respondió ella sin mirarlo.

– Tienes razón. -Entonces, justo cuando iba a lanzar, añadió-: Tu pijama de vaquitas es azul.

– ¿Cómo sabes que tiene un pijama de vaquitas? -preguntó uno de los chicos.

Luc no respondió y ella lo miró. Allí estaba, rodeado por sus compañeros, con las manos en jarras y una sonrisa en sus labios.

– La otra noche salí de mi habitación para comprar un paquete de M &M's -explicó-. Pensé que ya estaríais todos en la cama, así que salí en pijama. Luc me espió.

– Yo no estuve espiando a nadie.

– Pues sí que lo hiciste. -Jane lanzó el dardo y consiguió un doble diez. Luc esperó hasta el preciso momento en que ella se disponía a lanzar el tercer dardo, para decir:

– Y usa gafas de lesbiana.

Jane ni siquiera dio en la diana. Hacía años que no le ocurría algo así.

– ¡No es cierto! -exclamó, y al instante se dio cuenta de que quizá se había mostrado demasiado vehemente.

Luc se echó a reír.

– Son unas gafas horribles, pequeñas y cuadradas de color negro, como las que llevan las chicas de hoy en día.

Los Chinooks reían a carcajadas.

– Gafas de lesbiana… -repitió Darby, partiéndose el pecho de risa,

Jane desclavó los dardos de la diana.

– No lo son. Son perfectamente heterosexuales.

Dios del cielo, ¿qué acababa de decir? ¿Gafas heterosexuales? Aquellos tipos acabarían volviéndola loca. Respiró hondo para calmarse y le pasó los dardos a Luc. No permitiría que aquella pandilla de descerebrados la desconcentrase.

– No soy lesbiana -añadió-. Aunque no hay nada malo en serlo. Si lo fuese, lo llevaría con orgullo.

– Eso explicaría los zapatos -intervino Rob.

Jane se miró los pies.

– ¿Qué tienen de malo mis Doctor Martens?

Por primera vez en la noche, Stromster se decidió a hablar:

– Son zapatos de hombre -dijo.

– ¿Zapatos de hombre? -Jane lo miró-. Antes te defendí cuando hablaron de tu cresta de mohicano. Esperaba algo más de ti, Daniel.

Bajó la mirada y pareció repentinamente interesado por algo que había al otro lado del local.

Luc arrojó los dardos y anotó ochenta y ocho puntos. Cuando Jane se dispuso a lanzar, todos los Chinooks empezaron a burlarse de ella. La cosa se hizo políticamente incorrecta cuando decidieron que si ella vestía con colores oscuros era porque estaba deprimida por ser lesbiana.

– No soy lesbiana -insistió. Era hija única y había crecido sin chicos alrededor, a excepción de su padre, por supuesto, pero él no contaba. Su padre era un hombre serio que nunca bromeaba sobre nada. Ella no tenía experiencia afrontando las burlas a que estaba siendo sometida.

– Tranquila, cariño -intervino Luc-. Si yo fuera chica, también sería lesbiana.

Jane se dijo que tenía dos opciones. Enfadarse o relajarse. Era periodista, una profesional. No estaba viajando con el equipo para hacer amigos y, ciertamente, no estaba allí para que se burlasen de ella como si hubiese vuelto a los tiempos del instituto. Pero la aproximación profesional no había dado resultado, y tenía que admitir que prefería ser objeto de burlas a que hicieran caso omiso de ella. Por otra parte, esos tipos también se metían con los periodistas hombres.

– Luc, realmente te has convertido en una prima donna-dijo.

Luc rió entre dientes y sus compañeros lo imitaron. Durante el resto de la partida, Jane intentó tomarles el pelo, pero eran demasiado buenos y le llevaban muchos años de ventaja. Al final, ganó a Luc por una diferencia de casi doscientos puntos, pero perdió la batalla dialéctica.

De algún modo, gracias a haber soportado aquellas burlas y palabrotas, subió algunos enteros en la valoración de los Chinooks. Se habían reído de sus opiniones, de su manera de vestir, de sus zapatos y de su peinado, pero como mínimo no la habían ignorado. Sin duda se trataba de todo un progreso.

Cuando finalizase el partido de la noche siguiente, tal vez quisiesen hablar con ella. No esperaba que se convirtiesen en sus amigos, pero quizá no le hicieran pasar tan malos ratos en el vestuario. Quizá le concedieran alguna entrevista y le diesen un respiro dejándose los calzoncillos puestos cuando ella pasase.

Tras la rejilla de su máscara, Luc vio caer el disco. Bressler lo sacó de un golpe del círculo central y la batalla entre Seattle y San José dio comienzo.

Luc se santiguó, pero cuando se llevaban jugados diez minutos del primer tiempo, la suerte le abandonó por completo. El extremo derecho de los Sharks, Teemu Selanne, anotó un tanto. Fue un gol fácil. Luc debería haberlo detenido. Todo el equipo acusó el golpe.

Cuando terminó el primer tiempo, dos jugadores de los Chinooks necesitaron puntos de sutura, y Luc había encajado cuatro goles. Dos minutos después de haber dado comienzo el segundo tiempo, Grizzell recibió un tremendo topetazo en mitad de la pista. Cayó al suelo y no se levantó. Tuvieron que sacarlo en camilla. Al cabo de diez minutos, Luc no bloqueó bien el disco con su guante y el quinto gol de los Sharks subió al marcador. El entrenador Nystrom reemplazó a Luc por el segundo portero del equipo.

El espacio que separa la portería del banquillo es el camino más largo en la vida de un guardameta. Todo portero ha tenido alguna vez una mala noche, pero para Luc Martineau era más que eso. Había tenido demasiadas noches malas durante la temporada que había jugado en Detroit como para no sentir sobre su cabeza el hacha del verdugo. Se había desconcentrado, sentía que había perdido la sincronización. A pesar de ver la jugada antes de que tuviese lugar, actuaba un segundo después. ¿Qué le pasaba? ¿Era el primer partido malo de un descenso en picado? ¿Un golpe de mala suerte o una tendencia? ¿El principio del fin?

Una aprensión y un miedo real que jamás se había atrevido a admitir ocuparon su pecho y recorrió su nuca. Lo sintió al tiempo que se sentaba el banquillo para ver el resto del partido desde allí.

– Todo el mundo tiene una noche mala -le dijo el entrenado Nystrom en el vestuario-. Roy la tuvo el mes pasado. No te preocupes, Luc.

– Ninguno de nosotros ha jugado como debía esta noche -le dijo Sutter.

– Deberíamos haber jugado mejor para ti -apuntó Bressler-. A veces olvidamos protegerte.

Luc, sin embargo, no se libraría de su frustación con tanta facilidad. Nunca había culpado a nadie, era el responsable último de cómo jugaba.

Cuando el avión despegó de San Francisco, se sentó en la cabina a oscuras reviviendo su pasado, y no precisamente los mejores momentos. El terrible dolor de las rodillas, las operaciones y los meses de rehabilitación. Su adicción a los tranquilizantes y los horrorosos dolores corporales y las náuseas que sintió cuando dejó de tomarlos. Y, en última instancia, su incapacidad para jugar a lo que más quería.

El fracaso susurró en su oído camino de casa, diciéndole que había perdido el norte. El resplandor de la pantalla del ordenador portátil de Jane Alcott y el sonido de las teclas le aseguraron que todo el mundo lo sabría en breve. En la sección deportiva del periódico podría leer la crónica de su desastrosa noche.

En el aeropuerto de Seattle, Luc se dirigió al aparcamiento para estancias de larga duración y le echó un vistazo a Jane, que cargaba sus pertenencias en un Honda Prelude. Ella le miró al pasar, pero ninguno de los dos dijo nada. Ella no parecía necesitar que la ayudase con las maletas, y él no tenía nada que decirle al ángel de la muerte y la oscuridad.

Las primeras gotas de lluvia mojaron el parabrisas de su Land Cruiser mientras recorría los cuarenta y cinco minutos que lo separaban del centro de Seattle. Nunca había vuelto tan triste a casa.

La luz de la luna atravesaba las altas ventanas del comedor mientras él se movía por su apartamento. Había quedado encendida una luz, que iluminaba directamente un paquete de FedEx que reposaba sobre la encimera. Llegó a su dormitorio y encendió la luz. Dejó la puerta entreabierta y dejó su bolsa en el suelo junto a la cama. Se quitó la chaqueta y la colgó en el armario. Desharía la maleta al día siguiente. Se encontraba cansado, aliviado de haber llegado a casa, y no deseaba otra cosa que tumbarse en la cama.

Estaba aflojándose el nudo de la corbata justo cuando Marie llamó a la puerta y la abrió. Llevaba pantalones de pijama y una camiseta de Britney Spears. Parecía que tuviese diez años.

– ¿Sabes qué, Luc?

– Eh, hola. -Luc miró su reloj. Era más de medianoche; ¿por qué no podía esperar a la mañana siguiente? Se preguntó si Marie habría seguido ausentándose del colegio desde que habían hablado la última vez. Temía incluso averiguarlo-. ¿Qué pasa?

Abrió mucho sus ojos azules y sonrió.

– Quería preguntarte sobre el baile -dijo ella con una amplia sonrisa y los ojos muy abiertos.

– ¿Qué baile?

– El baile de la escuela.

Luc se acordó del sobre de FedEx que estaba en la cocina. Se encargaría de él al día siguiente.

– ¿Cuándo es?

– Dentro de unas semanas.

Tal vez dentro de unas semanas ella ya no viviese allí. Pero no tenía por qué saberlo en aquel instante.

– ¿Quién te ha pedido que vayas con él?

Abrió incluso un poco más los ojos y se alejó de él dentro de la habitación.

– Zack Anderson. Está en el último curso.

Mierda.

– ¡Toca en una banda! -añadió Marie-. Lleva un aro en el labio y tiene piercings en la nariz y en las cejas. También tiene tatuajes. ¡Es una pasada!

Mierda. Mierda. Luc no tenía nada contra los tatuajes, pero los piercings eran algo muy distinto. Dios bendito.

– ¿En qué banda toca?

– Los Tornillos Lentos.

Genial.

– Tengo que comprarme un vestido. Y unos zapatos. -Marie se sentó en el borde de la cama y juntó las manos entre las rodillas-. La señora Jackson dijo que me llevaría de compras. -Lo miró con expresión de súplica-. Pero es muy vieja.

– Yo soy un tío, Marie; no tengo ni idea de comprar vestidos para bailes de fin de curso.

– Pero tienes un montón de novias. Sabes mucho de vestidos bonitos.

Para mujeres. No para niñas. Y mucho menos para su hermana, sobre todo si era para ir a un baile al que probablemente no acudiría. Incluso en caso de acudir, no iría con el tal Zack de los Tornillos Flojos o como se llamase. El tipo con el aro en el labio y el piercing en la nariz.

– Nunca he tenido una cita -confesó Marie.

Luc dejó caer las manos a los lados y la miró detenidamente. Observó que sus cejas parecían demasiado espesas y su pelo parecía un poco seco. Saltaba a la vista que necesitaba una madre. Una mujer que le echase una mano. No a alguien como él.

– ¿Cómo les gusta a los chicos que vistan las chicas? -preguntó.

«Lo más corto posible», pensó Luc.

– Manga larga. Pensamos que las mangas largas y los cuellos de cisne están muy bien. Y los vestidos largos, para que no podamos acercarnos demasiado.

Ella se echó a reír.

– Venga, en serio.

– Te juro por Dios que sí, Marie -dijo él. Se quitó la corbata y la dejó en la mesilla de noche-. No nos gusta que enseñen demasiada piel. Nos gusta que vistan como si fueran monjas.

– Ahora sé que estás mintiendo.

Volvió a reír y él pensó que era vergonzoso que no la conociese mejor. Era su único pariente y no sabía nada de ella. Y cabía la posibilidad de que no llegase a conocerla mejor. Una parte de sí mismo deseaba que las cosas fuesen diferentes. Deseaba pasar más tiempo en casa, y saber qué era lo que Marie necesitaba.

– Mañana después de clase te daré mi tarjeta de crédito. -Luc se sentó junto a ella y se desató los zapatos-. Compra lo que necesites y yo le echaré un vistazo cuando lo traigas a casa.

Marie se puso en pie, se encogió de hombros e hizo un mohín con los labios.

– De acuerdo -dijo, y se fue a la habitación.

Joder, iba a hacerla enfadar otra vez. Pero ¿realmente esperaba ella que él la acompañase a comprar un vestido para el baile de fin de curso? ¿Como si fuese su novia? ¿Cómo podría enfadarse por algo así? Ni siquiera le gustaba ir de compras con mujeres de su misma edad.

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