Victoria volvió a casa de Rasha a la mañana siguiente. Había hecho varias copias del plan de negocio.
Rasha la saludó con mucho cariño.
– Hemos estado muy emocionadas desde tu última visita -le dijo a Victoria-. Hemos ideado varios diseños nuevos. ¿Te gustaría verlos?
Victoria estudió los diseños de tres pares de pendientes, un par de pulseras y un colgante. Todas eran piezas delicadas, pero sólidas. Increíbles.
– No sé cómo lo haces -dijo, tocando el papel-. ¿Hay algo que te inspire? Rasha rió.
– A veces. Otras, juego con las formas hasta que sale una que me gusta. Es difícil de explicar -miró el maletín que llevaba Victoria en la mano-. ¿Son buenas o malas noticias?
– Buenas. Tengo un plan de negocio. Y a Kateb le gusta -le dio una carpeta a Rasha y dejó las otras encima de la mesa-. Podemos verlo juntas y luego lo discutes con las otras artistas. Cuando hayáis tomado una decisión, házmelo saber y, si quieres, seguiremos adelante.
Victoria repasó su plan página por página. Rasha sólo frunció el ceño al ver las cifras.
– Es mucho dinero -murmuró-. No sé cuánto vamos a tardar en ahorrarlo. Muchos años.
– No se espera que obtengáis vosotras el dinero. Kateb financiará la expansión. Como prueba de su apoyo, os ofrecerá un préstamo a un interés muy bajo. Cree en ti y en las otras mujeres, Rasha. Aprecia vuestro talento y quiere que tengáis éxito.
– ¿El príncipe nos financiará? ¿Nos ofrece su apoyo?
Victoria sonrió.
– Así os será mucho más fácil vendérselo a vuestros maridos, ¿verdad?
– Mucho más. ¿Cómo lo has convencido? ¿Qué le has dicho?
– Le he ensañado las cifras y él mismo ha visto las posibilidades. Le interesa diversificar la economía del pueblo. Vais a traer mucho dinero al pueblo, y él lo respeta.
Rasha sonrió de oreja a oreja.
– El príncipe nos aprecia.
Tomó los papeles y corrió a la otra habitación.
Las demás mujeres la rodearon. Ella les explicó todo. Victoria deseó decirles que Kateb era como cualquier otro hombre, pero sabía que no la entenderían.
Al menos, era un buen líder. Los ancianos habían elegido bien.
¿Se daría cuenta de ello la mujer que se casase con él por obligación? ¿Entendería que estaba solo? ¿Lo apoyaría y lo reconfortaría? ¿Se daría cuenta de que podía ser muy bueno, pero que no quería que todo el mundo viese sus puntos débiles?
En cualquier caso, aquello no era asunto suyo. Para cuando él hubiese elegido esposa, ella estaría muy lejos de allí. Debía sentirse feliz por ello, pero no podía.
– Estamos encantadas -le dijo Rasha-. ¿Cómo podemos agradecerte la ayuda?
– Me estoy divirtiendo mucho con todo esto. No te preocupes.
Rasha sonrió.
– Diseñaremos una colección llamada Princesa Victoria.
– No soy una princesa -contestó ella, a pesar de gustarle la idea-. Sólo soy… la chica del harén.
– Pero seguro que el príncipe Kateb ha visto que eres un tesoro.
– Seguro -dijo ella en tono de broma-. Voy a dejaros las copias del plan de negocio para que lo leáis más despacio. Hablaremos dentro de un par de días para concretar los detalles.
– Sí. Estupendo.
Rasha la acompañó a la puerta. Al abrirla, Victoria vio al mismo niño del otro día en el jardín.
– Márchate Sa’id -le pidió Rasha-. No queremos que estés aquí.
Los ojos del niño se llenaron de lágrimas.
A Victoria le sorprendió que Rasha le hubiese hablado con tanta dureza.
– ¿Quién es?
– Nadie. Un niño del pueblo. Mi hermana tiene una amiga que hace ropa preciosa. ¿Podríamos vender su trabajo del mismo modo?
– Tal vez -contestó Victoria, observando cómo el niño desaparecía por la esquina-. ¿Dónde están sus padres? No debe de ser muy mayor.
– Su madre murió. Su padre… se marchó hace poco del pueblo.
– ¿No tiene familia?
Rasha se encogió de hombros.
– ¿Quién le da de comer? -quiso saber Victoria-. ¿Dónde duerme?
– Eso no debe preocuparte. Estará bien.
Rasha volvió a sacar el tema de la ropa y Victoria le prometió que lo pensaría, sobre todo para marcharse enseguida y buscar al niño.
¿Cómo era posible que Rasha fuese tan insensible con un niño? Siempre le había parecido una mujer cariñosa y amable, pero había tratado a Sa’id como a un gato callejero.
Victoria giró la misma esquina que el niño. Lo vio sentado en una puerta, limpiándose la cara. Estaba dando patadas al empedrado de la calle con los pies descalzos.
– ¿Sa’id? -lo llamó ella.
El niño levantó la vista y sonrió.
– Hola.
– Hola, soy Victoria.
– Tienes el pelo bonito.
– Recuerdo que te gustaba.
Estaba muy delgado y cubierto de polvo y mugre. Iba vestido con harapos. Ella no sabía mucho de niños. ¿Qué edad tendría? ¿Siete? ¿Nueve años?
Se agachó a su lado.
– Sa’id, ¿dónde vives?
El dejó de sonreír.
– Tengo que irme.
– No, por favor. ¿Tienes casa?
Los ojos del niño volvieron a llenarse de lágrimas.
– No.
– ¿Y no tienes familia?
– No -dijo él, limpiándose los ojos.
A Victoria, que sólo se había encontrado con gente amable en el pueblo, le extrañó que hubiese un niño solo en la calle.
– Debes de tener hambre -le dijo-. Es casi hora de comer. Yo tengo hambre. ¿Te gustaría venir conmigo a comer algo?
Sa’id abrió mucho los ojos.
– Vives en el Palacio de Invierno.
– Sí, ya lo sé.
– Yo no puedo entrar.
– ¿Por qué no? -Porque no puedo.
– Pero si yo vivo allí y tú vienes conmigo, tendrías que poder entrar, ¿no crees?
– Tal vez.
Victoria se incorporó y le tendió la mano.
– Claro que sí, porque lo digo yo y porque tengo el pelo bonito.
El niño sonrió.
– De acuerdo -y le dio la mano.
Victoria entró por la parte trasera del palacio. No quería causar problemas hasta que no supiese lo que estaba pasando, pero estaba decidida a dar de comer al niño.
Acababa de entrar en la cocina cuando se dio cuenta de que las cocineras hablaban en un idioma extraño acerca de manos sucias y lugar sagrado, así que llevó al niño a un cuarto de baño y los dos se lavaron las manos. Luego, fueron al comedor de servicio. Victoria lo sentó a una mesa y fue por comida.
Cuando volvió con la bandeja, una de las sirvientas se acercó a ella y le hizo una leve reverencia.
– Señorita Victoria, ¿ha traído usted a Sa’id a palacio? -la chica parecía asustada.
– Sí. ¿Hay algún problema?
La sirvienta debía de tener unos dieciocho años, era lista, guapa y sonriente, pero en esos momentos se mordía el labio inferior.
– No, por supuesto que no. Usted es la amante del príncipe. Conozco al niño. Su madre y la mía eran primas políticas. Me ha sorprendido verlo aquí.
– A mí me ha sorprendido verlo en la calle. ¿Sabes por qué vive allí?
La chica negó y bajó la cabeza.
Victoria pensó que le haría las preguntas a Yusra.
– ¿Puedes sentarte con él hasta que averigüe qué está pasando?
La chica sonrió.
– Con mucho gusto. Ya he terminado mi jornada. Puedo llevármelo a mi habitación.
Victoria observó cómo hablaba la muchacha con Sa’id. El niño asintió y se comió lo que le había llevado como si llevase días en ayunas.
No tardó en encontrar a Yusra, que estaba frente a un armario lleno de toallas y sábanas.
– El niño Sa’id -le dijo sin más-. ¿Lo conoces? Vive en la calle. Al parecer, no tiene familia.
Yusra dejó la toalla que tenía en la mano.
– Lo conozco. Su madre murió hace un tiempo. Su padre robó camellos y en vez de aceptar su castigo, huyó al desierto. El niño carga con la deshonra de su padre -volvió a mirar las toallas.
– Espera un minuto. ¿Qué quiere decir eso?
– Que el niño será castigado en ausencia de su padre.
– ¿Castigado, cómo?
– Ya no es uno de los nuestros.
Victoria la miró fijamente.
– ¿Lo abandonáis? ¿Tiene que arreglárselas solo? ¿Cuántos años tiene, nueve?
– Sí. Es la costumbre.
– Pues es horrible. ¿A nadie le importa que se muera de hambre?
– Debe ser castigado.
– ¡Pero si él no ha hecho nada malo!
Yusra suspiró.
– Hay cosas que no puedes entender. Son nuestras costumbres.
– Pues es una equivocación y no permitiré que ocurra.
– No podrás evitarlo.
– Ya verás cómo sí.
La reunión con el jefe de agricultura solía interesar a Kateb, no obstante, esa tarde sólo podía pensar en que Victoria estaba fuera, yendo y viniendo. La veía cada vez que pasaba por delante de la puerta abierta. No había mirado dentro, pero era evidente que lo estaba esperando, y que no estaba contenta.
Después de cinco minutos, Kateb detuvo la conversación y programó otra reunión para una semana más tarde. Cuando el hombre salió, Victoria lo miró y él le hizo un gesto para que entrase.
– ¿De qué era la reunión? -preguntó enseguida.
– De la cosecha de esta temporada.
– Estupendo. Porque hay gente que tiene que comer. Dime, ¿hay que estar en una lista para que te den comida?
Era evidente que estaba furiosa. Le brillaban los ojos y parecía tener ganas de lanzar algo.
A Kateb le sorprendió sentirse tan interesado por su malestar. Quería saber qué había pasado y, sobre todo, quería solucionar el problema.
Se levantó de la mesa y fue hacia ella. Tomó sus manos y la miró a los ojos.
– Cuéntame qué te pasa.
– No vas a creerlo -dijo ella, zafándose y empezando a andar de un lado a otro-. O tal vez sí. Yo no puedo creérmelo. Me gusta estar aquí. ¿Lo sabías? Creo que es un lugar precioso y que la gente es cariñosa y amable. Me encanta el palacio y La arquitectura y casi todo, pero esto es asqueroso.
– ¿A qué te refieres?
– Hay un niño, Sa’id. Al parecer, su madre ha muerto y su padre robó camellos. En vez de aceptar su castigo, el hombre ha huido, dejando a Sa’id solo. Debe de tener nueve años y vive en la calle. Nadie se ocupa de él, no le dan comida. Y estoy segura de que no va al colegio. ¿Dónde se supone que duerme por las noches? ¿Van a dejarlo morir de hambre?
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
– No lo entiendo. Me caía muy bien Rasha, pero lo ha tratado como si no valiese nada. Yusra me ha dicho que no es asunto mío, pero no puedo dejar que un niño sufra y muera, sobre todo, delante de mis ojos. Lo odio y odio a las personas que permiten que esto pase.
Una lágrima corrió por su mejilla, se la limpió con impaciencia.
– Te juro por Dios. Kateb, que si me dices que no es asunto mío, te mataré cuando estés dormido.
El la abrazó.
– No, no lo harás.
– Pues desearé hacerlo.
– No es lo mismo.
Ella lo miró, pero no sonrió.
– Hay un niño muriéndose de hambre en tu pueblo. Tienes que solucionarlo.
– No entiendes nuestras costumbres. Parecen duras…
Ella retrocedió.
– Son duras. Sí, el padre de Sa’id es un cretino, pero eso no es culpa del niño. No puede cambiar a su padre. No puede hacer nada para solucionar las cosas.
– Las normas son duras -repitió Kateb-, pero tienen una finalidad. Otros adultos ven sufrir al niño y saben que su comportamiento tiene consecuencias.
– No puedo creer que vayáis a dejarlo morir en la calle. ¿Qué pasará luego? ¿Quién se llevará su cuerpo? ¿O dejaréis que se lo coman los perros? -siguió llorando-. No puedo aceptarlo. No lo haré.
El volvió a abrazarla. Victoria se apoyó en él y lloró como si se le estuviese rompiendo el corazón.
– No puedes permitirlo -le susurró.
Él le acarició la espalda y murmuró su nombre.
«Tanto dolor por un niño al que casi no conoce», pensó. Victoria tenía una dulzura, una ternura que él no había conocido hasta entonces. Necesitaba ser protegida de la dureza del mundo. Y, al mismo tiempo, tenía una fuerza digna de admiración. Veía las cosas claras en ocasiones en los que los demás sólo ponían excusas.
Por fin dejó de llorar. El tomó su rostro y se lo limpió.
– ¿Dónde está ahora? -le preguntó.
– Con una de las sirvientas. Es una pariente lejana. Al menos, eso pienso.
– Haz que traigan al niño. Hablaré con él.
Victoria corrió a llamar por teléfono a la zona de servicio. En menos de diez minutos, el niño estaba allí acompañado de una joven.
– Príncipe Kateb -dijo la chica-. Este es Sa’id.
El niño se agachó. Parecía aterrado, pero no se movió del centro de la habitación.
– ¿Sabes quién soy? -le preguntó Kateb. Sa’id asintió.
– El príncipe. Y tal vez el nuevo líder, pero no estoy seguro. He oído hablar a la gente, aunque nadie quiere que me acerque.
Victoria dio un paso hacia él, pero Kateb la detuvo con una mirada.
– Me han dicho que estás viviendo en la calle.
– Mi madre murió y mi padre… -levantó la barbilla-. Mi padre es un hombre malo y un cobarde. Robó camellos y luego huyó -tragó saliva-. Ahora estoy solo. A veces es duro tener hambre, pero intento ser valiente.
Kateb se dio cuenta de que Victoria quería que hiciese algo, que se compadeciese de él a pesar de las tradiciones. Sabía que le rogaría por él, como había rogado por su padre. Miró a la sirvienta.
– Haremos un lugar para el niño, aquí en palacio -volvió a mirar al niño-. ¿Te asusta el trabajo duro?
– No, señor siempre ayudaba a mi padre. Soy fuerte y no como mucho -parecía esperanzado y resignado al mismo tiempo.
– Comerás todo lo que quieras -le dijo Kateb-. Necesito que me sirvan hombres fuertes y para eso, tienes que crecer. Así que comerás, dormirás bien y trabajarás. Cuando hayas terminado, jugarás, como todos los niños. ¿Lo has entendido?
Sa’id asintió y sonrió por primera vez desde que había entrado en la habitación.
La sirvienta se aclaró la garganta.
– Señor, ¿puedo responsabilizarme de Sa’id? Lo conozco de toda la vida. Es un buen chico y nos haremos compañía.
– Gracias -le dijo Kateb-. Hablaré con Yusra para que tengas tiempo libre para estar con él.
La chica tomó a Sa’id de la mano y lo sacó de la habitación. El niño se detuvo en la puerta para despedirse de Victoria con un ademán.
En cuanto se hubieron marchado, ésta fue hasta donde estaba Kateb.
– ¿Lo has convertido en un sirviente? ¿Tiene nueve años y va a tener que fregar suelos? ¿Qué hay de la escuela? ¿Qué hay de su educación?
– Deberías darme las gracias por haberlo sacado de la calle. Ahora tiene la protección del príncipe. Eso significa que estará a salvo.
– Y será un sirviente.
– Por ahora -dijo él con paciencia-. Hasta que me proclamen líder, el poder que tengo aquí es mínimo. En cuanto tenga el liderazgo, perdonaré a Sa’id y permitiré que vuelva a vivir como cualquier niño del pueblo.
– Ah -dijo ella más tranquila-. Eso no lo habías dicho.
– No me habías dado oportunidad. Enseguida me juzgas.
– No a ti -admitió-, pero sigo enfadada con Yusra y Rasha.
– Nuestras costumbres son diferentes.
Ella se puso en jarras.
– No quiero volver a oír eso. No hay excusa para lo que le había pasado a Sa’id.
– Yusra es tu amiga. ¿Y acaso ya no vas a apoyar el proyecto de Rasha?
– ¿Quieres decir que las estoy juzgando con demasiada dureza?
– Estoy diciendo que nuestras costumbres son diferentes. Los niños suelen ilustrar lo mejor y lo peor de nuestra cultura. La prueba es Sa’id.
– ¿Hay más niños como él?
– No, que yo sepa.
– Cuando seas líder, ¿cambiarás la ley para que no se vuelva a abandonar a ningún niño?
– Me pides demasiado.
– Tienes mucho que dar.
Kateb pensó que Cantara no le habría pedido aquello. Habría aceptado el destino de Sa’id. Victoria no era así. Ella luchaba hasta que conseguía cambiar lo que creía que estaba mal.
Las dos mujeres eran muy diferentes y a pesar de que siempre amaría a Cantara, ya no formaba parte de él. Sin darse cuenta, la había perdido, o el tiempo le había curado la herida.
Sintió pesar y, por extraño que fuese, también esperanza.
Victoria estaba completamente fuera de lugar con sus vaqueros, la camisa de seda, las ridículas botas de tacón y los pendientes largos. Parecía preparada para ir de compras en Nueva York o Los Ángeles. El pelo rubio y los ojos azules la diferenciaban. Y con su forma de ver el mundo y su actitud siempre encontraría injusticias donde los demás no veían nada fuera de lo normal.
– Sabes cómo agotar a un hombre -le dijo.
– Vete a echar una siesta.
– ¿No vas a enfadarte?
– No por algo así.
Kateb pensó que no quería nada para ella.
– Eres una mujer complicada.
– Gracias.
– No era un cumplido.
– ¿Estás intentando distraerme?
– No -suspiró-. Cuando sea líder, cambiaré la ley.
Victoria se acercó a él y le dio un beso. El la deseo al instante, a pesar de que había sido un beso casto.
– Sabía que lo harías -le dijo emocionada-. Gracias.
Volvió a besarlo y se marchó. El la observó y se quedó solo, en silencio.
Se sintió como si le acabasen de dar algo importante. Algo precioso, aunque no sabía el que. Sin querer, miró el calendario que tenía encima del escritorio. ¿Cuántos días faltarían para saber si iba a quedarse o no?
Había deseado sacarla de su vida, pero en ese momento se preguntó cómo serían las cosas si se quedaba.
Durante los siguientes días, aparte de ir a ver a Sa’id de vez en cuando, Victoria estuvo casi todo el tiempo en el harén. Seguía enfadada con las mujeres por haber permitido que el niño viviese en la calle.
Aunque le caían bien Rasha y Yusra, no podía considerarlas sus amigas después de aquello.
Al tercer día estaba cansada del harén, así que bajó a la cocina a comer. Por el camino, se encontró con Yusra. Las dos mujeres se miraron.
– Estás enfadada -le dijo Yusra.
– Sí.
– Me equivoqué -admitió Yusra suspirando-. He necesitado que alguien de fuera me recuerde quiénes somos, que valoramos la familia y la bondad.
Victoria tardó un segundo en darse cuenta de que ya no tenía que seguir estando enfadada.
– No sé qué decir -contestó-. Me alegro de que te hayas dado cuenta de que Sa’id es sólo un niño.
– Por supuesto. Es un niño maravilloso. He estado hablando con Rasha. En cuanto el príncipe sea líder, vamos a pedirle que cambie la ley. A Rasha le gustaría llevarse a Sa’id a su casa.
Victoria se sintió aliviada.
– Kateb ya tiene planeado cambiar la ley, pero seguro que le alegra saber que hay más personas que apoyan la idea.
– Bien. Entonces, ¿volvemos a ser amigas? – preguntó Yusra.
– Sí, por supuesto -dijo Victoria sonriendo-. Siento haberme enfadado.
– La culpa ha sido mía. Me he acostumbrado a que las cosas sean como han sido siempre.
– Todos lo hacemos.
– Ven. Vamos a comer juntas y hablemos de qué otras leyes podríamos cambiar.
– A Kateb no le gustará -rió Victoria.
La cocina estaba llena de personas del servicio. Cuando Yusra y Victoria entraron, la habitación se quedó en silencio. Victoria sintió que todo el mundo la miraba.
– No te preocupes, se acostumbrarán a ti. Tardarán. Se está corriendo la voz de lo que has hecho para ayudar a Sa’id.
– Habrá a quien no le guste que me entrometa.
– Tal vez, pero no se atreverán a decir nada. Al menos, no te lo dirán a ti.
Después de comer, Victoria fue a la biblioteca. Quería ver si había algún catálogo de las obras de arte del palacio. Había que saber qué había e intentar asegurarlo todo, si es que era posible.
Entró en la biblioteca y se dio cuenta de que no estaba sola.
– Kateb -dijo, casi sin aliento, y se aclaró la garganta.
Últimamente se ponía nerviosa cuando estaban juntos, sentía un cosquilleo en el vientre. Era algo más que el deseo de estar con él. Era algo que no podía definir, y que no quería pararse a analizar.
– Yusra me ha dicho que querías hablar conmigo. Al parecer, piensa que tienes mucho poder de convocatoria.
– Y tiene razón. Has venido.
– ¿Qué quieres ahora? ¿La emancipación para los gatos? ¿Una escuela para las ovejas?
– No le burles de mí. Yusra me ha dicho que tenía razón con respecto a Sa’id.
– Y a ti te ha encantado oírlo.
– Eso es verdad.
– ¿Qué les has prometido durante la comida? ¿Van a pedirme un aumento de sueldo? ¿Que mejore el tiempo?
Ella dudó.
– Todavía no he tenido tiempo de organizar mis ideas, pero se trata de los horarios del personal de servicio. Más de la mitad son mujeres con hijos. Todas empiezan y terminan de trabajar a la misma hora, y les sería de gran ayuda empezar y terminar a distintas horas. A mí me parece razonable.
– ¿Hablas en serio? -le preguntó Kateb divertido.
– Por supuesto.
– ¿Qué más?
– Los textiles. No sé cómo meterlos en el mercado. Me preguntaba si podría escribir a alguna princesa de la zona. Ellas llevan más tiempo en este mundo y tal vez tengan alguna sugerencia. Tengo entendido que estaría bien empezar por la princesa Dora, de El Bahar, pero necesito tu permiso.
– Ya lo tienes.
– ¿Y el resto?
– Me ocuparé de ello cuando sea líder.
– ¿La primera semana?
– O tal vez la segunda. La primera tendré muchas cosas que hacer.
Victoria deseó presionarlo, pero se contuvo. Había sido más que razonable con Sa’id.
– ¿Qué cosas?
– Como líder, me otorgarán doce chicas vírgenes. Podré elegir a una como esposa si quiero. El resto se quedará en el harén. Así que los primeros días estaré muy ocupado.
– ¿Doce vírgenes? ¿De verdad? ¿Tienes cosas serias de las que ocuparte y vas a entretenerte con doce vírgenes?
Kateb rió, se acercó a ella, le puso las manos en los hombros y la besó.
– Me alegro de que Nadim nunca se fijase en ti.
Volvió a besarla, alargando el momento un poco más que el anterior.
Victoria no entendía nada.
– ¿No vas a casarte con una de las vírgenes?
– No. Ni las llevare al harén.
– Entonces, ¿por qué has hablado de ellas?
– Porque es demasiado fácil hacerte perder los nervios, Victoria. Deberías controlarte más.
– Lo que debería hacer es tirarte uno de esos libros a la cabeza.
El rió de nuevo.
– No lo harías. Son libros muy antiguos y podrías estropearlos.
– Eso es verdad.
Kateb le acarició la mejilla.
– Tendré en cuenta todo lo que me has dicho. Y, sí, contacta con la princesa Dora y pídele consejo. Es fuerte e inteligente. Tenéis muchas cosas en común.
Después de aquello, Kateb se marchó y la dejó sola, sintiéndose como si la acabase de atropellar un tren. ¿Qué acababa de ocurrir?
Se acercó a las estanterías llenas de libros, pero se detuvo. Acababa de darse cuenta, horrorizada, de cuál era la situación…
Se enfadaba cuando Kateb le hablaba de otras mujeres porque se había enamorado de él. Le había entregado su corazón y, en esos momentos, él podía destruirla si quería.
Todo su destino dependía de la suerte que tuviera. Si estaba embarazada, se quedaría con un hombre que jamás creería que lo amaba. Y si no, tendría que marcharse. No había término medio, ni habría fina] feliz.
En aquel juego, tenía todas las de perder.