En el vestuario no decían más que tonterías mientras Luc Lucky Martineau se ponía su ropa y fijaba bien sus complementos. La mayoría de sus compañeros de equipo estaban de pie en torno a Daniel Holstrom, el novato sueco, comentándole las posibilidades que ofrecía la iniciación. Tenía dos opciones: o dejar que los chicos le afeitasen la cabeza al estilo mohicano o invitar a todo el equipo a cenar. Como las cenas de los novatos no bajaban de diez mil dólares, Luc supuso que el joven extremo acabaría pareciéndose a un punk durante un tiempo.
Daniel, con los ojos muy abiertos, buscó entre sus compañeros algún signo que le indicase que estaban bromeando. No encontró ninguno. Todos habían sido novatos en alguna ocasión, y todos habían tenido que pasar por malos tragos como aquél. En la temporada en que Luc empezó, los cordones de sus patines desaparecieron en más de una ocasión, y las sábanas de las habitaciones de hotel en las que dormía aparecían cortadas.
Luc cogió su stick y se encaminó hacia el túnel. Dejó atrás a algunos de los chicos, que calentaban con sopletes las cuchillas de sus patines. Junto a la salida del túnel, el entrenador Larry Nystrom y el director deportivo Clark Gamache hablaban con una mujer bajita vestida por completo de negro. Ambos tenían los brazos cruzados sobre el pecho y miraban a la mujer con el entrecejo fruncido mientras ésta les hablaba. Llevaba el oscuro cabello recogido en la nuca en un extraño moño.
Más allá de una moderada curiosidad, Luc le prestó escasa atención a Jane, olvidándose de ella por completo cuando salió a la pista a entrenar. Oyó el suave sonido de las cuchillas de los patines al deslizarse sobre el hielo, algo lógico tras pasarse una hora afilándolas. Mientras daba unas cuantas vueltas de calentamiento, notó que el aire frío le llenaba los pulmones y rozaba sus mejillas a través de la rejilla de la máscara.
Al igual que todos los porteros, Luc era un miembro más del equipo, aunque estaba un tanto al margen debido a la naturaleza solitaria de su puesto. No había cobertura posible para un hombre como él. Cuando ponían el disco en movimiento, los flashes de las cámaras estallaban formando una enorme señal de neón. Para ponerse partido tras partido entre los tres palos hacía falta algo más intenso que la determinación y las agallas. Se necesitaba ser lo suficientemente competitivo y arrogante para creerse invencible.
El entrenador de porteros, Don Boclair, hizo deslizarse una cesta con discos por el hielo mientras Luc llevaba a cabo el mismo ritual que había venido siguiendo durante los últimos once años, tanto en los partidos como en los entrenamientos. Rodeaba tres veces la portería en el sentido de las agujas del reloj, y una vez más en sentido opuesto. Ocupaba su lugar entre los palos y golpeaba con su stick las bases de los postes, primero la izquierda y después la derecha. Tras esto se santiguaba, como un sacerdote que se dirige al Señor. Situado sobre la línea azul, y durante los siguientes treinta minutos, el entrenador patinaba a su alrededor, lanzando el disco como un francotirador hacia todos los rincones y también desde el punto de penalti.
A los treinta y dos años, Luc se sentía bien. Bien respecto al hockey, y bien respecto a su condición física. Estaba, más o menos, libre de dolor, y el medicamento más fuerte que tomaba era Advil, un analgésico. Estaba jugando la mejor temporada de su carrera, y camino de la final de liga, su cuerpo se encontraba en excelentes condiciones. Su vida profesional iba de maravillas.
Pero no podía decir lo mismo de su vida íntima.
El entrenador de porteros lanzó uno de los discos con todas sus fuerzas, con un marcado efecto, pero Luc lo atrapó con su guante. A través del grueso acolchado, los doscientos cincuenta gramos de goma vulcanizada impactaron contra su mano. Se tiró de rodillas sobre el hielo al tiempo que otro disco volaba hacia la derecha y golpeaba en sus protecciones. Sintió el familiar tirón de dolor en sus tendones y ligamentos, pero no era que no pudiese soportar. Nada que no quisiese soportar, y nada que él fuese a admitir jamás de viva voz.
Algunos periodistas lo habían desahuciado después de la peor época de su carrera. Dos años atrás, cuando jugaba con los Red Wings, se lesionó ambas rodillas. Tras unas cuantas intervenciones quirúrgicas de consideración, incontables horas de rehabilitación, una estancia en la clínica Betty Ford para recuperarse de su adicción a los tranquilizantes, y el traspaso a los Seattle Chinooks, Luc estaba de vuelta y en mejor forma que nunca.
Aquella temporada tenía algo que demostrar. Había vuelto a exhibir las cualidades que le habían llevado a ser uno de los mejores. Luc disponía de un indescriptible sexto sentido, lo cual le permitía intuir la jugada segundos antes de que se produjese, y si no podía detener el lanzamiento con sus veloces manos, siempre le quedaba el recurso a la fuerza bruta y a algún movimiento sacado de la manga.
Cuando acabó el entrenamiento, Luc se puso unos pantalones cortos y una camiseta y se fue al gimnasio. Estuvo montado en la bicicleta estática cuarenta y cinco minutos antes de pasar a las pesas. Durante hora y media, trabajó los brazos, el pecho y el abdomen. Los músculos de sus piernas y de la espalda le ardían y el sudor le resbalaba por las sienes mientras tomaba aire sin pararse a pensar en el dolor.
Se dio una lenta ducha, se ató una toalla alrededor de la cintura y después se dirigió a los vestuarios. Allí estaban los demás chicos, tirados sobre sillas y banquillos, escuchando lo que Gamache les decía.
Virgil Duffy también se encontraba en mitad de la sala, y empezó a hablar acerca de la venta de entradas. Aquello, se dijo Luc, no tenía nada que ver con su trabajo. Su trabajo consistía en mantener la portería a cero y ayudar a que el equipo ganase partidos. Así pues, él cumplía con su misión.
Luc apoyó un hombro desnudo contra el marco de la puerta. Se cruzó de brazos, y posó la mirada en la mujer bajita que había visto antes. Estaba junto a Duffy, y Luc la estudió. Era una de esas mujeres naturales que optan por no maquillarse. Sus cejas negras eran la única nota de color en su pálido rostro. Los pantalones negros y la chaqueta no dejaban entrever forma alguna, ocultando todo asomo de curvas. De uno de sus hombros colgaba un bolso de piel, y en la mano portaba una taza de papel de Starbucks.
No era fea, sino extremadamente… sencilla. A algunos hombres les gustaban las mujeres de aire natural. A Luc no. A él le gustaba que las mujeres se pintasen los labios, oliesen a polvos de maquillaje y se depilasen las piernas. Le gustaban las mujeres que se esforzaban por tener buen aspecto. Y aquélla no se esforzaba en absoluto, eso saltaba a la vista.
– Sin duda estáis al corriente de que el reportero Chris Evans causa baja por causas médicas. En su lugar, Jane Alcott escribirá las crónicas de nuestros partidos en casa -explicó el dueño del equipo-, y también viajará con nosotros el resto de la temporada.
Los jugadores permanecieron en silencio, desconcertados. Nadie dijo una palabra, pero Luc sabía que estaban pensando lo mismo que él: que preferiría recibir un golpe del disco a que un cronista deportivo, y menos aún una mujer, viajase con el equipo.
Los jugadores miraron hacia su capitán, Mark Asesino Bressler, después centraron su atención en los entrenadores, que también permanecían en silencio. Esperaban que alguien dijese algo, que les rescatasen de aquella pesadilla bajita y de pelo oscuro que se les iba a pegar como una lapa.
– Bueno, no creo que sea buena idea -dijo finalmente el Asesino, pero una mirada a los helados ojos grises de Virgil Duffy le hizo callar.
Nadie más se atrevió a abrir la boca.
Nadie excepto Luc Martineau. Respetaba a Virgil. Incluso le gustaba un poco. Pero Luc estaba jugando la mejor temporada de su vida. Los Chinooks tenían el título de liga al alcance de la mano, y no estaba dispuesto a dejar que una periodista lo echase todo a perder. Ya habían escrito demasiadas cosas malas sobre él.
– Con todos mis respetos, señor Duffy, ¿ha perdido usted el jodido sentido común? -preguntó apartándose de la pared.
Cuando estaban de viaje, sucedían ciertas cosas que uno no deseaba que todo el país pudiese leer durante el desayuno. Luc era más discreto que algunos de sus compañeros, pero lo último que necesitaba era una reportera viajando con ellos.
Y, por otra parte, también había que tener en cuenta el factor mala suerte. Cualquier cosa que se saliese de la norma podía enviar al traste su buena suerte. Y que una mujer viajase con ellos era, a todas luces, algo fuera de la norma.
– Entiendo vuestros reparos, chicos -dijo Virgil Duffy-, pero después de pensarlo mucho, y de que tanto el Times como la señorita Alcott me diesen su palabra, puedo aseguraros que tendréis intimidad. Los reportajes no se inmiscuirán en vuestra vida privada.
«Gilipolleces», pensó Luc, pero no se molestó en gastar saliva expresándolo. Al apreciar la determinación en el rostro del propietario del equipo, supo que discutir carecía de sentido. Luc tenía que aceptarlo.
– Bueno, será mejor que prepare a la señorita para el lenguaje rudo -le advirtió Luc.
La señorita Alcott centró su atención en él. Su mirada fue directa y firme. Alzó uno de los extremos de la boca, como si le hubiese sorprendido el comentario.
– Soy periodista, señor Martineau -replicó con un tono de voz más sutil que su mirada, una extraña mezcla de suave feminidad y determinación-. Su lenguaje no va a incomodarme.
Él le ofreció una sonrisa desafiante y se encaminó hacia su taquilla al fondo del vestuario.
– ¿Es usted la mujer que escrrribe esa columna sobrrre cómo encontrarrr pareja? -preguntó Vlad Empalador Fetisov.
– Escribo la columna «Soltera en la ciudad» en el Times -respondió.
– Pensé que se trataba de una mujer oriental -comentó Bruce Fish.
– No, sólo se me fue un poco la mano con el delineador de ojos -explicó la señorita Alcott.
Dios santo, ni siquiera era una auténtica cronista deportiva. Luc había leído su columna un par de veces, o al menos lo había intentado. Escribía sobre sus problemas, y los de sus amigas, con los hombres. Era una de esas mujeres a las que les gustaba hablar de «relaciones y aventuras», como si todo tuviese que ser analizado una y otra vez. Como si, en cualquier caso, la mayor parte de los problemas entre hombres y mujeres no fueran simple y llanamente una invención de estas últimas.
– ¿Con quién compartirá habitación mientras estemos de viaje? -preguntó alguien desde la izquierda, y una oleada de risas relajó la tensión.
La conversación se apartó del tema de la señorita Alcott para centrarse en el análisis de los siguientes cuatro partidos, que tenían que disputar en sólo ocho días.
Luc recogió la toalla del suelo y la metió en su bolsa de lona. Virgil Duffy estaba senil, pensó Luc mientras dejaba los calzoncillos blancos y la camiseta sobre el banquillo. O eso, o el divorcio por el que estaba pasando lo había vuelto loco. Aquella mujer probablemente no supiera una sola palabra de hockey. Lo más seguro era que quisiese escribir acerca de sentimientos y problemas de pareja. Bueno, podía interrogarlo al respecto hasta que se le pusiese la cara morada de tanto hablar, que él no iba a soltar prenda. Después de los problemas del último año, Luc ya no respondía a las preguntas de los periodistas. Nunca. Que viajase con ellos no iba a hacer que cambiase de idea.
Se puso los calzoncillos dándole la espalda a la señorita Alcott, y la miró por encima del hombro antes de ponerse la camiseta. La pilló mirándose los zapatos. No era nada nuevo la presencia de mujeres periodistas en los vestuarios. Si a una mujer no le importaba entrar en una habitación repleta de hombres malhablados, por lo general sus compañeros solían comportarse bien con ella. Pero la señorita Alcott parecía tan incómoda como una vieja tía solterona y virgen. Aunque él sabía más bien poco de vírgenes.
Acabó de vestirse enfundándose unos gastados Levi's y un grueso jersey azul. Después metió los pies en sus botas negras y se abrochó el Rolex de oro en la muñeca. El reloj había sido un regalo personal de Virgil Duffy tras la firma del contrato. Un pequeño detalle para sellar el negocio.
Luc se puso su cazadora de cuero, cogió la bolsa de lona y se encaminó a la oficina del club. Allí se hizo con la hoja que indicaba el itinerario de los siguientes ocho días y estuvo hablando un rato con el encargado de la oficina para asegurarse de que recordaba que él quería una habitación individual. Durante la última estancia en Toronto, compartió habitación con Rob Sutter. Por lo general, Luc se dormía a los pocos segundos de meterse en la cama, pero Rob roncaba como una sierra mecánica.
Luc salió de las instalaciones justo después de las doce del mediodía, oyendo el eco de sus pasos contra las paredes de hormigón mientras se dirigía a la salida. Una vez fuera, la niebla le golpeó el rostro y se introdujo por el cuello de su chaqueta. No parecía que fuese a llover, pero era un día triste y lúgubre. El tipo de clima que acostumbraba imperar en Seattle. Esa era una de las razones por las que le gustaba jugar fuera de la ciudad, pero no la más importante. La más importante era la paz que le proporcionaba el hecho de estar en ruta. Aunque esta vez tenía un mal presentimiento al respecto: esa paz se veía amenazada por la presencia de la mujer que se encontraba en esos momentos a pocos pasos de él, con el bolso colgado del hombro.
La señorita Alcott estaba envuelta en algo parecido a un indescriptible impermeable ceñido a la cintura por un cinturón. Era largo y negro, y el viento de la bahía hacía ondear los faldones, dando la impresión de que llevase un lastre en el culo. En la mano acarreaba todavía la taza de papel de Starbucks.
– El vuelo de las seis de la mañana a Phoenix es terrible -dijo él mientras caminaba en dirección al aparcamiento-. No te retrases. Sería vergonzoso que lo perdieses.
– Allí estaré -respondió ella cuando pasó por su lado-. No quieres que viaje con el equipo, ¿verdad? ¿Se debe a que soy una mujer?
Él se detuvo, y se volvió y la miró a la cara. La molesta brisa hacía aletear las solapas del impermeable de Jane, y también hizo que varios mechones de su cola de caballo se soltasen para ir a parar a sus rosadas mejillas. Tras un análisis más detallado, podía comprobarse que eso no mejoraba mucho su aspecto.
– No. No me gustan los periodistas -contestó.
– Es comprensible, supongo, teniendo en cuenta tu historia.
Sin duda, había leído sobre él.
– ¿Qué historia?
Se preguntó si habría leído aquel maldito libro, Los chicos malos del hockey, en el que le habían dedicado cinco capítulos, con fotografías y todo. Más o menos la mitad de lo que el autor afirmaba allí eran puros cotilleos o simples invenciones. Y el único motivo por el cual Luc no le había denunciado era que no quería atraer la atención de los medios.
– Tu historia con la prensa. -Jane bebió un sorbo de café y se encogió de hombros-. El omnipresente seguimiento de tus problemas con las drogas y las mujeres.
Efectivamente, lo había leído. ¿Y quién demonios utilizaba palabras como «omnipresente»? Sólo los periodistas.
– Para tu información, te diré que nunca he tenido problemas con las mujeres. Omnipresentes ni de cualquier otro tipo. Deberías informarte mejor en lugar de creer todo lo que lees.
Al menos, respecto a cuestiones delictivas. Y su adicción a los tranquilizantes era cosa del pasado. Donde él deseaba que quedase para siempre.
Luc recorrió con la mirada el cabello recogido de Jane, la perfecta piel de su rostro, y descendió hacia el resto de su cuerpo, enfundado en aquel horroroso impermeable. Tal vez si hubiese llevado el pelo suelto no le habría parecido tan estirada.
– He leído algunas de tus columnas del periódico -dijo alzando la vista hacia sus ojos verdes-. Tú eres la soltera que se queja de la falta de compromiso y que no consigue encontrar a un hombre de verdad.
Ella frunció ligeramente el entrecejo y endureció la mirada.
– Viéndote, puedo entender tus problemas -remató él sin mover un solo músculo.
Bien. Quizás así ella se mantuviese a distancia.
– ¿Ya no tomas nada, estás limpio? -preguntó Jane.
Luc supuso que, si no contestaba, ella imaginaría ciertas cosas. Siempre era así.
– Totalmente -respondió.
– ¿En serio? -Jane alzó las cejas, que formaron unos arcos perfectos, dándole a entender que ponía en duda sus palabras.
Él dio un paso hacia ella.
– ¿Quieres ver cómo me meo en tu taza de café? -preguntó con la mirada encendida, cabreado, frente a aquella mujer que seguramente no había hecho el amor en cinco años.
– No, gracias, me gusta el café solo.
De no haberse tratado de una periodista, Luc se habría detenido a apreciar por unos segundos la agudeza de su réplica, pero había sonado como una provocación, le gustase o no admitirlo.
– Si cambias de opinión, házmelo saber -masculló Luc-. Y no creas que el hecho de que Virgil Duffy te haya presentado a los chicos va a hacer que tu trabajo sea más fácil.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Quiero decir lo que a ti te dé la gana que quiero decir -respondió él mientras se alejaba.
Caminó el corto trecho que le separaba del aparcamiento y encontró su Ducati gris en su sitio, junto a las plazas para discapacitados. El color de la motocicleta casaba a la perfección con las densas nubes que colgaban sobre la ciudad y también con el sombrío aparcamiento. Colocó la bolsa en la parte trasera de la moto y se sentó en el asiento negro. Con el talón de su bota apretó la palanca de arranque y puso en marcha el motor de dos cilindros. No le dedicó un solo pensamiento más a la señorita Alcott y salió a toda prisa del aparcamiento, dejando tras de sí el rugido del motor. Enfiló Broad, dejando atrás el bar Tini Bigs, camino de Second Avenue. Tras unas cuantas manzanas, entró en el aparcamiento comunitario del complejo residencial en el que vivía y dejó la motocicleta junto a su Land Cruiser.
Consultó la hora en su reloj y cogió la bolsa pensando que se disponía a afrontar tres horas de calma. Se dijo que tal vez podría poner la cinta de algún partido en el vídeo y relajarse frente a la enorme pantalla de su enorme televisor. Tal vez podría llamar a alguna amiga y quedar para comer. Cierta pelirroja de piernas largas le vino a la mente.
Salió del ascensor en la planta diecinueve y recorrió el pasillo hasta la esquina nororiental del edificio. Había comprado aquel piso poco después de fichar por los Chinooks, el verano anterior. No le había apasionado el interior -pues le recordaba a las decoraciones de la vieja serie de dibujos animados Los Supersónicos: piedra, acero y esquinas redondeadas-, pero las vistas… Las vistas eran impresionantes.
Abrió la puerta y sus planes para el día se vinieron abajo cuando tropezó con una mochila North Face de color azul que descansaba sobre la moqueta beige. En el sofá de piel color azul marino, un anorak rojo, y encima de una de las mesitas de cristal, varios anillos y pulseras amontonados. En el equipo de música rugía la música rap y Shaggy se movía sin parar en la pantalla del televisor de Luc, sintonizada en la MTV.
Marie. Había llegado antes de lo previsto.
Luc recorrió el pasillo y dejó la mochila y su propia bolsa sobre el sofá. Llamó a la puerta del primero de los tres dormitorios, y abrió. Marie estaba tendida sobre la cama, con el corto pelo oscuro recogido en lo alto de la cabeza formando una especie de plumero. Tenía restos de crema bajo los ojos y sus mejillas estaban pálidas. Abrazaba un osito de peluche contra su pecho.
– ¿Qué estás haciendo en casa? -le preguntó.
– Intentaron llamarte del colegio. No me encuentro bien.
Luc entró en la habitación y se acercó a su hermana de dieciséis años, hecha un ovillo sobre el edredón. Supuso que lloraba porque se acordaba otra vez de su madre. Había pasado sólo un mes desde el funeral, y pensó que tenía que decir algo para consolar a Marie, aunque no sabía realmente qué decir, y estaba convencido de que siempre que lo intentaba las cosas empeoraban.
– ¿Has pillado la gripe? -acabó preguntando. El parecido de la chica con su madre, o como mínimo con el recuerdo que él tenía de ella, era impresionante.
– No.
– ¿Te has resfriado?
– No.
– ¿Qué te pasa entonces?
– Me siento mal, eso es todo.
Luc acababa de cumplir dieciséis años cuando la cuarta esposa de su padre había dado a luz a Marie. Aparte de alguna que otra visita durante las vacaciones, Luc nunca había pasado mucho tiempo con ella. Él se había hecho mayor. Ellos vivían en Los Ángeles y él en el otro extremo del país. Había estado demasiado ocupado con las cuestiones relativas a su propia vida, y hasta que ella se fue a vivir con él, el mes anterior, no había vuelto a verla desde el funeral de su padre, hacía diez años. Y de repente era el responsable de una hermana a la que ni siquiera conocía. Era el único pariente cercano que aún no había alcanzado la edad de la jubilación. Era jugador de hockey. Soltero. Hombre. Y no tenía ni la más remota idea de lo que podría hacer con ella.
– ¿Quieres un poco de sopa? -preguntó.
Marie se encogió de hombros.
– Por qué no -respondió entre sollozos.
Aliviado, Luc salió rápidamente de la habitación rumbo a la cocina. Sacó una lata grande de caldo de pollo del armario y la colocó bajo el abrelatas automático que había en la encimera de mármol negro. Sabía que la chica estaba pasando por un mal momento, pero, por todos los demonios, lo estaba volviendo loco. Cuando no lloraba, estaba de morros. Cuando no estaba de morros, lo trataba como si fuese un retrasado mental.
Luc vertió la sopa en dos tazones y le añadió agua. Le había propuesto que viese a un psicólogo, y así lo había hecho durante la enfermedad de su madre, pero Marie creía que ya había tenido bastante.
Introdujo los tazones en el microondas y programó el reloj. Aparte de enloquecerle, tener en casa a una chica adolescente y temperamental había afectado seriamente su vida social. Últimamente, sólo disfrutaba de tiempo para sí mismo cuando salía de viaje. Algo tenía que cambiar. La situación no era la adecuada para ninguno de los dos. Se había visto obligado a contratar a una mujer para que se quedase en casa con Marie cuando él estaba fuera. Su nombre era Gloria Jackson y rondaba la sesentena. A Marie no le gustaba, pero eso no era nada nuevo.
Lo más conveniente era encontrar un buen internado para Marie. Allí sería feliz, conviviendo con chicas de su edad que supiesen de maquillaje y de peinados y a las que les gustase escuchar música rap. Luc sintió una punzada de culpabilidad. Sus razones para enviarla a un internado no eran del todo altruistas. Quería recuperar su antigua vida. Eso tal vez le hiciese parecer un maldito egoísta, pero había trabajado muy duro para disfrutar de aquel tipo de existencia. Para conseguir alzarse sobre el caos y alcanzar una relativa calma.
– Necesito algo de dinero.
El comentario hizo que Luc apartase la vista de los tazones que daban vueltas dentro del microondas y mirase a su hermana, que estaba apoyada contra el marco de la puerta de la cocina. Ya habían hablado acerca de la cuenta corriente especial a su nombre.
– Cuando vendamos la casa de tu madre y te demos de alta en la Seguridad Social…
– Lo necesito hoy -lo interrumpió-. Ahora mismo.
Luc sacó su cartera del bolsillo posterior del pantalón.
– ¿Cuánto necesitas?
– Unos siete u ocho dólares.
– ¿Siete u ocho?
– Digamos diez, para estar seguros.
Luc sintió curiosidad y también pensó que debía preguntarlo, así que dijo:
– ¿Para qué necesitas el dinero?
– No tengo la gripe -dijo ella, ruborizándose.
– ¿Qué te pasa?
– Tengo calambres y no tengo nada. -Bajó la vista hacia los pies cubiertos por calcetines-. No conozco a ninguna chica del colegio a la que pedirle, y ya era demasiado tarde para ir a la enfermería. Por eso me vine a casa.
– ¿Demasiado tarde para qué? ¿De qué estás hablando?
– Tengo calambres y no tengo… -Marie se ruborizó aún más-. Tampones. Busqué en tu lavabo, porque pensé que tal vez alguna de tus novias podría haber dejado alguno. Pero no tienes ninguno.
La campanilla del microondas sonó justo en el momento en que Luc entendió el problema de Marie. Abrió la portezuela y se quemó los dedos al dejar los tazones de sopa sobre la encimera.
– Oh. -Sacó dos cucharas de un cajón y, como no sabía qué decir, preguntó-: ¿Quieres galletas saladas?
– Sí.
De algún modo, no le había parecido una chica lo suficientemente mayor. ¿Acaso las chicas empezaban a tener la menstruación a partir de los dieciséis? Suponía que debía de ser así, pero nunca había pensado en ello. Había crecido como un hijo único, y sus pensamientos siempre habían estado relacionados con el hockey.
– ¿Quieres una aspirina? -Una de las mujeres con las que había salido tomaba sus analgésicos cuando tenía dolores menstruales. Al recordarla, Luc se dio cuenta que el dinero y su adicción había sido lo único que compartieron.
– No.
– Iremos al supermercado después de comer -dijo-. Necesito desodorante.
Ella alzó la vista finalmente, pero no se movió.
– ¿Tienes que ir ahora?
– Sí.
Él la observó; parecía incómoda y molesta. La culpa que había sentido minutos antes se vio aliviada. Enviarla a un lugar en el que podría vivir con chicas de su edad era, a todas luces, lo más adecuado. En un internado para chicas estarían al corriente de calambres menstruales y otras cuestiones femeninas.
– Voy a coger las llaves -dijo Luc.
Sólo tendría que encontrar el momento adecuado para exponer su idea sin que sonase como si pretendiera librarse de ella.